El Maestrante by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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El conde, sonriendo ruborizado, hizo signoafirmativo.

—Pues que me dispense, pero tiene un colormuy feo... Verá usted, voy a ponerle otro másbonito.

Y diciendo y haciendo, fue derecha a uno delos floreros del salón y, después de escoger algúntiempo, sacó un magnífico clavel rojo. Volvióadonde estaba el conde y con gran desenvoltura,con cierta afectación aún, propia del quepretende mostrar su dominio, le arrancó el clavelque traía y le puso el nuevo. Sufrió él estasustitución en silencio, inquieto y sorprendido.Ella, fingiendo no advertir esta sorpresa, se echóun poco hacia atrás y exclamó con intención:

—¡Ya lo creo que está mejor!

Hubo después algunos instantes de silencioembarazoso. Ella se puso a jugar con el clavel deFernanda, azotándose las rodillas, mientras lanzabafrecuentes miradas al conde, que permanecíaconfuso sin saber qué decir ni dónde ponerlos ojos. Por último, los de uno y otro se encontrarony sonrieron. En los de ella ardió unachispa maliciosa, y con ademán súbito y desdeñosoarrojó el clavel que tenía en la mano debajode las sillas. El conde se puso repentinamenteserio; sus mejillas se colorearon. Enaquel momento entró Manuel Antonio. La conversaciónse entabló alegre, indiferente. El condeguardaba, sin embargo, un resto de turbación.Cuando llegó Fernanda y con visible disgusto,le preguntó por su clavel, se vio en graveaprieto, perdiose en un laberinto de explicaciones.El chico de su jardinero, a quien fue a darun beso, se lo había arrancado, luego en unamaceta que había hallado en el gabinete de sumadre había tomado otro. Pero Amalia, implacable,le puso poco después en un conflicto preguntándoleen voz alta con sonrisa maliciosa:

—¿Quién le ha dado a usted ese clavel tanlindo, Fernanda?

—No, yo no—se apresuró a responder ésta.

Y el conde, otra vez turbado y rojo, volvió envoz alta a la explicación que acababa de dar ensecreto. Aquella pequeña traición los ató connudo más fuerte, estableció entre ellos una relaciónsingular que el conde no se atrevía a definiren su pensamiento, medroso de resbalar enun abismo. Siguió festejando con la misma asiduidad,quizá con alguna más, a la heredera deEstrada-Rosa, pero no podía hablar a la señorade Quiñones sin sentirse turbado; las miradasque se dirigían eran largas, intencionadas; susapretones de manos vivos, impregnados de cariño.Ambos disimulaban delante de Fernandacomo si fuese ya la esposa ultrajada. ¡Y aún nose habían dicho una palabra de amor! PeroLuis estaba convencido de que faltaba a su novia,de que era un criminal hacia D. Pedro, suamigo; no sabía por qué ni cómo, pero lo sentíaallá dentro en el fondo de la conciencia. Sin embargo,reflexionaba algunas veces que por suparte no había dado un solo paso hacia el crimen,que se veía enredado en aquellas extrañasrelaciones, en las cuales existía amor; inteligencia,traición, todo tácito, sin saber cómo habíasido.

Trascurrió más de un mes de esta suerte.Amalia no sólo le hablaba de amor con los ojos,pero le imponía su voluntad, le hacía ejecutartodos sus caprichos, a veces le reprendía ásperamente.Anunciaba, por ejemplo, que se iba amarchar: al volver los ojos se encontraba conlos de Amalia que le decían que se quedase, yse quedaba.

Trataba de bailar con Fernanda, yuna mirada severa bastaba para retenerle. Undía anunció que iba a pasar seis u ocho en susposesiones de Onís: Amalia le hizo signo negativocon la cabeza, y desistió de su viaje.¿Por qué? ¿Con qué derecho contrariaba sus determinaciones,se introducía en su vida y la gobernaba?No lo sabía, pero experimentaba sensacióngratísima al obedecerla. Vivía en unainquietud dulce, anhelante, esperando algo hermoso,algo inefable que no quería formularse ensu cerebro. Mientras, ella con su eterna sonrisamisteriosa le observaba tranquilamente, segurade conocer ese algo y de llegar a él cuando le vinieraen apetencia.

Una tarde del mes de Junio se hallaba el condeen la Granja inspeccionando el trabajo de algunosobreros, que tenía ocupados en abrir unaacequia más ancha para el molino. El mozo encargadodel ganado vino a decirle que una señorapreguntaba por él.

—¿Una señora?—exclamó sorprendido.—¿Nola conoces?

El criado le miró estúpidamente, sin contestar.¿Cómo la había de conocer, él, que había pasadola vida detrás del ganado, y sólo iba a Lanciaalgún día de mercado a comprar o vender unavaca? El conde se hizo cargo de esto y preguntóenseguida:

—¿Es bajita?

—No es muy alta, no, señor.

—¿Ojos muy negros y vivos? ¿color bajo? ¿elandar muy suelto y elegante?

Y antes de que el criado pudiera contestar aestas preguntas, que no había entendido, echó acorrer en dirección a la casa con el corazón palpitante,henchido de emoción por el presentimientode que era ella.

—¿Dónde está?—gritó sin dejar de correr.

—En la corrada, a la puerta del jardín—lecontestó también a gritos.

Llegó a la corrada sin respiración. Antes deabrirla se detuvo un instante, avergonzándosede su presunción. ¿Cómo había llegado a suponer...¿Pero por qué diablo se le había metidoen la cabeza?... Y, sin embargo, no podía desecharla.Era ella, era ella; no le cabía duda alguna.Levantó el pestillo de la gran puerta de maderapintada de verde, y entró. La corrada eragrande. Veíanse arrimados a la pared varios enseresde labranza. Debajo de un tendejón yacíanalgunos carros. En una caseta de madera, toscamentelabrada, estaba amarrado un enorme mastínque quiso romper la cadena dando furiosossaltos por venir a acariciarle. Allá en el otroextremo, cerca de la puerta enrejada que comunicabacon el jardín, la vio, en efecto, con lafrente pegada a las rejas, contemplando las flores.Estaba de espalda. Traía vestido claro derayas blancas y rojas y llevaba en la cabezasombrerito de paja con flores rojas también.

Conla mano izquierda se apoyaba en una sombrillaque hacía juego con el traje y en la derechaapretaba unos guantes de seda, ¡Qué bien impresosle quedaron estos pormenores! Jamás en lavida se le borraron de la memoria.

—¿Usted por aquí?—le preguntó afectandouna serenidad que estaba muy lejos de sentir.—¿Quiénhabía de presumir que fuese usted la señoraque el criado me acaba de anunciar?

—¿De veras no lo ha presumido usted?—preguntóella mirándole fijamente.

—No, no, señora.

Y se puso colorado al decirlo. La dama sonriócon benevolencia.

—Bien, enséñeme usted esas rosas de malmaison de que me ha hablado.

El conde abrió la puerta del jardín y ambospasaron adentro. Era muy grande, y estababastante descuidado. Desde que la condesa habíadejado de venir a la Granja casi en absoluto, loscriados apenas tocaban en él. Luis era más dadoa hacer ensayos de nuevos cultivos, a criar ganado,a desecar terrenos, que a las flores. Así ytodo, del tiempo en que su madre venía todaslas tardes y le atendía, existían allí muchasplantas de flores, grandes arbustos que con eltiempo y con aquel suelo feraz se iban trasformandoen árboles frondosos.

Mientras recorrían caminos arenosos, de loscuales el césped se iba apoderando por falta delimpieza, la condesa explicaba en voz alta cómohabía llegado hasta allí. Se le había antojado darun paseo hasta Bellavista; pero al pasar por delantede la carreterita que conducía a la Granjase acordó de las dichosas rosas, y dio orden alcochero de que siguiese por ella. No había vistonunca la posesión. Aquella frondosidad, aquelverde tan intenso la entusiasmaban. En su paísla vegetación era más pálida.

—Pero más fragante... como las mujeres—dijoel conde con galantería.

La dama se volvió para dirigirle una sonrisade gracias, y siguió loando la belleza de los rododendros,de las azaleas, de las camelias gigantescasque encontraban al paso.

Luego que vieron los rosales y que el conde lehizo elegir algunos para mandárselos al día siguiente,tornaron por senderos distintos hacia lapuerta de entrada.

—¿Usted está seguro de que yo he venido únicamentea ver estos rosales?—dijo Amalia parándosesúbito y mirándole con fijeza.

Al conde le dio un vuelco el corazón y comenzóa balbucir lamentablemente:

—Yo no sé... La verdad que esta visita... Mealegraría que los rosales...

Pero la dama, compadecida, no le dejó terminar.

—Pues, además de los rosales, vengo a vertoda la finca, y particularmente el bosque. Conqueya puede usted ir enseñándomelo—dijo agarrándoseresueltamente a su brazo.

El conde volvió a experimentar nueva y violentaemoción, primero de pena, después, alsentir la mano de la dama en su brazo, de vivísimogozo. Y, turbado hasta lo profundo de suser, fue mostrándole lo digno de verse que teníala finca, las grandes y hermosas praderas, lascuadras, la nueva maquinaria del molino, el bosquepor último. Ella le observaba con el rabillodel ojo. A veces se dibujaba en su rostro unalevísima sonrisa burlona. Se enteraba de todocon interés, loaba los trabajos que se habían llevadoa cabo, proponía otros nuevos. Y al ir y venirsoltaba el brazo unas veces, otras lo tomaba,despertando en el alma del conde sensacionesdiversas, pero todas vivas y anhelantes. Cuandoobservaba que iba adquiriendo aplomo le disparabarepentinamente alguna maliciosa insinuaciónque de nuevo lo atortolaba, lo dejaba confundidoy ruborizado.

—Vamos, conde, a que cuando usted me viodijo para dentro: «Amalia está enamorada demí: no pudo resistir al deseo de venir a visitarme.»

—¡Amalia, por Dios!... ¿Qué disparate estáusted diciendo?... ¿Cómo me había de atrever...

Pero la dama, como si no advirtiera su turbaciónni concediera importancia a sus propias palabras,saltaba inmediatamente a otro asunto.Parecía que tenía gusto en sofocarle, en mantenerleagitado y trémulo. Y en las miradas fugacesque de vez en cuando le lanzaba reflejábase unsentimiento de superioridad, la benévola ironíadel que está jugando a otro una burla que ha determinar en bien. El conde presentía algo gravedebajo de aquella sonrisa enigmática, comprendíaque estaba haciendo un papel desairado, quese estaban riendo de él y hacía esfuerzos heroicospara recobrar su sangre fría, sin conseguirlo.

El bosque admiró y entusiasmó a la dama porencima de todo. Era una masa de robles añososdonde no penetraba jamás un rayo de sol. Elsuelo estaba limpio de abrojos, tapizado de céspedque convidaba a reposar. Ninguna otra fincade recreo de la provincia poseía aquel regalo,procedente quizá de la primitiva selva donde sehabía fundado el monasterio que dio origen aLancia. Quiso descansar un instante debajo deaquella bóveda verde por donde la luz se cerníatrabajosamente. Reinaba una paz, un amablesosiego que impresionaba como el silencio y laluz dormida de una, catedral gótica, pero conemoción más dulce. Apoyó la espalda en un árboly paseó largo rato su mirada asombrada porla espesura. El conde estaba en pie algo más lejos.Ambos permanecieron mudos largo rato. Porfin el caballero sintió, sin verlo, que los ojos de ladama estaban posados sobre él. Resistió algunosmomentos la atracción magnética de aquella mirada.Cuando al cabo volvió la suya vio que enefecto le contemplaba de hito en hito con expresiónrisueña y audaz que le hizo bajar lavista. Amalia soltó una alegre carcajada. Él, sorprendido,confuso, algo irritado sintiéndose enridículo, viendo que las carcajadas no cesaban,le preguntó con sonrisa forzada:

—¿De qué se ríe usted, amiga mía?

—De nada, de nada—respondió llevándoseel pañuelo a la boca.—Lléveme usted a ver lacasa.

Y se colgó nuevamente de su brazo.

La casa era un grande y vetusto edificio depiedra amarillenta carcomida por los años, condos torrecillas cuadradas a los lados. Todo enella estaba podrido o deteriorado. En la escalerafaltaban rejas, lo mismo que en los balcones, labóveda de las habitaciones descascarillada, lostabiques resquebrajados, el tillado con agujeros,los cristales, emplomados a la antigua usanza,tan llenos de polvo que apenas consentían el veral través de ellos; las paredes sucias también y deellas colgados algunos cuadros oscuros, tan oscurosque no se conocía lo que el pintor habíaquerido representar; las habitaciones, con pocosy antiquísimos muebles maltratados por el usode las generaciones anteriores. Fueron recorriéndolastodas. A Amalia le placía aquel aspecto deremota antigüedad. ¡Cuántos seres habrían habitadoaquella casa!

¡Cuánto se habría reído yllorado en aquellas vastísimas estancias! Cadauna tenía su nombre. La una se llamaba el cuartodel cardenal, porque en siglos pasados un cardenalde la familia se alojaba allí cuando veníaa pasar una temporada a la Granja; otra, el salónde los retratos, porque había unos cuantos colgados;otra, la sala nueva, aunque parecía tanto yaún más vieja que las demás. Todo aquello representabala vida íntima de una familia al travésde los siglos.

—Éste es el cuarto de la condesa—dijo Luis alentrar con su amiga en una pieza no muy grande,donde por debajo del polvo y los estragosdel tiempo se advertía mayor lujo en el decorado.

Era una estancia coquetona donde las generacioneshabían ido dejando testimonios más o menosplausibles de su amor a la ornamentación.Un escritorio pompadour, algunas sillas regencia,varios retratos al pastel; en el techo, pintados alóleo, algunos amorcillos nadando en una atmósfera,azul en otro tiempo.

—¿Es el cuarto de su mamá?—preguntóAmalia.

—No—replicó el conde riendo,—mamá dormíaen otro lado. Se llama así desde tiempo inmemorial.Quizá alguna de mis abuelas lo habíaelegido para sí. Aquí es donde yo duermo lasiesta cuando me canso de andar por el campo.

En uno de los ángulos había una soberbiacama de roble tallado y enteramente negro porlos años. Era una de esas camas del siglo XVque vuelven locos a los anticuarios.

Las colgadurasantiquísimas también. Sobre los colchonesestaba extendido un tapiz moderno de damasco.

—Aquí es donde usted se recoge para pensarmás libremente en mí, ¿no es cierto?

El conde quedó aturdido como si le hubiesendado un golpe en la cabeza.

—¡Yo!... ¡Amalia!... ¿Cómo?

Pero súbito, haciendo un gesto de resolución,exclamó:

—¡Sí, sí, Amalia, dice usted bien! Aquípienso en usted como pienso en todos los sitiosadonde voy desde hace algún tiempo... Yo no sélo que me pasa; vivo en un estado de constantezozobra, y esto, como usted me decía hace pocosdías, es una señal de amor verdadero. Estoyenamorado de usted como un loco. Comprendoque es una atrocidad, que es un crimen,pero no puedo remediarlo... Perdóneme usted.

Y el caballero se dejó caer de rodillas, comouno de sus nobles antepasados de la Edad Media,a los pies de la dama.

Ésta se indignó, al oírle, terriblemente. ¿Cómo?¿No se avergonzaba de semejante confesión? ¿Nocomprendía que dirigirle aquellas palabras dentrode su casa era un insulto? ¿Cómo podía suponerque ella las había de escuchar con paciencia?¡Mentira parecía que el conde de Onís,un caballero tan cumplido, faltase de aquel modoa lo que debía a una dama y a lo que se debía así mismo!

El conde permaneció aterrado y de rodillasbajo tal granizada de denuestos.

Considerabagraves sus palabras; pero el enojo que producíanen la dama era mayor de lo que habíasospechado.

Amalia guardó al fin silencio. Le contemplócon ojos irritadísimos unos instantes.

Mas unasonrisa feliz y burlona comenzó a dilatar surostro expresivo. Se acercó lenta y majestuosamentea él, le puso la mano en el hombro e inclinándosepara acercar la boca a su oído le dijoen voz baja:

—Hace usted bien en no avergonzarse de nadade eso, porque yo, señor conde, le quiero a ustedtanto por lo menos como usted a mí.

Quiso volverse loco. Pasado el susto, se abrazóa sus rodillas besándolas con frenesí, se desbordóen un mar de palabras apasionadas, incoherentes,llenas de fuego y de verdad, mientrasella, tan breve, tan diminuta, contemplabaaquel coloso rendido, con sus ojos misteriososde valenciana lucientes de amor y pasión.

Con este inmenso trabajo conquistó el condede Onís a la gentil señora de D. Pedro Quiñonesde León.

Los primeros tiempos de sus relaciones fueronagitadísimos para él, llenos de punzantesremordimientos y de goces embriagadores. Amaliaiba de vez en cuando a la Granja. Por la nocheen la tertulia daba cuenta de su visita en vozalta. Él se estremecía, se turbaba, sudaba decongoja mientras con perfecta sangre fría narrabaella todo lo que se podía narrar, hablaba deljardín, censuraba el abandono en que estaba ylo que se divertía trayendo a cada visita algunasplantas con la intención de dejarlo arrasado, yaque a su dueño no le interesaba. Llevaba su audaciahasta burlarse.

—Por supuesto que a este señor no hay quienle sufra desde que las damas le visitan.

¿No adviertenustedes qué impertinente se ha puesto?Temiendo estoy que el primer día que vaya a laGranja me obligue a hacer antesala.

Los tertulios reían. Sí, sí, se le notaba más serio.Fernanda sonreía clavándole una mirada,cariñosa; el mismo D. Pedro dulcificaba sus ojos,altivos, feroces y dejaba escapar de su gargantaun amago de carcajada. ¡Qué esfuerzo prodigiosole costaba al conde aparecer sereno en estos,momentos! Le parecía que tenía un abismoabierto a sus pies. Y cuando se encontraba a solascon Amalia quejábase de su audacia, le rogabacon palabras fervorosas que fuese más precavida,mientras ella, impasible, gozándose ensus temeridades, sonreía desdeñosamente con sufina sonrisa enigmática.

No pudiendo verse sino rara vez en la Granja,Amalia halló medio de hacer más frecuentes lasentrevistas confiándose a Jacoba. En casa deésta se encontraban una o dos veces a la semana.El conde entraba por una puertecita traseraque daba a cierta calleja, a primera horade la tarde, cuando los vecinos estaban comiendo.Esperaba lo menos dos o tres horas. Amaliallegaba por fin con pretexto de dar alguna ordena su favorecida. Pero no bastándole esto, todavíaideó la entrada por la tribuna de la iglesiade San Rafael. Al conde le horrorizaba tal medio;todos sus escrúpulos religiosos se sublevabana la vez; además tenía miedo de que un accidentecasual descubriese aquellos amores yaquella profanación. ¡Qué escándalo! Amaliase reía de sus temores como si las consecuenciasterribles no hubiera de pagarlas ella. Era unamujer que tenía confianza absoluta en su estrella.Como los buenos toreros se juzgan más segurosciñéndose a los cuernos del toro si no pierdenla sangre fría, así ella desafiaba el peligro,iba al encuentro de él confiando en que sabría salirde cualquier atolladero. Y, en efecto, su perfectaserenidad, su increíble audacia la salvaronmás de una vez.

El conde de Onís, el coloso de luengas barbasfue un verdadero juguete en las manos de aquellamujercita temeraria y maligna. Una pasiónloca se apoderó de ambos, sobre todo de ella.Poco a poco se fue acostumbrando a no vivir sinél, a no pasarse un día sin verle a solas. Hacíaesfuerzos increíbles de ingenio y habilidad paraconseguirlo. Y si las circunstancias rodaban detal suerte que fuese imposible en tres o cuatrodías gozar una hora de soledad, su espíritu voluntariosose exaltaba, botaba dentro del cuerpocomo un corcel impaciente, y estaba dispuesta aarrojarse a la mayor imprudencia. Le apretabalas manos, le daba pellizcos en plena tertulia, leabrazaba detrás de las puertas cuando con cualquierpretexto le hacía pasar a otra habitación,y más de una vez y más de dos en las barbasdel mismo maestrante, al volver éste la cabeza,le estampó un beso en los labios. Luis temblaba,empalidecía, siempre en espera de una catástrofe.

Al cabo de pocos meses, sus relaciones conFernanda, que habían ido enfriándose paulatinamente,se rompieron por completo. Fue exigenciaineludible de Amalia.

Desde el principio lovenía preparando con soberano arte, marcándoleel tiempo que había de estar al lado de su novia,las veces que la había de sacar al baile y hasta loque le había de decir. Y como lo tenía previsto,la heredera de Estrada-Rosa, que era orgullosa,no pudiendo soportar la frialdad de su novio,le dejó en libertad y le devolvió su palabra.La pobre chica desahogaba su pena con Amalia,la única que sabía a qué atenerse respecto aaquel rompimiento tan comentado. Mostró éstagran enojo por la conducta del conde y se expresóen términos bastante vivos contra él; tomóparte por la joven, deshaciéndose en elogios deella; no se hartaba de ponderar sus ojos, sutalle, su discreción y bondad. Hasta dio ostensiblementealgunos pasos para reconciliarlos. Yen el seno de la confianza, particularmente entrelos amigos de D. Juan Estrada-Rosa, no secontentaba con decir que Fernanda valía en todossentidos más que su ex-novio, sino que apellidabaa éste con mil epítetos pesados; jayanote,pavo, santurrón, hipócrita, etc.

Y cuando aldía siguiente le veía en casa de Jacoba, decíaleabrazándole muerta de risa:

—¡Cómo te he puesto ayer, querido mío, delantede varios amigos de D. Juan! ¡Tú no sabes!...Saliste de mis labios que ni con pinzasse te podía recoger.

Vivía el conde, por todo esto, y por los remordimientosque sin cesar le mordían, en un estadode perpetua agitación. ¡Cuán lejos se hallaba deser feliz! Pero todo era flores comparado con loque le esperaba. Cinco meses después de comenzadassus relaciones, un día le anuncióAmalia que creía hallarse en cinta. Se lo dijocon la sonrisa en los labios, como si le noticiaseque le había tocado la lotería. Luis sintió unvértigo de terror, quedó pálido, la vista se le turbócomo si fuese a caer.

—¡Dios mío, qué desgracia!—exclamó llevándoselas manos al rostro.

—¿Desgracia?—preguntó ella con asombro.—¿Porqué? Yo estoy muy contenta.

Y viendo sus ojazos dilatados, estupefactos,le explicó riendo que era feliz con esperar unaprenda de sus amores; que no tuviese miedoalguno porque ella sabría arreglarse para quenada se descubriera. Y, en efecto, tal maña sedio para apretarse que nadie pudo presumirque aquella mujer tuviese una criatura en susentrañas. ¡Qué sustos, qué congojas las del condemientras duró el embarazo! Si alguien la mirabacon insistencia, ya estaba temblando; si enel curso de la conversación un tertulio hacíaalusión a algún parto disimulado, se ponía pálido,pensando que podía ser una indirecta. Entodos los rostros creía ver sonrisas y miradassignificativas; en las palabras más inocentes,profundas y aviesas insinuaciones.

Mientras tanto ella comía y dormía tranquilamentecon una alegría constante que aterraba yadmiraba al mismo tiempo al conde. El tiempocorría: llegaron los siete meses; los ocho. Pormucho que lo disimulase, el conde observabaque la cintura de su querida se ensanchaba.Cuando, lleno de congoja, comunicó con ellaesta observación, se echó a reír:

—Calla, tonto, lo notas tú porque ya lo sabes.¿Quién va a sospechar porque esté un poquitomás abultada? Muchas veces le gusta a una llevarflojo el corsé.

Cuando llegó el momento crítico mostró unabravura que rayaba en heroísmo. Luis queríaconfiarse a un médico: ella se opuso. ¿Para qué?Con la asistencia de Jacoba le bastaba. El confiartal secreto a otra persona era peligroso. Leacometieron los primeros síntomas al amanecer,hallándose en la cama; pero hasta las ochono mandó llamar a Jacoba, que con el pretextode hacer unos colchones dormía desde hacía algunosdías en casa. Se encerraron en el gabinete,donde ya tenían preparadas las ropas necesarias,y sin un grito, sin un movimiento descompasado,sin la más leve queja, salió aquella valientemujer de su cuidado. Jacoba sacó la criaturacon el lío de la ropa, después de haber mandadofuera con adecuados pretextos a los criados.

El conde lloró de gozo y admiración al sabereste feliz desenlace. Luego, cuando recibió porJacoba la orden de llevar la niña al portal deQuiñones, volvió a sentirse acongojado. El plande su amante le llenaba de estupor; pero comoestaba acostumbrado a obedecer, hizo lo que lemandaba. El resultado coronó la audacia de ladama; fue tal como ella había previsto.

Y ahora, al contemplar a la criatura segurapara siempre, no sólo se fortalecía su amor y sedepuraba, sino que sentían el gozo de la victoria,del que después de haber corrido fuertestemporales llega por fin a puerto de salvación.

En voz muy baja, con las manos enlazadas,inclinando de vez en cuando la cabeza para rozarcon los labios la frente de la niña, hablaronlargo rato, mejor dicho, soñaron despiertos,queriendo penetrar en los abismos insondablesdel tiempo. ¿Cuál sería la suerte de aquella hermosacriatura? ¿Cómo se la educaría? Amaliadecía que conseguiría educarla como hija suya,hacerla una verdadera señorita; estaba segurade que D. Pedro no se opondría a ello. Y comoquiera que no tenía hijos, nada más natural quehabiéndola tomado cariño la dejase a su muertealgún legado importante. El conde hizo un gestode desdén. La niña no necesitaba de la haciendade D. Pedro. Él le dejaría toda la suya.

—Pero tú puedes casarte y tener hijos—dijola dama mirándole maliciosamente.

Él la tapó la boca.

—¡Calla, calla! Ya sabes que no quiero oíreso siquiera. Estoy definitivamente unido a tí.

Ella le besó con efusión.

—Sellados, ¿verdad?

—Sellados—repuso él con firmeza.

—¿Pero no te haces cargo de que si le dejastus bienes en testamento, enseguida nacería lasospecha de que era hija tuya?

Esta dificultad le abatió por unos instantes.Ambos se ocuparon en arbitrar algún medio paraeludirla. El conde quería dejarlos en fideicomisoa alguna persona de confianza. Pero esto ofrecíatambién sus inconvenientes. Mejor sería ircolocando dinero a su nombre en algún banco, yal llegar a la mayor edad, fingir una herencia,inventar algún padre llovido del cielo...

—En fin, ya hablaremos de eso... Déjalo ami cuidado—concluyó diciendo ella.

Y él se lo dejaba de muy buena gana, fiandode su imaginación inagotable, de su voluntad ysu audacia.

Cuando se cansaron de hablar de lo porvenirvolvieron los ojos al presente. Era necesariobautizar la niña. Habían resuelto que fuese aldía siguiente.

—Ya hemos convenido en que la madrinafuese yo y el padrino tú.

—¿Cómo? ¿yo?—exclamó asustado.—Pero,mujer, ¿no comprendes que eso puede engendrarsospechas?

La dama se obstinó. Que sí, que había de serpadrino. Si sospechaban, buen provecho. A ellale tenía sin cuidado. Pero viéndole realmenteafligido cambió de idea.

—No te apures, hombre, no te apures—dijodándole un tironcito a la barba.—Ha sido unabroma. ¡Buena cara ibas a poner cuando latuvieses en la pila! No te faltaría más que gritar:¡Señores, aquí! ¡Vengan aquí todos a ver alpadre de esta criatura!

El padrino sería Quiñones, y en su representaciónD. Enrique Valero. La madrina ella, representadapor María Josefa. El conde se mostrómuy satisfecho. Todo aquello era hábil y prudentey adecuado para asegurar la suerte de suhija. Pero cuando se manifestaba más contento,un rumor que vino del pasillo le hizo saltaren la butaca, ponerse lívido.

—¿Qué tienes, hombre?

—¡Ese ruido!...

—Es Jacoba...

Pero viéndole dudoso, con los ojos espantadosaún, se levantó, teniendo la niña en los brazos,abrió la puerta y cambió algunas palabrascon Jacoba que, en efecto, estaba allí. Despuésde entregarle la criatura y cerrar, volvió de nuevoa sentarse.

—¿Cómo eres tan cobarde, di?

—No es cobardía—repuso él ruborizado.—Esque estoy siempre sobresaltado... No sé lo queme pasa... La conciencia quizá...

—¡Bah! Es que eres un cobarde. Como tienesel cuerpo tan grande se te pasea el alma dentrode él.

Y acto continuo, observando la expresión deenojo y tristeza que se reflejaba en su semblante,tornó a abrazarle con trasportes de entusiasmo.

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