El Maestrante by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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EL

MAESTRANTE

NOVELA

POR

D. ARMANDO PALACIO VALDÉS

MADRID

TIPOGRAFIA DE LOS HIJOS DE M. G. HERNÁNDEZ

IMPRESOR DE LA REAL CASA

Libertad, 16 duplicado.

1893

ÍNDICE

I—La casa del maestrante

II—El hallazgo

III—La cita

IV—Historia de aquellos amores

V—Las bromas de Paco Gómez

VI—Las señoritas de Meré

VII—El aumento del contingente

VIII—El vino de Fernanda

IX—La mascarada

X—Cinco años después

XI—La cólera de Amalia

XII—La justicia del barón

XIII—El martirio

XIV—La capitulación

XV—Josefina duerme

I

La casa del maestrante.

A las diez de la noche eran, en toda ocasión,contadísimas las personas quetransitaban por las calles de la nobleciudad de Lancia. En las entrañas mismas delinvierno, como ahora, y soplando un viento delnoroeste recio y empapado de lluvia, con dificultadse tropezaba alma viviente. No quiere estodecir que todos se hubiesen entregado al sueño.Lancia, como capital de provincia, aunque node las más importantes, es población donde yaen 185... se había aprendido a trasnochar. Perola gente se metía desde primera hora en algunastertulias y sólo salía de ellas a las once para cenary acostarse. A esta hora, pues, solían tropezarsealgunos grupos resonantes que caminabana toda prisa resguardados por los paraguas;las señoras rebujadas en sendos capuchonesde lana, alzando las enaguas con la manoque les quedaba libre; los caballeros envueltosen sus pañosas o montecristos, los pantalonesenérgicamente arremangados, rompiendo el silenciode la noche con el áspero traqueteo de lasalmadreñas. Porque en aquella época eran muypocos todavía los que desdeñaban este calzadopatriótico y confortable. Tal cual pollastre quepor haber estado en Valladolid estudiando medicinase creía por encima de estas ruindades y algunaque otra damisela melindrosa que afectabael no saber andar con ellas.

De coches no había que hablar, pues sólo existíantres en la población, el de Quiñones, el dela condesa de Onís y el de Estrada-Rosa. Esteúltimo era el único que no alcanzaba el mediosiglo de antigüedad. Cuando cualquiera de lastres carrozas salía a la calle, rodeábala un enjambrede chiquillos y seguíanla buen trecho en testimoniode incondicional entusiasmo. Los vecinosen lo interior de sus moradas distinguían, porel estrépito de las ruedas y el chasquido de lasherraduras, a cuál de los magnates mencionadospertenecía. Eran, en suma, tres instituciones venerandasque los hijos de la ciudad sabían amar yrespetar. Contra la lluvia que cae sobre ella másde las tres cuartas partes del año no se conocíanentonces otros preservativos naturales que el paraguasy las almadreñas. Poco después vinieronlos chanclos de goma y recientemente tambiénse introdujeron los impermeables con capuchón,que trasforman en ciertos momentos a Lanciaen vasta comunidad de frailes cartujos.

El viento soplaba más recio en la travesía deSanta Bárbara que en ningún otro paraje de lapoblación. Esta vía, abierta entre el palacio delobispo y las tapias de un patinejo de la catedral,donde viene a caer la cadena del pararrayos, pasaa su terminación por debajo de un arco y formalóbrego recodo en que el huracán se encalleja yclama y se lamenta en noches tan infernales comola presente.

Un hombre embozado hasta los ojos atravesóvelozmente la plazoleta que hay delante de lamorada de los obispos y entró en este recodo.La fuerza del huracán le detuvo, y la lluvia, penetrandoentre el embozo de la capa y el sombrero,le privó de la vista. Resistió unos instantesa pie firme la violencia de la ráfaga, y en vezde soltar alguna interjección enérgica, que nuncafuera más al caso, dejó escapar un suspiro deangustia.

—¡Ay, Jesús mío, qué noche!

Se arrimó a la pared, y cuando el viento sosegósus ímpetus siguió su camino. Pasó por debajodel arco que comunica el palacio con la catedraly entró en la parte más desahogada y esclarecidade la travesía. Un reverbero de aceiteengastado en la esquina servía para iluminarlatoda. El cuitado hacía inútiles esfuerzos, secundadopor la gran mariposa de hoja de lata, paraenviar alguna claridad a los confines de su jurisdicción.Pero, más allá de diez varas en radio,nada hacía sospechar su presencia.

Sin embargo,a nuestro embozado debió parecerle una lámparaEdison de diez mil bujías, a juzgar por el cuidadocon que se subió aún más el embozo y laprisa con que abandonó la acera para caminarceñido a la tapia del patio en que las sombras seespesaban. Salió en esta guisa a la calle de SantaLucía, echó una rápida mirada a un lado y aotro, y corrió de nuevo al sitio más oscuro. Lacalle de Santa Lucía, con ser de las más céntricas,es también de las más solitarias. Está cerradaa su terminación por la base de la torre dela basílica, esbelta y elegante como pocas en España,y sólo sirve de camino ordinariamente alos canónigos que van al coro y a las devotas quesalen a misa de madrugada.

En esta calle, corta, recta, mal empedrada yde viejo caserío, se alzaba el palacio de Quiñonesde León. Era una gran fábrica oscura de fachadachurrigueresca, con balcones salientes dehierro. Tenía dos pisos, y sobre el balcón centraldel primero un enorme escudo labrado toscamentey defendido por dos jayanes en alto relievetan toscos como sus cuarteles.

Una de las fachadas laterales caía sobre pequeñojardín húmedo, descuidado y triste ycerrado por una tapia de regular elevación; laotra sobre una callejuela aún más húmeda y suciaabierta entre la casa y la pared negra y descascarilladade la iglesia de San Rafael. Parapasar del palacio a la iglesia, donde los Quiñonesposeían tribuna reservada, existía un puenteo corredor cerrado, más pequeño, pero semejanteal que los obispos tienen sobre la travesía deSanta Bárbara. Por la viva claridad que dejabapasar la rendija de un balcón entreabierto advertíaseque los dueños de la casa no estaban aúnentregados al descanso. Y si la claridad no loacusara, acusábanlo más claramente los sonesamortiguados de un piano que dentro se dejabanoír cuando los latidos furiosos del huracán loconsentían.

Nuestro embozado siguió, con paso rápido yocultándose en la sombra cuanto podía, hasta lapuerta del palacio. Allí se detuvo; volvió a echaruna mirada recelosa a entrambos lados de la calle,y entró resueltamente en el portal. Era amplio,con pavimento de guijarro como la calle,las paredes lisas y enjalbegadas de mucho tiempo,tristemente iluminado por una lámpara deaceite colgada en el centro. El embozado loatravesó velozmente, y sin tirar del cordón dela campana pegó el oído a la puerta, y así estuvoinmóvil algunos instantes en escucha. Cercioradode que nadie bajaba, tornó a la puerta de lacalle y enfiló otra mirada por ella. Al fin resolviosea abrir el embozo y sacó de debajo de lacapa un bulto que depositó en el suelo con manotemblorosa, cerca de la puerta. Era un canastillo.Estaba cubierto con una manta de mujer, locual impedía observar lo que en él se guardaba,aunque bien se presumía.

Desde Moisés, los canastillosmisteriosos parecen destinados a guardarinfantes. El rebozado, ya desarrebozado,tiró tres veces del cordón de la campana, y alinstante, desde arriba, abrieron por medio deotra cuerda. Las tres campanadas indicaba quequien entraba en la aristocrática mansión de losQuiñones era un noble, un par de los señores.Tiempo hacía que se estableciera esta costumbre,sin saber cómo. Un menestral, un criado, uninferior, por cualquier concepto, no llamaba sinocon una campanada; las visitas llamaban condos; y la media docena o poco más de personasque el linajudo señor de Quiñones considerabasus iguales en Lancia, lo hacían con tres, poracuerdo tácito o expreso, que eso nunca se averiguó.Murmurábase en la ciudad de tal diferencia:los que nunca habían pisado los salones dela casa, embromaban a los que a diario los visitaban:respondían éstos negando la especie; peroaunque secretamente humillados, respetaban lafeudal costumbre: nadie era osado a dar las trescampanadas del segundo estamento. Sólo PacoGómez se aventuró una vez a hacerlo por bromao fanfarronada; pero al llegar al salón se le recibiócon sorpresa y frialdad tan despreciativas,que no le quedaron ganas de repetirlo.

El hombre del canastillo se apresuró a entrary cerrar la puerta; atravesó el pórtico y subiópor la gran escalera de piedra, en cuyos peldañosgastados por el uso se rezumaba constantementealguna humedad. Al llegar al piso principal uncriado se acercó a recogerle la capa y el sombrero.Y sin aguardar más, como si alguien lepersiguiera, lanzose con presurosa planta a lapuerta del salón y la abrió. La viva luz de lasarañas y candelabros le ofuscó un instante. Eraun hombre alto, corpulento, de treinta a treintay dos años de edad, la fisonomía dulce y las faccionescorrectas: gastaba el pelo cortado a puntade tijera y la barba luenga, rubia y sedosa. Enaquel momento su rostro estaba pálido y revelabaprofunda inquietud.

En cuanto alzó los ojos, que la excesiva claridadle obligara a cerrar, enderezó la mirada ala señora de la casa, sentada en una butaca. Clavóella a su vez en él otra intensa y ansiosa.Fue un choque que dio instantáneo reposo a susfisonomías, como dos fuerzas iguales que se neutralizan.El caballero se detuvo a la puerta esperandoque cruzasen cinco o seis parejas quevenían girando al compás de un vals, y sus labiosdescoloridos se plegaron con sonrisa tandulce como triste.

—¡Qué tarde! No pensábamos que usted vinieraya—exclamó la señora alargándole sumano fina, nerviosa, que se contrajo tres o cuatroveces con intensa emoción al chocar con lade él.

Era una mujer de veintiocho a treinta años,menuda de cuerpo, el rostro pálido y expresivo,los ojos y el cabello muy negros, boca pequeñay nariz ligeramente aguileña.

—¿Cómo se encuentra usted, Amalia?—dijoel caballero, sin responder a la exclamación,ocultando bajo una sonrisa la ansiedad que a supesar se le traslucía en lo tembloroso de la voz.

—Estoy mejor... Muchas gracias.

—¿No le hará a usted daño este ruido?

—No... Me aburría mucho en la cama... Además,no quería privar a las chicas del único recreoque hoy por hoy tienen en Lancia.

—Muchas gracias, Amalia—exclamó una jovencitaque venía bailando y oyó las últimas palabrasde la dama.

Ésta le dirigió una sonrisa bondadosa.

Otra pareja que venía detrás chocó con el caballero,que continuaba en pie.

—¡Usted siempre estorbando, Luis!

—A nadie más que a usted, María Josefa—respondióel joven, riendo con afectación paradisimular el embarazo que aún sentía.

—¿Está usted seguro de que a mí sola?—preguntóella alzando al mismo tiempo su miradamaliciosa hacia el caballero que la estrechabaen sus brazos.

María Josefa Hevia tenía ya por lo menos cuarentaaños, y sus quince habían sido casi tan feos,pese al refrán, como sus cuarenta. Como no poseíatampoco bastante hacienda para restablecerel equilibrio, ningún valiente había llegado a redimirladel purgatorio de la soltería. Hasta hacíapoco tiempo todavía halagaba la esperanzade que, ya que no un pollo, por lo menos se arrojasea pedir su mano alguno de los indianos solterosque iban llegando a establecerse en Lancia.Fundábala en la tendencia que éstos mostrabana contraer matrimonio con las hijas delas familias distinguidas de la población, aunqueno llevasen dote. Pertenecía ella por la líneapaterna a una de las más ilustres; como queera pariente del señor de Quiñones, en cuya casanos hallamos.

Pero su padre había muerto, y vivíacon su madre, mujer de baja estofa, cocineraantes de subir al tálamo nupcial de su amo.Sea por esto o, lo que es más probable, por labien declarada y proverbial fealdad de su figura,tampoco los indianos picaron la carnada del anzuelo.Y eso que, con motivo o sin él, solía descotarsemás de la cuenta para hacer ostensiblelo que, según voz pública, tenía de menos maloen su cuerpo. El rostro era repulsivo, de faccionesincorrectas, hinchado por la erisipela y desfiguradoamenudo por algunas llamaradas rojizasque le subían a las narices. De sus ilusionesfemeninas no le quedaba ya más que una, la debailar: era una verdadera pasión: padecía horriblementecada vez que los descuidados pollosde Lancia la dejaban comiendo pavo. Pero sevengaba tan lindamente de ellos y ellas, poseíauna lengua tan acerada, que la mayor parte delos jóvenes le sacrificaban por lo menos un baileen todos los saraos: cuando se descuidaban,las mismas muchachas se lo recordaban, temiendolas iras de la feroz solterona. Bailaba, pues,tanto como la más linda damisela de Lancia,por razón opuesta, esto es, por el saludable terrorque había logrado inspirar. Ella lo sabía,y aunque humillada en el fondo del alma, no dejabade aprovecharse, optando por el que considerabamenor de los males. Poseía espíritu sagazy malicioso; veía muy bien el ridículo de lasacciones, narraba con gracia y estaba dotadaademás de un don particular para herir a cadapersona, cuando se le antojaba, en lo másvivo.

—¿Ha llegado ya el conde?—dijo una voz ásperaque salía del gabinete contiguo y se sobrepusoal tecleo del piano y a las pisadas de losbailarines.

—Sí: aquí estoy, D. Pedro... Voy allá.

El conde dio un paso hacia el gabinete, sinapartar la vista de la pálida señora. Ésta le clavóotra mirada intensa donde se leía una interrogación.Él cerró los ojos afirmando, y pasó a lainmediata estancia. Lo mismo ésta que el salónestaban amueblados sin lujo. Los próceres deLancia desdeñaban esos refinamientos del decorado,hoy tan usuales. No por avaricia, sino porentender con razón que su prestigio estribaba,más que en la riqueza o suntuosidad de las moradas,en el sello de respetable antigüedad queposeían, rechazaban en ellas cualquiera innovación,lo mismo interna que externa. Los mueblesenvejecían, se deslustraban; las alfombras y cortinasse iban rayendo. Los dueños aparentabanno fijarse en ello. Sobre todo, D.

Pedro Quiñonesmostraba una negligencia en este punto querayaba en jactancia. Ni los ruegos de su señora,ni las indirectas que algún osado, como PacoGómez, solía autorizarse bromeando, le decidíanjamás a llamar a los pintores y tapiceros. Se adivinababien que en esta resolución influía el desdéncon que miraba el lujo desplegado por algunosindianos en el mobiliario de sus casas.

El salón, en lo que toca a las dimensiones,era soberbio, amplio, elevadísimo de techo; ocupabatodos los balcones de la calle de Santa Lucía,exceptuando el del gabinete. La sillería antigua,pero no imitando formas de siglos remotos,como ahora se usa: estaba construida en elpasado al gusto de la época, y forrada de terciopeloverde ya gastado. La alfombra descubría eltejido por varios sitios. De las paredes colgabanalgunos tapices magníficos. Éste era el lujo dela casa. D. Pedro Quiñones poseía una colecciónde gran valor. Solía exhibirlos una vez al año,colgándolos de los balcones el día del Corpuspara el paso de la procesión. Decíase que uninglés le había ofrecido por ellos un millón depesetas. Poseía asimismo algunos cuadros antiguosde mérito, tan oscurecidos por el tiempoque, si una mano hábil no venía pronto a restaurarlos,concluirían por desaparecer. Lo úniconuevo que en el salón había era el piano, compradohacía tres años, poco después de casarseen segundas nupcias D.

Pedro.

El gabinete, también de gran tamaño, con unbalcón a la calle de Santa Lucía y dos al jardín,estaba peor decorado aún. Grandes cortinonesde damasco, dos armarios de roble sin espejo, unsofá forrado de seda, algunos sillones de vaqueta,una mesa redonda en el centro y algunas sillascorrespondientes al sofá; todo bien manoseado ymarchito. En torno de la mesa central, y alumbradospor enorme quinqué de aceite con pantallaverde, estaban tres caballeros jugando altresillo. El dueño de la casa era uno de ellos.Tendría de cuarenta y seis a cuarenta y ochoaños de edad; hacía tres que estaba enteramenteimposibilitado para moverse, de resultas de unataque apoplético que le paralizó las dos piernas.Era corpulento, rostro moreno y facciones bienacentuadas, enérgicas; el cabello y la barba, blanqueandoya por muchos puntos, fuertes, abundantes,encrespados; los ojos negros y hundidosde mirar imponente. En su fisonomía había unaexpresión de orgullo y fiereza que ni aun la sonrisaamistosa con que acogió al conde de Oníspudo extinguir por completo. Estaba reclinadomás que sentado en una butaca construida adredepara facilitarle el movimiento del troncoy los brazos, y arrimada a la mesa de lado a finde que le fuese posible jugar y tener las piernasextendidas. Aunque en la chimenea ardían algunostroncos de leña, se abrigaba con una talmade color gris cerrada al cuello con broche de oro.Bordada sobre ella, del lado del corazón, habíauna gran cruz roja de la orden de Calatrava. Elseñor de Quiñones prescindía pocas veces deesta talma, que le daba aspecto un poco fantásticoy teatral.

Siempre había sido extravagante en el vestir.Su orgullo le impulsaba a buscar el modo de distinguirsedel vulgo. En varias ocasiones se le viode levita cerrada, sombrero de copa y almadreñas:gastaba larga melena, como un caballero delsiglo diez y siete; vestía amenudo traje de terciopeloo pana con botas de montar; usaba botinescuando ya nadie se acordaba de ellos, y grandescuellos de camisa vueltos sobre el chaleco, imitandola antigua valona. Nunca se vio hombremás preciado de su nobleza ni con más afán deresucitar el prestigio y los privilegios de queaquélla gozaba en siglos pasados. El públicomurmuraba de sus extravagancias y muchos sereían de ellas, porque Lancia es una poblacióndonde abundan los espíritus humorísticos; pero,como siempre acontece, este orgullo desmedidoy feroz había concluido por imponerse. Los quecon más gracia se burlaban de las rarezas de donPedro eran los que con mayor sumisión y rendimientole quitaban el sombrero así que le veíande media legua.

Había vivido en la corte algún tiempo durantesus años juveniles, pero no echó raíces enella. Fue gentilhombre con ejercicio y disfrutóde las ventajas y preeminencias que su caudal ynacimiento le concedían; pero no bastaban a saciaraquel corazón henchido de arrogancia. Laextraña amalgama de la aristocracia de la sangrecon la del dinero le hería y le irritaba. El respetoque se concedía a los hombres políticos yque él mismo se veía obligado a tributar por razónde su cargo le encendía de ira. ¡Un hijo dela nada, un pelagatos pasar por delante de élcon la cabeza erguida, dirigiéndole una miradaindiferente o desdeñosa! ¡A él, descendiente directode los condes soberanos de Castilla! Porno sufrirlo y por el amor que profesaba a Lanciarenunció al empleo y vino a habitar de nuevoel churrigueresco palacio en que nos hallamos.La soberbia, o por ventura su carácter excéntrico,le hicieron cometer, en este período desu vida de mayorazgo solterón, mil extravaganciasy ridiculeces que asombraron y fueron el regocijode la ciudad mientras no llegó a acostumbrarse.D.

Pedro no salía jamás a la callesin ir acompañado de un su criado o mayordomo,hombre zafio, que vestía el traje del labriego delpaís, esto es, calzón corto con medias de lana,chaqueta de bayeta verde y ancho sombrero calañés.Y no sólo salía con Manín (por este nombreera universalmente conocido), sino que lellevaba al teatro. Era de ver los dos en un palcoprincipal; él, rígido, correcto, paseando su miradadistraída por la sala; el criado, con las palmasde las manos apoyadas en la barandilla y labarba sobre las manos con la atónita mirada clavadaen el escenario, soltando bárbaras, ruidosascarcajadas, rascándose el cogote o bostezandoa gritos enmedio del silencio. Entraba con élen los cafés y hasta le llevaba a los bailes. Manínllegó a ser en poco tiempo una institución.D. Pedro, que apenas se dignaba hablar con laspersonas más acaudaladas de Lancia, sosteníaplática tirada con él y admitía que le contradijeseen la forma ruda y grosera de que era capazúnicamente.

—Manín, hombre, repara que estás molestandoa esas señoras—le decía a lo mejor hallándoseambos en cualquier tienda.

—Bueno, bueno; pues si quieren estar a gusto,que traigan de casa un jergón y se acuesten—respondíael bárbaro en voz alta.

D. Pedro se mordía los labios para no soltarel trapo, porque le hacían extremada gracia talesgroserías y brutalidades.

Si entraba en un café, Manín se atracaba decuarterones de vino tinto mientras él solía bebercon parquedad una copita de moscatel. Perosiempre pedía una botella y la pagaba, aunquela dejase casi llena. Mostrando por esta prodigalidadcierta extrañeza un boticario de la poblacióncon quien alguna vez se dignaba hablar, lerespondió con fría arrogancia:

—Pago una botella, porque me parece indecorosoque D. Pedro Quiñones de León pida unacopa como cualquier c...tintas de las oficinas delgobierno político.

Causaba asombro también en la ciudad el queal saludar a los clérigos en la calle les besase lamano, imitando la costumbre de los nobles enotros siglos. Este respeto no era más que un mediode distinguirse y acreditar su alta jerarquía,como todo lo demás.

Porque al capellán que teníaa su servicio, aunque le besaba la mano enpúblico, le trataba como a un doméstico en privado.Le guardaba muchas menos consideracionesque a Manín. Pero lo que verdaderamentedejó estupefacta a la población y se prestó a sinnúmero de comentarios y chufletas fue lo queD. Pedro hizo, poco después de llegar de Madrid,en cierta solemnidad religiosa. Se presentó en laiglesia con uniforme blanco cuajado de cordonesy entorchados, que debía de ser el de maestrantede Ronda. Al llegar el momento de la consagraciónen la misa, avanzó con paso solemnehasta el medio del templo, que se hallaba librede gente, desenvainó la espada y comenzó a esgrimirlasucesivamente contra los cuatro puntoscardinales, dando furiosas estocadas y mandoblesal aire. Las mujeres se asustaron, loschiquillos corrieron, la mayor parte de loshombres pensó que era un acceso de locura.Sólo los más avisados o eruditos entendieron quese trataba de una ceremonia simbólica y queaquellos mandobles al aire significaban que donPedro estaba resuelto, como caballero profesoque era de una orden militar, a batirse con todoslos enemigos de la fe, en cualquier paraje delmundo. El único periodiquito que se publicabaentonces en Lancia todos los domingos (hoyexisten once, seis diarios y cinco semanales) lededicó una gacetilla en que, con no poca gracia,se burlaba de él. Sin embargo, tales burlas públicaso privadas, como ya se ha indicado, noconseguían amenguar el prestigio de que el ilustreprócer gozaba en la ciudad. Quien se considerade buena fe superior a los seres que le rodean,tiene mucho adelantado para que éstos sele humillen. Además, D.

Pedro, apesar de susridiculeces, era hombre culto, aficionado a laliteratura y con pujos de poeta. De vez en cuando,y con ocasión de cualquier fausta nueva parala patria o familia real, escribía algunas décimaso tercetos en estilo clásico, un poco gongorino.Aunque algunas personas trataron de persuadirlea que los publicase, nunca esto se pudo acabarcon él. Profesaba tan sincero desprecio a todolo que reflejase el movimiento democrático denuestra era y muy especialmente a los periódicos,que prefería tenerlos manuscritos, conocidossolamente de un número reducido de amigos.Pasaba igualmente por hombre valeroso.En Madrid había tenido algunos duelos y en Lanciadejó de efectuarse uno entre él y cierto jefepolítico que los progresistas mandaron a estaprovincia, por la intercesión del obispo y cabildocatedral.

Al llegar a los cuarenta años, poco más o menos,casó con una señora aristócrata también,que habitaba en Sarrió. Murió su esposa al año,a consecuencia del parto. Tres años despuéscontrajo de nuevo matrimonio con Amalia, damavalenciana algo emparentada con él. Apenas seconocían. D. Pedro la había visto en Valenciacuando ella contaba catorce años. El matrimonioque se realizó diez años después pactose pormedio de cartas, previo el cambio de retratos.Se daba por seguro que la voluntad de la noviahabía sido forzada, y aun se decía que durantealgunos meses se había negado a compartir eltálamo con su marido. Todavía más. Se contabaen Lancia con gran lujo de pormenores elviaje que por consejo de un canónigo hizo donPedro con su esposa para inspirarla confianza yacortar, entre las peripecias del camino y la descomodidadde las posadas, la distancia moral ymaterial que los separaba.

Cumplidas las profecíasdel astuto capitular y realizados todos losfines del matrimonio, el cielo no quiso sin embargobendecirlo. Poco tiempo después D.

Pedroexperimentó el terrible ataque apopléticoque le paralizó de medio cuerpo abajo, y desdeentonces no hubo términos hábiles para la bendición,aunque la Providencia estuviese animadade los mejores deseos.

—Nos hace falta un cuarto—dijo apretandocon efusión la mano del conde.

—Sí, sí, a ver si cambia la suerte... Moro nosestá llevando el dinero bravamente—

dijo un viejecitode cara redonda, fresca, rasura