El Intruso by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Urquiola hablaba al doctor con el mismo aplomo que si estuviera en elcafé ó en la sociedad de San Luis Gonzaga, rodeado de aquella juventudpiadosa y elegante que le tenía por capitán. Él no era enemigo delpueblo; la Iglesia estaba siempre con los de abajo y el Santo Padreescribía encíclica sobre encíclica en favor de los obreros. Pero elpueblo era para él, la gente de los campos, los aldeanos respetuosos conel cura y el señor, guardadores de las santas tradiciones. Que le diesená él las buenas gentes de las anteiglesias vascas, religiosas y de sanascostumbres, sin más diversión que bailar el aurrescu los domingos y la espata danza en las fiestas del patrón, ni otros vicios que empinar unpoco el codo en las romerías. Aquella gente vivía feliz en su estado,sin soñar en repartos ni en revoluciones; antes bien, dispuesta á darsu sangre por Dios y las sanas costumbres. Que no le hablasen á él delpopulacho de las minas; corrompido y sin fe; hombres de todas lasprovincias, maketos llegados en invasión, trayendo con ellos lo peorde España, contaminando con sus vicios la pureza del país; siempredescontentos y amenazando con huelgas, deseando el exterminio de losricos y comparando su miseria con el bienestar de los demás, como sihasta en el cielo no existiesen categorías y clases.

Y ante la mirada acariciadora de su tía, que admiraba sus ardorosaspalabras, continuó el fuerte discípulo de Deusto:

—Los míos no saben leer; no saben nada de libertad, derechos y demászarandajas, y por esto son felices. Esa gentuza de las minas, que casitodos los domingos tiene sus mitins, vive desesperada y ansía bajar undía á Bilbao para robarnos, sin saber que la recibiremos á tiros.

Aresti volvióse hacia su primo, que comía silencioso, lanzando algunaque otra mirada al sobrino de su mujer.

—¿Qué te parece, Pepe, cómo piensan estos jóvenes?

Y encarándose con Urquiola, le dijo con una timidez irónica, dando áentender su deseo de rehuir discusiones con él.

—Pues esa pillería venida de... España; ese rebaño maketo y pecador,es el que trabaja y da prosperidad á Bilbao. Ellos destrozan su cuerpoen las minas, ellos dan el mineral, y sin mineral ¿qué sería de estatierra? Los buenos, los del país, no hacemos más que vigilar su trabajoy aprovecharnos del privilegio de haber nacido aquí antes que ellosllegasen. Son como los negros que en otros tiempos eran llevados áAmérica para mantener á los blancos. Vienen empujados por la miseria, yya que no podemos agradecer su sacrifico con el látigo, les pagamos conmalas palabras.

Urquiola encabritábase ante las palabras desdeñosas del doctor.Abominaba de aquella gente perdida, incapaz de regeneración: la pruebaera que no ahorraban, que no hacían el menor esfuerzo por salir de suestado.

—¡El ahorro!—exclamó Aresti.—¡Ahorrar y enriquecerse, teniendo unoscuantos reales de jornal, y viviendo rodeados de gentes de su mismaclase que les explotan en el alimento y en la casa!...

—Eso no—intervino Sánchez Morueta, con autoridad.—Ya sabes, Luis, queno estoy conforme con tus ideas. El obrero español es víctima de laimprevisión. En otros países es distinto: el trabajador se forma unpequeño capital para la vejez...

—¡Bah! En otros países ocurre lo que aquí. Y lo que hace que el obreromoderno sea rebelde y se entregue á la lucha de clase, es la convicciónde que, por más que ahorre sacrificando sus necesidades, no saldrá de sumiseria. Los progresos le han cerrado el camino. En los tiempos detrabajo rudimentario, de industria doméstica, aún podía soñar conhacerse patrono; podía con sus ahorros adquirir los útiles necesarios yconvertir su casa en un pequeño taller. Pero ahora, Pepe, por mucho queayune un obrero tuyo, amasando céntimo sobre céntimo, ¿llegará á seraccionista de tus fundiciones? ¿podrá adquirir un pedazo de las minas,con todo el material necesario para la explotación?

—Eso está bien—arguyó Urquiola con acento triunfante.—

Este doctordice á veces cosas muy oportunas. Lo que demuestra que los antiguostiempos eran los buenos y que, para tranquilidad de todos, hay quevolver á la época en que no había progreso y los hombres vivíantranquilos.

Sánchez Morueta miró al joven con unos ojos que alarmaron á doñaCristina, haciéndola temer por su sobrino.

—Eso es una majadería—dijo con calmosa gravedad.—Eso sólo puededecirse á la salida de Deusto. ¡Suprimir el progreso porque trae algunascomplicaciones!...

Y aquel hombre siempre silencioso, habló lentamente, pero con granenergía. Era un admirador religioso del capital. Aresti conocía suentusiasmo frío y firme por el dinero, que, puesto en movimiento

por

losdescubrimientos

industriales,

había

revolucionado el mundo. Elmillonario era á modo de un poeta del capital, y sacudiendo suensimismamiento, rompió en un himno á aquella fuerza casi sagrada,puesta en manos de contadísimos iniciados. Cierto, que el trabajo, queera un auxiliar indispensable, sufría crisis y miserias, ¿pero por estohabía que renegar del progreso, legítimo hijo del capitalismoindustrial? La gran revolución moderna era obra de la religión deldinero, en la cual figuraba Sánchez Morueta como el más fervientedevoto.

Utilizando

los

descubrimientos

de

la

ciencia,

había

multiplicadolos productos, y disminuido su valor, poniéndolos así al alcance de lamayoría, y facilitando su bienestar. El trabajador del presente gozabade comodidades que no habían conocido los ricos de otros tiempos. Elcapital al servicio de la industria había civilizado territoriossalvajes, había destruido fronteras históricas, estableciendo mercadosen todo el globo: él era quien surcaba las tierras vírgenes con losrails de los ferrocarriles, quien removía los mares para tender loscables telegráficos, quien ponía en comunicación los productos de uno yotro hemisferio, venciendo los rigores de la naturaleza y evitando lasgrandes hambres que habían hecho rugir á la humanidad en otros siglos.Los poderes históricos se achicaban y humillaban ante el capital. Losreyes de los pueblos, soberbios como semidioses sobre sus caballos deguerra, cubiertos de plumas y bordados y llevando tras ellos grandesejércitos, tenían que mendigar en sus apuros á los capitalistas ocultosen sus escritorios. Detrás de los imperios victoriosos estaban ocultoslos verdaderos amos, los que cambiaban la faz de la tierra, venciendo ála naturaleza para arrancarla sus tesoros; la gran república de loscapitalistas, silenciosa, humilde en apariencia, y sin embargo, dueña dela suerte del mundo. Y lo que más entusiasmaba á Sánchez Morueta, enesta secta oculta de universal poderío, era que sólo á la capacidad leestaba reservado entrar en ella. La jerarquía industrial no era como lasdominaciones sacerdotales ó guerreras del pasado, en las que se figurabasin otro derecho que el nacimiento. El hijo del capitalista, falto decapacidad, era expulsado por los malos negocios, y un nuevo individuo,aprovechando los residuos de su desgracia, venía á iniciarse en lapoderosa secta. ¿Dónde encontrar una institución tan grande y poderosa yá la par tan democrática y modesta? ¿Y había locos que pedían lamuerte ó la modificación de una fuerza que había transformado laTierra?...

Aresti protestó. Él reconocía las grandezas del régimen capitalista, lasventajas sociales que había reportado á la humanidad con el auxilio deltrabajo. El capital encontraba remunerados con creces sus servicios.Pero el trabajo ¿veía recompensados igualmente sus esfuerzos? ¿No seencontraba hoy en el mismo estado de miseria que al iniciarse áprincipios del siglo XIX la gran revolución industrial?

—Eso es un error, Luis—dijo el millonario.—El trabajo está mejor quenunca. La prueba es que en todo el mundo baja considerablemente elinterés del capital, mientras sube con las huelgas y las reclamacionesobreras el tipo de los jornales.

—¡Bah!—dijo el doctor con gesto de desprecio.—¡El aumento de unosreales en el jornal! Remedios del momento; cataplasmas que de nadasirven al enfermo, pues al poco tiempo se restablece el fatalequilibrio, aumentándose el precio de los productos, y el trabajador,con más dinero en la mano, se ve tan necesitado como antes. Son cambiosde postura, creyendo engañar con ellos á la enfermedad. Al trabajador denada le sirve la limosna de un aumento en el jornal: ya sabes que enesto no nos entenderemos nunca. Lo que necesita es justicia, ocupar elsitio que le corresponde, ser dueño de lo que produce.

Las palabras de los dos hombres resonaban en el silencio del comedor.Todos callaban, no osando interrumpirles. Urquiola era el único quesonreía con aire de suficiencia, como si poseyera el secreto de aquellacuestión.

Doña Cristina, temiendo que la polémica acabase por turbar la placidezde la comida, intervino, preguntando á Aresti por sus amigos deGallarta. Pepita apoyó á su madre. La gustaba conocer lasexcentricidades de aquellos contratistas que no sabían en qué emplear suriqueza. Reía con alegría de niña educada aristocráticamente, alenterarse de las vulgares diversiones de aquellos ricos de la víspera,que, no hacían más que seguirlas huellas de su padre.

Todos escuchaban al doctor, el cual, con suave ironía, describió losbanquetes pantagruélicos de las minas, con sus lluvias de CordónRouge. Dentro de sus nuevos y elegantes chalets no eran menosoriginales aquellos ricos, que aún guardaban la boina y los zapatonesdel obrero. Bajaban á la villa con sus esposas, ganosos de hacer alardesde riqueza para deslumbrar al vecino, y compraban lo más extravagante ychillón, todo lo que en almacenes y tiendas no sabían á quién colocar;muebles complicados y bizarros que se cubrían de polvo de mineral, sinque sus dueños osasen acercarse á ellos, por miedo á deslucirlos. Cadavez que el doctor, después de una visita, quería lavarse las manos,quedaba asombrado ante las toallas con más colores que el iris, y laspastillas de jabón en forma de tigre ó de lagarto que parecíanfabricadas para reyezuelos del África. Todos se extasiaban ante elasombro del médico, aceptándolo como una admiración muda. Algunos, comorecuerdo de su pasado, guardaban bajo la cama un pellejo de vino, cualsi fuese un tesoro. Realizaban la ilusión acariciada tantas veces en suépoca de pobreza. «Pruébelo, doctor: es de lo más selecto de la Rioja: átantos duros la arroba.» Otros se cubrían de brillantes las manos y elpecho, pero cuidaban de ellos con meticulosidad supersticiosa, como sifuesen animalillos delicados y frágiles que al menor roce se podíandesvanecer. No osaban rascarse porque, según ellos, el pelo rayaba ydeslucía las joyas.

Y en su vida monótona, de continuas ganancias y placeres vulgares, sinotras diversiones que la caza, la mesa y las apuestas, encontraban unnuevo toma para sus alardes de riqueza en la educación de los hijos. Losenviaban al extranjero con la esperanza de que sobrepujasen á losseñores de la villa. Los padres los querían ingenieros, como losingleses que venían á explotar las minas: las madres los soñabanelegantes, y de cuerpo delicado, como los señoritos que hacían la paradaen la acera del boulevard del Arenal. Unos enviaban sus hijos áFrancia; otros á Suiza; el vecino de más allá, guiado por el deseo deexcitar la envidia

del compañero, empaquetaba

su

descendiente

paraInglaterra: alguno llegaba hasta Alemania, y todos volvían de allárevolucionando las minas con sus cuellos y corbatas, haciéndose admirarpor los trajes, y asombrando á sus madres con la costumbre del tub,del baño diario, del duchazo á cada momento, lo que escandalizaba á unasgentes que en su juventud dormían vestidas. Pero los instintoshereditarios reaccionaban en todos aquellos retoños de la montaña:resucitaba en ellos el gusto á la antigua vida y poco á poco abandonabanlos trajes exóticos, agarraban la escopeta y volvían, como sus padres, álas comilonas, á la caza y hablar de ganancias de miles de duros,acordándose de su educación extranjera como de un sueño.

La apuesta era la pasión más vehemente, el placer más vivo de los ricosencerrados en la montaña. Las pruebas de bueyes y los desafíos debarrenadores hacían que se cruzasen enormes cantidades. Era el culto ála fuerza, la adoración á la brutalidad, con todos los encantos deljuego de azar. Tenían en las minas mozos hábiles en el manejo delbarreno que gozaban entre ellos el mismo prestigio que un gran torero óun pelotari famoso. En Gallarta había un jayán, vencedor en todas lasapuestas, que los contratistas llevaban á sus cenas, cuidándolo como sifuese una mujer amada, tentándole los músculos para apreciar si su vigordecrecía, engordándolo á todas horas con champagne y fiambres, con igualmimo y cuidado que si fuese un gallo de pelea. Lanzaban retos á lasgentes de otros pueblos de Vizcaya y aun de Guipúzcoa, llevando entriunfo á su barrenador favorito, para que luchase con los más fuertesde otras comarcas.

Ofreciendo los billetes á puñados, seguían durantehoras enteras el jadear de su ídolo, atacando con el hierro la piedra,hasta que al quedar triunfante, lanzaban sus boinas al aire, gritandovictoria más por el orgullo de la clase que por las ganancias de laapuesta.

Todo les servía para arriesgar el dinero que la fortuna les arrojaba ámanos llenas. Se valían para sus porfías lo mismo de la voracidad de losperros de caza, que del vigor de los hombres.

Algunas semanas anteshabíanse cruzado muchos miles de duros en una apuesta que aún hacía reíral doctor. Tratábase de saber quién sería capaz de tragarse más sopas deleche, si los galgos enjutos é insaciables de uno de los contratistas ólos barrenadores de otro, muchachotes fornidos de Castilla, de estómagosin fondo, que nunca creían llegado el momento de levantarse de la mesa.Toda la gente desocupada del distrito acudió á presenciar elespectáculo. Se depositaban á puñados los billetes de Banco, como sifuesen retazos de papel sin ningún valor; unos por los perros, otros porlos hombres, mientras arriba, en las canteras, estallaban los barrenos yel rebaño miserable de los peones se encorvaba, con el pico en alto,ante las rojas trincheras.

—Las sopas de leche se servían en cubos—continuó Aresti.—

Los galgos,en un momento, ¡zás, zás!, se las tragaban sin pestañear; lo mismo quesi le echasen cartas á un buzón. Los jayanes comían lentamente, sinmostrar prisa. Así estuvieron varias horas....

—¿Y quién ganó?—preguntaron varios al mismo tiempo, interesados por laestúpida apuesta.

—¿Quién había de ganar? Los hombres. El que apostaba por ellos me dijodespués con su filosofía de palurdo: «Estaba seguro de mis muchachos: elanimal, cuando ve satisfecho su apetito, ya no quiere más, y el hombre,como tiene amor propio, puede seguir comiendo hasta que reviente». Y nose equivocaba: dos de ellos me dieron mucho que hacer, y á los pocosdías, el cura de Gallarta montado en su burra blanca, los acompañócantando hasta el cementerio.

A pesar de este final triste, los convidados de Sánchez Morueta reían,encontrando muy interesantes las diversiones de los opulentos patanes.

Era bien entrada la tarde cuando terminó la comida. El capitán Iriondodespués de brindar por su principal y amigo se despidió, alegando quetenía á la carga un buque de la casa. El secretario Goicochea se fué conél para dar el último vistazo al escritorio.

Las señoras pasaron á unahabitación inmediata con Urquiola y el ingeniero Sanabre.

Esperaban á algunas amigas de Bilbao y mientras tanto, harían música.Los dos jóvenes rogaron á Pepita que cantase alguna canción vascongadade las antiguas, tan melancólicas y dulces, distintas completamente delritmo americano de los modernos zortzicos. Comenzaron á llegar hasta elcomedor las escalas y arpegios del piano.

Sánchez Morueta, con las mejillas enrojecidas por la digestión,mordiendo un magnífico cigarro, habló á Aresti de bajar al jardín. Latarde se había serenado y quería gozar de los últimos rayos de sol enlas avenidas que rodeaban su hotel. Los dos primos pasearon por eljardín. Llegaba hasta ellos el movimiento invisible de la ría, el ruidode los tranvías al otro lado de las planchas de hierro que cubrían lasverjas.

El millonario mostraba su satisfacción al verse solo con el médico, elúnico amigo que le inspiraba confianza, y como prueba de cariño le echósobre un hombro una de sus manazas.

Era la primera vez en todo el día,que estaba á sus anchas, lejos de los negocios, terminado aquel banquetecon gentes ante las cuales se mostraba abstraído y silencioso. El cariñoá su Luis, á quien veía de tarde en tarde, y la placidez de una buenadigestión, inclinábanle á las confidencias; y miraba á Aresti con ojosbondadosos é interrogantes, como si sólo esperase una indicación suyapara romper á hablar.

—Vamos, desembucha—dijo el médico alegremente.—Ya sé que soy tuconfesor y que si callas ante los otros, es porque haces provisión depalabras para mí. ¿Qué te pasa? Aquí tienes el médico de tu alma, comodiría uno de esos curas, amigos de tu mujer.

Sánchez Morueta hizo un gesto de indiferencia. Nada le ocurría deextraordinario. Se fastidiaba en su aislamiento: sólo tenía un momentoalegre cuando se encontraba con él. ¡Cuántas veces sentía el impulso decoger el tren é ir á buscarle en las minas! ¡Pero tenía tantasocupaciones! ¡Sentía tanto miedo á presentarse en aquel feudo de lamontaña, donde todos le pedían algo!... Sólo en Bilbao, condenado á laservidumbre de la riqueza, á vigilar y ordenar la llegada de aquelchorro de dinero que se metía por sus puertas sin desviar su curso, seaburría, falto de deseos y aspiraciones, con el bostezo del que nadaespera, que es el más triste de los fastidios.

Había amado y había sufrido como todos los que batallan por un ideal.Sabía lo que era forcejear á zarpazos con la Suerte, para hacerla suya yfecundarla con ardorosa violación. Había llegado como los políticoscélebres ó los grandes artistas, que empiezan su carrera desde abajo,conociendo la miseria y bordeando continuamente el peligro. Pero estos,aunque se considerasen llegados, siempre esperaban algo nuevo, siempretenían la ilusión puesta en el mañana; pensaban con inquietud en lacombinación política del día siguiente, en la obra artística, que lesbullía en la imaginación, temblando, con el vago temor de la torpeza, alir á darla forma. Pero él... él, todo lo tenía hecho: las ambiciones desu vida se habían realizado, cristalizándose para siempre. Había queridoser dueño de las minas, y suyas eran en su mayor parte, dándole unrendimiento fabuloso, con la regularidad de una fuente tranquila yperenne. ¿Para qué quería más? Establecía nuevas fabricaciones, y, alpoco tiempo marchaban por sí solas con una exactitud desesperante.Construía barcos, y no naufragaba uno, para alterar con una catástrofela monotonía de su existencia. La desgracia era impotente para él;estaba abroquelado y aunque ella corriese á estrecharle entre susbrazos, la caricia mortal sería un roce insignificante.

Si sus barcos se perdían, estaban asegurados; si las huelgas cerrabanmomentáneamente sus fábricas, no por esto sufriría su capital grandesmermas: si se agotaban las minas de Bilbao, él tenía otras y otras endistintos puntos de España, que aguardaban la explotación. Era elprisionero de su buena suerte: se movía entre rejas de oro, en unaislamiento de ave bien cebada, que ve el espacio libre por donderevolotean libres los pájaros hambrientos sin poder ir con ellos. Amabael mar, y tenía casi á la puerta de su casa un palacio flotante, elyate, cuya fotografía publicaban los periódicos ilustrados para envidiade los infelices: pero apenas emprendía un viaje, tenía que volverllamado por sus negocios. Además, él era un hombre de familia; seaburría en la soledad del océano ó en los puertos ruidosos, haciendovida de célibe, fumando y leyendo. Su mujer odiaba los viajes: su hijano conocía mundo mejor que el de sus amigas de Bilbao, y tras cortasestancias en Londres, volvía presurosa á su país, donde era la primera,guardando una instintiva aversión á las grandes ciudades de gente hurañay atareada, entre la cual, ella y su padre pasaban inadvertidos.

El millonario era el esclavo de su propia obra. Había levantado conbrazos de titán, en torno de él, la alta torre de su fortuna, y ahora sedebatía encerrado en ella, sin encontrar espacio para tenderse ydescansar.

No esperaba nada. Aunque descuidase sus negocios, el dinero seguiríaviniendo á él, como si fuese incapaz de aprender otro camino. Si lafortuna quería volverle la espalda, sería ya tarde para hacerle sufrirla amargura de su infidelidad. Era tan rico, había llegado tan alto, queestaba á cubierto de toda inquietud.

Por un instante había creídoencontrar remedio á su aburrimiento, entregándose á la borrachera de laconstrucción; sacando de la nada la nueva Bilbao; levantando barriadasde palacios sobre los campos yermos, con la misma facilidad que en loscuentos de hadas. Pero aquello también había pasado; encontraba puerillevantar colmenas y más colmenas para gentes que no conocía; fabricaravisperos en que se cobijarían otros tan tristes como él, pero animadossiquiera por el amargo placer de envidiarle.

—Me aburro, Luis—decía el millonario.—Siento una tristeza sinesperanza, sin ilusiones; la tristeza de la buena fortuna, más terribleque todas, pues pocos hombres la conocen.

Y mirando en torno de él, abarcaba en sus ojos el magnífico edificio ylas avenidas del jardín, con sus altas arboledas, sus arriates en losque comenzaban á asomar las primeras flores, y allá en el fondo, elinvernadero, cuyos cristales, bañados por el sol poniente, relucían comoplacas de oro.

Aresti pensaba en la gente mísera y doliente de las minas. ¡Ay, siaquellos hombres que engañaban su estómago con agua sucia, no teniendobastantes alubias para llenarlo, escuchasen al poderoso Sánchez Moruetalamentarse en medio de la opulencia de su vida!

—Entonces,—dijo el doctor—eres infeliz porque nada te falta, porqueposees todo lo que los hombres creen que les puede hacer dichosos.

El millonario movió melancólicamente la cabeza. Sí; poseía todo lo queda la felicidad aparentemente; por esto á nadie comunicaba su tristeza,para que no le creyesen loco.

Únicamente á su primo, que conocía por susestudios las rarezas de la vida, se atrevía á hablarle.

Interiormente le faltaba todo: deseaba descansar después de aquellamarcha ruidosa por la vida, en la cual había hecho, en pocos años, elmismo camino que otras familias de potentados sólo recorren después devarias generaciones. Había conquistado la riqueza, pero era semejante áuno de aquellos forasteros infelices que, al volver á su país,satisfecho de sus ahorros en las minas, se encontrase con la casadestruida y la familia ausente.

Aresti le escuchaba moviendo la cabeza, como si lo que su primo lerelataba lo hubiese adivinado desde mucho tiempo antes. Pero al oír sulamento contra la soledad moral en que vivía, le señaló con expresión deprotesta una ventana abierta del hotel, por donde se escapaban lossonidos del piano y el rumor de varias voces juveniles. «¿Y aquello?»

Sánchez Morueta levantó los hombros con expresión de indiferencia.

—Lo que llaman mi palacio—murmuró—no es para mí más que una casa dehuéspedes. Vivo mejor que en la mísera pensión de Londres, donde pasé mijuventud de empleado; eso es todo.

—¿Y tu mujer? ¿Y Cristina?

—¡Mi mujer!—dijo el millonario con amargura:—yo no tengo mujer: sólotengo una patrona, muy santa, muy virtuosa, que cuida de mi vidamaterial, y hasta se inquieta algo cuando me ve enfermo. Soy el huéspedque trae dinero á casa y al que se le corresponde con un poco derespeto. No finjas ignorancia, Luis.... Hace tiempo que adivinas cómovivimos. Tú, en tu pobreza, no has sido más afortunado que yo con mismillones.

Tú lo has dicho varias veces; en esta tierra hemos oído hablarde alguien que se llama Amor, pero por aquí no ha pasado nunca.

Y el millonario revelaba el secreto de su vida conyugal, sin ruboralguno, con la confianza que le inspiraba aquel hombre que casi era suhermano. Se había unido con Cristina en los albores de su fortuna. ¿Laamaba entonces? No estaba muy seguro de ello. En aquellos tiempos, susamores eran con la buena suerte, y no le quedaba tiempo para otros. Sehabía casado por unir una gloria más á sus satisfacciones de triunfador;porque le halagaba emparentar con los que habían sido sus amos enLondres, y aquella

señorita,

de

una

aristocracia

tradicional

y

ranciacompletaba la respetabilidad de su riqueza. Pero algo de amor habíaindudablemente en ello. Las ocupaciones de su vida vertiginosa, loscontinuos viajes, no le permitían con su mujer más que pasajeras yrápidas intimidades. Pero para él no existía otra mujer en el mundo, yera ciego y sordo ante muchas seducciones que le asediaban, atraídas porsu opulencia. Sí: él reconocía ahora que había amado á Cristina con unapasión, en que se mezclaba el deseo á la mujer y el respeto instintivodel hijo del gabarrero á la señorita que había tenido entre susascendientes, casi fabulosos, á los señores de Vizcaya. Ahora se dabaexacta cuenta de su amor, que en aquella época no hallaba tiempo niocasión para exteriorizarse en la intimidad de la

vida

doméstica.

¡Ah!¡cuando

descansase—se

decía

entonces—cuando viera asegurada sufortuna, qué feliz sería con aquella mujer, digna compañera de suopulencia, que parecía reinar sobre la gente más encopetada deBilbao!... Pero llegó el ansiado descanso, y al buscar á su mujer, envano se esforzó por encontrarla. Tenía ante él una buena madre, unaexcelente dueña de casa, algo manirrota en sus gastos, pero muyinteresada en que los negocios prosperasen: una meticulosaadministradora del hogar, que tomaba las cuentas de la servidumbre conla misma minuciosidad que cuando vivía en el arruinado caserón deDurango, y al mismo tiempo sacaba miles de duros de la caja de su maridopara restaurar una capilla que fuese más suntuosa que la costeada poralguna de las señoras que se codeaban con ella, en las Hijas de María óen el salón de visitas de los padres de la Compañía.

Sánchez Morueta, resucitado á la juventud después de su triunfo en losnegocios, sufría un desencanto cada vez que se aproximaba á su mujer condelicadezas ó arrebatos de enamorado. Cristina le miraba con enojo, comosi este cariño extremado la ofendiera, colocándola al nivel de lasvendedoras de amor. Para ella, la pasión matrimonial no había de ir másallá de la intimidad, fría y casi mecánica, de sus primeros tiempos devida común. El matrimonio era para que el hombre y la mujer viviesen sindar escándalo, procreando hijos para servir á Dios y que no se perdierala fortuna de la familia. Lo que llamaban amor las gentes corrompidasera un pecado repugnante, propio de gentes sin religión. Tratar unmarido á su mujer con melifluidades de esas que sólo se ven en losamantes de comedia, era envilecerla, igualarla con las que viven delpecado. La esposa cristiana había de ser casta en el pensamiento; cuidarde la salud material y moral del esposo, aconsejarle el bien y dirigirel hogar. Más allá sólo iban las mujeres perdidas. Y Sánchez Moruetatropezaba con una estatua impasible, estrellándose en todos sus intentospor darla vida.

Nada malo podía decir ella. Era virtuosa y era fiel. Bien es verdad, queaunque quisiera faltar á sus deberes le hubiese sido imposible. Su carney su pensamiento estaban muertos para el amor.