El Enemigo by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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¿Qué más podía desear? «No estoy enfadada»—le había dicho—«no vuelvaVd. a hablarme de su pobreza.» Pretender mayor claridad seríainsensatez.

Al cabo de dos meses sus diálogos eran ya muy distintos; que cuando laestimación abre vereda, el amor ensancha y allana pronto el camino. NiPaz sentía ya cortedad, ni Pepe manifestaba aquella desconfianzafundada en lo distinto que se le ofrecía el porvenir de cada uno: lasfrases que cambiaban eran protestas de cariño, promesas de firmeza, todoel repertorio monótono y vulgar de los enamorados, siempre romántico yexagerado, pero eternamente delicioso.

Una circunstancia mediaba, sin embargo, entre ambos, modificando suscaracteres. Ella, a pesar de su viveza, temerosa de mortificar lasusceptibilidad de Pepe, le trataba con una consideración que a ningunootro hubiera guardado; y él, frío, descreído, burlón, dispuesto siemprea endulzar la realidad con su buen humor, era ante Paz reflexivo yserio, cual si le infundiese miedo aquella intimidad amorosa, que, ajuicio suyo, no podría resistir al tiempo o habría de estrellarse contralas asperezas de la vida.

No siéndoles fácil verse con tanta frecuencia como ellos desearan,acabaron por establecer, para su uso particular, un servicio de correos.La iniciativa fue de Pepe: el cartero merece capítulo aparte.

IX

En la imprenta de Millán había un chico, mezcla de aprendiz y ordenanza,a quien apodaban Pateta. Él decía llamarse Pepe Maldonadas, pero noconservaba memoria de su familia. Nadie sabía su origen; ni él mismo.Sólo recordaba haber vivido en Puerta de Moros, recogido en casa de unaverdulera, tía suya, que, por considerarle muy niño, no le habló jamásde sus padres.

Una mañana la pobre vieja, que solía retrasarse en el pago de lalicencia municipal del puesto de legumbres, fue llevada a la prevencióny, de resultas, tomó tal sofocón, que murió a las pocas horas, viniendoel chico a quedar en la calle, sin más amparo que Dios, con la travesurapor instinto y la ignorancia por guía. Un matrimonio de la vecindad ledio albergue durante cinco semanas, mas esta caridad antes fue deseo detener ayudante que propósito de favorecerle; pues cuando la mujer no leobligaba a subir del río un talego de ropa, superior a sus fuerzas, elmarido, que era sillero, le ponía verde o morado hasta los hombros,forzándole a teñir espadañas en un patio que parecía cisterna. Cuandoellos comían, si sobraba, era para Pepe; si no había restos, gracias quele dieran pan con que rebañar la cazuela del cocido; así que las hambresy una felpa con que le obsequiaron por meter en la tina de lo verde loque había de ser morado, acabaron con la paciencia del muchacho. Seescapó, y entonces fue la época más conturbada de su vida. Fregar entabernas, donde tenía las propinas por salario; ayudar a un chulo avocear quincalla; recoger y vender colillas; dormir en los quicios delas puertas: esta existencia llevó por espacio de unos cuantos meses,sucio, descalzo, desarrapado, hambriento y ostentando por entre losdesgarrones de la camiseja el pecho dorado y fuerte como un bronceantiguo. Sólo dos cosas hubo que no ensayase para buscarse el sustento:no pidió limosna ni robó.

Acertó a pasar una mañana por la calle de las Maldonadas, donde teníafábrica de buñuelos un conocido de la verdulera difunta; le preguntó elbuñolero que cómo vivía; repuso el chico que peor; y tanta lástimasupo inspirar, que allí se quedó cuidando de la venta al menudeo, sinpromesa de recibir otro pago que la comida y lugar donde dormir. Elsillero no volvió a saber de él. Los chicos que antes tuvo el buñolerode dependientes, cual más, cual menos, todos le robaron; Pepe Maldonadasfue de fidelidad intachable. Antes que amaneciera, su amo y un aprendizsobaban la masa dispuesta en el lebrillo, y luego freían con rararapidez bolas, tortas y cohombros: Pepe, mientras tanto, arreglaba losveladores, mezclaba algo de harina al azúcar de espolvorear, fregabavasos, ponía cada cosa en su puesto y, cuando se abría la tienda,colocado de pie en la puerta, despachaba buñuelos a grandes y chicos,formando en la grasienta superficie de zinc que cubría la mesa un montónde cuartos y ochavos del moro, cuyo sucio contacto le dejaba los dedosmanchados de verdín. Ni se comía un buñuelo ni escamoteaba un ochavo.Nadie le enseñó matemáticas y, sin embargo, para dar las vueltas de lamoneda era más listo que un cambista. Si quedaban buñuelos de lavíspera, los despachaba los primeros; al servir medias de aguardiente,cuando presumía que el gaznate del parroquiano estaba insensible, dabalo barato al precio de lo caro, y para los favorecedores constantes dela casa iba a buscar la pasta recién frita, humeante, en que aún no sehabían bajado las burbujas del aceite hirviendo. El amo se encariñó conél en tal grado, que comenzó a tratarle como a hijo, y hasta determinóque fuese por las tardes a la escuela, donde, en unos cuantos meses,aprendió a leer, escribir y contar. Al año de estar en la buñolería, lahija del amo, que era una chiquilla saladísima de catorce años, enfermóde viruelas y, cosa rara en la gente del pueblo, dotada en tales casosde tanto valor como ignorancia, los vecinos, conocidos y amigos dejarona la enfermita y sus padres en completo abandono. La moza que iba abarrer y fregar desapareció sin pedir un pico que le debían del salario,y el chulo que ayudaba a amasar y freír se despidió cobardemente: sóloPepe permaneció allí día y noche, sin ir a jugar con los chicos delbarrio ni ocuparse en otra cosa que cuidar a la muchacha. Guiado declarísimo entendimiento, se fijaba bien en cuantas alteraciones sufría,para decírselas al médico, y luego le daba las tomas que la recetaban,con los intervalos debidos, arropándola en seguida como una niña a sumuñeca. Cuando, por haber entrado la enfermedad en el período dedescamación era más fácil el contagio, Pepe, que no lo ignoraba, redoblósus cuidados y, durante la convalecencia, se estuvo constantementehaciendo compañía a la muchacha, satisfaciendo sus caprichos y tolerandosus impertinencias, hasta que, dada ya de alta, tornó a su puesto deantes y siguió vendiendo cohombros a los chicos y ensartando buñuelostoda la mañana en los juncos, lo cual, con el manejo de los ochavos,acababa por dejarle los dedos sucios y pringosos: luego, de cuatrobrincos, se plantaba a ver a la chica. Así pagaba Pepe su deuda degratitud para con aquella gente; mas su principal se portó también comobueno.

—Tú eres ya de la casa:—le dijo un día—busca otro dependiente para eldespacho. Y vamos a ver, ¿quieres seguir oficio? Dilo como si fueses mihijo.

Pepe repuso que quería ser cajista, porque en la escuela donde leenviaron se había echao un amigo a quien sus padres pusieron en unaimprenta, con lo cual el muchacho siempre tenía los bolsillos llenos deestampas de entregas, romances de ciego, restos de tiradas de aleluyas ypedazos de carteles de toros.

Tras permanecer dos o tres meses en imprentas de mala muerte, entró alfin en la de Millán, que era conocido del buñolero, y allí echó raícesen seguida; es decir, que apreciado por listo y obediente, le tomaroncariño. El día lo pasaba aprendiendo la caja, adiestrándose en componery distribuir; luego empezó a hacer monos y remiendos, y a la nochese iba por las calles a vender un veinticinco de un periódico que allíse tiraba. Lo que le producía esta venta lo guardaba para sí, y eljornal de la semana lo ponía íntegro el sábado en manos del buñolero;pero lo que más le gustaba era entregárselo a Isabelita,diciendo:—«Anda, da eso a tu padre.»

Los demás aprendices, envidiosos de aquel compañero de quien se hacíamás caso que de ellos, comenzaron a tomarle tirria y jugarle malaspasadas. Un día le quitaron de la tartera el almuerzo, sustituyendo latortilla con polvos de imprenta. Otra vez, como estuviera en mangas decamisa, le estamparon en la espalda una galerada recién impresa, con latinta fresca de un letrero que decía: «Se vende este perro.» Hastallegaron a rellenarle las botas con la grasa de untar las ruedas de lamáquina, mientras él estaba trabajando con alpargatas para mayordescanso. Entonces apareció el gatera madrileño, valiente, arriscado,dicharachero y dispuesto a darse de cachetes o puñetazos con el másbravo, y a echarle la zancadilla al mismo nuncio. Con unos cuantospescozones oportunos se hizo respetable. Cierto día, otro aprendiz demás edad sacó contra él una navajilla. Pepe se la quitó de las manos, lesujetó fuertemente metiéndose la cabeza del agresor entre las piernas, ypor castigo le descosió con el cuchillejo la costura trasera delpantalón, dándole luego en lo que el sol ni el agua vieron jamás, unoscuantos azotes: después le devolvió tranquilamente la navajilla,diciendo:—«Toma, boceras; eso no sirve más que partir pan.»—Alas horas de trabajo era modelo de laboriosidad: cuando llegaba elmomento de hacer diabluras, era de la piel de los demonios. Parecíahaber en él dos tipos distintos: uno para la tarea, otro para lastravesuras; y diríase que, como correspondiendo a estos dos seres, teníados fisonomías diversas. Inclinado sobre la caja buscando tipos,ajustando palabras en el cajetín, o distribuyendo letras, su frentesolía plegarse con un entrecejo serio de obrero ya machucho: entonces nohablaba y fija la atención en lo que hacía, sus ojos negros adquiríancierta expresión de gravedad cómica: en la calle, corriendo o jugando,con el pelo alborotado, tostada la tez, ladeada la gorrilla, descaradoel mirar y rebosando malicia, traía a la memoria los chicos de lasantiguas novelas picarescas. Los compañeros le llamaron primero el Tiznao, porque era muy moreno, como un beduino desteñido a fuerza delavaduras: por fin le apodaron Pateta, y con este alias se quedó. AMillán, conocedor de los antecedentes de Pateta, le había caído engracia el muchacho: Pepe simpatizó mucho con él por un solo detalle.Estaba corrigiendo una tarde pliegos de un libro, cuando se le presentóPateta en actitud humilde.

—¿Qué quieres?

—Pedirle a Vd. un favor, porque el señor Millán no ha venío.

—Vamos, di.

—Pues yo tengo novia. Es decir, novia mía, la verdad, no es; pero yanos hablamos algo... y mañana es su santo. Mire Vd., he compuesto esteletrero y quería ponerlo con letras dorás de purpurina, en estatarjeta de orla que ma costao dos riales.

Bueno, pues... que medigan ustedes cómo lo hago y me dejen hacerlo en la máquina, o dondesea, luego que se marchen esos.

Pepe examinó la cartulina, adornada con flores y amorcitos, que lepresentaba el chico, y vio el letrero que traía hecho con los tipos másescojidos de la casa.

« A Isabel Gorillo, en sus días. » (Esto en un gótico muy complicado), yluego, debajo: « Por José Maldonadas. » (Aquí las letras eran de muchoringorrango.)

—Y esta Isabel, ¿quién es?

—La hija de mi amo. (Pateta continuaba llamando amo a su protector.)

—¿La de las viruelas?

—Sí, señor; pero no le ha quedao señal. Tié la cara que da gloria.

—¿Y sabe tu amo?...

—Saberlo... no sé; porque yo no he dicho esta boca es mía.

Como tién dinero, no quiero que crean... ¿entiende Vd.? Pero ya se lo malician;porque yo, ni a los novillos voy, aunque me sobren los cuartos, con talde estarme en la trastienda hablando con ella.

—Bueno, hombre, bueno; anda, guarda eso o déjalo aquí, y a última horaque te diga el señor Ramón lo que debes hacer, y acábalo limpito.

Este pequeño servicio que Pepe prestó a Pateta, se lo pagó él concreces. Si llovía de pronto, ya estaba el muchacho corriendo a la callede Botoneras a buscarle el paraguas: si había que ir al

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