El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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—Ve á aquel aposento—le dijo—y lleva un servicio de mesa,un pastel de olla podrida, un capón de leche asado, un besugococido, un pastel hojaldrado, frutas y confituras, y dosbotellas de vino de Pinto, á un hidalgo que se llama JuanMontiño, que es mi sobrino, hijo de mi hermano: sírvele bien,hijo, sírvele, y guárdate por el servicio las sobras, que bienpodrás sacar de ellas dos reales.

Gonzalvillo se separó de la puerta, y cuando Montiño ibaá cerrarla, se le presentó de repente un hombre.

—¡Eh! ¡esperad, señor Francisco, esperad! ¡pues á fe queme ha costado poco trabajo llegar aquí para que yo ossuelte!

—¡Ah! ¡señor Gabriel! ¿y qué me queréis?—dijo el cocinerodel rey, con mal talante—Entrad, entrad, y decidme lo queme hayáis de decir.

Entró aquel hombre, y Montiño se encerró con él.

CAPÍTULO VII

LOS NEGOCIOS DEL COCINERO DEL REY.—DE CÓMO LA CONDESADE LEMOS HABÍA ACERTADO HASTA CIERTO PUNTO AL CALUMNIARÁ LA REINA.

El hombre que acababa de entrar era un hombre característico.

Si la persona que tiene alguna semejanza típica con lafisonomía de algún animal, tiene las propensiones del animalá quien se parece, aquel hombre debía tener alma delobo, pero de lobo viejo y cobarde, que en sus últimos tiemposhace por la astucia, lo que en su juventud ha hecho porla fuerza.

Habiendo dicho que la fisonomía de aquel hombre se parecíaá la de un lobo viejo, nos creemos dispensados de unadescripción más minuciosa.

Bástanos añadir que aquel hombre en su juventud, debióser alto y robusto, que á causa de sus años, que casi rayabanen los sesenta, estaba encorvado, y que á la expresiónferoz que debió brillar en sus ojos y en su boca, cuando ganabala vida matando á obscuras y sin dar la cara, habíasustituido una mirada hipócrita y una sonrisa fría y asquerosaque parecía haberse estereotipado en su boca rasgada.

Aquel hombre, que en otros tiempos había sido rufián yasesino (nosotros sabemos que lo fué, y basta que lo digamosá nuestros lectores sin que nos entremetamos á contarlesuna historia que nada nos interesa), era hacía ya algunosaños ropavejero en la calle de Toledo, y corredor de nosabemos cuántas honradas industrias.

Conocíale Montiño, y aun le trataba íntimamente, porqueel cocinero del rey era hombre de negocios, y un hombre denegocios suele necesitar de toda clase de gentes.

Pero comoel buen Montiño sabía demasiado que el señor Gabriel Cornejohabía sido perseguido por la justicia, salpimentado másde tres veces por ella, puesto por sus méritos en exposiciónpública más de ciento, para ejemplo de la buena gente, ycompañero íntimo de un banco y de un remo durante diezaños, guardábase muy bien, sin duda por modestia, de decirá nadie que conocía á tan recomendable persona, y muchomás de que le viesen en conversación con ella.

Por esta razón, Montiño, que tenía suficiente causa paraestar entristecido con la muerte próxima ó acaso consumadade su hermano, y con la venida de un sobrino putático quese le entraba por las puertas, sin dinero y sin camisas, acabóde ennegrecerse al ver que el señor Gabriel Cornejo searrojaba á buscarle nada menos que en casa del duque deLerma, y en medio de una legión de pajes y lacayos, gentesque á todo el mundo conocen, y que hablan mal de todo elmundo.

—¿Qué cosa puede haber que os disculpe de haberme venidoá buscar de una manera tan pública?—dijo severamenteMontiño.

—¡Bah! señor Francisco: nadie tiene nada que decir demí—contestó sonriendo de una manera sesgada Cornejo—;si en mis tiempos fuí un tanto casquivano, y no supe guardarel bulto, ahora todo el mundo me conoce por hombre debien y buen cristiano.

Y luego, sobre todo, cuando las cosasson urgentes y apremiantes, es menester aprovechar losmomentos...

—¿Pero qué sucede?

—Suceden muchas cosas: por ejemplo, esta tarde ha estadoen mi casa el tío Manolillo.

—¿Y qué me importa el bufón del rey?

—Despacio y paciencia. Quien escucha oye, y cosas puedenoírse que valgan mucho dinero.

—Sepamos al fin de qué se trata.

—Ya que de dinero he hablado, se trata de dinero, y deun buen negocio; de una ganancia de ciento por ciento.

—¡Ah! ¿Y qué tiene que ver con eso el bufón del rey?

—El tío Manolillo ha ido esta tarde á mi casa, se ha encerradoconmigo ó yo me he encerrado con él, y de buenasá primeras, como hombre de ingenio y de experiencia, quesabe que todas las palabras que sobran en una conversacióndeben callarse, me ha dicho—: ¿Conocéis á un hombreque quiera matar á otro?

—¡Oh, oh!—exclamó Montiño, abriendo desmesuradamentelos ojos.

—Yo, que también sé ahorrar de palabras cuando conozcoá la persona con quien hablo, le contesté—: ¿Quién es elhombre que queréis despachar al otro mundo?—Un caballeromuy rico y muy principal—. ¿Como quién? por ejemplo,le pregunté—. Así como el duque de Lerma ó el de Uceda,ó el conde de Olivares—. ¿Pero no es ninguno de los tres?—No:pero aunque no lo parece, vale más que todos ellos—.Pues entonces, si vale más... por el duque de Lerma, pediríamil doblones; por el otro mil quinientos—. Trato hecho—dijoel bufón—. ¿Cuándo ha de ser?—Cuando esté depositadoen buenas manos el dinero—. ¡Qué! ¿No le tenéis?—Nadaos importa eso—. Es verdad—. Adiós—. Dios os guarde.

—¡Conque el tío Manolillo!...—exclamó seriamente admiradoMontiño—; esto es grave, gravísimo. ¿Y no os dijo, señorGabriel, quién era su enemigo?

—No me lo ha dicho, pero yo lo sé.

—¡Ah! ¿Y cómo lo sabéis vos?

—¿Quién es en la corte un hombre que vale tanto como elduque de Lerma el de Uceda, ó el conde de Olivares?

—¡Bah! hay muchos: el duque de Osuna.

—Está de virrey en Nápoles.

—El conde de Lemos.

—Está desterrado.

—Don Baltasar de Zúñiga.

—Ese es un caballero que suele estar bien con todo elmundo.

—Pues no acierto.

—Es verdad: lo que generalmente no vemos, cuando setrata de estos negocios, es lo que más tenemos delante delos ojos. ¿Os habéis olvidado del secretario del duque deLerma?

—¡Don Rodrigo Calderón!

—Ese, ese es el enemigo del tío Manolillo.

—Pero no entiendo por qué pueda ser enemigo de donRodrigo el bufón de su majestad.

—¡Bah! ya veo, señor Francisco, que vos sabéis muy poco.

—No me es fácil dar con el motivo de la ojeriza que decístiene el tío Manolillo á don Rodrigo.

—¿Conocéis á una comedianta que se llama Dorotea, quebaila como una ninfa en el corral de la Pacheca?

—¡Ah! ¿una valenciana hermosota, deshonesta, que ha estadodos veces presa por no bailar como era conveniente?

—La misma. Pues bien; esa mujer es hermana, ó querida,ó hija, no se sabe cuál de las tres cosas, del tío Manolillo.

—Me estáis maravillando, señor Gabriel. ¿Conque laDorotea?...

—Sí, señor, la Dorotea es mucha cosa del bufón del rey.Pero no es esto todo. El duque de Lerma...

—Sí, sí, ya sé que el duque visita á la Dorotea.

—Pero no sabéis quién ha andado de por medio para concertaresas visitas.

—Sí, sí, ya sé que el medianero, el que ha llevado los primerosregalos, el que acompaña de noche al duque y leguarda las espaldas, es don Rodrigo Calderón.

—Vamos, pues de seguro no sabéis que el duque de Lermaes quien paga, y don Rodrigo Calderón quien goza.

—¿Pero quién os dice tanto?—exclamó admirado Montiño.

—Ya sabéis que yo tengo muchos oficios.

—Demasiados quizá.

—Están los tiempos tan malos, señor Francisco, que paraganar algo es necesario saber mucho. Saben que sé muchasprincesas, y una de ellas, conocida de la Dorotea, la encaminóá mí para que la sirviese. Dorotea quería un bebedizo.

—¡Ah! ¡ah! ¡las mujeres! ¡las mujeres!

—Son serpientes, vos no lo sabéis bien, señor Montiño:como se les ponga en la cabeza doctorar á un hombre en launiversidad de Cabra, aunque el amante ó el marido las encierrenen un arca y se lleven la llave en el bolsillo, le gradúan.

Movióse impaciente en su silla el cocinero del rey, porquese le puso delante su mujer, que era joven y bonita.

—Pero á serpiente, serpiente y media. Cuando ella mepidió el bebedizo, me dije: podrá convenirme saber quién esel hombre á quien quiere esta muchacha entre tantos comola enamoran. Porque yo soy muy prudente, y sé que el saber,por mucho que sea, no pesa. Díjela que el bebedizo no podíaproducir buenos efectos si no se conocía á la persona áquien había de darse. Entonces la Dorotea, poniéndose muycolorada, me dijo—: El hombre que yo quiero que no quieraá ninguna mujer más que á mí es don Rodrigo Calderón—.Necesito saber cómo habéis conocido á don Rodrigo Calderón,la dije.—¿Necesario de todo punto?—Ya lo creo; ysi fuera posible hasta el día y la hora en que le vísteis porprimera vez.—¿Y si no lo digo no me daréis el bebedizo?—Oslo daré, pero si no sé de cabo á rabo cuanto os ha acontecidoy os acontece con don Rodrigo Calderón, no os quejéissi el bebedizo no es eficaz.—Entonces la moza se sentó,y me confesó que había conocido á don Rodrigo cuandodon Rodrigo fué á hablarla de parte del duque de Lerma;que se había enamorado de él, y don Rodrigo de ella. Que,en una palabra, el duque de Lerma paga y se cree amado, ydon Rodrigo Calderón, que no la paga y á quien ella ama, laengaña amando á otra.

—¡Ah!

—¡Y si supiérais quién es esa otra, señor Francisco!

—Alguna cortesana que tiene tan poca vergüenza comodon Rodrigo Calderón.

—Pues os engañáis, es la primera dama de España.

—¿Por hermosa?

—No tanto por hermosa, aunque lo es, como por noble.

—¡La dama más noble de España! ved lo que decís: cualquierapudiera creer...

—¿Que esa tan noble dama es la reina? ¿No es verdad?—dijocon una malicia horrible Cornejo.

—¡La reina! ¡Su majestad!—exclamó dando un salto desobre su silla Montiño.

—La misma, Su majestad la reina de España es la queridade don Rodrigo Calderón.

—¡Imposible! ¡imposible de todo punto! ¡yo conozco á sumajestad! ¡no puede ser!

¡creería primero que mi hija!...

—Vuestra hija podrá ser lo que quiera, sin que por esodeje de ser lo que quiera también la reina.

—¡Pero la prueba! ¡la prueba de esa acusación, señor Gabriel!—dijoel cocinero del rey, á quien se había puesto la bocamás amarga que si hubiera mascado acíbar—. ¡La prueba!

—He ahí, he ahí cabalmente lo que yo dije á la Dorotea:¡la prueba!

—¿Y esa mujerzuela tenía la prueba de la deshonra de sumajestad?

—La tenía.

—¿Pero qué tiene que ver esa perdida con la reina? ¿quiénha podido darla esa prueba?

—El duque de Lerma.

—Me vais á volver loco, señor Gabriel; no atino...

—No es muy fácil atinar. Pero dejadme que os cuente, sininterrumpirme, sin asombraros, oigáis lo que oigáis, y concluiremosmás pronto.

—Y me alegraré, porque no me acuerdo de haber estadoen circunstancias tan apremiantes en toda mi vida.

—Pues al asunto. Yo, que había hecho confesar á la Doroteaquién era la dama que la causaba celos, asegurándolaque si no me contaba todas las circunstancias, sin dejar una,de su asunto, podría suceder que no fuese eficaz el bebedizo,me dijo en substancia lo siguiente—: Una noche don Rodrigofué muy tarde á verme: al quitarse la ropilla, se le cayó deun bolsillo interior una cartera, que don Rodrigo recogióprecipitadamente. Yo me callé, pero cenando le hice bebermás de lo justo, acariciándole, mostrándome con él más enamoradaque nunca. Don Rodrigo se puso borracho y se durmiócomo un tronco. Entonces me levanté quedito, fuí á laropilla, tomé la cartera, la abrí, y encontré en ella cartas deuna mujer; de una mujer que firmaba « Margarita

—Pero eso es muy vago... muy dudoso—dijo con anheloMontiño—; si la reina ha de responder de todas las cartasque lleven por firma Margarita...

—Oíd, señor Montiño, oíd, y observad que la Dorotea noes lerda.

—Cuando leí el nombre de Margarita, solo, sin apellido...sospeché, porque tratándose de don Rodrigo es necesariosospechar de todas las mujeres... sospeché que aquellaMargarita que se dejaba en el tintero su apellido era... Margaritade Austria.

—Pero, señor, señor—exclamó todo escandalizado y mohínoel cocinero de su majestad—; esa mujer tan vil, de cunatan baja... esa perdida, ¿sabe leer?

—Como que es comedianta y necesita estudiar los papeles.

—¡Ah!—dijo dolorosamente Montiño, cayendo desplomadode lo alto del que creía un poderoso argumento.

—Oigamos á la Dorotea, que aún no ha concluído—: Sospechéque aquella Margarita, que citaba misteriosamente ádon Rodrigo, era la reina, y como no me atrevía á quedarmecon una sola de las cartas, las miré, las remiré, hasta quefijé en mi memoria la forma de las letras de aquellas cartas,de modo que estaba segura de no engañarme si veía otroescrito indudable de la reina. El duque de Lerma me dará eseescrito—dije—, ó he de poder poco. Y volví á meter las cartasen la cartera, y la cartera en el bolsillo de donde la habíatomado. Cuando se fué don Rodrigo, observé que de unamanera disimulada, pero curiosa, se informaba de si la carteraestaba en su sitio, y cuando aquella noche vino el duquede Lerma, le recibí con despego, le atormenté, me ofreciócomo siempre alhajas, y yo... yo le pedí que me trajeseun escrito indudable de la reina. Asombróse el duque, mepreguntó el objeto de mi deseo, insistí yo, diciendo que eraun capricho, y á la noche siguiente el duque me trajo un memorialen que se pedía una limosna á la reina, y á cuyo margense leía: «Dense á esta viuda veinte ducados por unavez», y debajo de estas palabras una rúbrica. ¡Era la mismaletra, la misma rúbrica de las cartas! no podía tener duda: lareina era amante de don Rodrigo Calderón.

—Pues señor—dijo Montiño—, á pesar de todo, os digo,señor Cornejo, que antes de creer en eso soy capaz de nocreer en Dios.

—Sea lo que quiera; pero oíd y atad cabos: ya os he dichoque el tío Manolillo me preguntó cuánto dinero se necesitabapara despachar una persona principal, y que yo le dijeque mil quinientos doblones, que el tío Manolillo no los tenía;que la Dorotea cree que don Rodrigo Calderón tienecartas de amores de la reina... que está celosa...

recordadbien esto.

—Sí, sí, lo recuerdo.

—Pues bien; esta noche una dama muy principal, á lo queparece, ha estado casa de mi comadre la señora María; laque tan honradamente vive con el escudero su marido el señorMelchor, que tan hermosa era hace veinte años, que sigueaumentando sus doblones, empeñando y prestando conuna usura que da gozo: ya sabéis que cuando la señora Maríanecesita para sus negocios un dinero, viene á mí, comoyo vengo á vos.

—Bien, bien, ¿pero qué?

—Esa dama que os he dicho ha ido encubierta esta nocheá casa de la señora María, ha ido encubierta también algunasotras veces á pedir dinero. Pero siempre, excepto estanoche, ha llevado una alhaja de mucho precio, ha vuelto conotras pero no ha desempeñado ninguna. Esta noche ha ido,toda azorada, asustada, trémula, ha pedido á la señora Maríamil y quinientos doblones (nunca había pedido tanto),ofreciendo dar por ellos tres mil en el término de un mes. Yaveis si es negocio.

—¡Pues hacerlo! ¡hacerlo!—dijo Montiño.

—Lo haremos á medias, ó mejor dicho á tercias, entre vos,la señora María y yo: quinientos doblones cada uno.

—¿Y para eso me habéis buscado, me habéis entretenidoy me habéis mentido tanto?—dijo levantándose Montiño convisibles muestras de despedir á Cornejo.

—Esperad... esperad, que el negocio lo merece—repuso elseñor Gabriel con gran calma—. Recordad; yo pido al tíoManolillo esta tarde mil y quinientos doblones por la vida deun hombre principal, que sé de seguro que es don RodrigoCalderón; don Rodrigo Calderón tiene unas cartas de la reinaque la comprometen, y esta noche va á casa de la señoraMaría á pedir mil y quinientos doblones una dama, que aunqueno la conocemos, debe ser principalísima. ¿No creéisque debe meditarse esto, señor Francisco? ¿No creéis queen esto danzan las cartas, la reina y el tío Manolillo, y talvez la reina en persona...?

—¿La reina en persona...? ¿Creéis que la reina haya podidoir á casa de la señora María de noche y sola?

—Yo ya no me admiro de nada, señor Francisco, de nada;además que la dama tapada ofreció como seguridad de losmil y quinientos doblones, mejor, de los tres mil doblones,un recibo en forma de puño y mano de la reina, firmado porella misma.

—¿Pues qué mejor seguridad queréis? haced el negocio,y dejadme en paz á mí; no quiero mezclarme en él, y sientomucho que me hayáis dicho tanto, porque cuando se trata deenredos lo mejor es no saberlos.

—Pero venid acá; ¿no veis que nosotros solos no podemoshacer ese negocio?

—¿Y por qué? ¿Acaso me vendréis á decir, á querermehacer creer que la señora María y vos no tenéis mil y quinientosdoblones?

—La dificultad no es el dinero, sino la seguridad de él;nosotros no conocemos la letra de la reina, y vos...

—Yo no la conozco tampoco.

—Señor Francisco, vos sois más en palacio que cocinerodel rey.

—¡Y bien! ¿Qué? no quiero meterme en este negocio.

—O queréis hacerlo vos solo—dijo irritado por la codiciael tío Cornejo.

—Hablemos en paz, señor Gabriel—dijo el cocinero mayor—,y concluyamos, concluyamos de todo punto. No digáisá nadie lo que á mí me habéis dicho, porque podríais irá la horca.

Echóse á temblar aquel viejo lobo, porque le constaba queel cocinero mayor era uno de esos poderes ocultos que, bajouna humilde librea, han existido, existen y existirán en todaslas cortes.

—En cuanto al negocio—añadió Montiño—, no me metoen él; haced lo que queráis, y lo mejor que podéis hacerahora es... iros.

Vaciló todavía el señor Gabriel Cornejo, pero una miradadecisiva y un ademán enérgico de Montiño, le decidieron;se despidió hipócritamente deshaciéndose en disculpas, ycuando ya estaba cerca de la puerta, el cocinero del rey,como obedeciendo á una idea súbita, le dijo:

—Esperad.

Cornejo se volvió lleno de esperanza.

—¿Vais á ver á la señora María?

—Ciertamente necesito decirla vuestra resolución.

—Pues decidla, además, que prepare esta misma noche unaposento con lecho en su casa, y que cuando llame á supuerta uno que se nombrará sobrino mío, que le reciba, queyo respondo de los gastos.

Voló la esperanza causando una dolorosa impresión en elseñor Gabriel Cornejo, que se despidió de nuevo murmurando:

—He sido un imprudente, no debía haber hablado tanto;yo confiaba en su codicia, pero está visto: su avaricia esmayor de lo que yo creía. Quiere hacer el negocio porsí solo.

Entre tanto el cocinero del rey murmuraba abstraído ypensativo:

—Es muy posible que sea verdad cuanto ese bribón meha dicho; yo no me fío de ninguno; un negocio redondo porotra parte, mil quinientos doblones de ganancia, como quiendice, de una mano á otra; pero el asunto es demasiado grave,y la prudencia aconseja no meterse de frente en él... misobrino postizo es hombre, según dice mi hermano, capaz demeter un palmo de acero al más pintado, y don RodrigoCalderón, está en el banquete del duque... después se encerraráen su despacho, y saldrá allá muy tarde por el postigo...¡Ah, señor sobrino! os voy á procurar una buena ocasión...una ocasión que os hará hombre.

En aquel momento se abrió la puerta y apareció unadueña.

—¡Ah, señor Francisco! ¡Y cuánto trabajo me ha costadoencontraros!—dijo la dueña—. He tenido que decir que veníade palacio, con orden de su majestad para vos.

—¿Y es cierto...? ¿Traéis orden?

—Casi, casi. Os traigo una carta.

—Dadme acá, doña Verónica, dadme acá.

La dueña entregó una carta al cocinero mayor, que ésteabrió con impaciencia.

«Tenéis un sobrino—decía—que acaba de llegar á Madrid;enviadle al momento á palacio. Tened en cuenta, quese trata de un negocio de Estado; que espere junto á lapuerta de las Meninas, por la parte de adentro. Pero luego,luego.»

Esta carta no tenía firma.

—¿Quién os ha dado esta carta, doña Verónica? No conozcola letra, no tiene firma.

¿Estáis de servicio?

—¡Ay! ¡sí, señor! Y yo no sé qué hay esta noche en palacio:las damas andan de acá para allá. La camarera mayorestá insufrible, y la señora condesa de Lemos tan triste ypensativa... algo debe de haber sucedido grave á la señoracondesa.

—¿Pero quién os ha dado esta carta?

—La señora condesa de Lemos.

—La condesa de Lemos no es alta, ni blanca, ni... no, señor—murmuróMontiño.

—Ea, pues, quedad con Dios, señor Francisco—dijo ladueña—. No me hallo bien fuera de palacio; es ya tarde yestá la noche tan obscura...

—¿Os han dicho que llevéis contestación?

—No, señor.

—Pues id con Dios, doña Verónica, id con Dios. Voy ámandar que os acompañen.

—No, no por cierto: vengo de tapadillo; adiós.

—Dios os guarde.

La dueña se envolvió completamente en su manto, ysalió.

—Que me confundan si entiendo una palabra de esto—dijoMontiño—. ¿Si será verdad?... ¿si será la reina la quenecesite en palacio á mi sobrino?... ¡pero señor!...

¿cómo conocenya á mi sobrino en palacio?

Montiño tomó el partido de no devanarse más los sesos;para tomar este partido tomó también una resolución.

—Es preciso—dijo—que mi sobrino vaya á palacio conlas cartas de la reina.

Y saliendo del aposento en que se encontraba, atravesó larepostería y se entró en el otro aposento donde estaba susobrino.

CAPÍTULO VIII

DE CÓMO AL SEÑOR FRANCISCO LE PARECIÓ SU SOBRINOUN GIGANTE

Hacía ya tiempo que el joven había acabado de comer yhacía su digestión recostada la silla contra la pared, puestoslos pies en el último travesaño del mueble, y entregado á unpensamiento profundo.

Al sentir los pasos del cocinero mayor, dejó la actitud enque se encontraba para tomar otra más decente.

—¿Habéis comido bien, sobrino?—dijo el cocinero.

—Es la primera vez que he comido, tío—contestó eljoven.

—¿Os encontráis fuerte?

—Sí por cierto.

—¿De modo que embestiríais con cualquiera aventura?

Al oír la palabra aventura, Juan Montiño, que se había distraídopor un momento de su idea fija, volvió á ella.

—¿Conocéis á la reina, tío?—le preguntó.

—¡Pues podía no conocerla!—dijo con sorpresa el señorFrancisco.

—¿Es la reina alta?

—Sí.

—¿Es la reina gruesa?... es decir... ¿buena moza?

—Sí.

—Pues tío, yo quiero conocer á la reina.

—Yo creo que estás loco, sobrino... ¿qué preguntas sonesas y qué empeño?

—Empeño... no por cierto... pero me ha hablado tanto delo buena que es su majestad mi amigo don Francisco deQuevedo...

El cocinero mayor estaba alarmado.

—¿Conoces tú á la reina por ventura?—dijo.

—¡Yo! ¡no, señor! ni me importa conocerla; es muy naturalque el que viene por primera vez á Madrid, después de comery beber, pregunte si el rey es alto ó bajo, hermoso ófeo; lo mismo me ha acontecido á mí; sólo que en vez depreguntaros por el rey, os he preguntado por la reina. Nadamás natural.

—Pues es muy extraño; tú me preguntas por su majestad,y yo acabo de recibir esta carta de manos de una dueña depalacio.

Tomó la carta Juan Montiño, la leyó, se puso pálido y seechó á temblar.

—¿Y de quién creéis que pueda ser esta carta?

—Carta que viene por la condesa de Lemos, debe haberpasado por las manos de la camarera mayor, que debe dehaberla recibido de la reina.

—¡Aquí dice secreto de Estado!—dijo sin intención eljoven.

Pero en aquellas palabras el suspicaz Montiño vió unaintención marcada, más que una intención: una explicacióncompleta; su sobrino creció para él de una manera enorme,creyóse relegado al silencio, dominado, convertido en un serinferior á su sobrino.

—Y no, no creas—dijo—que yo pretendo saber tu secreto.No comprendo bien lo que sucede... pero... te llaman á palacio;la reina es demasiado imprudente...

—¡Tío!

—¡Después de lo de las cartas!

—Pero, tío, no os comprendo.

—Escucha, Juan, escucha—dijo Montiño, que estaba atortoladoy que había perdido el tino—: don Rodrigo Calderónestá aquí; luego saldrá por el postigo de la casa del duque;yo te llevaré á ese postigo; debes esperarle; lleva enel bolsillo de su ropilla las cartas que comprometen á lareina.

—¡Las cartas que comprometen á la reina!

—Sí—dijo sudando el cocinero mayor—, las cartas de lareina. Es necesario que antes de ir á palacio esperes ádon Rodrigo, que le acometas, que le mates si es preciso;pero esas cartas, Juan... y mira, hijo mío—añadió el cocineromayor asiendo las manos del joven, y mirándole desencajadoy pálido, porque cada vez se hacia para él un personajemás respetable su sobrino—: aprovecha tu buena, tuinesperada fortuna; no te pregunto cómo has podido llegarhasta donde has llegado en tan poco tiempo; eres ciertamentemuy hermoso, y las mujeres... pero sé prudente, muyprudente... no te ensorberbezcas, aprovecha las horas debuen sol, hijo; pero mira que las intrigas de palacio sonmuy peligrosas...

—Pero, tío...—replicó el joven, que no comprendía unasola palabra.

—Nada, nada; no hablemos más de esto; lo quiere ella...en buen hora.

Juan Montiño no se atrevió á aventurar ni una sola palabramás, por temor de cometer á ciegas una torpeza, y seencerró en una reserva absoluta, en una reserva de expectativa.

—No quiero que, andando en tales y tan altos negocios,no lleves más armas que la daga y la espada; el oro es unarma preciosa. Toma, hijo—y sacó una bolsa verde y lapuso con misterio en las manos del joven—. No es grandela cantidad, pero bien habrá diez doblones de á ocho. Túme devolverás esa cantidad cuando puedas. Ahora no hablemosmás, ni por la casa, ni por la calle. Voy á llevarte áesconderte frente al postigo del palacio del duque.

Y se volvió hacia la puerta.

Pero de repente se detuvo.

—¡Ah! se me olvidaba—dijo limpiándose con el pañueloel sudor que corría hilo á hilo por su frente—: por muy afortunadoque seas, n