El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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—¡Ah! ¡Dios mío! ¿si será? ¡pero no! ¡no puede ser! ¡si estabapreso! ¿Quién va?—

añadió con interés la condesa.

—¡Ah!—dijo el hombre—; yo soy, Diógenes trasegado, queanda en busca de un hombre y no le hallo.

—Y yo soy una dama andante, que busca á una mujer yno la encuentra.

Acercábanse entretanto los dos interlocutores.

—Pero hallo una mujer—dijo el de la linterna—, lo queno es poco, y me doy por bien hallado.

—Y yo—dijo la condesa con afecto—encuentro un hombre,y me doy por satisfecha.

—¡Ah! ¡doña Catalina!

—¡Ah! ¡don Francisco!

A este punto, don Francisco y doña Catalina estaban ámuy poca distancia el uno del otro, y se enviaban mutuamenteal rostro la luz de la bujía y de la linterna.

Era don Francisco un hombre como de treinta años, demenos que mediana estatura, y más desaliñadamente vestidoque lo que convenía á un caballero del hábito de Santiago,cuya cruz roja mostraba sobre el ferreruelo. Tenía la actitudvaliente del hombre que nada teme y se atreve á todo; mostrabalos cabellos un tanto más largos que como se llevabanen aquel tiempo; la frente alta, ancha, prominente, atrevida;la ceja negra y poblada, y al través del vidrio verdoso deunas anchas antiparras montadas en asta negra, dejaba verdos grandes ojos negros, de mirada fija, chispeante, burlonay

grave

á

un

tiempo,

inteligente,

altiva,

picaresca,

desvergonzada,escudriñadora: mirada que se reía, mirada quesuspiraba, mirada pandæmonium, si se nos permite estafrase, á cuyo contacto se encogía el alma de quien era miradopor ella, temorosa de ser adivinada ó de ser lastimada;aquellos dos ojos estaban divididos por una nariz aguileñade no escaso volumen, y bajo aquella nariz y un pobladobigote, y sobre una no menos poblada pera, sonreía unaboca en que parecía estereotipada una sonrisa burlona, perocon la burla de un sarcasmo doloroso.

Este hombre era don Francisco de Quevedo y Villegas,gran filósofo, gran teólogo, gran humanista, gran poeta, granpolítico, gran conspirador, caballero del hábito de Santiago,señor de la torre de Juan Abad, epigrama viviente, desvergüenzaambulante, gran bufón de su siglo, que acogía concarcajadas convulsivas las verdades que le arrojaba ála cara.

Era, en fin, ese grande ingenio, cuyas obras leemos condeleite, perdonándole su cinismo, su escepticismo, su desvergüenza;ese grande ingenio á quien amamos, por lo quenos entretiene y por lo que nos enseña; ese hombre, á quienacaso ennoblecemos, ó á quien no comprendemos tal vez; esacolosal figura, colocada la mitad en luz y la mitad en sombra.

—¿Vos por aquí, don Francisco?—dijo la condesa sindisimular su alegría, alegría semejante á la de quien de unamanera inesperada tiene un buen encuentro.

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—¡Ah, doña Catalina!—¡Ah, don

Francisco!

—San Marcos llora; allá le dejo entregado á su viudez, yá los canónigos escandalizados de que Lerma se haya atrevidoá tanto: allá se quedan llorando, porque ya no tienenquien les haga llorar... de risa, y yo me vengo aturdido á lacorte, porque ya no tengo al lado, en un consorcio infame,á quien me hacía reir de... rabia.

—¡Siempre tan desesperado!—dijo con acento conmovidola joven.

—¡Y siempre vos tan buena!—dijo Quevedo, á cuyos ojosasomó una lágrima-; ¡tan buena!... ¡tan hermosa y tan desgraciada!—perocambiando repentinamente de tono, dijo:—¿conqueel rey que os casó mal, os ha desmaridado bien?

—¡Cómo! ¿sabéis?...

—Sé que por meterse en oficios de dueña, y por el pecadode torpe, anda por esas tierras desterrado el conde deLemos, mi señor.

—¡Pero vos lo sabéis todo!¡acabáis de llegar!...

—Súpelo en San Marcos, y fué un día grande para mí; elúnico de grandeza que conozco al rey Felipe III; como quedesterraba de la corte á vuestro marido, y á mí me permitíavenir á enterrarme en ella, ó mejor dicho, á enojarme.

—¡A enojaros!

—Sí por cierto, á enojarme en vuestros ojos.

—¡Ah, don Francisco!, el amor debía tener un decálogo.

—¡Torpe soy!

—¿Vos torpe?

—¡Si no os entiendo!, á no ser que el decálogo del amorempezase de esta manera: el primero, amar á la condesa deLemos sobre todas las cosas.

—Bien decís que sois torpe; el decálogo del amor debíadecir: el segundo no galantear en vano.

—Porque sé que en vanísimo enamoro, digo que viniendoá la corte, me entierro.

Pero del mal el menos; viniendo vossola, no temo que nadie pise mi alma en su sepultura.

—Acabaréis por enfadarme, don Francisco—dijo conseriedad la condesa.

—¿Enfadaros, vos, cuando yo estoy alegre? ¿nublaroscuando yo amanezco?

—¿Es decir, que os alegráis de mi abandono?

—¡Alégrome de vuestra resurrección!

—Es que yo no me he muerto.

—Os enterraron en el matrimonio, poniéndoos por mortajaal conde de Lemos.

¿Cómo queréis que no me alegre,cuando os desamortajan y os desentierran? ¿Cómo queréisque no exclame?

Conde que te has condenado,

porque pecar no has sabido:

bien casado, mal marido,

¡guárdete Dios, desterrado!

—¡Sois terrible!—exclamó riendo la condesa.

—Perdonadme, pero de tal modo me han hecho vomitarversos en San Marcos, que aún me duran las ansias;donde piso, dejo sátiras; de donde escupo, saltan romances;donde llega mi aliento, se clavan letrillas. Pero prometo, áfe de Quevedo, no volver á hablaros sino en lisa prosacastellana.

—¿Sin jugar del vocablo?

—Lo otorgo.

—¿Ni del concepto?

—No me atrevo á jurarlo, porque me tenéis tan presa elalma y os teme tanto, que no sabe por dónde escaparse.

—Siempre que no me habléis de amor... ya sabéisdonde vivo.

—Me aprovecharé de vuestra buena oferta, y me contentarécon adoraros en éxtasis.

—Es que yo no quiero veros idólatra. Pero dejando estaconversación, que os lo aseguro, me disgusta, ¿á dóndeíbais por aquí?

—Iba en busca de un hombre que se me ha perdido, yvoy á buscarle á casa del duque de Lerma, vuestro padre,donde según dicen le habré hallado.

—¿Vais á casa de mi padre?

—No, por cierto, voy á buscar al cocinero de su majestad.

—¿Qué, se encuentra en casa de mi padre?

—Allí está prestado.

—¿Queréis hacerme un favor, don Francisco?

—¿No sabéis que podéis mandarme?

—Pues bien: os mando que llevéis esta carta á donde esesobrescrito dice.

—«Al duque de Lerma, en propia mano»—dijo Quevedo.

Y se quedó profundamente pensativo.

—¡Sé que sois enemigo de mi padre, que os pido un gransacrificio! Pero...

—¿Me lo pagaréis?...

—Os lo... agradeceré en el alma.

—¡Iré!—dijo Quevedo, levantando la cabeza con resolución.

—¿Y no queréis saber el contenido de esta carta?

—Me importa poco.

—Podrá suceder...

—Me importa menos.

—Adiós—dijo precipitadamente la condesa.

—¿Por qué?...

—Suenan pasos, y se ven luces—dijo la de Lemos—. Sinos encontraran aquí juntos...

Quevedo apagó la luz de la condesa de un soplo, y luegosopló su linterna.

—¿Qué hacéis?—dijo la condesa, que se sintió asida porla cintura y levantada en alto.

—Desvanecerme con vos á fin de que no nos vean.

—Soltad, ó grito.

—Pueden conoceros por la voz.

—¡Traen luces y nos verán!

—Allí hay unas escaleras.

Y luego se oyó el ruido de las pisadas de Quevedo haciaun costado de la galería.

Luego no se oyó nada, sino los pasos de algunos soldadosque iban á hacer el relevo de los centinelas.

Uno de ellos llevaba una linterna.

—¿Qué es esto?—dijo el sargento tropezando en un objeto—uncandelero de plata con una bujía.

—Y una linterna de hierro.

—Las acaban de apagar.

—Cuando entramos había aquí una dama y un caballero.

—Dejad eso donde lo hemos encontrado y adelante. Enpalacio y en la inquisición, chitón.

Siguieron adelante los soldados, atravesando lentamentela galería.

Poco después se oyeron de nuevo las pisadas de Quevedo.

—Buscad mi candelero—dijo con la voz conmovida la deLemos.

—Y mi linterna—contestó con un acento singular Quevedo.

—Ved que ésta es mi mano—dijo la condesa.

—No creía que estuviéseis tan cerca de mí.

—¡Ah! ya he dado con él.

—Ya he dado con ella.

—¡Adiós, don Francisco! mañana me encontraréis todo eldía en mi casa.

—¡Adiós, doña Catalina! mañana iré á veros... si no meencierran.

—¡Adiós!

—¡Adiós!

—¡Oh, Dios mío!—murmuró la condesa alejándose entrelas tinieblas—, creo que no me pesa de haberle encontrado.¿Amaré yo á Quevedo?

Entre tanto, Quevedo, adelantando en dirección opuesta,murmuraba:

—Capítulo VI. De cómo no hay virtud estando obscuro.

Poco después extinguióse de una parte el crujir de la faldade la condesa, y de la otra el ruido de las lentas pisadasde Quevedo.

CAPÍTULO IV

ENREDO SOBRE MARAÑA

Quevedo salió del alcázar, se puso en demanda de la casadel duque de Lerma y se entró desenfadadamente en un destartaladozaguán, cuya puerta estaba abierta de par en par.

Aquel zaguán, hijo genuino del siglo XVI, á pesar de suirregularidad, de su pavimento terrizo y de sus paredes rudamentepintadas de rojo y blanco imitando fábrica, no dejabade ser suntuoso y característico, como representante dela época de transición llamada del Renacimiento.

Un techo de pino acasetonado, con altos relieves en susvanos, sostenido sobre un ancho friso de la escuela de Berruguete,así como una escalera de mármol con rica balaustradadel género gótico florido, parecían demandar otras paredesy otro pavimento, menos pobres, menos rudos; unenorme farol colgado del centro del techo, otro farol más pequeñopendiente de un pescante de hierro y que compartíasu luz entre un nicho en que había un Ecce-homo de madera,de no mala ejecución, y un enorme escudo de armas talladoy pintado en madera; seis hachas de cera, sujetas áambos lados en la balaustrada de la escalera, y otro farolpendiente del centro del techo de la escalera al fondo, eranlas luces que iluminaban el zaguán, y dejaban ver las gentesque en él había.

Eran éstas dos lacayos aristocráticamente vestidos conuna especie de dalmática ó balandrán negro, con bandasdiagonales amarillas, color y emblema de la casa Sandoval;un hombre vestido de camino, rebozado en una capilla parda,que estaba sentado en un largo poyo de piedra que corríaá lo largo de la pared en que se notaban la imagen y elescudo de armas, y una especie de matón que echado deespaldas contra una de las pilastras de la puerta, dejaba verbajo el ala de su sombrero gacho, un semblante nada simpático,y nada á propósito para inspirar confianza.

Los dos lacayos ó porteros se paseaban á la ancho delzaguán, apareados, hablando de una manera tendida, y riendocon una insolencia lacayuna; el joven embozado delpoyo, miraba de una manera hosca á los porteros, y el matónde la puerta fijaba de tiempo en tiempo una mirada vigilanteen el de la capilla parda, locutario del poyo.

Al entrar en el zaguán, Quevedo, que cuando iba á ciertoslugares, especialmente para entrar en ellos no desatendíaninguna circunstancia, y todo lo abrazaba de una miradarápida, oculta, hasta cierto punto, por el verdoso vidriode sus antiparras, se detuvo de repente junto al hombreque estaba en la puerta, le dió frente y le dijo encarándosele:

—¿Cómo tu aquí?

Afirmóse sobre sus plantas aquel hombre, y clavó susojos en Quevedo.

—¡Ah! ¡es vuesa merced!

—Yo te daba ahorcado.

—Y yo á vuesa merced desterrado.

—Pues encuéntrome en mi tierra.

—Y yo sobre mis canillas.

—¡Gran milagro!

—Sirvo á buen amo.

—¿A su excelencia?...

—Decís bien: porque sirvo á don Rodrigo Calderón...

—¡Criado del duque de Lerma!¿conque eres?...

—Medio lacayo...

—Medio requiem...

—Decís bien.

—¿Quién agoniza por aquí?

Lanzó el matón una rápida mirada de soslayo al hombreque estaba en el poyo.

—¡Ah!—dijo Quevedo siguiendo también de soslayo aquellamirada—. ¿Y quién es él?

—¡Bah, don Francisco! por mucho que yo os deba, tambiéndebo mucho á don Rodrigo y...

Sonó Quevedo algunas monedas en el bolsillo, y el matóncambió de tono.

—¿Pero qué importa á vuesa merced?... ¿no ha perdidovuesa merced la afición á saberlo todo?

—Ven acá, Francisco; ven acá, á lo obscuro, hijo, que enninguna parte se dice mejor un secreto que donde no hayluz, ni nunca toma mejor dinero quien, como tú, gastas

vergüenza,que

á

obscuras.

Ven

acá,

te

digo,

y

si

quieres

embuchar,desembucha.

Siguió aquel hombre á Quevedo un tanto fuera de la puerta,y cuando de nadie pudieron ser vistos ni oídos, dijoQuevedo:

—El hidalgo que se esconde entre sombrero y embozo, esmucha cosa mía.

—¡Ah!¿es cosa vuestra... ese mancebo?... ¿pero cómo leha conocido vuesa merced, si ni aun no se le ven los ojos?

—Ver claro cuando está obscuro, y desembozar tapados,son dos cosas necesarias á todo buen hidalgo cortesano; ymás en estos tiempos en que es tan fácil á medio rodeo darcon la torre de Segovia; ¡hermano Juara, vomita!

—No me atrevo: don Rodrigo...

—Ni acuña mejor oro que el que yo gasto, ni usa mejorhierro que el que yo llevo.

—¡Pero don Francisco!

—O al son de mi bolsa cantas, ó si te empeñas en callar,hablan de ti mañana en la villa. Conque hijo, ¿qué quieredon Rodrigo con mi pariente?

—¿Vuestro pariente es ese mozo?

—Archinieto de una archiabuela mía, que era tan noblepersona que más arriba que el suyo no hay linaje que se conozca.

—¿Me promete vuesa merced guardarme el secreto, donFrancisco?

—Por mi hábito te prometo que nadie ha de saber el malconocimiento que tengo contigo. Desembucha, que ya estarde y hace frío, y no es justo que me hagas ayudarte tantoá ganar un doblón de á cuatro; y el tal doblón es de los buenosdel emperador, que anduvieron escondidos por no tratarcon herejes.

Y Quevedo sonó otra vez su bolsillo.

—El cuento es muy corto. Figuráos que yo, por orden dedon Rodrigo, estoy desde el obscurecer acechando á los quesalen del alcázar por la puerta de las Meninas.

—Palaciega historia tenemos.

—Figuráos que poco después baja una dama por las escalerillasde las Meninas, y se mete en una litera.

—¿Dama y tapada?

—Sí, señor.

¿Estás seguro que no era dueña?

—Andaba erguida y transcendía á hermosa.

—Buen olor tiene tu cuento. ¿Y quién era ella?

—No lo sé; don Rodrigo me había dicho solamente: si salede palacio una dama ancha de hombros, alta de pecho, gentily garrida, manto á los ojos, y halda hasta el suelo, sigueá esa dama.

—He aquí unas señas capaces de volver el seso á OrlandoFurioso. ¿Seguiste á la dama?

—Iba á hacerlo cuando llegó don Rodrigo.—¿Ha salido?me preguntó.—Sí, señor.—¿En litera?—Sí, señor.—¿Por dóndeva?—Por aquella calleja se ha metido.—

Don Rodrigotira adelante y yo detrás de él; henos aquí metidos en unaaventura.

Llovía...

—Aventura completa.

—Estaba obscuro.

—Mejor aventura.

—Paró la litera, y salió la dama.

—¿Entróse dónde?

—Siguió adelante.

—¡Con lluvia y de noche, tapada y sola! Sigue, hijo, sigue.Cantas que encanta.

—Pero de repente, al volver una esquina, hétenos á la tapadaasida de un embozado.

—¿Lluvia y tinieblas? ¿tapada y embozado?... busconaadobada y pollo que miente gallo.

—Más alto debe picar, porque don Rodrigo me dijo: Juara,lance tenemos; estocadas barrunto. Espada de gavilanestraigo y daga de ganchos. No se trata de que me ayudes...¡para un hombre otro hombre!

—¡Aventura con milagro!

—¿Qué milagro hay hasta ahora?

—Que don Rodrigo Calderón no vea más que un hombre,cuando tiene delante un enemigo.

—Don Rodrigo es valiente...

—Pero más valido. Y en cuanto á valor no niego que esmucho el valimiento del tal, como que de todo se vale paravalerse: ¡válame Dios con tu cuento! Pero cuenta, hijo, y tenpresente de no mentir. ¿Qué hubo al cabo?

—Hubo que don Rodrigo me dijo—: No conozco á quienla acompaña; persona debe ser cuando tan tirado platican ytan despacio caminan. Podrá suceder que cuando llegueel caso ese hombre me venza. Anda y busca una ronda,Juara.

—¿Y hubo lance?

—Lance hubo.

—¿Hubo sangre?

—Hubo un desarme...

—¿Quién mandó?

—El embozado del portal.

—¡Ah! Pues no sabía yo que tenía tan buen pariente.

—Llegué con la ronda, pero tarde: seguí á ese embozadode orden de don Rodrigo, metióse aquí, pretendió pasar delas escaleras, sin conseguirlo, y hace una hora que él estáallí sentado, y que yo le estoy dando centinela.

—Por el cuento—dijo Quevedo, sacando una moneda delbolsillo—; porque pierdas la memoria—y sacó del bolsillootra moneda.

—¿La memoria de qué?—dijo Juara.

—De que me has visto en tu vida.

Y sin decir más, rebozóse y se entró gentilmente por elzaguán.

Al pasar junto al de la capa parda, se detuvo y le mirófijamente.

—Mucho os tapáis—le dijo.

—Hace frío—contestó el otro con mal talante.

—Quien por damas se enzaguana—dijo don Francisco—,ó es tonto ó merece serlo.

—Yo os conozco, ¡vive Dios!—dijo el de la capilla poniéndosede pie y dejando caer el embozo.

—¡Mi buen Juan!—exclamó con alegría Quevedo.

—¡Mi buen Quevedo!—exclamó con no menos alegríaJuan Montiño, que él era.

-Diez años me dais de vida; ¡apretad! ¡apretad recio!

—¡Que me place! ¡siempre el mismo!

—No tal; contempladme espectro.

—¡Vos espectro!

—Quedé pobre.

—¡Pobre vos!

—Y... vedme muerto, que entre un tuvo y un no tiene, hayun mundo de por medio.

En prisiones me han tenido, y hoyá la corte me vuelvo á ser pelota de tontos y pasadizo deenredos.

—Pues en lo de hacer hablar con vos en verso al mástopo cuando queréis, sois el mismísimo Quevedo de hacetres años; cinco minutos lo menos hemos estado hablandoen romance.

—¡Ah! sí, tenéis razón; sudo para hablar en prosa, ni másni menos que le acontece á Montalván cuando quiere hablaren verso, ó como al duque de Lerma cuando no encuentracosa á qué echar el guante.

—¡Por la Virgen! ¡ved que estamos en casa del duque, yque nos escuchan sus criados!

—¡Pues mejor!

—¿Mejor? no entiendo.

—Entendedme; las verdades, cuando las lleva un correo,llegan verdades sopladas, y ganan ciento por ciento. Perovolviendo á nosotros, ¡mal hayan, amén, los versos! se meescapan como el flato. ¡Juro á Dios!...

—¡Guardad, Quevedo!

—Decís bien; no está en mi mano; es ya enfermedad deperro; comezón, archimanía. ¿Qué buscáis aquí?

—Pretendo...

—¿Lo véis? vos tenéis la culpa.

—¿Yo la culpa?

—Sí por cierto; me buscáis el asonante.

—¡Sois terrible!

—Soy... Quevedo. ¿Habéis acompañado á una dama?

—Sí; ¿quién os lo ha dicho?

—Los enredos son mi sombra; en viniendo yo á la corte,se vienen á mi los tales á bandadas, y lo que es peor, enrédanme,me sofocan, me traen de acá para allá, me sudan yme trasudan, y ni con reliquias de santo que lleve encima,dejan de acometerme. Pero volviendo á vuestra aventura,«Erase una tapada...

—Tapada era.

—...alta y garrida...

—¡Sí!

—...ancha de hombros, alta de seno, manto á los ojos, yhalda hasta el suelo.»

—¿Conocéisla?

—No, ¿y vos?

—Tampoco.

—¿Pero no habéis reñido por ella?

—Sí.

—¿No habéis vencido?

—Sí.

—¿Y dónde la habéis dejado?

—Se fué sola.

—¿Y no venís aquí por ella?

—¡Ah! ¡no!

—¿Y no habéis vislumbrado quién ella sea?

—La tengo por principal.

—Dios os libre de un portento embozado, de un luceroentre nubes, de una mano entre rendijas, de un envido debuscona, y sobre todo, de un quiero. Desconfiad de carta dedueña como de pastel de hostería, y sobre todo, recibidmepor maestro.

¿Dónde vivís?

—No lo sé aún; ¿y vos?

—Yo... vivo aquí.

—¿Acabáis de llegar?

—Ya os lo dije; torno á esta tierra, de un destierro.

—Y yo acabo de llegar de Navalcarnero. Fuí á buscar ámi tío á palacio; llovieron sobre mí aventuras y desventuras,porque esos porteros, á quienes Dios confunda, no han queridoavisar de mi llegada á mi tío.

—¿Y quién es ese vuestro tío?

—El cocinero de su majestad.

—¡Francisco Martínez Montiño! pues me alegro, ¡hombresois!

—¡Cómo!

—¡Ahí es nada! ¡con tío en palacio, cocinero de su majestady enredador, avaro y celoso! ¡cuando os digo que habéishecho suerte! ya veréis; ahora, si os importa ver vuestro tío,seguid á mi lado, ni más ni menos que si no os hubiesennegado la entrada; alta la cabeza, fruncido el ceño, y por nodar, que el dar daña, no les deis ni las buenas noches.

Y Quevedo tiró hacia las escaleras, desde en medio delportal donde había estado hablando con Juan Montiño.

Al ver acercarse á un caballero del hábito de Santiago, áquien habían oído hablar mal de su señor, porque Quevedohabía levantado la voz para llamar ladrón al duque, losporteros le tuvieron, sin duda, por tan amigo de Lerma, quele dejaron franco el paso inclinándose, y sin duda tambiénporque el caballero de Santiago se mostraba amigo del dela capilla parda, no se les ocurrió ni una palabra que decirle.

Entre tanto murmuraba Quevedo, subiendo lentamente lasescaleras:

—Para entrar en todas partes, sirve una cruz sobre el pecho;mas para salir de algunas, sólo sirve cruz de acero.

—¿Qué decís?—le preguntó Juan Montiño.

—Digo que al entrar aquí, no somos hombres.

—¿Pues qué somos?

—Ratones.

—¿Supongo que mi tío no será el gato?

—No, porque vuestro tío es comadreja.

—¿Dónde vais, caballero?—dijo á Quevedo un criado deescalera arriba.

Quevedo no contestó, y siguió andando.

—¿No oís? ¿dónde vais?—repitió el sirviente.

—¿No lo veis? voy adelante—contestó sin volver siquierala cabeza Quevedo.

—Perdonad—dijo el lacayo, que alcanzó á ver en aquelmomento la cruz de Santiago en el ferreruelo de don Francisco.

Entraron en una magnífica antecámara estrellada de lucesy llena de lacayos.

El lujo de aquella antecámara en la casa de un ministro,era escandaloso: alfombras, cuadros de Tiziano, de Rafael,de Pantoja, del Giotto; tapicerías flamencas; lámparas admirables;puertas de las maderas más preciosas, incrustadasde metales; estatuas antiguas; un tesoro, en fin, invertido enobjetos artísticos.

Una antecámara alhajada de tal modo, era un deslumbranteprólogo que hacía presentir verdaderas maravillas en lashabitaciones principales.

—¡He aquí, he aquí el sumidero de España!—murmuró entresu embozo Quevedo—

; ¡ah don ladrón ministro! ¡ah sanguijuelarabiosa! ¡Tántalo de oro! ¡chupador eterno!

¡paraqué se han hecho los dogales!

Y adelantó.

—Oíd—dijo Quevedo á uno que atravesaba la antecámara,llevando una fuente vacía.

—¿Qué me mandáis, señor?—contestó deteniéndose ellacayo.

—Llevad á este hidalgo á donde está su tío.

—Perdonad, señor; pero ¿quién es el tío de este hidalgo?

—El cocinero del rey.

—Seguidme—dijo el joven á Quevedo, estrechándolela mano.

—Nos veremos—contestó Quevedo.

—¿Dónde?

—Adiós.

—¿Pero dónde?

—Nos veremos.

Y volviendo la espalda al sobrino de su tío, se embozó ensu ferreruelo, y se fué derecho á un maestresala que cruzabapor la antecámara.

Al ver el maestresala que se le venía encima una figuranegra y embozada, donde todos estaban descubiertos, dió unpaso atrás.

—No soy dueña—dijo Quevedo.

—¿Qué queréis?—dijo el maestresala con acento destemplado.

—Decid á su excelencia, vuestro amo, que soy la duquesade Gandía.

Dió otro paso atrás el maestresala.

—Mirad—dijo Quevedo ganando aquel paso.

Y mostró al maestresala el sobrescrito de la carta que lehabía dado la de Lemos.