El Abate Constantín by Ludovic Halévy - HTML preview

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Hevenido por no partir sin despedirme; pero bailar es imposible.

Madama Norton comenzaba el preludio del vals.

—¡Y bien!—dijo Pablo, llegando alegremente,—¿es con él o conmigo,señorita?

—Con vos—respondió tristemente ella, sin separar los ojos de Juan.

Estaba muy turbada, y contestó eso sin saber lo que decía. Mas enseguida sintió haber aceptado. Habría deseado quedarse al lado de él...pero era demasiado tarde. Pablo le tomó la mano y la arrastró.

Juan se levantó, y los siguió con la vista a los dos, Bettina y Pablo.Una nube le pasó ante los ojos. Sufría atrozmente.

—No me queda más recurso que aprovechar este momento y partir—

sedijo.—Mañana escribiré algunas líneas a madama Scott disculpándome.

Dirigiose a la puerta, sin mirar a Bettina... Si la hubiera mirado, sehabría quedado.

Pero Bettina lo miraba, y de repente díjole a Pablo:

—Os agradezco mucho, señor, mas estoy fatigada... Detengámonos, osruego... ¿Me perdonáis, no es verdad?

Pablo le ofreció el brazo.

—No, gracias—dijo ella.

La puerta acababa de cerrarse. Juan no estaba ya allí. Bettina atravesóel salón corriendo, y Pablo se quedó solo, sin comprender lo que lepasaba.

Juan llegaba al pórtico, cuando oyó que lo llamaban.

—¡Señor Juan! ¡señor Juan!

Detúvose y se volvió; ella estaba a su lado.

—¿Os vais... sin decirme adiós?

—Dispensad, señorita, estoy muy fatigado.

—Entonces, no os vayáis así, a pie. Va a llover.

Y extendió la mano hacia fuera.

—¡Mirad! ya llueve.

—¡Oh! apenas.

—Venid a tomar una taza de té conmigo sola en el saloncito, y os haréllevar en carruaje.

Y volviéndose a uno de los criados:

—Decid que pongan el cupé, en seguida.

—No, señorita, no, os ruego. El aire libre me calmará... tengonecesidad de caminar... dejadme partir.

—¡Partid, pues!... Pero no tenéis abrigo... Tomad este chal paracubrios.

—No tengo frío... mientras que vos... con ese traje... parto paraobligaros a entrar.

Sin tenderle siquiera la mano, se escapó, bajando rápidamente las gradasdel pórtico.

«Si toco su mano, pensaba, estoy perdido, descubro mi secreto.»

¡Su secreto! El no sabía que Bettina leía en su corazón como en un libroabierto.

Cuando llegó a la puerta, tuvo un breve momento de hesitación. Teníaesta frase en los labios:

«¡Os amo! ¡os adoro! ¡Y por eso no quiero volver a veros!»

Mas no la pronunció, alejose, perdiéndose pronto en la obscuridad...Bettina permaneció en el pórtico, en el cuadro luminoso de la puerta.Gruesas gotas de lluvia impelidas por el viento azotaban sus espaldasdesnudas y la hacían temblar; ella no lo notaba; sentía claramente latirsu corazón.

—Bien sabía que él me amaba—se dijo;—pero ahora estoy segura de queyo también lo amo... ¡oh! sí... yo también...

De pronto, en uno de los grandes espejos de la puerta, vio reflejarse alos dos criados que estaban de pie inmóviles, junto a la mesa de encinadel vestíbulo.

Bettina dio algunos pasos en dirección al salón... Oyóalegres risas, y el vals que continuaba. Detiénese. Quiere estar sola,completamente sola, y dirigiéndose a uno de los criados:

—Id a decir a la señora que yo estaba fatigada, y he subido a micuarto.

Annie, su camarera, dormitaba en un sillón. Despidiola, pues ella mismaquería desvestirse. Dejose caer en un diván experimentando un deliciosocansancio.

La puerta del cuarto se abre; es madama Scott.

—¿Estáis enferma, Bettina?

—¡Ah! Zuzie, ¡sois vos, mi Zuzie! ¡Qué bien habéis hecho en venir!Sentaos aquí, junto a mí, muy cerca de mí.

Y se recostó como un niño en los brazos de su hermana, acariciando consu cabeza ardiente los frescos hombros de Zuzie; después, de repente, seechó a llorar, con grandes sollozos que la sofocaban.

—Bettina, mi querida Bettina, ¿qué tenéis?

—Nada, nada... son los nervios... es la alegría.

—¿La alegría?

—Sí, sí... esperad, pero dejadme llorar un poco... ¡Me hace tantobien!... no tengáis cuidado... no es nada.

Bajo los besos de su hermana, Bettina se calma, se tranquiliza.

—Ya se acabó, se acabó, y voy a deciros... tengo que hablaros de Juan.

—¡Juan! ¿lo llamáis Juan?

—Sí, lo llamo Juan... ¿No habéis notado, de algún tiempo a esta parte,que estaba triste y parecía ser muy desgraciado?

—Sí, en efecto.

—Apenas llegaba... iba a instalarse a vuestro lado, y permanecía allí,pensativo

y

silencioso;

tanto,

que

durante

varios

días

me

pregunté,perdonadme que os hable con esta franqueza, sabéis que es mi costumbre,si no os amaría a vos, mi Zuzie. ¡Sois tan linda, tan buena, que habríasido lo más natural! ¡Pero no, no era a vos, sino a mí!

—¿A vos?

—Sí, a mí. Escuchadme bien... Apenas se atrevía a mirarme. Me evitaba,me huía... Me tenía miedo. Evidentemente me tenía miedo. ¡Pues bien!¿decidme, con franqueza, si soy como para inspirar miedo? No, ¿no esverdad?

—Seguramente, no.

—¡Ah! pero no me tenía miedo a mí, sino a mi dinero ¡a mi horribledinero!

Ese dinero que los atrae a todos con una tentación tan fuerte;ese dinero lo aterra a él, y lo desespera... porque no es como losdemás, porque...

—Cuidado, querida, si os engañarais...

—¡Oh! no, no, yo, no me engaño. No hace mucho, en la puerta, al partir,me dijo algunas palabras... Las palabras no decían nada; pero sihubierais visto su turbación, ¡a pesar de todos sus esfuerzos porcontenerse!... Zuzie, mi Zuzie, por el cariño que os tengo, y Dios sabecuán grande es, voy a revelaros mi convicción, mi convicción absoluta:si en vez de ser miss Percival, hubiera sido yo una pobre joven sinningún dinero, Juan me habría tomado la mano, en ese momento,diciéndome que me amaba, y si así me hubiese hablado ¿sabéis lo que lehabría respondido?

—Que vos también le amabais.

—Sí, y por eso soy tan feliz. Era una idea fija en mí, adorar al hombreque fuera mi marido... Pues bien, no digo que adoro a Juan, no, todavíano... pero, en fin, ya principio, Zuzie... ¡y el principio es tan grato!

—Bettina, me inquieta veros en esa exaltación. Convengo en que M.Reynaud tenga mucho afecto por vos...

—¡Oh! más que eso, mucho más.

—Mucho amor, si queréis. Sí, tenéis razón, habéis visto bien... El osama... y sois digna de todo el amor que sientan por vos, mi querida. Encuanto a Juan, decididamente esto es contagioso, yo también le llamoJuan, bueno, sabéis la opinión que de él tengo formada; desde un mes aesta parte hemos tenido muchas veces ocasión de decírnosla... Piensomuy bien de él, muy bien... Pero, en fin, a pesar de todo, ¿será éste elmarido que os conviene?

—Sí, si lo amo.

—Procuro hablaros razonablemente, y vos me contestáis siempre...Bettina, tengo mucha más experiencia que vos... Escuchadme bien... Desdeque llegamos a París nos hemos visto lanzadas en un mundo muy animado,muy brillante, aristocrático... Podríais ser ya, si hubierais querido,Marquesa o Princesa...

—Sí, pero no he querido.

—¿Os sería completamente indiferente llamaros madama Reynaud?

—Absolutamente, si lo amo...

—¡Ah! insistís...

—Porque es la verdadera cuestión. No hay otra... y a mi vez quiero serrazonable. Os concedo que esta cuestión no esté completamente resuelta,y que quizá he procedido con demasiada ligereza. Ya veis cómo soyrazonable.

Juan parte mañana, y no volveré a verlo hasta dentro deveinte días, durante los cuales tendré tiempo de interrogarme,consultarme, y saber lo que pasa en mí.

Bajo mi aire ligero, soy seria yreflexiva... ¿No es así?

—Sí, lo reconozco.

—Pues bien, voy a dirigiros una súplica, como lo haría con nuestramadre si estuviera aquí presente. Si dentro de veinte días os digo:«¡Zuzie, estoy segura de amarlo!» me permitiréis que vaya hacia él, yomisma, yo sola, a preguntarle si me quiere por esposa. Es lo quehicisteis vos con Richard... Decid, Zuzie,

¿me lo permitiréis?

—Sí, os lo permitiré.

Bettina besó a su hermana, murmurándole al oído:

—¡Gracias, mamá!

—¡Mamá, mamá! Así me llamabais cuando erais muy niña, cuando estábamossolas en el mundo las dos, cuando os desnudaba de noche en New-York ennuestro pobre cuartito, y os tenía en mis brazos antes de poneros en lacuna, cantando para haceros dormir. Y desde entonces, Bettina, no hedeseado más que una sola cosa en el mundo: vuestra felicidad. Por eso ospido que reflexionéis bien. No me respondáis; no hablemos más de eso.Quiero dejaros muy tranquila, bien calmada. ¿Despachasteis a Annie?...¿Queréis que esta noche también os desnude y os acueste vuestra mamá,como antes?

—Sí, quiero.

—¿Y cuando estéis acostada, me prometeréis ser buena?

—Buena, como una santa.

—¿Y haréis todo lo posible por dormiros?

—Todo lo que pueda...

—¿Con mucho juicio, sin pensar en nada?

—Con juicio y sin pensar en nada.

—¡Sea enhorabuena!

Diez minutos después, la cabeza de Bettina reposaba suavemente entrebordados y encajes, mientras Zuzie decía a su hermana:

—Voy donde está toda esa gente que me fastidia en extremo esta noche.

Yantes de pasar a mi cuarto, vendré a ver si dormís. Silencio... dormíos.

Y salió dejando sola a Bettina; que, según lo prometido, hizo los mássinceros esfuerzos para dormirse, no consiguiéndolo sino a medias. Cayóen un semisueño, en una modorra que la dejó flotante entre el sueño y larealidad.

Prometió no pensar en nada, y, sin embargo, pensaba en él,nada más que en él, siempre en él; pero vaga y confusamente. Cuántotiempo pasó así, no habría sabido decirlo. De pronto, sintió pasos en elcuarto; entreabrió los ojos y creyó reconocer a su hermana, y con vozsomnolienta le dijo:

—¿Sabéis?... lo amo.

—Chit... ¡Dormid, dormid!

—Duermo, duermo.

Y se durmió en realidad; mas no tan profundamente como de costumbre,pues a las cuatro de la mañana despertose sobresaltada por un ruido, quela víspera no habría turbado absolutamente su sueño. La lluvia, que caíaa torrentes, azotaba las ventanas del cuarto de Bettina.

—¡Oh! ¡cómo llueve, cómo se va a mojar!

Fue su primer pensamiento. Levántase, atraviesa su cuarto con los piesdesnudos y entreabre un postigo. Empieza a despuntar el día, con una luzgris, opaca, pesada; el cielo está cargado de agua; el viento soplatempestuoso, por ráfagas que hace girar la lluvia en torbellinos.

Bettina no se acuesta ya. Comprende que le sería del todo imposiblevolverse a dormir. Pónese un peinador y permanece junto a la ventana,viendo caer la lluvia. Ya que debía partir, habría deseado que se fueracon buen tiempo, y que un claro sol iluminara su primera etapa.

Hace un mes, cuando llegó a Longueval, Bettina no sabía lo que era unaetapa. Hoy sabe que una etapa de artillería es una marcha de treinta acuarenta kilómetros, con una hora de alto para almorzar. El abateConstantín se lo ha enseñado; pues durante las visitas que hacen juntosa los pobres, Bettina lo abruma a preguntas sobre las cosas militares yespecialmente sobre el servicio de artillería.

¡Ocho o diez leguas bajo esta lluvia azotadora! ¡Pobre Juan! Bettinapiensa en los jóvenes Turner, Norton, en Pablo de Lavardens, quedormirán tranquilamente hasta las diez de la mañana, mientras Juanrecibirá este diluvio.

¡Pablo de Lavardens! este nombre despierta en su espíritu un recuerdodoloroso: el vals de la víspera... ¡Haber bailado así, cuando la pena deJuan era manifiesta! A los ojos de Bettina, la vuelta de vals que dio,toma las proporciones de un crimen; es horrible lo que ha hecho.

Y después no tuvo valor ni franqueza en la última conversación con Juan.El no podía, no se atrevía a decir nada, pero ella debió demostrar máscariño, más confianza. Triste y enfermo como estaba, no debió nuncadejarlo partir a pie.

Debió haberlo retenido, retenido a toda costa. Laimaginación de Bettina trabaja y se exalta. Juan llevaría la impresiónde haber estado con una mala criatura sin corazón y sin piedad...

Y dentro de media hora partirá, partirá por veinte días... ¡Ah! sipudiera de algún modo!... Pero existe un medio... El regimientodesfilará por delante del parque, frente al terrado. Y Bettina es presade un vehemente deseo de ir a ver pasar a Juan. Así comprenderá él,viéndola a esas horas, que viene a pedirle perdón de sus crueldades dela víspera. Sí, irá... Pero prometió a Zuzie ser juiciosa, estarsequieta como una santa, y ¿hacer lo que hace, es portarse como una santa?Al volver confesará a Zuzie todo, y ella le perdonará.

¡Irá, irá! Mas ¿con qué se vestirá? No tiene a mano sino un traje debaile y un peinador de muselina, babuchas con tacón y zapatos de bailede raso celeste.

¿Qué hacer? Despertar a su camarera, nunca seatrevería... y además el tiempo urge... ¡las cinco menos cuarto! Elregimiento sale a las cinco.

Puede salir del paso con el peinador de muselina y los zapatos de raso,si encuentra en el vestíbulo un sombrero, sus zuecos de jardín y el granchal escocés que se pone los días de lluvia para manejar. Entreabre supuerta con infinitas precauciones; todos duermen en el castillo;deslízase a lo largo de las paredes, a través de los corredores, y bajala escalera.

¡Con tal que los zuecos estén en su lugar! Es su mayor preocupación.

Ahíestán. Los ata por sobre los zapatos de baile y se envuelve en su granchal.

Siente afuera redoblar la violencia de la lluvia. Ve un enormeparaguas, del que se sirven los criados cuando van en el pescante;apodérase de él: ya está pronta... mas cuando quiere salir nota que lapuerta del vestíbulo se halla cerrada por una gran barra de hierro.Procura levantarla, pero la barra está fuerte, resiste, y el gran relojdel vestíbulo deja oír en aquel momento cinco golpes. ¡El sale en eseinstante!

¡Y ella quiere verlo, quiere verlo! Su voluntad se irrita con losobstáculos; hace un gran esfuerzo. La barra cede y se desliza por lapuerta... Pero Bettina se ha hecho en la mano un largo tajo que deja verun pequeño hilo de sangre.

Envuélvese la mano en el pañuelo, toma elgran paraguas, da vuelta la llave en la cerradura, y abre la puerta. ¡Alfin está afuera!

El tiempo es horrible. El viento y la lluvia continúan. Necesítansecinco o seis minutos para llegar al terrado que da a la calle. Bettinase lanza valientemente adelante, con la cabeza baja, oculta debajo desu inmenso paraguas. Habría andado unos cincuenta pasos, cuando unremolino ciego, loco, furioso, se arroja sobre Bettina, le abre el chal,la arrastra, la levanta, casi la hace perder pie, y da vuelta conviolencia el paraguas. Esto no es nada todavía. El desastre fuecompleto. Bettina ha perdido uno de sus zuecos... No eran muy seriosestos zuecos, eran muy bonitos para el buen tiempo.

Y en ese momento, cuando Bettina desesperada, lucha contra la tempestad,con su zapato de raso celeste que se entierra en la arena mojada, en esemomento el viento le trae el eco lejano de un toque de trompetas. ¡Es elregimiento que sale! Bettina toma una gran resolución: abandona elparaguas, levanta el zueco, vuelve a atárselo mal o bien, y partecorriendo con un diluvio en la cabeza.

Por fin se encuentra bajo el bosque, donde los árboles la protejen unpoco.

Otro toque más; más cercano esta vez, Bettina cree oír los pasosde los caballos.

Hace un último esfuerzo y llega al terrado... ¡Ya eratiempo! A veinte metros de distancia divisa los caballos blancos de loscornetas, y más lejos ve ondular vagamente en medio de la neblina, unalarga fila de cañones. Pónese al abrigo bajo los tilos que rodean elterrado, y mira y espera. El viene ahí entre esa masa confusa decaballeros. ¿Podrá reconocerlo? Alguna feliz casualidad le hará volverla cabeza hacia ese lado.

Bettina sabe que es teniente de la segunda batería de su regimiento;sabe que una batería se compone de seis cañones y seis cajas. El abateConstantín le enseñó también esto. Debe, pues, dejar pasar la primerabatería, es decir, contar seis cañones, seis cajas y en seguida vendráél...

Es él, en efecto, envuelto en su gran capa, y es él, el primero que lave y la reconoce. Unos momentos antes recordaba un largo paseo quehiciera con ella, al caer la tarde, hasta este terrado. Levantó losojos hacia donde recordaba haberla visto y la encontró allí mismo.

La saluda, y con la cabeza descubierta, bajo la lluvia, volviéndosesobre el caballo, a medida que se alejaba, la miró hasta perderla devista, repitiendo lo que se había dicho la víspera:

—¡Será la última vez!

Ella, con las manos le decía adiós, y este ademán repetido muchas veces,traía sus manos tan cerca, tan cerca de su boca, que se habría podidocreer...

—¡Ah—pensaba,—si después de esto no comprende que lo amo, si no meperdona mi dinero!

VIII

Estamos a 10 de agosto, día en que debe volver Juan a Longueval.

Bettina se despierta muy temprano, se levanta y corre a la ventana. Ungran sol naciente disipa los vapores de la mañana. La víspera, por lanoche, el cielo estaba amenazando, cargado de nubes. Bettina ha dormidomuy poco, y durante toda la noche decía:

—¡Con tal que no llueva mañana!

Va a ser un día precioso, y como Bettina es algo supersticiosa, esto leinfunde esperanza y valor. La jornada principia bien y terminará bien.

M. Scott ha vuelto hace unos días. Bettina lo esperaba en el muelle delHavre con Zuzie y los niños.

Después de abrazarse tiernamente, varias veces, Richard, dirigiéndose asu cuñada, pregunta riendo:

—¡Y bien! ¿cuándo es el casamiento?

—¿Qué casamiento?

—Con M. Juan Reynaud.

—¡Ah, mi hermana os ha escrito!

—¿Zuzie? No. Zuzie no me ha dicho ni una palabra. Vos, Bettina, mehabéis escrito. Desde hace un mes, en todas vuestras cartas, sólo setrata de este joven oficial.

—¿En todas mis cartas?

—Sí, sí, y me escribíais con más frecuencia y más detención que antes.No me quejo, pero os pregunto, ¿cuándo me presentaréis a mi cuñado?

El hablaba así por broma, mas Bettina le responde seriamente:

—Espero que será muy pronto.

M. Scott sólo ahora sabe que el asunto es serio. Bettina le pide suscartas, al volver en el vagón para releerlas, y ve que, en efecto, entodas habla de él. Halla allí los más mínimos detalles de su primerencuentro; el retrato de Juan en el jardín del presbiterio con susombrero de paja y la ensaladera de loza... y después el señor Juan, ysiempre el señor Juan. Descubre que lo ama desde mucho antes que lopensaba.

Estamos, pues, a 10 de agosto. Acaba de concluirse el almuerzo en elcastillo.

Harry y Bella están impacientes. Saben que de una a dos elregimiento atravesará la aldea, y les han prometido llevarlos a verpasar los soldados, y para ellos, tanto como para Bettina, la vuelta del9.º de artillería es un gran acontecimiento.

—Tía Betty—dijo Bella,—tía Betty, ven con nosotros.

—Sí, ven—dijo Harry,—ven, veremos a nuestro amigo Juan sobre su grancaballo moro.

Bettina resiste, rehúsa, y, sin embargo, ¡qué tentación! Pero no, noirá, no verá a Juan hasta la noche para la explicación decisiva queviene preparando desde hace veinte días.

Los niños salen con su aya, mientras Bettina, Zuzie y Richard se sientanen el parque, cerca del castillo.

—Zuzie—dice Bettina,—voy a recordaros hoy vuestra promesa. ¿Osacordáis de lo que pasó entre nosotras la noche de su partida?Convinimos en que si a su vuelta yo os decía: Zuzie, estoy segura deamarlo, vos me permitiríais dirigirme a él francamente y preguntarle sime quería por esposa.

—Sí, os lo prometí. ¿Pero estáis segura?

—Completamente segura. Os prevengo, pues, que tengo la intención detraerlo... aquí mismo, a este banco—continuó, sonriendo,—y hablarle,más o menos, como vos lo hicisteis con Richard. La prueba salió bien,Zuzie... sois enteramente feliz, y yo también quiero serlo. Richard,¿Zuzie os ha hablado de M. Reynaud?

—Sí, me ha dicho que de ningún hombre pensaba tan bien como de éste,pero...

—Pero también os ha dicho que quizá sería para mí un casamientodemasiado tranquilo, muy poco brillante. ¡Oh, qué mala hermana! ¡Queréiscreer, Richard, que no consigo quitarle ese temor; no comprende que antetodo quiero amar y ser amada! ¡Creeréis, Richard, que la semana pasadame tendió un lazo horrible! ¿Sabéis que en el mundo existe un príncipeRomanelli?

—Sí, y habríais podido ser Princesa.

—Creo que no hubiera encontrado inmensas dificultades. Pues bien, undía cometí la imprudencia de decir a Zuzie que el príncipe Romanelli, enúltimo caso, me parecía aceptable. ¿No os imagináis lo que hizo? LosTurner estaban en Trouville; y con ayuda de ellos tramó el complot. Mehicieron almorzar con el Príncipe... mas el resultado fue desastroso.¡Aceptable! Durante las dos horas que pasé con él, me pregunté cómohabía podido yo decir semejante palabra.

No, Richard; no, Zuzie; noquiero ser Princesa, ni Condesa, ni Marquesa, sino simplemente madamaJuan Reynaud... si el señor Juan Reynaud consiente... lo cual no es muyseguro.

El regimiento entraba a la aldea, y bruscamente estalló la músicamarcial y alegre a través del espacio. Los tres permanecieron ensilencio. Era el regimiento, era Juan quien pasaba. Los sonidosdisminuyeron, hasta extinguirse, y Bettina continuó:

—No, no es seguro, aunque él me ama mucho, y sin conocerme bien.

Yopienso que merezco ser amada de otra manera, pienso que si me conocieramejor, no le causaría un terror semejante, por esto os pido permiso parahablarle esta noche, libre y francamente.

—Os lo acordamos—respondió Richard,—los dos os lo acordamos.Sabemos, Bettina, que nunca haréis nada que no sea noble y generoso.

—Procuraré hacerlo, al menos.

Los niños vuelven corriendo. Han visto a Juan, que iba cubierto depolvo, y los saludó.

—Pero—agrega Bella,—no ha sido bueno con nosotros hoy, no se paró ahablarnos... siempre lo hace, y hoy no ha querido.

—Sí, ha querido—responde Harry,—porque al principio hizo unmovimiento así... y después no quiso, y se fue.

—En fin, no se detuvo. Y es tan divertido hablar con un militar, sobretodo, cuando está a caballo.

—No es eso sólo, sino que nosotros lo queremos tanto, al señor Juan.

Sisupieras, papá, ¡qué bueno es, y qué bien sabe jugar con nosotros!

—¡Y qué lindos dibujos hace! ¿Te acuerdas, Harry, de aquel granpolichinela tan raro, con su bastón?

—Y el gato, también había un gato, como en Guignol.

Los niños se alejaron hablando de su amigo Juan.

—Decididamente—dijo M. Scott,—todo el mundo lo quiere en esta casa.

—Y vos haréis otro tanto, cuando lo conozcáis—responde Bettina.

El regimiento sigue al trote por el camino real, al salir de la aldea.He ahí el terrado donde se hallaba Bettina la otra mañana... Juanpiensa: ¡si estuviera ahí!

Lo teme y lo espera al mismo tiempo. Levantala cabeza, mira... ¡No está!

¡No la ha visto! Ni volverá a verla... en mucho tiempo, al menos. Esamisma noche partirá, a las seis, para París. Uno de los directores delministerio de la Guerra se interesa por él, y procurará hacerse enviar aotro regimiento.

Juan ha reflexionado mucho sobre esto en Cercottes, y el resultado desus reflexiones es el siguiente: él no puede, no debe ser el marido deBettina.

Los hombres echan pie a tierra en el patio del cuartel, mientras Juanse despide de su coronel y sus camaradas. Todo ha concluido, es libre,puede partir... y, sin embargo, no lo hace. Mira a su alrededor... ¡cuánfeliz era tres meses antes, cuando salía de aquel gran patio, a caballo,en medio del ruido de los cañones que rodaban en el suelo de Souvigny!¡Y cuán tristemente saldrá hoy! Antes su vida se limitaba ahí... ahora¿hasta dónde irá?

Entra y sube a su cuarto, para escribir a madama Scott, diciéndole quepor asuntos de servicio se ve obligado a partir al instante, y no podrácomer en el castillo; ruega a madama Scott presente sus respetos a laseñorita Bettina.

¡Bettina! ¡Ah, cuánta pena le da escribir este nombre!Cierra la carta para enviarla más tarde.

Hace sus preparativos de viaje, para ir a despedirse, después, de supadrino.

Esto es lo que más le cuesta... aunque sólo le hablará de unabreve ausencia.

Al abrir uno de los cajones del escritorio para sacar dinero, loprimero que hiere su vista es una carta escrita sobre papel azulado: elúnico billete que ha recibido de ella.

«¿Queréis tener la bondad de entregar al portador el libro de que mehablasteis anoche? Quizá sea algo serio para mí; pero desearía ensayarsu lectura. Hasta luego; venid lo más temprano posible.— Bettina

Juan lee y relee estas pocas líneas... hasta que no puede leer más, puesse le nublan los ojos.

—Esto es todo lo que me quedará de ella—piensa.

En el mismo momento, el abate Constantín está en conferencia conPaulina.

Hacen sus cuentas. La situación financiera es admirable, tienenmás de dos mil francos en caja. Y se han cumplido los votos de Zuzie yBettina: ya no hay pobres en toda la comarca. La vieja Paulina, pormomentos, tiene ligeros escrúpulos de conciencia.

—Mirad, señor cura, quizá damos demasiado. Correrá la voz hasta lasotras aldeas de que aquí se hace la caridad a ojos cerrados, y uno deestos días vendrán a establecerse infinidad de pobres a Longueval.

El cura da cincuenta francos a Paulina, que sale a llevárselos a unpobre hombre que se rompió un brazo al caer de arriba de una carreta depasto.

El abate Constantín queda solo y pensativo en el presbiterio. Esperó alregimiento al pasar, pero Juan no se detuvo más que un instante;¡llevaba un aire tan triste! Hace algún tiempo que el abate nota queJuan no tiene ya su alegría y buen humor de antes. Mas no se hainquietado mucho, creyendo sería una de esas penas pasajeras de lajuventud, que no interesan a un pobre cura viejo.

Pero hoy la preocupación de Juan es muy notable.

—Vuelvo en seguida, mi padrino—le dijo;—pues tengo necesidad dehablaros.

Y salió bruscamente,