El Abate Constantín by Ludovic Halévy - HTML preview

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—Sí, eso es.

—¿Es no poder cansarse de oír y ver a esta persona? ¿Es cesar de vivircuando ella no está presente, para revivir en el acto que reaparece?

—¡Oh, oh, es un gran amor ese!

—¡Pues bien, ese es el amor con que yo sueño!

—¿Y es ese el amor que no llega?

—Absolutamente... hasta ahora. Y, sin embargo, existe la persona queyo prefiero a todos y a todas... ¿Sabéis quién es?

—No, no lo sé... pero lo imagino...

—Sí, sois vos, mi querida, y quizá sois vos, mi mala hermana, quien mehace insensible y cruel hasta el extremo. Os quiero demasiado; con todomi corazón.

Lo ocupáis todo entero, no hay lugar para nadie más.¡Preferir a alguien! ¡amar a alguien más que a vos!... jamás loconseguiré.

—¡Oh, sí!...

—¡Oh, no! Amar de otra manera... tal vez, pero más no. Que no cuentecon eso el señor que espero y no llega.

—No temáis nada, mi Betty; habrá lugar en vuestro corazón para todosaquellos a quienes debáis amar, para vuestro marido, para vuestroshijos, y eso sin que pierda nada vuestra vieja hermana... Es muychiquito el corazón, y es muy grande al mismo tiempo.

Bettina besó con cariño a su hermana; luego quedose con la cabezaapoyada amorosamente sobre el hombro de Zuzie.

—Pero si estuvierais cansada de tenerme a vuestro lado, si tuvieraisapuro de veros libre de mí, ¿sabéis lo que haría? Pondría en unacanastilla el nombre de dos de estos señores, y tiraría a la suerte. Haydos que, a decir verdad, no me serían absolutamente desagradables.

—¿Cuáles son?

—Adivinad...

—El Príncipe Romanelli...

—¡Y va uno! ¿El otro?...

—M. de Montessan...

—¡Y van dos! Eso es; sí, esos dos serían aceptables, pero nada, nadamás que aceptables, y eso no basta.

Por eso Bettina esperaba con impaciencia el día de la partida y lainstalación en Longueval. Sentíase fatigada de tantos placeres, detantos triunfos, de tantos pedidos matrimoniales. El torbellinoparisiense la había tomado desde su llegada, para no soltarla más. Niuna hora de alto ni descanso. Sentía la necesidad de entregarse a símisma, a solas durante algunos días, por lo menos, de consultarse,interrogarse a su gusto en la plena tranquilidad y soledad del campo,pertenecerse, en fin, tener un momento suyo.

Por eso estaba tan alegre Bettina el 14 de junio, a mediodía, al subiral tren que debía conducirla a Longueval. Apenas se vio sola en el vagóncon su hermana, exclamó:

—¡Ah, cuán contenta estoy! Respiremos un poco. ¡Sola con vos durantediez días, qué suerte! pues los Norton y los Turner no vendrán hasta el25, ¿no es así?

—Sí, el 25.

—Pasaremos nuestra vida a caballo, en carruaje, por los campos y losbosques. ¡Diez días de libertad! ¡Y durante estos días no se presentaráningún pretendiente, ni uno solo! ¡Dios mío! todos estos pretendientes¿de qué estarán enamorados? ¿de mí o de mi dinero? Este es el misterio,el misterio impenetrable.

La máquina silbó, el tren se movió lentamente. Una idea extravagantecruzó por la cabeza de Bettina, inclinose sobre la portezuela y exclamó,acompañando sus palabras con un pequeño saludo con la mano:

—¡Adiós, mis pretendientes, adiós!

Luego se echó bruscamente para atrás, presa de un acceso de risanerviosa.

—¡Ah, Zuzie, Zuzie!

—¿Qué hay?

—Un hombre con una bandera roja en la mano... me ha visto... ¡me haoído!...

¡Y se ha quedado asombrado!...

—¡Sois tan poco razonable!

—Sí, es cierto, por haber gritado así por la portezuela; pero no porconsiderarme feliz al pensar que vamos a vivir solas las dos, encompleta libertad.

—¡Solas! No tan solas como os imagináis. Por lo pronto, hoy recibiremosdos personas a comer con nosotras.

—¡Ah! es verdad, pero no me disgusta mucho volver a ver esas dospersonas.

Sí, me alegro de que volvamos a ver al viejo cura, y, sobretodo, al joven oficial...

—¡Cómo! ¿sobre todo?

—Seguramente... porque era tan conmovedor lo que el notario de Souvignynos contó de él, el otro día, tan noble la acción del artillero cuandoera niño, tan noble, tan noble, que yo buscaré esta noche la ocasión dedecirle lo que pienso, y la encontraré!

Luego Bettina cambió bruscamente el curso de la conversación.

—¿Enviaron el telegrama a Edwards ayer para los poneys?

—Sí; ayer antes de comer...

—¡Oh! ¿me dejaréis manejarlos hasta el castillo? ¡me alegraré tanto depoder atravesar la ciudad y hacer una linda entrada al patio delcastillo sin detenerme en la puerta!... decid... ¿querréis, verdad?

—Sí, sí, convenido, conduciréis los poneys.

—¡Ah, que buena sois, mi Zuzie!

Edward era el picador. Había llegado hacía tres días al castillo para lainstalación de las caballerizas y la organización del servicio. Dignosesalir al encuentro de madama Scott y miss Percival, trayendo los cuatroponeys con el carruaje, y esperaba en el patio de la estación connumeroso acompañamiento.

Puede decirse que todo Souvigny estaba allí. Elpaso de los poneys a través de la gran calle de la aldea había causadoefecto; todos los habitantes se habían precipitado fuera de sus casaspreguntándose con avidez:

—¿Qué es eso; qué es eso?

Algunas personas pensaban:

—Un circo ambulante, quizá...

Pero de todos lados exclamaban:

—¿Habéis visto qué bien iban? El carruaje y las guarniciones brillabancomo si fueran de oro, y los caballitos con sus rosas blancas a cadalado de la cabeza.

La muchedumbre se había aglomerado en el patio de la estación, y allísupieron que tendrían el honor de asistir a la llegada de lascastellanas de Longueval.

Hubo cierto desencanto cuando las dos hermanas se presentaron muylindas, pero muy sencillas con sus trajes de viaje.

Aquellas

buenas

gentes

esperaban

ver

aparecer

dos

princesas

mágicasvestidas de seda y brocato, cubiertas de rubíes y brillantes.

Peroabrieron tamaños ojos al ver a Bettina dar lentamente la vueltaalrededor de los cuatro poneys, acariciándolos uno después de otro,suavemente con la mano, y examinando con aire de suficiencia losdetalles del tiro... No le disgustaba a Bettina, debemos confesarlo,hacer algún efecto sobre aquella multitud de paisanos azorados.

Concluida la revista, Bettina, sin mucho apuro, quitose sus largosguantes de piel de Suecia, reemplazándolos por gruesos guantes degamuza, sacados del bolsillo del carruaje. Luego se deslizó sobre elpescante en el asiento de Edwards, recibiendo de éste las riendas y ellátigo con extrema destreza y sin que los caballos, muy excitados,tuviesen tiempo de apercibirse del cambio de mano. Madama Scott se sentóal lado de su hermana. Los poneys pateaban, bailaban, amenazabanencabritarse.

—Cuidado, señorita—dijo Edwards;—los poneys están muy briosos hoy.

—Ya los conozco—respondió Bettina;—no temáis.

Miss Percival tenía la mano firme y suave a la vez, y muy segura.Contuvo a los poneys durante algunos instantes, obligándolos a estarsequietos en su lugar; luego, envolviendo a los delanteros con una doble ylarga ondulación de su látigo, los hizo arrancar de un solo golpe, conincomparable destreza, y salió magistralmente del patio de la estación,en medio de un prolongado murmullo de asombro y admiración.

El trote de los cuatro caballos sonaba sobre las piedras de Souvigny.Bettina, hasta la salida de la ciudad, les hizo marchar pausadamente,pero en cuanto vio ante sí dos kilómetros de camino llano, sin subida nibajada, dejó los poneys ponerse progresivamente a gran trote... yllevaban un trote infernal.

—¡Oh! cuán feliz soy, Zuzie. Podremos trotar y galopar solas por estoscaminos. ¿Queréis manejar, Zuzie? ¡Es tan lindo cuando se les puededejar andar! ¡Son tan trotadores y tan buenos! Mirad, tomad las riendas.

—No, conservadlas, prefiero ver que os divertís.

—¡Oh! sí, me divierto y bien. Me gusta tanto manejar cuatro caballos,cuando hay espacio para correr! En París, aun por la mañana, yo no meatrevía; me miraban demasiado, y eso me molestaba... Pero aquí...¡nadie!... ¡nadie!...

¡nadie!...

En el momento en que Bettina, algo embriagada ya con el aire y lalibertad, lanzaba triunfante sus tres: «¡Nadie, nadie, nadie!» aparecióun caballero, que se adelantaba al paso, al encuentro del carruaje.

Era Pablo de Lavardens, que desde hacía una hora esperaba allí paratener el gusto de ver pasar a las americanas.

—Os engañáis—dijo Zuzie a Bettina,—ahí viene alguien.

—Un paisano. Los paisanos no se cuentan; esos no pedirán mi mano.

—No tiene nada de paisano, mirad.

Pablo de Lavardens, al pasar al lado del carruaje, hizo a las doshermanas un saludo de la más alta corrección, y que de lejos descubríaal parisiense.

Los poneys corrían tan ligero, que el encuentro tuvo la rapidez de unrelámpago. Bettina exclamó:

—¿Quién es ese señor que acaba de saludarnos?

—Apenas tuve tiempo de verlo, pero me parece que lo conozco.

—¿Lo conocéis?

—Y apostaría a que lo he visto este invierno en casa.

—¡Dios mío! ¿será uno de los treinta y cuatro? Volveremos a empezarotra vez.

V

Ese mismo día, a las siete y media, Juan fue a buscar al cura alpresbiterio, y los dos tomaron el camino del castillo.

Hacía un mes que un verdadero ejército de obreros se había apoderado deLongueval; las fondas y tabernas del lugar, ganaban una fortuna.Inmensos carros de mudanza vinieron de París cargados de muebles ytapices. Cuarenta y ocho horas antes de la llegada de madama Scott, laseñorita Marbeau, directora de correos, y la señora Lormier, laalcaldesa, se habían deslizado en el castillo, y sus descripcionesenloquecían a todo el pueblo. Los muebles antiguos habían desaparecido;paseábanse ellas en medio de un verdadero cúmulo de maravillas.

¡Y lascaballerizas, y las cocheras! Un tren especial trajo de París, bajo lainmediata vigilancia de Edwards, unos diez carruajes, ¡y qué carruajes!una veintena de caballos, ¡y qué caballos!

El abate Constantín creía saber lo que era lujo. Comía una vez por añoen casa de su obispo, monseñor Faubert, prelado amable y rico, querecibía con bastante largueza. Hasta entonces el cura creía que no podíahaber en el mundo nada más suntuoso que el palacio episcopal deSouvigny, que los castillos de Lavardens y Longueval... Y ahoracomenzaba a comprender, según lo que oía contar de los nuevosesplendores de Longueval, que el lujo de las grandes casas de hoy, debíasobrepasar extremadamente al lujo serio y severo de las viejas casas deantes.

Apenas el cura y Juan dieron algunos pasos por la avenida del parque queconducía al castillo:

—Mira, Juan—dijo el cura,—¡qué cambio! Toda esta parte del parqueestaba abandonada, y hoy todo está enarenado, rastrillado. Ya no mesentiré aquí en mis dominios como antes. ¡Va a ser demasiado lindo! Noencontraré mi viejo sillón de terciopelo marrón, donde tantas veces medormía después de comer. Y

si me duermo esta noche, ¿qué será de mí?Fíjate bien, Juan, si ves que comienzo a cabecear, te acercarás atocarme en el hombre por detrás. ¿Me lo prometes?

—Sí, padrino, os lo prometo.

Juan sólo prestaba mediana atención al discurso del cura. Sentía unaimpaciencia extrema por volver a ver a madama Scott y miss Percival;pero esta impaciencia iba acompañada de viva inquietud. ¿Las encontraríaen el gran salón de Longueval, como las vio en el pequeño comedor delpresbiterio?

Quizá, en lugar de aquellas dos mujeres tan sencillas yfamiliares, que se divirtieron tanto en la comida improvisada, y quedesde el primer momento lo acogieron con suma gracia y confianza; quizáencontraría dos lindas muñecas de salón, elegantes, frías y correctas ensus maneras. ¿Se borraría su primera impresión, desaparecería? O por elcontrario ¿se haría más suave y más profunda en su corazón?

Subieron las seis gradas del pórtico y fueron recibidos en el vestíbulopor dos grandes sirvientes de aire digno e imponente. Este vestíbulo queantes era una inmensa pieza glacial y desnuda, con sus paredes depiedra, hallábase ahora cubierto de admirables tapices que representabanescenas mitológicas. El cura miró apenas estos tapices; pero lo bastantepara notar que las diosas que se paseaban a través del boscaje llevabantrajes de una simplicidad demasiado antigua.

Uno de los criados abrió de par en par la puerta del gran salón.

Allí era donde generalmente se encontraba la vieja Marquesa, a laderecha de la alta chimenea, y a la izquierda se hallaba el sillónmarrón. ¡Ya no había sillón marrón! Los viejos muebles del imperio, queconstituían el fondo del arreglo del salón, habían sido reemplazados porunos maravillosos muebles de tapicería de fines del siglo pasado, y unamultitud de pequeños sillones y banquillos de todas formas y colores, sehallaban esparcidos aquí y allá con una apariencia de desorden que erael colmo del arte.

Madama Scott, al ver entrar al cura y a Juan, se levantó a recibirlos:

—Cuán amables sois—dijo,—señor cura, en haber venido, y vos también,señor... Me alegro tanto de volver a veros a vosotros mis primeros, misúnicos amigos en este país.

Juan respiró. Era la misma mujer.

—¿Queréis permitirme que os presente a mis hijos?... Harry y Bella,venid.

Harry era un precioso muchacho de seis años y Bella una linda niñita decinco; ambos tenían los grandes ojos negros de la madre y sus doradoscabellos.

Después que el cura besó a los dos niños, Harry, que miraba conadmiración el uniforme de Juan, preguntó:

—¿Y al militar debemos besarle también, mamá?

—Si queréis—respondió ella,—y si él consiente.

Un minuto después los dos niños estaban instalados en las rodillas deJuan y lo abrumaban a preguntas.

—¿Sois oficial?

—Sí, soy oficial.

—¿De qué?

—De artillería.

—¿Los artilleros, son los que manejan el cañón? ¡Oh, cómo me gustaríaoír tirar un cañonazo y estar muy cerca de allí!

¿Nos llevaréis un día cuando tiren cañonazos, no es verdad?

Durante este tiempo, madama Scott conversaba con el cura, y Juan,mientras respondía a las preguntas de los niños, no dejaba de mirarla.Llevaba un traje de muselina blanca, pero ésta desaparecía bajo unaverdadera avalancha de voladitos de valencianas. La bata estaba abiertaen cuadro por delante. Los brazos desnudos hasta el codo; un gran ramode rosas rojas en la abertura de la bata, una rosa prendida en loscabellos con un alfiler de brillantes y nada más.

Madama Scott notó, de repente, que Juan estaba militarmente ocupado porsus dos hijos.

—¡Oh, señor, os pido mil perdones! Harry, Bella...

—Dejadlos, señora, os lo ruego.

—¡Estoy sumamente contrariada, por haceros comer tan tarde! Mi hermanano ha bajado aún. ¡Ah! ya viene.

Bettina hizo su entrada con el mismo vestido de muselina blanca y elmismo grupo de encajes, la misma belleza y la misma acogida amable,risueña, franca.

—Servidora de usted, señor cura. ¿Me habéis perdonado mi horribleindiscreción del otro día?

Luego, volviéndose hacia Juan y tendiéndole la mano:

—¿Cómo estáis, señor... señor... ¡bueno!... ya no me acuerdo de vuestronombre, y,

sin

embargo, me

parece

que somos

amigos

antiguos...¿señor?...

—Juan Reynaud.

—Juan Reynaud... eso es. ¡Buenas tardes, señor Reynaud! Pero lealmenteos prevengo que cuando en realidad seamos antiguos amigos, os llamaréseñor Juan. Es un nombre muy lindo Juan.

Anunciaron la comida. El aya vino a buscar a los niños; madama Scotttomó el brazo del cura; Bettina el de Juan... Hasta el momento de laaparición de Bettina, Juan se había dicho: «¡La más linda es madamaScott!» Cuando vio la pequeña mano de Bettina deslizarse bajo su brazo,y cuando ella volvió su delicioso rostro hacia él, pensó: «¡La más lindaes miss Percival!» Mas pronto volvió a caer en su indecisión cuando sehalló sentado entre las dos hermanas.

Si miraba hacia la derecha, de eselado sentíase amenazado de enamorarse... y si miraba a la izquierda, elpeligro cambiaba en el acto pasando a la izquierda.

La conversación comenzó fácil, animada, franca. Las dos hermanas estabancontentas. Ya habían dado un paseo a pie por el parque. Y al díasiguiente pensaban hacer un gran paseo a caballo por el bosque. ¡Montara caballo era su pasión, su locura! Y era la pasión de Juan también,tanto, que al cabo de un cuarto de hora le rogaban que fuera de lapartida para el día siguiente, y él aceptaba con alegría. Nadie conocíamejor que él los alrededores: era su tierra. Se consideraba felizpudiendo hacerle los honores y mostrarles una multitud de parajespreciosos, que sin él nunca habrían descubierto.

—¿Todos los días montáis a caballo?—preguntó Bettina.

—Todos los días, y generalmente dos veces. Por la mañana para elservicio y en la tarde por paseo.

—¿Muy temprano por la mañana?

—A las cinco y media.

—¿A las cinco y media todas las mañanas?

—Sí, excepto el domingo.

—¿Entonces os levantáis?...

—A las cuatro y media.

—¿Y es de día?

—¡Oh! en este tiempo sí.

—Levantarse así, a las cuatro y media, ¡es admirable! Nosotrosterminamos nuestra jornada muchas veces a la hora en que vos lacomenzáis. ¿Y os gusta vuestra carrera?

—Mucho, señorita. ¡Es tan lindo tener su existencia recta ante sí, consus deberes bien claros y bien definidos!

—Sin embargo—observó madama Scott,—¡no ser dueño de sí, tener siempreque obedecer!...

—Eso tal vez es lo que más me agrada. No hay nada más fácil queobedecer, y, además, aprender a obedecer es aprender a mandar.

—¡Oh, cuán cierto debe ser lo que decís!

—Sí, sin duda, pero lo que no os dice es que él es el oficial másdistinguido de su regimiento, y que...

—¡Padrino, por Dios!

El cura, a pesar de la resistencia de Juan, iba a lanzarse en elpanegírico de su ahijado, cuando Bettina intervino, diciendo:

—Es inútil, señor cura; no digáis nada... todo lo que podríais decir,lo sabemos. Hemos cometido la indiscreción de tomar informes sobre elseñor...

¡oh! casi dije el señor Juan... sobre el señor Reynaud. ¡Y noslos han dado admirables!

—Tendría curiosidad de saber...—dijo Juan.

—Nada, nada; no sabréis nada. No quiero haceros ruborizar, y os veríaisobligado a ruborizaros.

Luego, volviéndose hacia el cura, agregó:

—Y sobre vos también, señor cura, hemos pedido datos. Parece que soisun santo...

—¡Oh! eso sí que es bien cierto—exclamó Juan.

Esta vez fue el cura quien interrumpió la elocuencia de Juan. La comidaiba a concluir, comida que para el cura había pasado en medio deterribles emociones. Muchas veces le habían presentado construccionessabias y complicadas, sobre las que apenas acercaba una mano temblorosa,pues temía ver derrumbarse todo de un golpe: los castillos movedizos degelatina, las pirámides de trufas, las fortalezas de crema, losbaluartes de pastelería, las rocas de helados. El abate Constantín, sinembargo, comió con buen apetito, y no retrocedió ante dos o tres copasde champagne. No odiaba la buena mesa. La perfección no pertenece a estemundo, y si la gula es, como lo dicen, un pecado capital, cuántas buenasgentes irían al infierno.

El café lo sirvieron sobre el terrado del castillo. A lo lejos se oía elsonido algo cascado del viejo reloj de la aldea que daba las nueve. Elparque no conservaba ya más que líneas ondulantes e indecisas. La lunaaparecía lentamente sobre las copas de los grandes árboles.

Bettina tomó de sobre la mesa una caja de cigarros.

—¿Fumáis?—preguntó a Juan.

—Sí, señorita.

—Tomad, entonces, señor Juan... Tanto peor, ya lo dije. Tomad... perono, escuchad primero.

Y hablando a media voz mientras le presentaba la caja de cigarros:

—Ahora está obscuro, podréis ruborizaros sin ser visto. Voy a deciroslo que no quise en la mesa. Un antiguo notario de Souvigny, que fuevuestro tutor, ha ido a ver a mi hermana, en París, para el pago delcastillo, y nos contó lo que habíais hecho después de muerto vuestropadre, cuando erais aún muy niño, por aquella pobre madre, y por lapobre joven. Mucho nos conmovió vuestra acción a mi hermana y a mí.

—Sí, señor—continuó madama Scott,—y por esto hemos tenido tanto gustoen recibiros hoy. No a todos habríamos dispensado la misma acogida, oslo aseguro. Ahora bien, podéis ya tomar vuestro cigarro; mi hermanaespera desde hace rato.

Juan no halló una palabra para responder. Bettina estaba allí, plantadaante él, con la caja de cigarros en las dos manos, y los ojos fijos contoda franqueza en el rostro de Juan; gozando del placer muy real y muyvivo que puede traducirse por estas palabras:

—Me parece que estoy mirando a un buen muchacho.

—Ahora sentémonos aquí—dijo madama Scott,—ante esta preciosa noche...tomad vuestro café... fumad.

—Y no hablemos, Zuzie, no hablemos. Este gran silencio del campo,después del inmenso bullicio de París, ¡es adorable! Quedémonos ahí, sindecir nada.

Miremos el cielo, la luna y las estrellas.

Los cuatro, con sumo placer, ejecutaron este pequeño programa. Zuzie yBettina, tranquilas, en calma, en absoluto olvido de su existencia de lavíspera, tomándole cariño ya a esa comarca que acababa de recibirlas ylas conservaría por algún tiempo.

Juan no se hallaba tan tranquilo; las palabras de miss Percival lehabían causado una profunda emoción; su corazón no recobraba aún sumarcha regular.

Pero de todos, el más feliz era el abate Constantín. Había gozado condelicia el pequeño incidente que puso la modestia de Juan a tan rudacomo grata prueba. ¡El abate quería tanto a su ahijado! El más tierno delos padres no amó nunca tanto al más querido de sus hijos. Cuando elanciano cura miraba al joven oficial, muchas veces se decía:

—El Cielo me ha colmado de bendiciones: soy sacerdote y tengo un hijo.

El abate se perdió en una meditación muy agradable; se encontraba comoen su casa, demasiado en su casa; sus ideas se confundían y embrollabanpoco a poco. La meditación volviose pesadez, y la pesadez somnolencia;pronto el desastre fue completo, irreparable. El cura se durmió; sedurmió profundamente. La maravillosa comida y las dos o tres copas dechampagne, tenían, en parte la culpa de esta catástrofe.

Juan no había notado nada. Olvidó la promesa hecha a su padrino ¿Y porqué la olvidó? Porque a madama Scott y miss Percival se les ocurrióponer los pies sobre los taburetes del jardín, colocados ante losgrandes sillones de mimbre cubiertos de almohadones. Luego se recostaronperezosamente en los sillones, y sus vestidos de muselina se levantaronun poco, muy poco, pero lo bastante, sin embargo, para dejar ver cuatropiececitos, cuyas líneas se destacaban claras y distintas bajo doslindas cascadas de encajes blancos iluminados por la luna.

Juan mirabaaquellos pies y se preguntaba:

—¿Cuáles son los más pequeños?

Mientras procuraba resolver este problema, Bettina, de repente, le dijoa media voz:

—¡Señor Juan, señor Juan!

—¿Señorita?

—Mirad al señor cura, se ha dormido.

—¡Oh, Dios mío! yo tengo la culpa.

—¡Cómo! ¿vos tenéis la culpa?—preguntó madama Scott, en voz bajatambién.

—Sí... mi padrino se levanta al alba y se acuesta muy temprano; merecomendó mucho que no le dejara dormir. Frecuentemente, en casa demadama de Longueval, después de comer, dormitaba un poco. Vosotras lehabéis acogido con tanta bondad, que ha recobrado su antigua costumbre.

—Y ha hecho muy bien—dijo Bettina.—No hagamos ruido, no ledespertemos.

—Sois demasiado buena, señorita; pero la noche está muy fresca.

—¡Ah! es verdad, podría resfriarse. Esperad, voy a buscar un tapado.

—Creo, señorita, que mejor sería procurar despertarlo discretamentepara que no comprenda que lo habéis visto dormir.

—Dejadme hacer—dijo Bettina.—Zuzie, cantemos algo, juntas, a mediavoz primero, luego la elevaremos poco a poco... Cantemos.

—Bueno; pero ¿qué cantamos?

—Cantemos: Something childish... La letra es de circunstancia.

Las dos hermanas comenzaron a cantar:

If

I

had

but

two

little

wings

And were a little feathery bird, etc.

Sus voces suaves y penetrantes tenían en aquel profundo silencio unaexquisita sonoridad. El abate no oía nada, ni se movía. Encantado coneste pequeño concierto, Juan se decía:

—¡Con tal que mi padrino no se despierte pronto!

Las voces seguían más claras y más altas:

But

in

my

sleep

to

you

I

fly:

I am always with you in my sleep! etc.

Y el abate continuaba inmóvil.

—¡Cómo duerme!... es un crimen despertarlo.

—¡Es preciso!... ¡Más alto, Zuzie, más alto!

Zuzie y Bettina dejaron estallar libremente sus voces: Sleep

stays

not,

though

a

monarch

bids;

So I love to wake ere break of day; etc.

El cura despertó sobresaltado. Después de un corto momento de inquietud,respiró... nadie, evidentemente nadie, había notado que él dormía.Enderezose, estirose prudente y lentamente... ¡Se había salvado!...