Dulce y Sabrosa by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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A las pocas semanas de esto llegó Cristeta, triste de ánimo ydesmejorada de cuerpo. Lo primero que hizo fue comunicar a sus tíos quehabía formado irrevocable propósito de renunciar al teatro. Prometiolesque en la casa les aliviaría cuanto pudiese del trabajo, habló deponerse a oficio, y añadió que, a ser forzoso, se buscaría de cualquiermodo honradamente la vida: todo menos volver a pisar un escenario. Tanfirme la vieron en su resolución, que no intentaron disuadirla; donQuintín nada objetó, comprendiendo que hubiera sido inútil; doñaFranquista lo sintió, calculando que ya no volverían sus guardadoresdedos a tocar el importe de las quincenas; pero al mismo tiempo sealegró, imaginando que, alejada Cristeta del teatro, no habría pretextopara que lo frecuentase su marido.

La regla de conducta que Cristeta se había impuesto consistía en esperarlos acontecimientos y dar tiempo al tiempo. En lo más recóndito delpensamiento dejó que anidara la esperanza; en el fondo del corazónocultó su amor a Juan, y en lo más seguro de su cómoda guardó el pequeñofajo de billetes de banco que cobró en Santurroriaga al presentar eltalón firmado por su ex—

amante.

Su vida fue desde entonces toda recogimiento y prudencia. Por la mañanatemprano se alisaba el pelo, sin tufos, rizos, ni flequillo; se vestíamodestamente, y comenzaba a despachar en el estanco sin más descanso queel preciso para almorzar y comer. Luego de cerrada la tienda, seretiraba a su cuarto y allí poblaba de recuerdos su triste soledad, olloraba, doliéndole como a verdadera enamorada, antes la injusticia delabandono, que la crueldad de la deshonra. Otras veces, embriagándose deesperanzas, acariciaba proyectos, y soñando juntamente con lo porvenir ylo pasado, le parecía que las lágrimas que le resbalaban desde lasmejillas a los labios, tenían el sabor dulcísimo de los besos perdidos.¡La deshonra! ¿Qué le importaba? ¿Ni a qué echar de menos el encanto dela doncellez sí jamás había de sentir no poder ofrecérselo a otrohombre?...

¡Qué días tan largos! ¡Qué noches tan tristes! Comparaba lasde ahora, con las pasadas, y aunque exenta de grosera sensualidad, veíaque la almohada de su cama era para ella sola demasiado grande. Como dehoguera encendida en campo raso que cuando parece apagada, de pronto seaviva y chisporrotea al menor soplo de aire, así en su mente se ibanalzando los recuerdos. Largas y turbulentas veladas de amor, estabaislejanas, pero no olvidadas.

¡Qué impaciencia en la espera! ¡Qué alegríacuando llegaba! ¡En la posesión, qué completa entrega de alma y cuerpo!¡Qué dulce laxitud en el reposo! Y en la despedida, ¡qué dulcísima pena!¿Quién hacía la última caricia? Esto sí que era irrecordable. Lasescenas y momentos que Cristeta se complacía en evocar, no le venían ala memoria como delirio de imaginación viciosa obstinada en reproducirmentalmente lo que aun para el pensamiento debe ser pudoroso; eranreminiscencias espontáneas, dispersas e incompletas, rememoradas comoversos sueltos de un poema leído en días venturosos. ¡Cuánto gozaba él sepultando las manos entre sus rizos de oro, y con qué delicia aspirabala leve ráfaga de perfume que de ellos se escapaba!

Después venía elruido rápido que producen las trencillas del corsé al deslizarse porentre los ojetes metálicos; luego caían sobre la alfombra las ropas, congemir de ola en playa, oíase el murmullo de las frases ahogadas enbesos, y en seguida comenzaban

esos

primores

de

refinamiento

amoroso

quecondenan los hipócritas y disculpan los sabios. ¡Cómo los recordaba!Juan tenía la costumbre de colocar la luz sobre la mesa de noche, porqueno le gustaba poseerla sin mirarla; durante los primeros abrazoscharlaban mucho, boca con oído.

Después... un pecho anheloso sirviendode almohada palpitante a un rostro agradecido, y, por fin, el resplandordel alba que, como virgen pálida y envidiosa, llamaba temblando en losvidrios del balcón para decir a los felices amantes: «¡Basta!» Mas notodo lo que Cristeta sentía era deliciosamente impuro, no; que junto ala involuntaria tentación del deseo también bullían en su alma ideasajenas al placer. Sí; cien cuerpos quisiera tener para que él, comoseñor, los poseyera, y cada noche una virginidad para entregársela; peroal mismo tiempo, si enfermase, ¡con qué sincera abnegación le cuidaría!Si el dolor le postrara dejándole años y años sin fuerza para oprimirlani voluptuosidad para besarla, ¡cuán tranquila y resignadamente setrocaría de querida en enfermera! Entonces vendría la lujuria delcariño, el no dormir para velarle, el contar los minutos para darle a sutiempo los remedios, el espiar el hervor de su respiración y el ardor dela frente y la transpiración de la piel; y los bajos oficios que a otraspersonas fueran repugnantes y que ella haría gozosa saboreando su tristey voluntaria servidumbre. Le amaba mucho, pero aún le quería más. Capazera de sorberle la vida y destrozarle la salud a fuerza de pedirle amor;pero también tenía en el alma un tesoro de cariño, donde, como en unJordán, podían purificarse sus caricias y sus besos.

De esta suerte, entre avivar recuerdos y esperanzas con espejismos deldeseo, se le fue pasando el tiempo. Transcurrieron semanas, meses, yllegó el aniversario del día en que le conoció... No: no fue de día, fuede noche. Lo recordaba hasta en los menores detalles. Estaba vestida degitana: falda de percal muy hueca, rizos en las sienes, moño bajo y lanuca acariciada por un manojillo de flores que parecían colocadas por elmismo diablo. Cuantos así la vieron la elogiaron achuladamente: sólo éltuvo valor para decir que todo aquello, por flamenco y grosero, desdecíade su tipo elegante y fino. ¡De cuántas cosas parecidas se acordaba!

Ansiosa de saber si Juan había llegado a Madrid, fue a los teatros endías de estreno, al primer turno del Real, y nada.

Llegaba a primerahora, acompañada de su tío, se acomodaba en una galería alta, tendía lavista por la sala, y cuando se convencía de que Juan no estaba, sevolvía a casa con las lágrimas agolpadas a los ojos y la esperanzarefugiada en lo más hondo del alma. No era su propósito hacerse laencontradiza, ni hablarle, ni menos reconvenirle; lo que ansiaba eraverle.

Acabó el invierno; pasaron la primavera y el verano siguiente sin quepudiese averiguar su paradero. Cada vez que don Quintín, enviado porella, iba al portal de la casa en que vivía le daban la misma respuesta:«No sabemos nada; se plantará aquí sin avisar, como siempre; luego comeunos días de fonda hasta que puede venir Mónica, su cocinera.» De cuandoen cuando Cristeta leía en los periódicos las revistas de salones porver si el nombre de Juan figuraba en la relación de algún baile; y sientraba en el estanco persona de quien ella supiese que le conocía,preguntaba con timidez mezclada de astucia. Todo era inútil: en losteatros no se le veía, la portera seguía esperándole, y los revisterosde salones sin nombrarle. ¿Cuál sería la causa de tan prolongadaausencia? ¿Por huir de ella? ¡Ojalá! Señal de que no la había olvidado.¿Estaría preso en brazos de otra? Amarga era la suposición; pero noimportaba gran cosa, porque Juan no permanecía nunca mucho tiempo en talcautividad: se prendaba de un cuerpo hermoso hasta conocerlo poco apoco, beso a beso; pero enamorarse... ¡imposible! En esto precisamentefundaba Cristeta su esperanza. ¿Cuál era su plan? A nadie lo comunicó.Doña Franquista ignoraba que hubiese sido seducida y abandonada: donQuintín, merced a su pasada indiscreción, sabía la verdad incompleta;que don Juan se portó villanamente; pero del provecto que ella abrigase,ni palabra.

Mientras tanto don Juan continuaba en París haciendo vida de hombrealegre, libre y rico. ¿A qué narrar sus aventuras? Hoy, una pecadora máso menos cara, de esas cuyo amor gozado sin ilusión, deja en alma ycuerpo el descaecimiento y el hastío propios de todo lo forzado; mañana,una gran señora de aquellas a quienes se corteja por vanidad, cuyascaricias no valen el sobresalto que cuestan; otro día, una camarera defonda de las que a primera vista parecen limpias y resultaninsoportables; de cuando en cuando, la mujer con quien se tropieza enviaje, posesión de lo anónimo, encanto de lo desconocido, los besos enel túnel, la parada en la misma fonda, noche, almuerzo, regalo ydespedida con tristeza falsificada. Pero entre tanto desatino amoroso,entre tanto deleite comprado, ni un solo latido de verdadera pasión. Nien las almohadas recién puestas de la cortesana, que diariamente semudan sin que su dueño sepa quién habrá de arrugarlas, ni en los cojinessedosos del gabinete de la gran señora, aún oprimidos por el peso deotro adulterio, ni en las camas de fonda cuyos muelles crujen hoy parauno y mañana para otro, en ninguna parte gozó don Juan aquel plácido ytranquilo deleite que le ofrecieron los brazos de Cristeta. No la echóde menos ni se arrepintió de haberla huido; pero la recordaba porque lasotras mujeres se la traían a la memoria sugiriéndole involuntariascomparaciones de que siempre salía victoriosa. Ocurríale, sin embargo,que cuanto mayor era el encanto con que la recordaba, más intenso eratambién el desasosiego que le producía, porque la reflexión se hartabade decirle que Cristeta no era flor de un día o estrella de una noche.Sólo pudo librarse de ella empleando el cobarde recurso de la fuga. ¿Quésucedería si volviese a encontrarla en su camino? Aunque por propiavoluntad nunca evocaba su recuerdo, muchas veces, en la impaciencia deuna cita, en el ficticio entusiasmo de una parodia de amor, en medio delenojo que causa la posesión de lo que se ha deseado tibiamente, surgíaen su pensamiento la imagen de Cristeta, única mujer que al entregárselele había dado, al par del cuerpo, algo del alma.

Hubo antiguamente en tierra de Indias una princesa que poseyendo unarenal extenso, quiso convertirlo en jardín. A fuerza de gastar vidas deesclavos y talegos de monedas, pobló el arenal de floresmaravillosamente raras cada una de las cuales representaba un tesoro. Yocurrió, que estando un día la princesa apoyada de codos en la barandade ágata que dominaba aquel campo de colores vivos y movibles, vio unaflor sencillísima, blanca y ligeramente sonrosada como mejilla pudorosa,que había brotado espontáneamente sin costar una gota de sudor ni unhilo de agua. Y desde entonces, por mucho que la princesa se deleitaseen contemplar las flores que representaban vidas de esclavos y montonesde riquezas, siempre se le iban los ojos hacia la florecilla humilde,cuya semilla trajo el aire misterioso de regiones lejanas.

Lo mismo le pasaba a don Juan. Las ropas casi impalpables por lo finas,los perfumes más rebuscados, los corsés llenos de encajes no conseguíandestronar de su memoria los lienzos que envolvían a Cristeta, el naturalaroma de su limpio cuerpo y el modesto corsé blanco que tanto les hacíareír, entre impacientes y burlones, cuando se le hacía nudos latrencilla.

¡Misterio incomprensible! Las reminiscencias de don Juan no eran castas,y, sin embargo, al desvanecerse y borrarse le dejaban en el alma ciertaserena placidez; semejantes al humo que cuando se alza de la tierra esvapor sucio, y que a veces acaba por parecer en el espacio nuberesplandeciente y limpia.

Dos años y unos cuantos meses pasaron Cristeta y don Juan, viviendo deesta suerte, cada uno por su lado.

Recordaba él de tarde en tarde, sin querer; ella no dejó un solo día deesperarle.

Capítulo XIII

Hacen alianza el amor, que es niño, y la travesura, que es mujer

En el estanco hubo notables alteraciones originadas de aquellaalborotada pasión que se apoderó del viejo; pues lo que le hubieraocurrido con Mariquilla, si don Juan no lo estorbara, le sucedió conCarola. Comenzó yendo a verla una vez por semana, como periódico demodas o entrega de novelón patibulario; luego cada tres días, cual si suamor fuese terciana, y acabó visitándola casi diariamente; no siendo lolastimoso que menudeara las visitas, sino que entre el desasosiego quelas precedía y lo desmazalado y lacio que solían dejarle, ni fuerza lequedaba en la lengua para humedecer un sello. A consecuencia de lascenas, y particularmente de los postres, el infeliz no tenía cabeza paranada.

Doña Franquista, creyendo que su mal humor era rabia por habérselefrustrado la aventura que ella evitó, le oía refunfuñar y maldecir sinhacerle pizca de caso, hasta que irritado con aquella ofensivaindiferencia y envalentonado por su senil amor, llegó a convertirse entiranuelo del hogar donde dos años antes tenía idéntica autoridad que elgato. En vano pretendió su mujer recobrar el perdido ascendiente:Quintín estaba desconocido: tan pronto se enfurecía por un quítame alláesas pajas, como respondía a las lágrimas con desdeñoso encogimiento dehombros, acabando por quedarse impasible, a modo de ídolo chino de losque se contemplan el ombligo, con lo cual ella llegaba al paroxismo dela cólera.

Por contera, se hizo rumboso, y no para su casa. No podía regalar a suCirce piedras preciosas ni brocados; pero en la medida de sus posibles,le compraba los diamantes americanos por libras, y las telas de lanillapor kilómetros. En metálico le fue llevando primero poco a poco, y enseguida mucho a mucho, cuanto tenía ahorrado desde que vendió la primeratagarnina de a tres cuartos, y luego dio en la flor de sangrar el cajónde la venta diaria, dejándolo algunas veces sin cambio de dos pesetas.Si no trasladó al sotabanco de Carola cuanto había en la trastienda, fuepor considerarlo indigno de tan gran señora; pero la única prenda lujosaque tenía Frasquita, un soberbio pañolón de Manila poblado de chinos yguacamayos multicolores, pasó del cofre marital al baúl del adulterio.Afortunadamente, la ultrajada esposa tardó mucho en saberlo.

En el estanco no se comía más que sopa, cocido, ensalada, y de postrefruta, cuando por barata hasta los soldados podían comprarla. Latacañería de Quintín suprimió los buñuelos de Todos los Santos, elbesugo de Nochebuena y los panecillos de San Antón; en cambio para sudaifa, pavo y perniles se le antojaban poco. Raro era el día que al ir avisitarla no le llevaba alguna golosina; unas veces jamón con huevoshilados, otras píos nonos rellenos de dulce crema, y en viéndolabostezar de aburrimiento, que le parecía flato, bajaba de tres en treslas escaleras para que del café cercano trajesen un bisté sepultadobajo un cerrillo de patatas. Su mayor delicia consistía en obsequiarlacon merengues, que luego ambos comían a medias, mordiéndolos al mismotiempo por opuestos extremos, hasta

que,

tropezándose

las

culpablesbocas,

sonaban

escandalosos besos.

So pretexto de adecentarse por la mucha gente que entraba en el estanco,y en realidad por deseo de aparecer más elegante a los ojos de su amada,don Quintín se hizo casi gomoso. La americana pardusca, de codos raídosy solapas sebosas, fue sustituida con otra de paño fantasía a cuadrosazul—verdoso y ocre; las corbatas de tres vueltas, contemporáneas de la vicalvarada, se trocaron en nudos a la marinera, ya morados comopellejo de ciruela damascena, ya blanquisucios como cuello de tórtola;con asombro de Frasquita, se acostumbró a mudarse de camisa dos vecespor semana; y desafiando al reuma, en lugar de calzoncillos de bayetaamarilla, comenzó a usarlos de bombasí, que otros llaman fustán, telapeluda, con lo cual de medio cuerpo abajo, más que hombre parecía osoblanco.

¡Irracional y triste condición que le trajo la ponzoña de lasensualidad!

Lo peor fue que por tanto emperejilarse y tanto ir a casa de su querida,se relajó en la vigilancia y cuidado del despacho, de tal modo, quecuando no le faltaban cajetillas se le concluían los sellos; resultandoque empezó por perder la confianza de los parroquianos a quienes escogíapuros, y acabó por desacreditar la tienda en pocos meses.

Lo que sucedió entonces, fue horrible. Cierto individuo que ambicionabael estanco y que servía de agente electoral a un personaje político,logró que para dárselo a él se lo quitaran a don Quintín, el cual alvolver una tarde de casa de Carola, deshecho a puras caricias, seencontró sobre el mostrador un oficio en que la Dirección de RentasEstancadas le desposeía de aquella concesión estanqueril, cambiándoselapor otra en los barrios bajos, que seguramente produciría mucho menos.

El golpe fue tremendo. ¡Un estanco en la calle de la Pingarrona! «¡Unmiserable tenducho donde sólo entrarían jornaleros y verduleras, dondeno se despacharía un céntimo de escogidos, ni sobres, ni plumas, niboquillas, ni más sellos que de a quince, ni apenas papel sellado!Además, derrochados los ahorros reunidos desde tiempo de Narváez, ¿conqué tesoros pagaría los caprichos de su adorada? ¡Adiós, regalosagradecidos con caricias de pantera enamorada! ¡Adiós, huevos hilados y bistés con patatas, y cafés con tostada como no los soñó ningúnsátrapa de Oriente! Jamás ilusiones humanas se derrumbaron desde tanalto. ¡Infeliz estanquero, en quien la suerte hacía escarnio,mostrándole brutalmente que el amor, cuanto más caro cuesta, con mayorfacilidad se pierde!

Le fue preciso resignarse, y aceptó el traslado desde el estancocéntrico al de la calle de la Pingarrona.

Antes de que se verificara la mudanza ocurrieron en la casa grandesnovedades.

Hacía tiempo que don Quintín estaba cariñosísimo y muy servicial conCristeta, impulsándole a ello, primero, el afán de influir en su ánimopara que tornase al teatro, de lo cual a él no podía menos de seguírseleprovecho; y segundo, el haber adivinado que a la chica le bullía en elpensamiento alguna maquinación contra don Juan, empresa en que estabadispuesto a favorecerla. «Si no tiene a ese maldito entre ceja yceja—

pensaba—, ¿a qué viene el encargarme cada tres días que averigüe siha vuelto?» Ello fue que, por aquellos mismos días en que sobrevino latraslación del estanco, supo que don Juan estaba de regreso y actocontinuo se lo comunicó a Cristeta.

¡Con qué dulcísima emoción recibió ésta la noticia! Ante la idea deverle, su alma se bañó en alegría, después frunció el lindo ceño,revelando perplejidad, y, por último, su actitud y la expresión de surostro fueron los mismos que cuando dos años atrás quedó abandonada enla fonda de Santurroriaga. Como entonces, el ajuar de su cuarto eramodestísimo; como entonces, ella, por su arrogancia y seriedad, tomóaspecto de reina destronada y resuelta a reconquistar el cetro. Lo quefraguaba era misterio impenetrable. Con nadie comunicó su designio, perosu plan debía de estar erizado de obstáculos, porque aquella nochedurmió mal. No la desvelaron voluntarios ensueños de amor sino cálculosde presupuestos, cuentas y números.

A la mañana siguiente, hallándose con sus tíos en la trastienda, quetodos habían de abandonar en breve, les habló de esta suerte:

—Tiítos, no crean ustedes que lo que les voy a decir es por falta decariño...; pero en fin..., aquí todo va muy mal, y con la picardía quehan hecho de quitarles a ustedes este estanco, comprendo que habrá quereducir mucho los gastos.

—Habla, que nos tienes con el alma en un hilo—dijo don Quintín.

—Si creen ustedes que hago lo que voy a hacer por no estar a las duras,como he estado a las maduras, que se les quite eso de la cabeza. Yoseguiré ayudándoles a ustedes en lo que pueda; por de pronto, aquí estánestos treinta duros para la mudanza. Y

como doña Frasquita abriese másboca que un horno, Cristeta prosiguió:—Déjenme ustedes concluir. Noquiero serles gravosa y me voy.

—¡Muchacha!

—¿Estás en tu juicio?

—Nada, nada; quiero vivir sola. Además, tal vez vuelva al teatro, y comoustedes comprenderán, no puedo ser artista y vivir en la calle de laPingarrona, donde ustedes van a parar.

La conversación fue larga, mostrándose Cristeta tan firme en supropósito, que los vicios bajaron la cabeza. Doña Frasquita tembló antela idea de que, si su sobrina volvía al teatro, tornase su marido a laspasadas liviandades: don Quintín, barruntando que en aquello andabaJuan, calló seguro de que Cristeta le hablaría luego reservadamente.

No se había equivocado. Cuando tío y sobrina se quedaron solos, dijoella con la energía de quien no admite contradicción:

—Óigame usted bien, tío. Quiero irme a vivir solita, porque me conviene;no hay fuerzas humanas que me hagan desistir. Y

le advierto a usted unacosa: que sé todo lo que se trae usted con la Carolina, la que estaba decorista cuando yo trabajaba. Y hasta me malicio que si le han quitado austed el estanco, es porque no piensa usted más que en ella ni se cuidausted de nada, y a eso se han agarrao.

Don Quintín abrió desmesuradamente los ojos.

—Bueno—continuó Cristeta—; pues no quiero que nadie, ¿lo entiendeusted?, que absolutamente nadie sepa dónde voy a vivir.

Venga quienvenga, usted como si no supiese jota. Mientras yo no disponga otra cosa.

—¿Y si viene don Juan?

—A ése menos que a nadie.

—¿Pero qué líos traes entre manos?

—A su tiempo se sabrá todo; ahora no. Y le advierto a usted que ya puedeenseñar bien la lección a la tía. Compónganselas ustedes como quieran;pero en cuantito que digan a alguien, sea quien fuere, mi paradero,vengo y le cuento a la tía de pe a pa todas sus trapisondas de usted; lode Mariquilla, que si no fue...

no quedó por usted, y lo de esta malapécora de ahora, que le tiene a usted sorbido el seso.

—¡Chiquilla! Yo hago de mi capa...

—Usted no hace más que tonterías. Clarito; armo la de Dios es Cristo, yentre la tía y Carola le sacan a usted los ojos. Usted verá lo que ha dehacer para tenerme contenta; en cambio, le daré a usted de cuando encuando lo que pueda, no por ayudarle a mantener vicios, ¿estamos? sinopara que no meta usted mano al cajón y evitar disgustos a la tía, porqueesa chifladura de hacerse el enamorado no habrá medio de quitársela austed de la cabeza...

es cosa de los años.

—Muchacha... ¿es que vas a darme lecciones? ¿Te has vuelto loca?

—Usted sí que está chocho; pero yo no puedo evitarlo. ¿Qué adelantaríacon tirar de la manta? La tía se moría del sofocón.

—O me ahogaba.

—Pues lo dicho. En cuanto alguien sepa, por culpa de usted, dónde vivoyo, sabrá doña Frasquita dónde tiene usted la querida.

Tan vanidoso es el hombre, que la palabra querida sonó en los oídos dedon Quintín como una música deliciosa. Luego, por la cuenta que letraía, convenció a su mujer de que a Cristeta le era indispensable vivirsola. Ambos viejos, medio en serio, medio en broma, la llamarondescastada, ingratona y mala cabeza; pero se conformaron, quedandoresuelto que a nadie dirían su paradero.

Aquella tarde Cristeta permaneció encerrada en su cuarto arreglandoropas y baúles, y al día siguiente salió muy de mañana, tan pobrementevestida, que parecía una modistilla.

Desde la Plaza Mayor bajó por lacalle de Toledo, torció luego hacia la derecha, a los pocos minutos demarcha se detuvo en una calle cercana a San Francisco el Grande, miró elnúmero de una casa, entró en el portal sin vacilar, subió la escalera, yen uno de los pisos altos llamó. A los pocos segundos le abría la puertauna joven, guapetona y de fisonomía inteligente. Se llamaba Inés, yhabía sido criada de doña Frasquita, de cuya casa salió para casarse conun ex—cochero que, tras haber servido a un grande, con la protección deéste y sus propios ahorros, estableció un servicio de carruajes porabono.

Mientras duró el noviazgo de Inés y Manolo, que así se llamaba el mozo,Cristeta compadecida de ellos, les protegió cuanto pudo, facilitandosalidas a la muchacha, disculpándola si tardaba, y hasta espumando elpuchero cuando la enamorada se entretenía un rato en la esquinainmediata. Por último, al celebrarse la boda se prestó a ser madrina, ennombre de una condesa a quien había servido el novio, y desde entonces,agradecida la pareja, aunque parezca inverosímil, mostró siempre cariñoa la señorita Cristeta, sin parar mientes en que, a pesar de esteseñorío, eran ellos casi ricos con relación a la sobrina de losestanqueros.

Al verse Inés y Cristeta cruzaron unas cuantas frases llanamenteafectuosas, y según hablaban fueron entrando a un cuarto, en cuyasparedes se veía hasta media docena de litografías con color querepresentaban caballos y carruajes de distintas formas, láminasarrancadas sin duda del catálogo de algún constructor de coches.Componían el modesto mueblaje una consola, sillas de tapicería muyusadas, procedentes de casa de los condes, y un sofá de gutapercha enplena decrepitud.

Sobre la consola había un santo bajo fanal, dosfloreros de loza con ramos de mano y varias fotografías; el retrato dela condesa con galas de baile, haciendo pareja a éste el de Cristeta entraje de teatro, el del conde a caballo y, por último, los de Manolo eInés, él con capa y ella con mantilla de casco.

Grave y trascendental debió de ser lo que trataron ambas mujeres, porquea pesar de hallarse solas, Cristeta bajó la voz cuanto pudo, limitándoseInés a contestar con inclinaciones de cabeza y caídas de párpados, quedenotaban conformidad y sumisión. Después el diálogo se hizo másentrecortado, pero tan a la sordina, que quien hubiese estado cercahabría oído unas palabras sí y otras no, quedando, por lo tanto,incompleto y truncado el sentido de las frases. Por ejemplo: Cristeta.—No sé..., dos, tres meses... Esencial..., niñera.

Inés.—Sí..., doña Jesualda..., don Pedro, casa vieja..., eladministrador conocido... Chico... mañana iremos juntas.

Cristeta.—Berlina..., tu marido. Los sitios convenidos de antemano...¿Comprendes?

Inés.—Hablarán ustedes.

La conversación se prolongó mucho, y al final hablaron un poco más alto,refiriéndose a lo anteriormente dicho.

Inés.—Todo se arreglará.

Cristeta.—Convéncele tú.

Inés.—Mañana sin falta.

Cristeta.—No tengo más esperanza.

Inés.—¿Quién sabe?

Cristeta.—Tómalo con empeño.

Inés.—Vaya usted tranquila, y hasta mañana...; pero, la verdad....¡qué granujas son los hombres!

Cristeta.—Y nosotras, ¡qué simples!

Inés.—No, pues si todas fuéramos tan listas come usted,

¡pobrecitos!

Cristeta.—Con eso y con que no me sirva de nada...

Inés.—Adiós, señorita.

Aquella misma noche discutieron marido y mujer el caso, hasta que élcedió a los deseos que tenía ella de complacer a la que fue protectorade su amor.

Volvió Cristeta al día siguiente, y en la misma salita de la víspera fuerecibida por Inés, que la estaba esperando, acompañada de una mujerentrada en años, corpulenta, ex—

guapa, muy achulada y al parecer amable.Inés dijo presentándolas mutuamente:

—Esta es la señorita de quien hemos hablado, aquí tiene usted a doñaJesualda. A ver si se entienden ustedes.

La Jesualda habitaba un cuarto tercero interior de una casa de la callede Don Pedro; h