Don Quijote by Miguel de Cervantes Saavedra - HTML preview

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perlas,

cada

cual

como

una

agalla,

que,

a

no

tener

compañeras,

Las

solas

fueran

llamadas!

No

mires

de

tu

Tarpeya

este

incendio

que

me

abrasa,

Nerón

manchego

del

mundo,

ni

le

avives

con

tu

saña.

Niña

soy,

pulcela

tierna,

mi

edad

de

quince

no

pasa:

catorce

tengo

y

tres

meses,

te

juro

en

Dios

y

en

mi

ánima.

No

soy

renca,

ni

soy

coja,

ni

tengo

nada

de

manca;

los

cabellos,

como

lirios,

que,

en

pie,

por

el

suelo

arrastran.

Y,

aunque

es

mi

boca

aguileña

y

la

nariz

algo

chata,

ser

mis

dientes

de

topacios

mi

belleza

al

cielo

ensalza.

Mi

voz,

ya

ves,

si

me

escuchas,

que

a

la

que

es

más

dulce

iguala,

y

soy

de

disposición

algo

menos

que

mediana.

Estas

y

otras

gracias

mías,

son

despojos

de

tu

aljaba;

desta

casa

soy

doncella,

y Altisidora me llaman.

Aquí dio fin el canto de la malferida Altisidora, y comenzó el asombro delrequirido don Quijote, el cual, dando un gran suspiro, dijo entre sí:

— ¡Que tengo de ser tan desdichado andante, que no ha de haber doncella queme mire que de mí no se enamore...! ¡Que tenga de ser tan corta de venturala sin par Dulcinea del Toboso, que no la han de dejar a solas gozar de laincomparable firmeza mía...! ¿Qué la queréis, reinas? ¿A qué la perseguís,emperatrices? ¿Para qué la acosáis, doncellas de a catorce a quince años?Dejad, dejad a la miserable que triunfe, se goce y ufane con la suerte queAmor quiso darle en rendirle mi corazón y entregarle mi alma. Mirad,caterva enamorada, que para sola Dulcinea soy de masa y de alfenique, ypara todas las demás soy de pedernal; para ella soy miel, y para vosotrasacíbar; para mí sola Dulcinea es la hermosa, la discreta, la honesta, lagallarda y la bien nacida, y las demás, las feas, las necias, las livianasy las de peor linaje; para ser yo suyo, y no de otra alguna, me arrojó lanaturaleza al mundo. Llore o cante Altisidora; desespérese Madama, porquien me aporrearon en el castillo del moro encantado, que yo tengo de serde Dulcinea, cocido o asado, limpio, bien criado y honesto, a pesar detodas las potestades hechiceras de la tierra.

Y, con esto, cerró de golpe la ventana, y, despechado y pesaroso, como sile hubiera acontecido alguna gran desgracia, se acostó en su lecho, dondele dejaremos por ahora, porque nos está llamando el gran Sancho Panza, quequiere dar principio a su famoso gobierno.

Capítulo XLV. De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula, ydel modo que comenzó a gobernar

¡Oh perpetuo descubridor de los antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo,meneo dulce de las cantimploras, Timbrio aquí, Febo allí, tirador acá,médico acullá, padre de la Poesía, inventor de la Música: tú que siempresales, y, aunque lo parece, nunca te pones! A ti digo, ¡oh sol, con cuyaayuda el hombre engendra al hombre!; a ti digo que me favorezcas, yalumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por suspuntos en la narración del gobierno del gran Sancho Panza; que sin ti, yome siento tibio, desmazalado y confuso.

Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hastamil vecinos, que era de los mejores que el duque tenía. Diéronle a entenderque se llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamabaBaratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno.

Alllegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento delpueblo a recebirle; tocaron las campanas, y todos los vecinos dieronmuestras de general alegría, y con mucha pompa le llevaron a la iglesiamayor a dar gracias a Dios, y luego, con algunas ridículas ceremonias, leentregaron las llaves del pueblo, y le admitieron por perpetuo gobernadorde la ínsula Barataria.

El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador teníaadmirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aun a todoslos que lo sabían, que eran muchos. Finalmente, en sacándole de la iglesia,le llevaron a la silla del juzgado y le sentaron en ella; y el mayordomodel duque le dijo:

— Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador, que el que viene atomar posesión desta famosa ínsula está obligado a responder a una preguntaque se le hiciere, que sea algo intricada y dificultosa, de cuya respuestael pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador; y así, ose alegra o se entristece con su venida.

En tanto que el mayordomo decía esto a Sancho, estaba él mirando unasgrandes y muchas letras que en la pared frontera de su silla estabanescritas; y, como él no sabía leer, preguntó que qué eran aquellas pinturasque en aquella pared estaban. Fuele respondido:

— Señor, allí esta escrito y notado el día en que Vuestra Señoría tomóposesión desta ínsula, y dice el epitafio: Hoy día, a tantos de tal mes yde tal año, tomó la posesión desta ínsula el señor don Sancho Panza, quemuchos años la goce.

— Y ¿a quién llaman don Sancho Panza? —preguntó Sancho.

— A vuestra señoría —respondió el mayordomo—, que en esta ínsula no haentrado otro Panza sino el que está sentado en esa silla.

— Pues advertid, hermano —dijo Sancho—, que yo no tengo don, ni en todo milinaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mipadre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de donesni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe de haber más dones quepiedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá ser que, si el gobierno medura cuatro días, yo escardaré estos dones, que, por la muchedumbre, debende enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su pregunta el señormayordomo, que yo responderé lo mejor que supiere, ora se entristezca o nose entristezca el pueblo.

A este instante entraron en el juzgado dos hombres, el uno vestido delabrador y el otro de sastre, porque traía unas tijeras en la mano, y elsastre dijo:

— Señor gobernador, yo y este hombre labrador venimos ante vuestra merced enrazón que este buen hombre llegó a mi tienda ayer (que yo, con perdón delos presentes, soy sastre examinado, que Dios sea bendito), y, poniéndomeun pedazo de paño en las manos, me preguntó: ''Señor,

¿habría en estopaño harto para hacerme una caperuza?'' Yo, tanteando el paño, le respondíque sí; él debióse de imaginar, a lo que yo imagino, e imaginé bien, quesin duda yo le quería hurtar alguna parte del paño, fundándose en sumalicia y en la mala opinión de los sastres, y replicóme que mirase sihabría para dos; adivinéle el pensamiento y díjele que sí; y él, caballeroen su dañada y primera intención, fue añadiendo caperuzas, y yo añadiendosíes, hasta que llegamos a cinco caperuzas, y ahora en este punto acaba devenir por ellas: yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura, antes mepide que le pague o vuelva su paño.

— ¿Es todo esto así, hermano? —preguntó Sancho.

— Sí, señor —respondió el hombre—, pero hágale vuestra merced que muestrelas cinco caperuzas que me ha hecho.

— De buena gana —respondió el sastre.

Y, sacando encontinente la mano debajo del herreruelo, mostró en ella cincocaperuzas puestas en las cinco cabezas de los dedos de la mano, y dijo:

— He aquí las cinco caperuzas que este buen hombre me pide, y en Dios y enmi conciencia que no me ha quedado nada del paño, y yo daré la obra a vistade veedores del oficio.

Todos los presentes se rieron de la multitud de las caperuzas y del nuevopleito. Sancho se puso a considerar un poco, y dijo:

— Paréceme que en este pleito no ha de haber largas dilaciones, sino juzgarluego a juicio de buen varón; y así, yo doy por sentencia que el sastrepierda las hechuras, y el labrador el paño, y las caperuzas se lleven a lospresos de la cárcel, y no haya más.

Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero movió a admiración a loscircunstantes, ésta les provocó a risa; pero, en fin, se hizo lo que mandóel gobernador; ante el cual se presentaron dos hombres ancianos; el unotraía una cañaheja por báculo, y el sin báculo dijo:

— Señor, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro,por hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese cuandose los pidiese; pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle enmayor necesidad de volvérmelos que la que él tenía cuando yo se los presté;pero, por parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido una ymuchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice quenunca tales diez escudos le presté, y que si se los presté, que ya me losha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque nome los ha vuelto; querría que vuestra merced le tomase juramento, y sijurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante deDios.

— ¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo? —dijo Sancho.

A lo que dijo el viejo:

— Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuestra merced esa vara; y,pues él lo deja en mi juramento, yo juraré como se los he vuelto y pagadoreal y verdaderamente.

Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del báculo dio el báculoal otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazaramucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo que era verdadque se le habían prestado aquellos diez escudos que se le pedían; pero queél se los había vuelto de su mano a la suya, y que por no caer en ello selos volvía a pedir por momentos. Viendo lo cual el gran gobernador,preguntó al acreedor qué respondía a lo que decía su contrario; y dijo quesin duda alguna su deudor debía de decir verdad, porque le tenía por hombrede bien y buen cristiano, y que a él se le debía de haber olvidado el cómoy cuándo se los había vuelto, y que desde allí en adelante jamás le pidiríanada. Tornó a tomar su báculo el deudor, y, bajando la cabeza, se salió deljuzgado. Visto lo cual Sancho, y que sin más ni más se iba, y viendotambién la paciencia del demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho, y,poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las narices,estuvo como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la cabeza y mandóque le llamasen al viejo del báculo, que ya se había ido. Trujéronsele, y,en viéndole Sancho, le dijo:

— Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he menester.

— De muy buena gana —respondió el viejo—: hele aquí, señor.

Y púsosele en la mano. Tomóle Sancho, y, dándosele al otro viejo, le dijo:

— Andad con Dios, que ya vais pagado.

— ¿Yo, señor? —respondió el viejo—. Pues, ¿vale esta cañaheja diez escudosde oro?

— Sí —dijo el gobernador—; o si no, yo soy el mayor porro del mundo. Y ahorase verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.

Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízoseasí, y en el corazón della hallaron diez escudos en oro. Quedaron todosadmirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón.

Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja estabanaquellos diez escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo quejuraba, a su contrario, aquel báculo, en tanto que hacía el juramento, yjurar que se los había dado real y verdaderamente, y que, en acabando dejurar, le tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación que dentro délestaba la paga de lo que pedían. De donde se podía colegir que los quegobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en susjuicios; y más, que él había oído contar otro caso como aquél al cura de sulugar, y que él tenía tan gran memoria, que, a no olvidársele todo aquellode que quería acordarse, no hubiera tal memoria en toda la ínsula.Finalmente, el un viejo corrido y el otro pagado, se fueron, y lospresentes quedaron admirados, y el que escribía las palabras, hechos ymovimientos de Sancho no acababa de determinarse si le tendría y pondríapor tonto o por discreto.

Luego, acabado este pleito, entró en el juzgado una mujer asida fuertementede un hombre vestido de ganadero rico, la cual venía dando grandes voces,diciendo:

— ¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, lairé a buscar al cielo! Señor gobernador de mi ánima, este mal hombre me hacogido en la mitad dese campo, y se ha aprovechado de mi cuerpo como sifuera trapo mal lavado, y, ¡desdichada de mí!, me ha llevado lo que yotenía guardado más de veinte y tres años ha, defendiéndolo de moros ycristianos, de naturales y estranjeros; y yo, siempre dura como unalcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en el fuego, o comola lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con susmanos limpias a manosearme.

— Aun eso está por averiguar: si tiene limpias o no las manos este galán— dijo Sancho.

Y, volviéndose al hombre, le dijo qué decía y respondía a la querella deaquella mujer. El cual, todo turbado, respondió:

— Señores, yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salíadeste lugar de vender, con perdón sea dicho, cuatro puercos, que mellevaron de alcabalas y socaliñas poco menos de lo que ellos valían;volvíame a mi aldea, topé en el camino a esta buena dueña, y el diablo, quetodo lo añasca y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos; paguéle losoficiente, y ella, mal contenta, asió de mí, y no me ha dejado hastatraerme a este puesto. Dice que la forcé, y miente, para el juramento quehago o pienso hacer; y ésta es toda la verdad, sin faltar meaja.

Entonces el gobernador le preguntó si traía consigo algún dinero en plata;él dijo que hasta veinte ducados tenía en el seno, en una bolsa de cuero.Mandó que la sacase y se la entregase, así como estaba, a la querellante;él lo hizo temblando; tomóla la mujer, y, haciendo mil zalemas a todos yrogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así miraba porlas huérfanas menesterosas y doncellas; y con esto se salió del juzgado,llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero miró si era deplata la moneda que llevaba dentro.

Apenas salió, cuando Sancho dijo al ganadero, que ya se le saltaban laslágrimas, y los ojos y el corazón se iban tras su bolsa:

— Buen hombre, id tras aquella mujer y quitadle la bolsa, aunque no quiera,y volved aquí con ella.

Y no lo dijo a tonto ni a sordo, porque luego partió como un rayo y fue alo que se le mandaba.

Todos los presentes estaban suspensos, esperando elfin de aquel pleito, y de allí a poco volvieron el hombre y la mujer másasidos y aferrados que la vez primera: ella la saya levantada y en elregazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quitársela; mas no eraposible, según la mujer la defendía, la cual daba voces diciendo:

— ¡Justicia de Dios y del mundo! Mire vuestra merced, señor gobernador, lapoca vergüenza y el poco temor deste desalmado, que, en mitad de poblado yen mitad de la calle, me ha querido quitar la bolsa que vuestra mercedmandó darme.

— Y ¿háosla quitado? —preguntó el gobernador.

— ¿Cómo quitar? —respondió la mujer—. Antes me dejara yo quitar la vida queme quiten la bolsa. ¡Bonita es la niña! ¡Otros gatos me han de echar a lasbarbas, que no este desventurado y asqueroso! ¡Tenazas y martillos, mazos yescoplos no serán bastantes a sacármela de las uñas, ni aun garras deleones: antes el ánima de en mitad en mitad de las carnes!

— Ella tiene razón —dijo el hombre—, y yo me doy por rendido y sin fuerzas,y confieso que las mías no son bastantes para quitársela, y déjola.

Entonces el gobernador dijo a la mujer:

— Mostrad, honrada y valiente, esa bolsa.

Ella se la dio luego, y el gobernador se la volvió al hombre, y dijo a laesforzada y no forzada:

— Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defenderesta bolsa le mostrárades, y aun la mitad menos, para defender vuestrocuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, ymucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula ni en seis

leguas

a

laredonda,

so

pena

de

docientos

azotes. ¡Andad

luego

digo,

churrillera,desvergonzada y embaidora!

Espantóse la mujer y fuese cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijoal hombre:

— Buen hombre, andad con Dios a vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquíadelante, si no le queréis perder, procurad que no os venga en voluntad deyogar con nadie.

El hombre le dio las gracias lo peor que supo, y fuese, y los circunstantesquedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevogobernador. Todo lo cual, notado de su coronista, fue luego escrito alduque, que con gran deseo lo estaba esperando.

Y quédese aquí el buen Sancho, que es mucha la priesa que nos da su amo,alborozado con la música de Altisidora.

Capítulo XLVI. Del temeroso espanto cencerril y gatuno que recibió donQuijote en el discurso de los amores de la enamorada Altisidora

Dejamos al gran don Quijote envuelto en los pensamientos que le habíancausado la música de la enamorada doncella Altisidora. Acostóse con ellos,y, como si fueran pulgas, no le dejaron dormir ni sosegar un punto, yjuntábansele los que le faltaban de sus medias; pero, como es ligero eltiempo, y no hay barranco que le detenga, corrió caballero en las horas, ycon mucha presteza llegó la de la mañana. Lo cual visto por don Quijote,dejó las blandas plumas, y, no nada perezoso, se vistió su acamuzadovestido y se calzó sus botas de camino, por encubrir la desgracia de susmedias; arrojóse encima su mantón de escarlata y púsose en la cabeza unamontera de terciopelo verde, guarnecida de pasamanos de plata; colgó eltahelí de sus hombros con su buena y tajadora espada, asió un gran rosarioque consigo contino traía, y con gran prosopopeya y contoneo salió a laantesala, donde el duque y la duquesa estaban ya vestidos y comoesperándole; y, al pasar por una galería, estaban aposta esperándoleAltisidora y la otra doncella su amiga, y, así como Altisidora vio a donQuijote, fingió desmayarse, y su amiga la recogió en sus faldas, y con granpresteza la iba a desabrochar el pecho. Don Quijote, que lo vio, llegándosea ellas, dijo:

— Ya sé yo de qué proceden estos accidentes.

— No sé yo de qué —respondió la amiga—, porque Altisidora es la doncella mássana de toda esta casa, y yo nunca la he sentido un ¡ay! en cuanto ha quela conozco, que mal hayan cuantos caballeros andantes hay en el mundo, sies que todos son desagradecidos. Váyase vuesa merced, señor don Quijote,que no volverá en sí esta pobre niña en tanto que vuesa merced aquíestuviere.

A lo que respondió don Quijote:

— Haga vuesa merced, señora, que se me ponga un laúd esta noche en miaposento, que yo consolaré lo mejor que pudiere a esta lastimada doncella;que en los principios amorosos los desengaños prestos suelen ser remedioscalificados.

Y con esto se fue, porque no fuese notado de los que allí le viesen. No sehubo bien apartado, cuando, volviendo en sí la desmayada Altisidora, dijo asu compañera:

— Menester será que se le ponga el laúd, que sin duda don Quijote quieredarnos música, y no será mala, siendo suya.

Fueron luego a dar cuenta a la duquesa de lo que pasaba y del laúd quepedía don Quijote, y ella, alegre sobremodo, concertó con el duque y consus doncellas de hacerle una burla que fuese más risueña que dañosa, y conmucho contento esperaban la noche, que se vino tan apriesa como se habíavenido el día, el cual pasaron los duques en sabrosas pláticas con donQuijote. Y la duquesa aquel día real y verdaderamente despachó a un pajesuyo, que había hecho en la selva la figura encantada de Dulcinea, a TeresaPanza, con la carta de su marido Sancho Panza, y con el lío de ropa quehabía dejado para que se le enviase, encargándole le trujese buenarelación de todo lo que con ella pasase.

Hecho esto, y llegadas las once horas de la noche, halló don Quijote unavihuela en su aposento; templóla, abrió la reja, y sintió que andaba genteen el jardín; y, habiendo recorrido los trastes de la vihuela y afinándolalo mejor que supo, escupió y remondóse el pecho, y luego, con una vozronquilla, aunque entonada, cantó el siguiente romance, que él mismo aqueldía había compuesto:

-Suelen

las

fuerzas

de

amor

sacar

de

quicio

a

las

almas,

tomando

por

instrumento

la

ociosidad

descuidada.

Suele

el

coser

y

el

labrar,

y

el

estar

siempre

ocupada,

ser

antídoto

al

veneno

de

las

amorosas

ansias.

Las

doncellas

recogidas

que

aspiran

a