Cuentos de Amor de Locura y de Muerte by Horacio Quiroga - HTML preview

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Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y elhorizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patasdelanteras y sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse,decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado unpique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente eldedo enfermo.

—No podía caminar—exclamó, en conclusión.

Old no entendió a qué se refería. Milk agregó:

—Hay muchos piques.

Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después delargo rato:

—Hay muchos piques.

Callaron de nuevo, convencidos.

El sol salió, y en el primer baño de luz, las pavas del monte lanzaronal aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros,dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicieen beato pestañeo. Poco a poco, la pareja aumentó con la llegada delos otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labiosuperior, partido por un coatí, dejaba ver dos dientes, e Isondú, denombre indígena. Los cinco fox-terriers, tendidos y muertos debienestar, durmieron.

Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto delbizarro rancho de dos pisos—el inferior de barro y el alto de madera,con corredores y baranda de chalet—habían sentido los pasos de sudueño que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, sedetuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya.Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente, tras su solitariavelada de whisky, más prolongada que las habituales.

Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perrosconocen el menor indicio de borrachera en su amo. Se alejaron conlentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizopresto abandonar aquél por la sombra de los corredores.

El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco,límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener enfusión el cielo, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojadaen costras blanquecinas. Míster Jones fué a la chacra, miró el trabajodel día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada.Almorzó y subió a dormir la siesta.

Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora defuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron losperros, muy amigos del cultivo, desde que el invierno pasado habíanaprendido a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantabael arado. Cada uno se echó bajo un algodonero, acompañando con sujadeo los golpes sordos de la azada.

Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y enceguecientede sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierraremovida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre lacabeza, rodeada hasta los hombros por el flotante pañuelo, con elmutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban de planta, enprocura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga losobligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.

Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que nisiquiera se había intentado arar.

Allí, el cachorro vió de pronto amíster Jones que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old sepuso en pie, meneando el rabo. Los otros levantáronse también,pero erizados.

—Es el patrón,—exclamó el cachorro, sorprendido.

—No, no es él,—replicó Dick.

Los cuatro perros estaban juntos gruñendo sordamente, sin apartar losojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro,incrédulo, fué a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:

—No es él, es la Muerte.

El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.

—¿Es el patrón muerto?—preguntó ansiosamente. Los otros, sinresponderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud demiedoso ataque. Sin moverse, míster Jones se desvaneció en el aireondulante.

Al oir los ladridos, los peones habían levantado la vista, sindistinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algúncaballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.

Los fox-terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizadoaún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo dela experiencia de sus compañeros, que cuando una cosa va a morir,aparece antes.

—¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón?—preguntó.

—Porque no era él,—le respondieron displicentes.

Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, laspatadas, estaba sobre ellos. Pasaron el resto de la tarde al lado desu patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saberadonde. Míster Jones sentíase satisfecho de su guardiana inquietud.

Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en lacalma de la noche plateada, los perros se estacionaron alrededor delrancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada dewhisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la doble caída de lasbotas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces,sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casadormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozosconvulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, quela voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban elsollozo de nuevo. El cachorro ladraba. Había pasado media hora, y loscuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocicoextendido e hinchado de lamentos—bien alimentados y acariciados porel dueño que iban a perder—

continuaban llorando su doméstica miseria.

A la mañana siguiente míster Jones fué él mismo a buscar las mulas ylas unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estabasatisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nuncabien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido delas mulas, la carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas;pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había notado unafalla, se rompió al armarla.

Mandó un peón al obraje próximo,recomendándole el caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó lacabeza al sol fundente de mediodía e insistió en que no galopara unmomento. Almorzó en seguida y subió. Los perros, que en la mañana nohabían dejado un momento a su patrón, se quedaron en los corredores.

La siesta pesaba, agobiaba de luz y silencio. Todo el contorno estababrumoso por las quemazones.

Alrededor del rancho, la tierra blanquizcadel patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse entrémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de losfox-terriers.

—No ha aparecido más—dijo Milk.

Old, al oir

aparecido

, levantó las orejas sobre los ojos.

Esta vez el cachorro, incitado por la evocación, se puso en pie yladró, buscando a qué. Al rato el grupo calló, entregado de nuevo a sudefensiva cacería de moscas.

—No vino más—dijo Isondú.

—Había una lagartija bajo el raigón,—recordó por primera vez Prince.

Una gallina, el pico abierto y las alas caídas y apartadas del cuerpo,cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince lasiguió perezosamente con la vista, y saltó de golpe:

—¡Viene otra vez!—gritó.

Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido elpeón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con prudentefuria a la Muerte que se acercaba. El animal caminaba con la cabezabaja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que iba a seguir. Al pasarfrente al rancho dió unos cuantos pasos en dirección al pozo, y sedegradó progresivamente en la cruda luz.

Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montajede la carpidora, cuando vió llegar inesperadamente al peón a caballo.A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora.Culpólo, con toda su lógica nacional, a lo que el otro respondía conevasivas razones. Apenas libre y concluída su misión, el pobrecaballo, en cuyos ijares era imposible contar el latido, temblóagachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó al peón ala chacra, aún rebenque en mano, para no echarlo si continuaba oyendosus jesuíticas disculpas.

Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón,se había conformado con el caballo.

Sentíanse alegres, libres depreocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras elpeón, cuando oyeron a míster Jones que gritaba a éste, lejos ya,pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado,el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó sucasco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como unpeón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.

Los perros le acompañaron, pero se detuvieron a la sombra del primeralgarrobo; hacía demasiado calor.

Desde allí, firmes en las patas, elceño contraído y atento, lo veían alejarse. Al fin el temor a lasoledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.

Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia,desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línearecta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, eldiluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado, retoñado desdeque hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas enbóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. Latarea, seria ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Míster Joneslo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante ypolvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatigay acres vahos de nitratos.

Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecerquieto bajo ese sol y ese cansancio; marchó de nuevo. Al calorquemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahorael sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y nose sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíacaque no permitía concluir la respiración.

Míster Jones se convenció de que había traspasado su límite deresistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido delas carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza leempujaran violentamente el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando elpasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez… y depronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminadomedia cuadra, sin darse cuenta de nada. Miró atrás y la cabeza se lefué en un nuevo vértigo.

Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua defuera. A veces, agotados, deteníanse en la sombra de un espartillo; sesentaban precipitando su jadeo, pero volvían al tormento del sol. Alfin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.

Fué en ese momento cuando Old, que iba adelante, vió tras el alambradode la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba haciaellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza y confrontó.

—¡La Muerte, la Muerte!—aulló.

Los otros la habían visto también, y ladraban erizados. Vieron queatravesaba el alambrado, y un instante creyeron que se iba aequivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo consus ojos celestes, y marchó adelante.

—¡Que no camine ligero el patrón!—exclamó Prince.

—¡Va a tropezar con él!—aullaron todos.

En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero nodirectamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y enapariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro demíster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía,porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata,sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Hundieron el rabo ycorrieron de costado, aullando. Pasó un segundo, y el encuentro seprodujo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.

Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, perofué inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, suhermano materno, fué de Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra yen cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida. Los indios serepartieron los perros que vivieron en adelante flacos y sarnosos, eiban todas las tardes con hambriento sigilo a comer espigas de maíz enlas chacras ajenas.

#EL ALAMBRE DE PUA#

Durante quince días el alazán había buscado en vano la senda por dondesu compañero se escapaba del potrero. El formidable cerco, decapuera—desmonte que ha rebrotado inextricable—no permitía paso niaún a la cabeza del caballo. Evidentemente, no era por allí por dondeel malacara pasaba.

Ahora recorría de nuevo la chacra, trotando inquieto con la cabezaalerta. De la profundidad del monte, el malacara respondía a losrelinchos vibrantes de su compañero, con los suyos cortos y rápidos,en que había sin duda una fraternal promesa de abundante comida. Lomás irritante para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tresveces en el día para beber. Prometíase aquél entonces no abandonar uninstante a su compañero, y durante algunas horas, en efecto, la parejapastaba en admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su sogaa rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darsecuenta de su soledad, se lanzaba en su persecución, hallaba el monteinextricable. Esto sí, de adentro, muy cerca aún, el maligno malacararespondía a sus desesperados relinchos, con un relinchillo aboca llena.

Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muysencillamente: Cruzando por frente al chircal que desde el monteavanzaba cincuenta metros en el campo, vió un vago sendero que locondujo en perfecta línea oblicua al monte. Allí estaba el malacara,deshojando árboles.

La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, habíahallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado.Repitió su avance a través del chircal, hasta llegar a conocerperfectamente la entrada del túnel. Entonces usó del viejo camino quecon el alazán habían formado a lo largo de la línea del monte. Y aquíestaba la causa del trastorno del alazán: la entrada de la sendaformaba una línea sumamente oblicua con el camino de los caballos, demodo que el alazán, acostumbrado a recorrer ésta de sur a norte yjamás de norte a sur, no hubiera hallado jamás la brecha.

En un instante estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin máspreocupación que la de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, losdos caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que sabían yade memoria.

El monte, sumamente raleado, permitía un fácil avance, aún a caballos.Del bosque no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metrosde ancho. Tras él, una capuera de dos años se empenachaba de tabacosalvaje. El viejo alazán, que en su juventud había correteado capuerashasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigió la marcha, y en mediahora los tabacos inmediatos quedaron desnudos de hojas hasta dondealcanza un pescuezo de caballo.

Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron lacapuera hasta que un alambrado los detuvo.

—Un alambrado,—dijo el alazán.

—Sí, alambrado,—asintió el malacara. Y ambos, pesando la cabezasobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veíaun alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal yuna plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero loscaballos entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado ala derecha.

Dos minutos después pasaban: un árbol, seco en pie por el fuego, habíacaído sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en quesus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por laescarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas.

—Es yerba,—constató el malacara, haciendo temblar los labios a mediocentímetro de las hojas coriáceas.

La decepción pudo haber sidogrande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo apasear. De modo que cortando oblicuamente el yerbal, prosiguieron sucamino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costeáronlocon tranquilidad grave y paciente, llegando así a una tranquera,abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en plenocamino real.

Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer teníatodo el aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertadpresente, había infinita distancia. Más por infinita que fuera, loscaballos pretendían prolongarla aún, y así, después de observar conperezosa atención los alrededores, quitáronse mutuamente la caspa delpescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su aventura.

El día, en verdad, favorecía tal estado de alma. La bruma matinal deMisiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo súbitamentepuro, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma,cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino detierra colorada cortaba el pasto delante de ellos con precisiónadmirable, descendía al valle blanco de espartillo helado, para tornara subir hasta el monte lejano. El viento, muy frío, cristalizaba aúnmás la claridad de la mañana de oro, y los caballos, que sentían defrente el sol, casi horizontal todavía, entrecerraban los ojos aldichoso deslumbramiento.

Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido deluz, hasta que al doblar una punta de monte, vieron a orillas delcamino cierta extensión de un verde inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Masen pleno invierno…

Y con las narices dilatadas de gula, los caballos se acercaron alalambrado. ¡Sí, pasto fino, pasto admirable!

¡Y entrarían, ellos, loscaballos libres!

Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían desde esamadrugada, alta idea de sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, nimonte, ni desmonte, nada era para ellos obstáculo. Habían visto cosasextraordinarias, salvando dificultades no creíbles, y se sentíangordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión másestrafalaria que ocurrírseles pudiera.

En este estado de énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacasdetenidas a orillas del camino, y encaminándose allá llegaron a latranquera, cerrada con cinco robustos palos. Las vacas estabaninmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable.

—¿Por qué no entran?—preguntó el alazán a las vacas.

—Porque no se puede—le respondieron.

—Nosotros pasamos por todas partes,—afirmó el alazán, altivo.—Desdehace un mes pasamos por todas partes.

Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramenteel sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar alos intrusos.

—Los caballos no pueden,—dijo una vaquillona movediza.—Dicen eso yno pasan por ninguna parte.

Nosotras sí pasamos por todas partes.

—Tienen soga—añadió una vieja madre sin volver la cabeza.

—¡Yo no, yo no tengo soga!—respondió vivamente el alazán.—Yo vivíaen las capueras y pasaba.

—¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden.

La vaquillona movediza intervino de nuevo:

—El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se loscontiene. ¿Y entonces?… ¿Ustedes no pasan?

—No, no pasamos,—repuso sencillamente el malacara, convencido por laevidencia.

—¡Nosotras sí!

Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que lasvacas, atrevidas y astutas, impenitentes invasoras de chacras y delCódigo Rural, tampoco pasaban la tranquera.

—Esta tranquera es mala,—objetó la vieja madre.—¡El sí! Corre lospalos con los cuernos.

—¿Quién?—preguntó el alazán.

Todas las vacas volvieron a él la cabeza con sorpresa.

—¡El toro, Barigüí! El puede más que los alambrados malos.

—¿Alambrados?… ¿Pasa?

—¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos después.

Los dos caballos, vueltos ya a su pacífica condición de animales a queun solo hilo contiene, se sintieron ingenuamente deslumbrados poraquel héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa más terribleque puede hallar el deseo de pasar adelante.

De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba eltoro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquilarecta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente suinferioridad.

Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca,intentó hacerla correr a un lado.

Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca nocorrió. Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzointeligente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena,había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas.

El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejosentrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogadosmugidos sibilantes.

Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban. En determinadolugar el toro pasó los cuernos bajo el alambre de púa, tendiéndoloviolentamente hacia arriba con el testuz, y la enorme bestia pasóarqueando el lomo. En cuatro pasos más estuvo entre la avena, y lasvacas se encaminaron entonces allá, intentando a su vez pasar. Pero alas vacas falta evidentemente la decisión masculina de permitir en lapiel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, loretiraban presto con mareante cabeceo.

Los caballos miraban siempre.

—No pasan,—observó el malacara.

—El toro pasó,—repuso el alazán.—Come mucho.

Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerzade la costumbre, cuando un mugido, claro y berreante ahora, llegóhasta ellos: dentro del avenal, el toro, con cabriolas de falsoataque, bramaba ante el chacarero, que con un palo trataba dealcanzarlo.

—¡Añá!… Te voy a dar saltitos…—gritaba el hombre. Barigüí,siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los golpes.Maniobraron así cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo forzar ala bestia contra el alambrado. Pero ésta, con la decisión pesada ybruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo unagudo violineo de alambres y de grampas lanzadas a veinte metros.

Los caballos vieron cómo el hombre volvía precipitadamente a surancho, y tornaba a salir con el rostro pálido. Vieron también quesaltaba el alambrado y se encaminaba en dirección de ellos, por locual los compañeros, ante aquel paso que avanzaba decidido,retrocedieron por el camino en dirección a su chacra.

Como los caballos marchaban dócilmente a pocos pasos delante delhombre, pudieron llegar juntos a la chacra del dueño del toro,siéndoles dado oir la conversación.

Es evidente, por lo que de ello se desprende, que el hombre habíasufrido lo indecible con el toro del polaco.

Plantaciones, porinaccesibles que hubieran sido dentro del monte; alambrados, porgrande que fuera su tensión e infinito el número de hilos, todo loarrolló el toro con sus hábitos de pillaje. Se deduce también que losvecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño, por los incesantesdestrozos de aquella. Pero como los pobladores de la regióndifícilmente denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales, porduros que les sean, el toro proseguía comiendo en todas partes menosen la chacra de su dueño, el cual, por otro lado, parecía divertirsemucho con esto.

De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y alpolaco cazurro.

—¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro!

Acaba de pisotearme toda la avena. ¡Ya no se puede más!

El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con extraordinario ymeloso falsete.

—¡Ah, toro, malo! ¡Mí no puede! ¡Mí ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa!

¡Toro sigue vaca!

—¡Yo no tengo vacas, usted bien sabe!

—¡No, no! ¡Vaca Ramírez! ¡Mí queda loco, toro!

—Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo sabe también!

—¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe!…

—¡Bueno!, vea don Zaninski: yo no quiero cuestiones con vecinos, perotenga por última vez cuidado con su toro para que no entre por elalambrado del fondo; en el camino voy a poner alambre nuevo.

—¡Toro pasa por camino! ¡No fondo!

—Es que ahora no va a pasar por el camino.

—¡Pasa, toro! ¡No púa, no nada! ¡Pasa todo!

—No va a pasar.

—¿Qué pone?

—Alambre de púa… pero no va a pasar.

—¡No hace nada púa!

—Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si pasa se va alastimar.

El chacarero se fué. Es como lo anterior, evidente, que el malignopolaco, riéndose una vez más de las gracias del animal, compadeció, sicabe en lo posible, a su vecino que iba a construir un alambradoinfranqueable por su toro. Seguramente se frotó las manos:

—¡Mí no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena!

Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de suchacra, y un rato después llegaban al lugar en que Barigüí habíacumplido su hazaña. La bestia estaba allí siempre, inmóvil en mediodel camino, mirando con solemne vaciedad de idea desde hacía un cuartode hora, un punto fijo de la distancia. Detrás de él, las vacasdormitaban al sol ya caliente, rumiando.

Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieronlos ojos despreciativas:

—Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga.

—¡Barigüí sí pasó!

—A los caballos un solo hilo los contiene.

—Son flacos.

Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza:

—Nosotros no estamos flacos. Ustedes, sí están. No va a pasar másaquí,—añadió señalando los alambres caídos, obra de Barigüí.

—Barigüí pasa siempre! Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan.

—No va a pasar más. Lo dijo el hombre.

—El comió la avena del hombre. Nosotras pasamos después.

El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afectoal hombre que la vaca. De aquí que el malacara y el alazán tuvieran feen el alambrado que iba a construir el hombre.

La pareja prosiguió su camino, y momentos después, ante el campo libreque se abría ante ellos, los dos caballos bajaron la cabeza a comer,olvidándose de las vacas.

Tarde ya, cuando el sol acababa de entrarse, los dos caballos seacordaron del maíz y emprendieron el regreso. Vieron en el camino alchacarero que cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombrerubio, que detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar.

—Le digo que va a pasar,—decía el pasajero.

—No pasará dos veces,—replicaba el chacarero.

—¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Vaa pasar!

—No pasará dos veces,—repetía obstinadamente el otro.

Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas:

—… reir!

—… veremos.

Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés.El malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que noconocían, miraron perderse en el valle al hombre presuroso.

—¡Curioso!—observó el malacara después de largo rato.—El caballo vaal trote y el hombre al galope.

Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esamañana. Sobre el cielo pálido y frío, sus siluetas se destacaban ennegro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazándetrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz delsol, adquiría a esa hora crepuscular una transparencia casi fúnebre.El viento había cesado por completo, y con la calma del atardecer, enque el termómetro comenzaba a caer velozmente, el valle heladoexpandia su penetrante humedad, que se condensaba en rastreanteneblina en el fondo sombrío de las vertientes. Revivía, en la tierraya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando el caminocosteaba el monte, el ambiente, que se sentía de golpe más frío yhúmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume de azahar.

Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho,que hacía sonar el cajoncito de maíz, oyó su ansioso trémulo. El viejoalazán obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de laaventura, viéndose gratificado con una soga, a efectos de lo quepudiera pasar.

Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densaneblina, los caballos repitieron su es