Cuentos de Amor de Locura y de Muerte by Horacio Quiroga - HTML preview

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El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso.

Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelola mirada a su mujer.

—Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?

—No—repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manosle temblaban hasta dar lástima.

Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, enplena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salíande las órbitas.

—¡Dame el brillante!—clamó.—¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!

¡Dámelo!

—María…—tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.

—¡Ah!—rugió su mujer enloquecida.—¡Tú eres el ladrón, miserable!¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! Y creías que no me iba adesquitar… cornudo! ¡Ajá! Mírame… no se te había ocurrido nunca,¿eh?

¡Ah!—y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuandoKassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo deun botín.

—¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim miserable!

Kassim la ayudó a levantarse, lívido.

—Estás enferma, María. Después hablaremos… acuéstate.

—¡Mi brillante!

—Bueno, veremos si es posible… acuéstate.

—Dámelo!

La bola montó de nuevo a la garganta.

Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían unaseguridad matemática, faltaban pocas horas ya.

María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre conella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.

—Es mentira, Kassim—le dijo.

—¡Oh!—repuso Kassim sonriendo—no es nada.

—¡Te juro que es mentira!—insistió ella.

Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe cariño la mano.

—¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada.

Y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre lasmanos, lo siguió con la vista.

—Y no me dice más que eso…—murmuró. Y con una honda náusea poraquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fué a su cuarto.

No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vió luz en el taller; su maridocontinuaba trabajando. Una hora después, éste oyó un alarido.

—¡Dámelo!

—Sí, es para ti; falta poco, María—repuso presuroso, levantándose.Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo. A las dosde la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillanteresplandecía, firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fuéal dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en lablancura helada de su camisón y de la sábana.

Fué al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casidescubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más elcamisón desprendido.

Su mujer no lo sintió.

No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una durainmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del senodesnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfilerentero en el corazón de su mujer.

Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída depárpados. Los dedos se arqueron, y nada más.

La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló uninstante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando elsolitario quedó por fin perfectamente inmóvil, pudo entoncesretirarse, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.

#LA MUERTE DE ISOLDA#

Concluía el primer acto de

Tristán e Isolda

. Cansado de la agitaciónde ese día, me quedé en mi butaca, muy contento con la falta devecinos. Volví la cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en unpalco balcón.

Evidentemente, un matrimonio. El, un marido cualquiera, y tal vez porsu mercantil vulgaridad y la diferencia de año con su mujer, menos quecualquiera. Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezasque más que en el rostro, aún bien hermoso, están en la perfectasolidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los ojos.Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo más mínimoprovocativa; y esto es precisamente lo que no entenderán nuncalas mujeres.

La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, yporque cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente uncuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos.

Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestrasmiradas se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquellamirada vagando por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, alsentirla directamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor quehaya tenido nunca.

Fué aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en milargo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.

Fué asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante sumarido, el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otravez, pero en ese instante sentí que mi vecino de la izquierda mirabahacia allá, y después de un momento de inmovilidad de ambas partes, sesaludaron.

Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombrefeliz, y observé a mi compañero.

Era un hombre de más de treinta ycinco años, barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura,que expresaba inequívoca voluntad.

—Se conocen—me dije—y no poco.

En efecto, después de la mitad del acto mi vecino, que no había vueltoa apartar los ojos de la escena, los fijó en el palco. Ella, la cabezaun poco echada atrás, y en la penumbra, lo miraba también. Me pareciómás pálida aún. Se miraron fijamente, insistentemente, aislados delmundo en aquella recta paralela de alma a alma que los manteníainmóviles.

Durante el tercero, mi vecino no volvió un instante la cabeza. Peroantes de concluir aquél salió por el pasillo opuesto. Miré al palco, yella también se había retirado.

—Final de idilio—me dije melancólicamente.

El no volvió más y el palco quedó vacío.

* * * * *

—Sí, se repiten—sacudió amargamente la cabeza.—Todas lassituaciones dramáticas pueden repetirse, aún las más inverosímiles, yse repiten. Es menester vivir, y usted es muy muchacho… Y las de su Tristán

también, lo que no obsta para que haya allí el más sostenidoalarido de pasión que haya gritado alma humana… Yo quiero tantocomo usted a esa obra, y acaso más… No me refiero, querrá creer, aldrama de

Tristán

, con las treinta y dos situaciones del dogma, fuerade las cuales todas son repeticiones. No; la escena que vuelve comouna pesadilla, los personajes que sufren la alucinación de una dichamuerta, es otra cosa… Usted asistió al preludio de una de esasrepeticiones… Sí, ya sé que se acuerda… No nos conocíamos conusted entonces… Y precisamente a usted debía de hablarle de esto!Pero juzga mal lo que vió y creyó un acto mío feliz… ¡Feliz!…Oigame. ¡El buque parte dentro de un momento, y esta vez no vuelvomás… Le cuento esto a usted, como si se lo pudiera escribir, pordos razones: Primero, porque usted tiene un parecido pasmoso con loque era yo entonces—en lo bueno únicamente, por suerte.—Y segundo,porque usted, mi joven amigo, es perfectamente incapaz de pretenderla,después de lo que va a oir. Oigame:

La conocí hace diez años, y durante los seis meses que fuí su novio,hice cuanto me fué posible para que fuera mía. La quería mucho, yella, inmensamente a mí. Por esto cedió un día, y desde ese instante,privado de tensión, mi amor se enfrió.

Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella se embriagabacon la dicha de mi nombre—se me consideraba buen mozo entonces—yovivía en una esfera de mundo donde me era inevitable flirtear conmuchachas de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.

Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de garden party aun extremo tal, que me exasperé y la pretendí seriamente. Pero si mipersona era interesante para esos juegos, mi fortuna no alcanzaba aprometerle el tren necesario, y me lo dió a entender claramente.

Tenía razón, perfecta razón. En consecuencia flirteé con una amigasuya, mucho más fea, pero infinitamente menos hábil para estastorturas del tête-a-tête a diez centímetros, cuya gracia exclusivaconsiste en enloquecer a su flirt, manteniéndose uno dueño de sí. Yesta vez no fuí yo quien se exasperó.

Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo de romper conInés. Continuaba viéndola, y aunque no podía ella engañarse sobre elamortiguamiento de mi pasión, su amor era demasiado grande para noiluminarle los ojos de dicha cada vez que me veía entrar.

La madre nos dejaba solos; y aunque hubiera sabido lo que pasaba,habría cerrado los ojos para no perder la más vaga posibilidad desubir con su hija a una esfera mucho más alta.

Una noche fuí allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lomismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.

—Qué tienes—me dijo.

—Nada—le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Dejóhacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistemente. Al finapartó los ojos contraídos y entramos.

La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo unmomento y desapareció.

Romper, es palabra corta y fácil; pero comenzarlo…

Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó lamano de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.

—¡Es evidente!…—murmuró.

—Qué—le pregunté fríamente.

La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi voz, y su rostrose demudó:

—¡Que ya no me quieres!—articuló en una desesperada y lentaoscilación de cabeza.

—Esta es la quincuagésima vez que dices lo mismo—respondí.

No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya el comienzo.

Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apartando bruscamentemi mano y el cigarro, su voz se rompió:

—¡Esteban!

—Qué—torné a decirle.

Esta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás en elsofá, manteniendo fijo en la lámpara su rostro lívido. Pero un momentodespués su cara caía de costado bajo el brazo crispado al respaldo.

Pasó un rato aún. La injusticia de mi actitud—no veía más queinjusticia—acrecentaba el profundo disgusto de mí mismo. Por esocuando oí, o más bien sentí, que las lágrimas salían al fin, melevanté con un violento chasquido de lengua.

—Yo creía que no íbamos a tener más escenas—le dije paseándome.

No me respondió, y agregué:

—Pero que sea ésta la última.

Sentí que las lágrimas se detenían, y bajo ellas me respondió unmomento después:

—Como quieras.

Pero en seguida cayó sollozando sobre el sofá:

—¡Pero qué te hecho! ¡qué te he hecho!

—¡Nada!—le respondí.—Pero yo tampoco te he hecho nada a ti… Creoque estamos en el mismo caso.

Estoy harto de estas cosas!

Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés seincorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:

—Como quieras.

Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amorpropio, el vil amor propio tocado a vivo, me hizo responder:

—Perfectamente… Me voy. Que seas más feliz… otra vez.

No comprendió, y me miró con extrañeza. Había cometido la primerinfamia; y como en esos casos, sentí el vértigo de enlodarme más aún.

—¡Es claro!—apoyé brutalmente—porque de mí no has tenidoqueja…¿no?

Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarmeagradecida.

Comprendió más mi sonrisa que las palabras, y salí a buscar misombrero en el corredor, mientras que con un ¡ah!, su cuerpo y su almase desplomaban en la sala.

Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamentecuánto la quería y lo que acababa de hacer. Aspiración de lujo,matrimonio encumbrado, todo me resaltó como una llaga en mi propiaalma. Y yo, que me ofrecía en subasta a las mundanas feas con fortuna,que me ponía en venta, acababa de cometer el acto más ultrajante, conla mujer que nos ha querido demasiado… Flaqueza en el Monte de losOlivos, o momento vil en un hombre que no lo es, llevan al mismo fin:ansia de sacrificio, de reconquista más alta del propio valer. Yluego, la inmensa sed de ternura, de borrar beso tras beso laslágrimas de la mujer adorada, cuya primera sonrisa tras la herida quele hemos causado, es la más bella luz que pueda inundar un corazónde hombre.

¡Y concluído! No me era posible ante mí mismo volver a tomar lo queacababa de ultrajar de ese modo: ya no era digno de ella, ni lamerecía más. Había enlodado en un segundo el amor más puro que hombrealguno haya sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés lairreencontrable felicidad de poseer a quien nos ama entrañablemente.

Desesperado, humillado, crucé por delante de la puerta, y la vi echadaen el sofá, sollozando el alma entera sobre sus brazos. ¡Inés!¡Perdida ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo, todo amor,sacudido por los sollozos de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi,me detuve.

—¡Inés!—llamé.

Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notarlo bien, porque sualma sintió, en aumento de sollozos, el desesperado llamado que lehacía mi amor, esta vez sí, inmenso amor!

—No, no…—me respondió.—¡Es demasiado tarde!

* * * * *

Padilla se detuvo. Pocas veces he visto amargura más agotada ytranquila que la de sus ojos cuando concluyó. Por mi parte, no podíanapartar de los míos aquella adorable belleza del palco, sollozandosobre el sofá…

—Me creerá—reanudó Padilla—si le digo que en mis muchos insomniosde soltero descontento de sí mismo, la tuve así ante mí… Salí deBuenos Aires sin ver casi a nadie, y menos a mi flirt de granfortuna…

Volví a los ocho años, y supe entonces que se habíacasado, a los seis meses de haberme ido yo. Torné a alejarme, y haceun mes regresé, bien tranquilizado ya, y en paz.

No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor, con todo elencanto dignificante que un idilio virginal tiene para el hombrehecho, que después amó cien veces… Si usted es querido alguna vezcomo yo lo fuí, y ultraja como yo lo hice, comprenderá toda la purezaviril que hay en mi recuerdo.

Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa misma noche en elteatro… Comprendí, al ver a su marido de opulenta fortuna, que sehabía precipitado en el matrimonio, como yo al Ucayali… Pero alverla otra vez, a veinte metros de mí, mirándome, sentí que en mialma, dormida en paz, surgía sangrando la desolación de haberlaperdido, como si no hubiera pasado un solo día de esos diez años.¡Inés! Su hermosura, su mirada, única entre todas las mujeres, habíansido mías bien mías, porque me habían sido entregadas conadoración—también apreciará usted esto algún día.

Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las muelas tratandode concentrar todo mi pensamiento en la escena. Pero la prodigiosapartitura de Wagner, ese grito de pasión enfermante, encendió en llamaviva lo que quería olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más yvolví la cabeza.

Ella también sufría la sugestión de Wagner, y memiraba. ¡Inés, mi vida! Durante medio minuto su boca, sus manos,estuvieron bajo mi boca, mis ojos, y durante ese tiempo ella concentróen su palidez la sensación de esa dicha muerta hacia diez años. ¡Y

Tristán

siempre, sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestrafelicidad yerta!

Salí entonces, atravesé las butacas como un sonámbulo, aproximándome aella sin verla, sin que me viera, como si durante diez años no hubierayo sido un miserable…

Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba misombrero en la mano e iba a pasar delante de ella.

Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido.Como diez antes sobre el sofá, ella, Inés, tendida en el diván delantepalco, sollozaba la pasión de Wagner y su dicha deshecha.

¡Inés!… Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo.

¡Diez años!… ¿Pero habían pasado? ¡No, no, Inés mía!

Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por lossollozos, murmuré:

—¡Inés!

Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces merespondió bajo sus brazos:

—No, no…¡Es demasiado tarde!…

#EL INFIERNO ARTIFICIAL#

Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbascon paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva ungran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estarpegada con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que caminacon los pulgares del pie doblados hacia abajo.

No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa delcloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar elanestésico, y cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmentesuelta. Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, ycomo su sensatez es grande, escoge el cementerio para inviolableteatro de sus borracheras.

El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda,inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; ala cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luegopasan cosas singulares.

Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta unatumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos—inconclusapor falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja, y a sulado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado enél.

… ¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo,entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, searrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera.

Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenidocomo en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado unhombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tienela boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la miradaenloquecida de ansia.

Es todo cuanto queda de un cocainómano.

—¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!

El sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría a disolver conla saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformoprohibido. Es, pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante.

Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del cementeriole ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?…

—¡Por las fisuras craneanas!… ¡Pronto!

¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, derodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de lajeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas.

Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que el hombrecillose adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia, ¿quémolécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza?

El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y noreconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, nohabía el menor rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, seentremordían con perezosa voluptuosidad que no tendría explicaciónviril, si los hipnóticos no fueran casi todos femeninos; y los ojos,sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban ahora con tal pasiónque el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa sorpresa.

—Y eso, así… ¿la cocaína?—murmuró.

La voz de adentro sonó con inefable encanto.

—¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años,desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza deuna gota!… Sí, es por la cocaína… ¿Y usted? Yo conozco ese olor…¿cloroformo?

—Sí—repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad de su paraísoartificial. Y agregó en voz baja:—

El cloroformo también… Memataría antes que dejarlo.

La voz sonó un poco burlona.

—¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esosvecinos míos… Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.

—Es cierto;—pensó el sepulturero—acabarían conmigo. Pero el otro nose había rendido. Ardía aún después de ocho años aquella pasión quehabía resistido a la falta misma del vaso de deleite; que ultrapasabala muerte capital del organismo que la creó, la sostuvo, y no fuécapaz de aniquilarla consigo; que sobrevivía monstruosamente de símisma, transmutando el ansia causal en supremo goce final,manteniéndose ante la eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.

La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún burlona.

—Usted se mataría… ¡Linda cosa! Yo también me maté… ¡Ah, leinteresa! ¿verdad? Pero somos de distinta pasta… Sin embargo,traiga su cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonceslo que va de su droga a la cocaína. Vaya.

El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo, apoyado enlos codos y el frasco bajo las narices, esperó.

—¡Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina… ¿Usted conoceel amor por los perfumes? ¿No?

¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga,entonces. A los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna,una mujer adorable y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz.Sin embargo, nuestra casa era demasiado grande para nosotros. Usted havisto. Usted no… en fin… ha visto que las salas lujosamentepuestas parecen más solitarias e inútiles. Sobre todo solitarias. Todonuestro palacio vivía así en silencio su estéril y fúnebre lujo.

Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó porseguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fué con suhermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nosquedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria,el contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madredió de mamar a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa,para morir ocho horas después, envenenada por la leche de la madre.

Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos días, nuestra casaquedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi mujerestaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni unruido. Y dos días antes teníamos tres hijos…

Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un ataquecerebral, y yo acudí a la morfina.

—Deje eso—me dijo el médico,—no es para usted.

—¿Qué, entonces?—le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de mi casaque continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.

El hombre se compadeció.

—Prueba sulfonal, cualquier cosa… Pero sus nervios no darán.

Sulfonal, brional, estramonio…¡bah! ¡Ah, la cocaína! Cuánto deinfinito va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada camavacía, al radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en unasola gota de cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso,momentos antes; súbita y llana confianza en la vida, ahora;instantáneo rebrote de ilusiones que acercan el porvenir a diezcentímetros del alma abierta, todo esto se precipita en las venas porentre la aguja de platino. ¡Y su cloroformo!… Mi mujer murió.Durante dos años gasté en cocaína muchísimo más de lo que usted puedeimaginarse. ¿Sabe usted algo de tolerancias? Cinco centigramos demorfina acaban fatalmente con un individuo robusto. Quincey llegó atomar durante quince años dos gramos por día; vale decir, cuarentaveces más que la dosis mortal.

Pero eso se paga. En mí, la verdad de las cosas lúgubres, contenida,emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve másnervios retorcidos que echar por delante a las horribles alucinacionesque me asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuerael demonio, sin resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína,un mes entero. Y caía otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día,qué sufrimiento, qué angustia, qué sudor de agonía se siente cuando sepretende suprimir un solo día la droga!

Al fin, envenenado hasta lo más íntimo de mi ser, preñado de torturasy fantasmas, convertido en un tembloroso despojo humano; sin sangre,sin vida—miseria a que la cocaína prestaba diez veces por díaradiante disfraz, para hundirme en seguida en un estupor cada vez máshondo, al fin un resto de dignidad me lanzó a un sanatorio, meentregué atado de pies y manos para la curación.

Allí, bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado constantementepara que no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente adescocainizarme.

¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el heroísmo paraentregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo unfrasquito con cocaína… Ahora calcule usted lo que es pasión.

Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí inyectándome.Un largo viaje emprendido dióme no sé qué misteriosas fuerzas dereacción, y me enamoré entonces.

La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisafija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un veloligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a suvez, se resquebrajaba visiblemente.

—Sí,—prosiguió la voz,—es el principio… Concluiré de una vez. Austed, un colega, le debo toda esta historia.

Los padres hicieron cuanto es posible para resistir: ¡un morfinómano,o cosa así! Para la fatalidad mía, de ella, de todos, había puesto enmi camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No teníasino diez y ocho años. El lujo era para ella lo que el cristal talladopara una esencia: su envase natural.

La primera vez que, habiéndome yo olvidado de darme una nuevainyección antes de entrar, me vió decaer bruscamente en su presencia,idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes,bellos y espantados. ¡Curiosamente espantados! Me vió, pálida y sinmoverse, darme la inyección. No cesó un instante en el resto de lanoche de mirarme. Y tras aquellos ojos dilatados que me habían vistoasí, yo veía a mi vez la tara neurótica, al tío internado, y a suhermano menor epiléptico…

Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume favorito; habíaleído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre hipnóticos.

Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites de la vida deun modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente, cuantomás extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendotoda otra pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraísoartificial.

En veinte días, aquel encanto de cuerpo, belleza, juventud yelegancia, quedó suspenso del aliento embriagador de los perfumes.Comenzó a vivir, como yo con la cocaína, en el cielo delirante desu Jicky.

Al fin nos pareció peligroso el mutuo sonambulismo en su casa, porfugaz que fuera, y decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor quemi propia casa, de la que nada había tocado, y a la que no habíavuelto más. Se llevaron anchos y bajos divanes a la sala; y allí, enel mismo silencio y la misma suntuosidad fúnebre que había incubado lamuerte de mis hijos; en la profunda quietud de la sala, con lámparaencendida a la una de la tarde; bajo la atmósfera pesada de perfumes,vivimos horas y horas nuestro fraternal y taciturno idilio, yo tendidoinmóvil con los ojos abiertos, pálido como la muerte; ella echadasobre el diván, manteniendo bajo las narices, con su mano helada, elfrasco de Jicky.

Porque no había en nosotros el menor rastro de deseo—¡y cuán hermosaestaba con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, elardiente lujo de su falda inmaculada!

Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin llegar yo jamása explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y garden partydebió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasionesllegaba al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba susombrero con un ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabezaechada atrás y los ojos entornados, al sona