Confieso by Ramon Cerda - HTML preview

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CONFIESO

Por Héctor Ramos

Esto que tiene entre sus manos, en realidad no es una biografía, aunque podría serlo,

¿Por qué no? Muchos personajes son reales, a algunos se les ha cambiado el nombre, a otros ni eso, otros personajes y lugares son totalmente ficticios, únicamente forman parte de la trama. El lector sin duda sacará sus conclusiones, conclusiones que garantizo que en la mayoría de los casos serán equivocadas. Nunca, ni los más al egados sabrán distinguir entre la realidad y la ficción. Esta es una novela distinta, diferente a las otras mías anteriores. He querido poner en el a una pequeña parte de mi vida, pero aderezada con muchas, muchas cosas ficticias e imposibles. Lo ficticio no debe inmediatamente asociarse a deseos míos incumplidos, insatisfacciones personales, ni nada parecido, simplemente se han creado entramados alrededor de bases reales. Las fantasías se mezclan con la realidad y la realidad con la ficción. Si tuviera que decir qué porcentaje de realidad esconde esta novela, sería difícil de determinar, pero posiblemente no esconda más de un diez por ciento de realidad, el resto es mera ficción. No puedo decir aquel o de que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, porque en ocasiones la coincidencia no existe, pero en otras sí que lo será. Puedo haber inventado o imaginado algo que con mi desconocimiento refleje alguna otra realidad de la que yo soy ajeno, en otras ocasiones la realidad estará plasmada a conciencia. Sólo he pretendido con el o crear un ambiente de misterio mayor en esta, mi nueva novela, pero quiero que usted, como lector, la considere como eso, como una novela más de Héctor Ramos. En la novela encontrará acción, sexo, e incluso algún crimen, hasta es posible que yo acabe matando a alguien. ¿Quién sabe?

Sí que es cierto que esta novela será única porque nunca voy a volver sobre estos temas. Sí que espero seguir escribiendo, pero la ficción total volverá a ser la protagonista de mis libros. Espero que este “experimento” guste al lector y que lo l egue a considerar como algo irrepetible que le gustará releer en un futuro.

Si usted, amigo lector se siente retratado de un modo u otro en la novela, siempre que el retrato sea de su agrado, puede pensar que forma parte de ese diez por ciento de realidad entremezclada con la ficción. Si aquel a parte que usted lee, donde parece que está usted mismo, no le gusta, piense que forma parte del noventa por ciento de ficción. Al fin y al cabo, ¿Por qué tenía que ser cierto?

CAPÍTULO V

Estaba recostado del otro lado, la postura forzada del principio había acabado durmiéndole medio cuerpo y sentía cosquil eos por todas partes. Llevaba más de cuatro horas de lectura, lectura que quedó totalmente interrumpida de repente a mitad de un capítulo porque al í acababa, al í seguía una hoja en blanco. Era curioso, nunca le había pasado, nunca había empezado a leer una novela y leerla de un tirón, y de repente ver que no puede seguir leyéndola porque está inacabada, como por un fal o de imprenta, como si el editor o el impresor hubieran olvidado algunas páginas, o como ocurría en las novelas por entregas, como las que Stephen King y Alberto Vázquez-Figueroa habían vuelto a poner de moda. Su amigo Héctor era increíble, cada vez lo sorprendía más, había conseguido crear un entramado tal, que ciertamente resultaba difícil descubrir ese diez por ciento que admitía en la introducción que era real. Incluso para él que presumía de conocer a Héctor, le resultaba difícil de distinguir. Héctor había sido muy diplomático en algunos puntos de su biografía, Eloísa quedaba retratada casi como una santa, aunque sí que se admitía un cambio de parejas como juego erótico, sí que aparecía Inés. También había aparecido él mismo en un par de capítulos, y se daba buena fe de que había colaborado en algunas investigaciones importantes de sus novelas. Su nombre

“artístico” era Pablo, aunque estaba pensando en decirle a Héctor que pusiera su nombre verdadero, al fin y al cabo, Tasio no sonaba tan mal, y tenía que admitir que en lo escrito hasta el momento, su imagen quedaba bastante bien parada, hasta daba algunos detal es de sus escarceos con las prostitutas de su reciente investigación. Al fin y al cabo no estaba casado, y el hecho de que se supiese que había andado con putas no lo iba a perjudicar, y más sabiendo que era por exigencias del guión. Una investigación es una investigación, y a veces uno se ve obligado a hacer ciertas cosas que simplemente debe de hacer por obligación y por profesionalidad.

Héctor nunca había tratado en profundidad el tema homosexual. ¿Qué pasaría si le pedía que investigase ese mundo? No, eso no, eso es otra cosa, al fin y al cabo, Héctor siempre le había dado total libertad para que buscase la ayuda necesaria. Sí, eso es, tenía un amigo detective que era un poco amanerado, podría subcontratarle el trabajo, sí, ¿por qué no?

Se había leído la biografía de un tirón, bueno, la parte que estaba escrita. No mencionaba los temores de Héctor sobre Eloísa, tampoco mencionaba que Tasio –

Pablo- investigase nada relacionado con Eloísa, ni la actual investigación ni aquel a otra ya lejana. ¿No lo habría puesto, o Eloísa lo habría obligado a quitarlo? Al fin y al cabo Eloísa leía cada una de las páginas nada más ser escritas. Héctor admitió que había cambiado algunos nombres y cosas sin importancia siguiendo los consejos de Eloísa, pero ¿Hasta qué punto eso sería cierto? ¿Hasta qué punto la censura

“Eloisiana” no habría sido más intensa y lo que ahora había leído Tasio estaba ya manipulado más o menos profundamente? Esa posible censura podría impedirle a Tasio l egar a alguna conclusión más clara. Si Eloísa no tuviera la costumbre de leer los borradores, podría pensar que había leído este por curiosidad y que no había sido modificado. De ese modo podría l egar a alguna hipótesis sobre lo que hubiera pensado Eloísa al leer esto o aquel o, pero así, no tenía ninguna garantía de estar leyendo el original, el verdadero. ¿Cómo podría averiguarlo? De ser así, Héctor no estaría dispuesto a admitirlo, y si le preguntaba directamente y existía alguna prueba de el o, posiblemente Héctor la destruyera antes de que Tasio pudiera tener acceso a el a. Tal vez se viera obligado a investigar algunos detal es en casa de Héctor sin que este se enterara. De hacerlo era por su bien, para continuar con la investigación que le había sido encomendada, al fin y al cabo no tenía por qué perjudicarlo. Debía de ser muy precavido, ya vería, en caso de tener que investigar algo privado de Héctor, pensaría bien, antes, las posibles consecuencias de su investigación.

Héctor estaba pensando en su nueva novela, no en la autobiografía que la estaba escribiendo a ratos muertos, sino sobre la que tenía previsto publicar el próximo trimestre. Ya tenía la idea global en su cabeza y l evaba escrita casi la mitad. Héctor nunca hacía borradores ni diagramas, ni estructuras sobre papel de lo que sería el guión de su próxima novela. En ese sentido trabajaba mentalmente como Truman Capote. Su estilo no tenía nada que ver con el de Truman, pero sí su forma de estructurar las novelas. Había leído recientemente que Capote decía algo así:

“Invariablemente tengo la ilusión de que la acción de una historia, el comienzo, el medio y el final, tiene lugar todo a la vez en mi mente... que la veo toda entera en un instante. Pero a la hora de ponerla en marcha, de escribirla, ocurren infinitas sorpresas. Gracias a Dios, porque la sorpresa, ese giro, la frase que l ega de ninguna parte en el momento justo, es el beneficio inesperado, ese pequeño empujoncil o regocijante que va manteniendo en pie al escritor. Hubo un tiempo en el que solía utilizar cuadernos de notas para escribir bocetos de historias. Pero me dí cuenta de que hacer esto era un poco como matar la idea de antemano en la imaginación. Si el concepto es lo suficientemente bueno, si de verdad te pertenece, entonces puedes olvidarlo... te perseguirá hasta que lo escribas.”

Héctor hacía eso mismo, con la particularidad de que nunca, a diferencia de Capote, había utilizado cuaderno alguno para plasmar ideas, todas las l evaba en la cabeza y crecían y se modificaban conforme las iba escribiendo. En su caso, no sabía si le ocurriría igual a Truman Capote, además, tenía el factor externo que era Eloísa, esta, al leer cada párrafo nuevo que él escribía, hacía sus comentarios, el a, lógicamente, desconocía el desenlace que Héctor tenía pensado para la novela, de ese modo, Eloísa podía ser más espontánea, más sincera en sus comentarios, y muchas veces, esos comentarios devenían en un cambio sustancial de la trama del libro. No estaba condicionada por una idea que solo estaba en la cabeza de Héctor. Pocas veces modificaba lo ya escrito, pero muchas, muchas veces, el futuro de lo que estaba pendiente de escribir cambiaba de rumbo. El destino de la novela era siempre desconocido, los propios personajes por una parte cobraban vida y en sus conversaciones surgían cosas nuevas en las que Héctor no había pensado, y los comentarios, algunos de el os absurdos de Eloísa, l enaban de nuevas variantes de rumbo cada novela. Una vez empezaba a escribir, l egaba un momento en que necesitaba un aislamiento total, era una vez sobrepasado el meridiano de la novela.

Era entonces cuando le gustaba recluirse unos días, no en una cabaña perdida de unas montañas nevadas como hacía Paul Sheldon, el protagonista de la novela de Stephen King: “Misery”, sino en algún buen hotel de una ciudad tranquila como Ávila, Segovia o Salamanca. Era entonces cuando todo fluía más rápido y acababa con mayor rapidez la novela, a veces eran quince días, otras veces menos tiempo. Cada día remitía a Eloísa lo escrito vía e-mail, y Eloísa le hacía sus comentarios a vuelta de correo después de leer el nuevo texto. Durante esos días no había teléfono y el único contacto era un solo e-mail diario de ida y otro de vuelta, ese era el pacto con su mujer. La tenía al día de todo, pero a cambio él disponía de un aislamiento casi total.

Se encontraba ahora en ese punto con su nueva novela, le estaba dando vueltas a los varios desenlaces, y le apetecía pasar unos días en Segovia para terminarla y enviarla de inmediato a su editor. Eran sus principales gastos, los días que pasaba fuera de casa para finalizar cada novela, y los honorarios y gastos de su amigo Tasio sobre las investigaciones que le encomendaba. El problema con Tasio es que no había forma de convencerlo de que se conectara a Internet, y mientras estaba fuera siempre tenía que contactar con él en el teléfono móvil. Tendría que regalarle un nuevo ordenador con conexión a Internet y acostumbrarlo a su uso porque el que ahora tenía era una verdadera pena. Siempre se lo decía, si estuviera conectado a Internet, le podría pasar informes de sus investigaciones vía e-mail, el trabajo sería el mismo porque de todos modos debía de redactarlo con el Word, y además se evitaría el tener que imprimirlo o pasarle el disco. Estaba todavía dudando entre irse a Segovia o a Ávila.

Cuando iba a Segovia, normalmente se hospedaba en el Parador de Turismo, desde donde había una vista excelente de la ciudad, además de tener un buen restaurante y numerosos servicios complementarios, como el de masajista, que le venía muy bien para relajarse por las tardes antes de entrar de l eno en la historia de sus novelas.

También se hospedaba en ocasiones en un pequeño hotel del centro, Los Linajes, muy tranquilo, y que tenía la principal ventaja de que podía pasear por las noches por el centro de la ciudad sin necesidad de coger el coche ni el taxi. Desde la terraza de alguna de sus habitaciones también tenía unas vistas excelentes. Además, resultaba encantador, estaba construido sobre un palacio del siglo XI. El Parador era un edificio mucho más moderno y frío. Siempre que viajaba a Segovia dudaba entre alojarse en uno o en el otro, porque había otros hoteles, pero ciertamente no eran de su agrado.

Cuando se decidía por Ávila, le ocurría otro tanto de lo mismo, debía elegir entre el Parador de Turismo, mucho más acogedor por su tamaño que el de Segovia, y con mayor encanto, además de céntrico, y el Palacio de Valderrábanos, con habitaciones más viejas y algo menos cómodo, pero también muy tranquilo e igualmente céntrico.

El Palacio tenía la ventaja de que disponía de un buen restaurante, El Fogón de Santa Teresa, además de que estaba justo al lado de la catedral. Siempre que se alojaba en el Palacio compraba unas botel itas de vino de Cebreros que vendían en una tienda situada justo enfrente de la misma Catedral, un vino joven pero con mucho cuerpo que le encantaba. Era mucho más caro comprarlo al í en la tienda que en la Cooperativa de Cebreros donde lo envasaban, pero para comprar una docena de botel as no valía la pena desplazarse hasta Cebreros, donde además, no había ningún hotel digno para pasar quince días, y la carretera de acceso era penosa. No le gustaban las curvas.

Estaba inquieto, se encontraba entre la necesidad de acabar su novela, y la de seguir de cerca las investigaciones de Tasio sobre su esposa, la cual podría aprovechar su ausencia para cualquier cosa. Por otra parte, estaba convencido de que le bastarían cinco o seis días para terminar la novela, la tenía muy estructurada y muy clara en su cabeza. Cogió la guía de CAMPSA y buscó Ávila, subrayó con un rotulador rojo el teléfono del Parador y lo marcó. En recepción le dijeron que no tenían habitaciones libres para todo el periodo que él había solicitado. Refunfuñando buscó en la guía el teléfono del Parador de Segovia, donde sí que pudo hacer la reserva para siete días.

Después de colgar se quedó pensativo, el caso es que le apetecía más ir a Ávila.

Volvió a abrir la guía y marcó el teléfono del Palacio de Valderrábanos. Estaba completo. Bien, murmuró para sí, “Iremos a Segovia”.

Tasio estaba en casa, revisando las últimas grabaciones tomadas en casa de Julio.

Eloísa había vuelto a verlo una vez más desde que instaló las cámaras. En la grabación no se veía cuando entró en la casa aunque sí que se oían algunas palabras sueltas, aunque la mayoría eran murmul os que no se entendían. Como media hora después, se empezaron a ver imágenes al entrar en la habitación de Julio. Cuando entraron, él ya estaba completamente desnudo, el a sólo de cintura para arriba. Sus pequeños pechos, cuasi perfectos e idénticos estaban bañados de sudor por la excitación, con los pezones apuntando amenazadoramente a Julio. Julio se los besó mientras el a acabó de desvestirse, primero se quitó los zapatos y las medias, y luego la falda. Llevaba unas braguitas azules minúsculas, preciosas, delicadas, azul cielo, delicadas como todo su cuerpo. Se las quitó. Su piel era morena, sin excesos, aunque claramente se deducía que tomaba el sol desnuda, seguramente en la terraza de casa. No eran rayos UVA porque no tenía en la espalda, justo sobre el culo, esa pequeña zona que suele quedar blanca al quedar en contacto con la máquina, aunque también podría ser que esa zona se la tratase posteriormente con crema. Había unas cremas que servían para esas cosas, para oscurecer la piel. Lo sabía porque una vez, unos años atrás, cuando todavía l evaba barba, se le ocurrió afeitársela en pleno verano, sin pensar en que su piel había tomado un color oscuro por su exposición al sol durante todo el verano, y la zona afeitada quedaría totalmente blanca. Así fue, cuando se vio en el espejo se prometió que no saldría de casa hasta que no le volviera a crecer la barba. Fue un amigo suyo quien le recomendó la crema, la cual se aplicó sin leer las instrucciones, y el resultado fue una cara l ena de manchas oscuras entremezcladas con manchas blancas. Había sido peor el remedio que la enfermedad, aunque sin duda había sido culpa suya por no aplicarla correctamente.

Estaba ya completamente desnuda y Julio seguía besándole los pechos, mientras sus manos de largos dedos la tenían cogida por la cintura. Cayeron sobre la cama, el debajo y el a a horcajadas sobre él. Lo que vino después era indescriptible, Tasio quedó prendado de la imagen de Eloísa. Siempre lo había cautivado, tenía una gran personalidad, pero nunca la había visto desnuda, y mucho menos en aquel a actitud sexual y posesiva, era como un animal salvaje, salvaje y tierno a la vez, como cuando un león coge entre sus fauces a una de sus crías para ponerlas a salvo. Tasio sintió una excitación inmediata, rebobinando una y otra vez la grabación, volviendo sobre todo a ver la parte en que el a terminaba de desnudarse ante la cámara. Era perfecta, bel ísima, nadie diría que tenía casi cincuenta años. En el piso de Tasio no hacía calor, sin embargo empezó a sudar hasta empapar la camisa. Dos amplias manchas se dibujaron bajo los sobacos y una grande y alargada se dibujaba en la zona de la espalda.

Además de estas escapadas a casa de Julio, dos desde que Tasio la seguía, Eloísa no hacía nada fuera de lo normal, vivía a su aire, hacía de ama de casa, aunque de la limpieza se encargaba una señora achacosa que iba todos los lunes, miércoles y viernes a limpiar el polvo, la ropa y a planchar. Eloísa era la que solía hacer la compra y cocinar, aunque esto último lo hacía muy a menudo el propio Héctor. Dedicaba mucho tiempo a su aseo personal, tanto en casa como en la peluquería, y se gastaba una fortuna en toda clase de potingues en El Corte Inglés. Iba y venía, se juntaba con algunas amigas a tomarse el café o a desayunar chocolate con churros. Era increíble que mantuviera esa figura con tanto chocolate. Cada vez que Tasio tomaba una taza de chocolate parecía darse cuenta de en qué parte del cuerpo se le quedaba a vivir para siempre. No visitaba ningún gimnasio, aunque parece ser que hacía algunos ejercicios en casa. Siempre iba impecable, nunca utilizaba vaqueros ni ropa amplia.

Siempre ropa ajustada y normalmente tacones de aguja. En alguna ocasión salía con zapatil as planas, aunque no era nada habitual.

Eloísa estuvo unos años trabajando como secretaria de una importante empresa, pero lo dejó porque no necesitaba para nada el dinero y resultaba más seductor y agradable dedicarse a ser la musa de su marido desde que se convirtió en un autor de éxito como pocos. Lo acompañaba a las presentaciones de sus más importantes novelas, a las ruedas de prensa, y a su manera, hacía de relaciones públicas aprovechando su enorme encanto personal. Tasio había podido averiguar que Eloísa tenía sus propias cuentas bancarias que manejaba sin el control de Héctor.

Automáticamente, cuando Héctor cobraba alguna de las liquidaciones de la editorial por sus derechos de autor, se hacía una transferencia del diez por ciento del total a una de las cuentas de Eloísa, de donde el a disponía a su antojo, por una parte para los gastos de la casa, y por otro lado para todos sus caprichos y necesidades. Los ingresos de Héctor eran lo suficientemente fuertes como para que ese diez por ciento fuera más que suficiente. Héctor, por su parte, gastaba lo que necesitaba del otro noventa por ciento y el sobrante lo invertía en bolsa y en alguna de las sociedades de las que era partícipe. Todo el dinero que invertía, no obstante, era en beneficio de ambos porque no tenían separación de bienes. Todo era ganancial. Todo, excepto una pequeña herencia que era propiedad de Eloísa, que constaba de un pequeño terreno de huerta cerca de Valencia y una casita modesta.

Según le había contado alguna vez su amigo, Eloísa y Héctor nunca hablaban de dinero, su situación era lo suficientemente desahogada como para no entrar en polémicas ni en discusiones. Cuando el a necesitaba algo de mayor importancia como podía ser un coche, se lo decía a Héctor que era quien lo compraba. El resto funcionaba solo. Si iban a comer fuera de casa, pagaba Héctor. Tasio estaba convencido de que Eloísa ni siquiera sabía qué cantidades de dinero le pertenecían, aunque posiblemente Héctor tampoco lo tuviera muy controlado. Tasio en ese aspecto tampoco podía quejarse, porque al fin y al cabo sus gastos eran mínimos y sus ingresos nada despreciables. Su único objetivo era acumular los suficientes mil ones en el banco para retirarse con comodidad, y era feliz siempre que no le faltaran mil duros en el bolsil o, con mil duros y la VISA, se iba a todas partes. Vicios tenía muy pocos, aparte de los puros y el teatro, si es que al teatro se le puede l amar un vicio.

Solía ir al teatro en Valencia, aunque cuando hacían algún estreno en Madrid que le l amaba la atención, no dudaba en coger el coche, o el tren y desplazarse para verlo.

A Héctor y a Eloísa también les gustaba el teatro, aunque nunca habían coincidido los tres en ninguna función.

Unas semanas antes había ido a Madrid a ver el estreno de DIEZ NEGRITOS, de Ágata Christie. Tenía previsto haberse desplazado en tren, tranquilamente y pasar la noche en Madrid para volver al día siguiente, pero fue imposible, era increíble, pero todos, absolutamente todos los hoteles de Madrid estaban completos. Como ya se había hecho el ánimo de ver el estreno y además ya había comprado la entrada anticipadamente en Caja Madrid, cargando el importe en su VISA, cogió el coche y se plantó en Madrid en algo más de tres horas. El Escort no daba para más. El estreno era en el Teatro Muñoz-Seca, en pleno centro de Madrid, en la Pl. del Carmen. Había comprado una entrada para una butaca cercana al escenario. El Teatro era muy pequeño, acogedor, y la interpretación fue muy buena.

Antes de entrar al Teatro, como iba sobrado de tiempo, estuvo deambulando por los alrededores. Le l amó la atención una cercana “Santería”, Santería la Milagrosa se l amaba, ofrecían Misas espirituales, rompimientos, despojos, limpiezas, y un montón de cosas más. No conocía el significado de casi nada de eso, pero se sintió intrigado y entró al interior, vendían cosas de lo más variopintas, leche de sándalo, amarre haitiano, aceites, de manzana, de naranja, de nardos, de romero, piel de serpiente, pescado seco, hasta una rata y un pol o secos, y ojos de buey. Resultaba repugnante.

Salió, mareado por el fuerte olor a incienso del interior y la visión de aquel a enorme rata. En una cal e cercana, había una gran oferta de tatuajes y de “piercing”. Te claveteaban la parte del cuerpo que quisieras, desde dos mil pesetas para un piercing sencil o en la nariz, hasta mil doscientos duros en los genitales. Desde luego, había que tener ganas para meterse eso en el cuerpo. Una prostituta mal encarada se le acercó, a pesar de que todavía eran las siete de la tarde, le hizo un gesto con la mirada, apenas perceptible, pero no le hizo caso, no sabía lo que cobraría, pero desde luego no podía ser muy cara. Vio muchas más deambulando por la cal e, una de el as apenas tendría dieciocho años, cuerpo pequeño y tetas inmensas. La mayoría eran sudamericanas, jóvenes unas, mayores otras, flacas o entradas en carnes, pero todas muy estropeadas. Posiblemente de noche dieran el pego y consiguieran fácilmente clientes, pero a plena luz del día, a uno no le apetecía mucho pagar para que lo manosearan. Se podía ver a los chulos alrededor, controlando. Había policía, pero hacía la vista gorda. Un drogadicto hecho una piltrafa estaba acostado en el banco de la parada de autobús, impidiendo a los usuarios sentarse. Se retorcía y hacía ruidos extraños, incluso se tiró un sonoro pedo cuando Tasio pasó por su lado. Los que estaban esperando el autobús se apartaron un par de metros. Era repugnante. En vista del aspecto de todo aquel o, prefirió volver hacia el teatro. Como todavía era algo pronto, se sentó en la cervecería que había enfrente, donde se hizo un par de cañas y unas tapas hasta que fue hora de entrar a ver la función. Algunos de los actores estaban también tomándose su cerveza en una de las mesas.

La vida de Julio había cambiado. Solo había tenido tres encuentros amorosos con Eloísa, pero el a había creado a su alrededor una dependencia tal, que no pensaba en otra cosa. Apenas habían hablado, no sabía nada de el a, no sabía a qué se dedicaba, no sabía dónde vivía, ni qué años tenía. Parecía mayor que él, aunque difícilmente podía calcular su edad. Tenía un cuerpo perfecto. Ya eran visibles algunas arrugas, pero su piel era todavía bastante tersa. El hecho de no tener ni un gramo de grasa sobrante sobre el cuerpo, sin duda ayudaba.

Pasaba las horas en la caja del supermercado, abstraído, la imagen de Eloísa era como un fantasma que lo seguía a todas partes. Dormía poco y mal, y sentía ansiedad, mucha ansiedad. Cuando se despedía, no le decía cuando iba a volver, él no se atrevía a preguntar por si le contestaba que no volvería más. Suponía que estaba casada por el anil o que l evaba en su mano izquierda, un anil o sencil o de oro con una piedra en su parte superior, un bril ante parecía, aunque él no entendía de joyas. Todo en el a respiraba sensualidad y clase, mucha clase. Se la veía culta aunque de lo que habían hablado tampoco se podía deducir nada. Su experiencia era mucho mayor que la de él, aunque para el o bien poco era necesario. Siempre había sentido complejo por el tamaño de su verga. La última vez que la midió, por curiosidad, medía casi treinta centímetros en plena erección, y su grosor no era desdeñable. Tenía miedo de hacerle daño a Eloísa, pero el a, a pesar de lo menuda que era, se la metía hasta el fondo, desaparecía en su interior como una serpiente que se esconde en una cueva cálida, agradable, de donde no apetece salir.

Durante las mañanas tomaba café, mucho café porque tenía continuamente sueño aunque no podía dormir. La media cajetil a de pitil o diarios que se fumaba antes de conocerla se había transformado en cajetil a y media, y eso que no lo dejaban fumar durante el trabajo, sólo en la pausa del bocadil o. Para mantenerse despierto y no abandonar su puesto de trabajo para tomar café, se preparaba todas las mañanas un termo de medio litro bien calentito, y entre clienta y clienta, se metía un café en el cuerpo. Quizás por eso fumaba más, para compensar los nervios adicionales que le producía el café. El otro día le pareció verla en el parking, pero no era el a, eran solo sus deseos de verla que la hacían imaginarla. ¿Cuándo volvería? ¿Qué pasaba si no volvía? Quería vivir con el a, casarse con el a, l enarla de hijos, pero no se atrevía a preguntarle nada, sabía que su relación era imposible y que no podía durar, y que cuando antes empezara a preguntar o a insinuar que la quería, antes desaparecería, desaparecería como desaparecían los espejismos en el desierto cuando uno se acercaba a beber de el os, de sus aguas apetecibles, de sus aguas deseadas, de sus aguas imprescindibles para seguir vivo unas horas más. Pero la duda no lo dejaba vivir, si el a le hubiera dicho que no volvería, él lo hubiera aceptado, qué remedio le quedaba, pero por lo menos sabría a qué atenerse. Pero esa inmensa duda, ese no saber nunca cuando volvería a verla, ni si volvería o no a estar entre sus brazos. Era como cuando un familiar desaparece durante mucho tiempo. Uno no quiere que haya muerto, pero en el fondo acabaría aceptando con más resignación esa muerte, antes que una larga desaparición inexplicada, antes que no saber qué le podría estar ocurriendo, si estaría sufriendo y viviendo una vida no deseada, si estaría intentando volver a casa y no podía. Sí, era así, el ser humano acaba aceptando con mayor facilidad la más grande de las desgracias cuando sabe que ya no hay remedio, pero las dudas corroen la mayor de las templanzas. Nunca había dependido tanto de nadie, al fin y al cabo, ni siquiera había tenido una gran necesidad sexual, las mujeres no le eran indiferentes, pero no solía fijarse en el as demasiado, quizás porque las veía inalcanzables, quizás porque su necesidad sexual quedaba calmada con algún sueño húmedo y con alguna paja el fin de semana mientras veía la tele.

En más de una ocasión había dudado de si sería o no homosexual. La experiencia que había tenido en el instituto no era suficiente para estar seguro de que no lo era, pero los hombres tampoco lo atraían excesivamente. Sí que era cierto que alguna vez había comentado para sus adentros lo bien hecho que estaba alguno de los clientes que pasaban por el supermercado, pero también pensaba eso cuando veía un cuadro que le gustase, a pesar de que no entendía de arte ni le apetecía comprar el cuadro para su casa. Era todo confuso en su interior, su vida siempre había sido confusa, y desde que aquel a niña alargó su mano para tocar su pene en el instituto después de haber insistido tanto en verlo, y salió corriendo, pensó que era un monstruo, que no podía gustar a las mujeres y que estaba acabado.

CAPÍTULO VI

Desde