Cecilia Valdes o la Loma del Angel by Cirilo Villaverde - HTML preview

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—Pues, ¿qué se ofrece de nuevo? Al grano.

—Se ofrece mucho y me pareció que si me dilataba hasta la venida deldía, la cosa no tenía remedio.

—Entiendo. La orden que se ha dado el otro día por la Capitanía Generalsobre pordioseros y locos trae aquí a seña Josefa. La esperaba.

—Lo acertó el señor. No sé como tengo vida, ni cuando acabarán mistribulaciones. Se creía al principio que sólo iban a recoger a lospobres y los locos que andan por las calles. Pero ayer por la tarde medijo la madre de Paula que hasta los locos en las casas privadas y enlos hospitales van a ser trasladados a San Dionisio o a una casa que hanfabricado en el patio de la Beneficencia. El señor podrá calcular cómoestará mi espíritu con tal noticia. No he cerrado los ojos en toda lanoche. Dende que se publicó la orden el corazón me anunció unadesgracia.

—Tal vez haya tiempo todavía de remediarla.

—Quiéralo Dios, mi señor, porque si en el hospital la muchacha sufre,¿qué no será cuando la lleven a San Dionisio, o a la casa nueva, allápor San Lázaro? Ahí no hay quien la cuide ni haga por ella. La tratarána palos. ¡Y yo que no había perdido la esperanza de verla en su sanojuicio y cabal salud! Ahora mi pobre Charito irá por delante, yo pordetrás. Acabaremos de pena... Hágase la voluntad de la Virgen Santísima.

—¿Cree la seña Josefa que se podrá hacer algo de provecho en estecaso?

—Creo, mejor dicho, seña Soledad, la madre del hospital, cree que sihay una persona de influjo que le hable al Contralor, sujeto muycaritativo y temeroso de Dios, se hará de la vista gorda y no secumplirá la orden por lo tocante a Charito. Todo depende de él. Tal vez haiga que buscar un médico que dé una certificación. El Contralor esbueno como el pan, y quiere servir, lo mesmo seña Soledad. Conque,para que vea el señor...

—Entiendo, entiendo, repitió don Cándido pensativo. Digo a Vd., por lotanto, que he consultado a Montes de Oca, quien es de opinión lleven alcampo a la enferma y la hagan tomar baños de agua salada. Veremos lo quepuede hacerse...

Pero como sintiera pasos en el zaguán, se interrumpió e hizo señas a laanciana mulata para que se alejara a toda prisa.

El toque de diana primero y de seguidas el disparo de cañón a bordo delnavío Soberano anclado junto al muelle de la Machina, estremeciendolas ventanas del cuarto, hicieron despertar sobresaltado a LeonardoGamboa. Sacó lumbre en el mechón de escarzo, y abriendo el reloj, vioque eran las cuatro de la madrugada.—A tiempo, dijo entre sí, y seapresuró a salir de la cama y vestirse. Para esto encendió una vela deesperma, valiéndose de una pajuela, pues aún no se conocían los cerillosen La Habana.

Mientras se peinaba delante del tocador, soltó de repente el peine decarey, volvió a requerir el reloj, y murmuró:

—¡Las cuatro y cuarto! Muy temprano todavía y de aquí allá no podréechar arriba de quince minutos andando despacio. Ella me dijo que cercade las cinco... ¿No sería mejor aguardar en la esquina? Sí, concluyódiciendo con resolución. Y vestido y perfumado y con la caña de Indias,salió de su cuarto y empezó a bajar la escalera de piedra.

Apoyábase con la mano izquierda en el barandal de cedro, cosa de no darpisadas recias; mas así que descendió al zaguán, donde no había talapoyo, antes reinaba gran oscuridad, por más cuidado que puso, aunque notuviesen tacones sus zapatos de escarpín, hizo demasiado ruido, aquelruido sordo que se oye cuando uno camina por encima de un suelo hueco,abovedado.

No parece sino que se habían despertado de improviso todoslos ecos del zaguán y de la sala vecina, donde él sospechaba que podíaestar su padre, madrugador por excelencia. Andando a tienta

paredes,tropezó

con

el

viejo

calesero,

quien,

acostumbrado a la oscuridad, viovenir desde luego al joven y le salió al encuentro para servirle de guíay evitar que se diera de narices contra la llanta férrea de uno de loscarruajes.

—¡Pío! ¿Eres tú? dijo él en voz muy baja. Abre.

—El amo está asomao en la ventana de la calle, contestó el negro.

—¡Diablos! ¿Tiene cerrojo el postigo de la puerta?

—No, señor. Dende que salió Dionisio pa la plaza quité el serojo.

—Abre poco a poco.

No crujieron los goznes; pero ya don Cándido había oído los pasos en elzaguán, y arrimado a la reja tronaba:

—Pío, ¿quién va?

—El niño Lionar, mi amo.

—Sal. Llámale. Detenle. Dile que yo le llamo. Corre, patas de plomo.

Entre tanto volvía el esclavo no cesó don Cándido de ir y venir, muydesazonado, de la ventana de la calle a la reja del zaguán y vice versa,murmurando:

—¿A dónde irá el muy bribón a estas horas? A nada bueno por cierto.Allá ha ido. Claro que sí, por decontado. Le estoy mirando. ¿Y no habrádejado aquella santa mujer nadie al cuidado?... Tal vez no, lo másprobable es que no. A ciertas gentes se les pasea el alma por el cuerpo,se descuidan mucho, no toman precauciones y de aquí provienen lasdesgracias... El demonio no más podría imaginar un cúmulo decircunstancias...

La ocasión, la edad, la tentación, el enemigo malo queno duerme... Yo también me he descuidado. Debí preverlo, evitarlo, sí,impedirlo... Pero ¿cómo? ¡Si yo pudiera dar la cara! Veremos.

Ledesnuco, le meto en un buque de guerra como me llamo Cándido, y hago quele den chicote a ver si suelta alguna de la sangre criolla que tiene enlas venas. No es hijo mío, no. Todo esto se hubiera evitado si le mandoa España como tenía pensado hace más de cuatro años. Su madre tiene laculpa. Casi, casi me alegraría de que no le encontrase Pío, porquepodría matarle. Tal me siento contra él.

En esto volvió Pío fatigado, sin aliento y dijo:

—Na, lamo, el niño no parece po ningún parte.

—¡Bruto! tronó don Cándido. ¿Por dónde fuiste a buscarle?

—Po la mano e larienda, lamo.

—¿Por la izquierda, quieres decir? ¡Animal en dos pies! Si marchó porla derecha ¿cómo habías de dar con él, pedazo de bestia? Vete. Quítatede mi presencia, porque si Dios no me tiene de su mano, me parece que tedestripo de una patada.

A las voces destempladas de don Cándido se asomó doña Rosa a la puertadel aposento que daba a la sala, y asustada preguntó:

—¿Qué ha sucedido, Gamboa? ¿Por qué gritas?

—Pregúntale a tu hijo que acaba de salir por ahí hecho un facineroso.

—¿Un facineroso? No lo entiendo. ¿Ha hecho algo malo? ¿Va a hacerlo?

—No sé mucho más que tú; sin embargo, sospecho, temo, se me ha puestoque el muy bribón va a hacer una de las suyas. Se necesita ser gansopara no sospechar que ese muchacho no ha podido salir a la calle a estashoras en que no se ven ni las manos, y recatándose de mí, para oír misani confesarse.

—Quizás ha ido a tomar el fresco, quizás ha querido darte gustolevantándose de madrugada. No hay razón para sospechar nada malo. Tú, almenos, no estás seguro, no lo sabes. ¿Por qué has de pensar siempre malde tu hijo?

—Porque dice el refrán español: piensa mal y acertarás.

—Te repito, él no ha ido a nada bueno. Le conozco mejor que tú que lepariste. Yo sé lo que he de hacer con él.

—El pobre muchacho no acierta nunca a complacerte. Ni que fuera tuhijastro. Si lo fuera, tal vez serías más indulgente...

—Compadécele. Dios quiera que no tengas que llorarle antes de mucho.

Luego que salió Leonardo a la calle notó que, arrimado a la acera de laizquierda caminaba en la dirección de Paula un bulto oscuro como demujer. Entre seguirlo hasta cerciorarse de quién podía ser y alejarse desu destino, estuvo un momento titubeando, pero la voz de su padre, quellamaba a Pío, le decidió a marchar la vuelta contraria, a fin de ganarlo más pronto posible la esquina de la calle de Santa Clara. Así lo hizoen segundos de tiempo. Por esta casualidad no le dio alcance el esclavo.En poco más se puso en la calle de O'Reilly, y subió al alto terrapléno terrado del convento de Santa Catalina, lo atravesó de este a oeste ydescendió a la calle del Aguacate por la escalera de tres o cuatroescalones mencionada al principio de esta historia, yendo derecho a lacasita enfrente de ella.

Pareciéndole que la puerta no estaba cerrada con llave ni tranca, empujóuna hoja con la punta de los dedos. Cedió algo, en efecto; por lo cualhizo mayor esfuerzo, rodó la silla en que se apoyaba y se abrió lobastante para que el joven se deslizara por entre las dos hojas yquedase dentro, sin más ni más. De pronto no vio nada. Allí eran lastinieblas tan espesas como el aire húmedo que llenaba la estrecha pieza.Sin embargo, a favor de la lámpara que ardía aún en el poyo del nichosobre la izquierda, pudo al fin distinguir al alcance de su mano un parde palomas caseras dormidas en el respaldo de una silla, un gatoenroscado en el fondo de un sillón de vaqueta, y una gallina bajo unamesa protegiendo con sus amorosas alas varios pollitos, que asomaban lospicos por entre las plumas y empezaron a piar del modo suave y repetidoque suelen siempre que sienten temor o frío.

Gradualmente sus miradas fueron elevándose del suelo hasta la altura dela puerta del cuarto del fondo, donde vio algo que le pareció una mujero visión, de pie, escasamente vestida con un ropaje blanco, y el copiosocabello suelto hecho mil anillos y revueltas ondas, desparramadas por elseno y los hombros sin alcanzar a ocultarlos, con ser tan abundoso ylargo. Reconocerse, correr el uno hacia la otra y abrazarseestrechamente en medio de los besos ardientes y sonoros, fue todo uno.

El hospital de Paula no es más que la continuación de la iglesia delmismo nombre, inmediato al ángulo de la muralla, por la parte que da alsudeste de la bahía. Tiene la entrada al norte, abierta en una alterosatapia de una galería que sirve de pasaje entre la iglesia y elhospital. Precede a la entrada un vestíbulo con tejadillo, que másparece mampara de convento que otra cosa. Allí se estaciona un centinelapara impedir el escape de los presos o dementes que reciben asistenciamédica en el hospital.

Generalmente sólo se admiten mujeres en uno uotro estado, cuando ni el delito es grave, ni la demencia de carácterfurioso.

La mujer que había visto Leonardo caminando a paso vivo en la direccióndel sur de la ciudad, por la calle de San Ignacio abajo, no paró hastallegar al vestíbulo de que antes hemos hablado. Empezaba a clarear elhorizonte entonces por el lado de oriente. Era su ánimo entrarse derondón, pero ya la centinela con el sable desnudo se paseaba de unextremo al otro del tejadillo, y se le encaró cerrandole el paso:

—Buenos días tenga Vd., señor militar, dijo la anciana tratando decongraciarse con la centinela.

—Buenos o malos, contestó con rudeza el soldado, hace ratos que acá lostenemos.

—El señor militar parece que no me conoce, agregó ella en tono yactitud suplicatorios.

—No tiene nada de extraño, porque el diablo me lleve si he tenidotratos con brujas.

Se persignó la mujer y añadió que deseaba hablar con seña Soledad, lamadre del hospital.

—Tampoco conozco a esa tía, repuso la centinela reasumiendo sus paseos.Por allá dentro nadie se menea. Entrar, entrar y despejar el campo.

En traspasando el umbral del vestíbulo, se está en un gran patiocuadrangular que lo forman, por la derecha el costado de la iglesia ypor los otros tres lados unos anchos pasadizos, de los cuales el de laizquierda, por tres anchas puertas conduce a la sala de la enfermería.Varias columnas cuadradas de fábrica de mampostería dividen ésta en dosnaves longitudinales, llenas de camas, cuyas cabeceras se apoyan en lasparedes maestras del edificio, con lo que queda despejado el centro. Nohabía allí mamparas

ni

compartimientos,

de

manera

que

el

observadorsituado en cualquiera de las puertas, podía registrar con la vista todaslas camas. Hacia la bahía o el este, lo mismo que hacia el sur y elnorte, había ventanas altas que daban claridad y saludable ventilación ala espaciosa sala.

Apenas la mujer con el cilicio de cañamazo puso el pie en el patio, vioasomar por el lado de la iglesia a la madre seña Soledad, con unfarolito, y detrás de ella un clérigo en sotana negra de sarga, sinbonete, llevando en ambas manos, a la altura de su pecho, un copón deplata con tapadera de lo mismo.

Ambos caminaban a paso largo ymurmuraban ciertos rezos que en el silencio del patio resonaban con loszumbidos de muchos moscones. Se encaminaron derecho a la enfermería yatravesaron la sala de un lado a otro. Al pasar los dos por junto a laanciana, conoció ésta de lo que se trataba y cayó de rodillasexclamando:

—¡Los óleos! Dios reciba en su seno el alma del moribundo.

Rezado el credo con mucho fervor, recogió todas sus fuerzas hecha casiun arco con su cuerpo y dando traspieses, continuó hasta la puerta delmedio de la sala y volvió a caer de rodillas.

Era que acababa de notarque el clérigo de pie al lado de una cama enfrente, administraba laextrema unción a una de las enfermas, mientras la madre de rodillas enel lado opuesto suspendía cuanto podía el farolito para alumbrar aquellatriste y desolada escena.

De vuelta de la iglesia a donde había acompañado al clérigo, la madretornó a la sala y encontró todavía de rodillas a la mujer del cilicio,con la cabeza doblada sobre el pecho, absorbida en sus oraciones. Tocoleen el hombro seña Soledad y le dio los buenos días, en cuyo momentola mujer, en tono de voz casi ahogado por la angustia:

—¿Conque ha muerto? preguntó.

—Ya descansa en paz, contestó la madre brevemente.

—¡Ah! dijo la anciana y cayó desplomada en el suelo.

—¡Jesús! ¡ Seña Josefa! repitió la madre haciendo esfuerzos porlevantarla. ¿Qué le pasa? ¡Va que Vd., no me ha entendido!

Mire que todoha sido una equivocación de las dos. No comprendí su pregunta de Vd., niVd., tampoco comprendió mi contesta. La muerta no ha sido Charo. No,señor, no ha sido ella, sino una pobre morena que hacía pocos días habíaentrado en el hospital. Charo va mejor, está más aliviada del pecho. Sí,no cabe duda. Así lo dice el médico y yo lo veo. Vamos, venga, quieroque Vd. se desengañe por sus mismos ojos.

Poco a poco, con tales seguridades, empezó a volver en sí seña Josefa.Después de derramar un mar de lágrimas en silencio, se sintió en actitudde seguir a la madre hasta la cama de la enferma por la cual seinteresaba tanto. Hallábase la tal a la sazón sentada, sin más abrigoque la sábana que le cubría las piernas encogidas, las cuales sujetabacon ambos brazos desnudos, apoyando la frente en las rodillas. Teníacortado el cabello casi de raíz, como se hace generalmente con loslocos, y bajo la piel floja, descolorida y seca mostraba la armazón dehuesos, tanto más cuanto que la camisa, sola pieza interior que llevaba,no le cubría sino parte de la espalda. Por su posición en la cama y poruna tos hueca y débil que a veces le acometía, se conocía que estabaviva.

—Charo, Charito, le dijo la madre con amabilidad. Mira quién está aquí.Levanta la cabeza, niña. Anímate.

—¡Hija mía! se atrevió a decir seña Josefa. Mírame. ¿Me oyes? ¿Meconoces, mi vida? Soy tu madre, quiero verte la cara.

Respóndemesiquiera. Te traigo buenas noticias; pronto vamos a sacarte de aquí. Tellevaremos al campo para que te cures y tengas el gusto de conocer yabrazar a tu hija. ¡Ah! ¡Si la vieras!

Está lindísima. Es tu retratocuando eras de su edad.

—Véala Vd. tan callada, dijo seña Soledad. Cuando está así no habla,no se mueve y cuesta Dios y ayuda que pase un bocado.

Otras veces lacoge por gritar, como si la estuvieran matando, por llorar o por reírsea carcajadas.

Pero en vano empleó seña Josefa los medios que juzgó más eficaces paramoverla. En vano acudió a los ruegos, a las caricias, a las lágrimas; laenferma se mostró insensible a todo, no contestó palabra, no alzó lacabeza, no cambió la posición acurrucada. Claro era que no había tenidoconciencia de la escena de muerte que acababa de verificarse en una camaopuesta a la suya, y, por supuesto, no dio señal alguna de haberreconocido la voz familiar de seña Soledad, ni la angustiosa de sudesconsolada madre.

En fin, se adelantaba el día y era preciso que seña Josefa seapresurase a volver a su casa, donde había dejado sola a la nieta. Dijo,pues, a la carrera a seña Soledad que el caballero que las protegía aellas se proponía hacer el último esfuerzo para curar a Charo, si es queaún tenía remedio, y que para ello la llevaría al campo, cerca del mar,en donde respirase otro aire y se bañase a menudo, bajo la vigilancia deun médico.

—Pues a ello, seña Josefa, y que para bien sea, dijo alegre la madre.Lo que es aquí, está visto que esa pobre muchacha no tiene cura. Además,es preciso sacarla o no hay modo de impedir que se la lleven para lanueva casa en la Beneficencia. Todos estos días atrás han andadorecogiendo pobres y locos por las calles. Ayer se llevaron a DoloresSanta Cruz, tan alborotosa. Y

el Comisario Cantalapiedra ya me hanotificado la orden de traslación de todas las locas en disposición demoverse.

Figurarse puede cualquiera cómo llevaría el corazón seña Josefadespués de lo que había visto, escuchado y sentido en el hospital de SanFrancisco de Paula.

CAPÍTULO XI

...Pero

si

el

vicio

mancha

su

limpieza

Vertiendo

en

ella

su

funesto

hielo,

Levanta

el

ángel

de

su

guarda

el

vuelo,

Y Dios torna a otro lado la cabeza.

LUISA PÉREZ DE MONTES DE OCA

Era el día claro y calentaba bastante el sol cuando seña Josefa volvióa su casita de la calle del Aguacate. Al parecer nadie allí se habíamovido, excepto la gallina con sus polluelos, que buscaban la salida alpatio por entre el cabio y el quicio de la puerta. El primer cuidado dela anciana fue ver si la nieta reposaba en el alteroso lecho; ysatisfecha de que dormía tranquila, se quitó el chal de cañamazo, sedesciñó la correa y se dejó caer en la butaca, desalojando para ello algato, que al ruido de la entrada de su ama entonces se esperezaba, abríatamaña boca y mostraba la roja lengua con los afilados dientes.

En desplomándose dio un profundo suspiro. Apuraba ahora el cáliz másamargo que jamás apuraron labios humanos. Su única hija languidecía enun hospital, privada de los cuidados maternales, falta de juicio ydevorada por la consunción, si que ella pudiera valerle en nada. Que notendría remedio ni alivio mientras continuara en ese lugar, plenamenteconvencida quedó en aquella mañana seña Josefa, si era que antesabrigaba dudas.

¿Por qué estaba la madre afligida separada hacía tanto tiempo, de lahija doliente y moribunda? Esta separación tenía dieciséis años defecha, porque, según recordará el lector, María del Rosario Alarcónhabía perdido el juicio a consecuencia del sentimiento y sorpresa que leprodujo el secuestro de su hija recién nacida, para pasarla por la CasaCuna. Cuando se la devolvieron, bien amamantada y rolliza, ya erademasiado tarde, ya se había apagado en su mente el último rayo de ladivina luz.

Todavía si su demencia hubiese tomado un carácter manso ytranquilo, habría sido posible dejarla pasar el resto de su vida al ladode la madre y de la hija; pero a veces le entraban accesos de furor, encuya disposición era difícil sujetarla e impedir que se hiciera daño ole hiciera a los suyos.

Además, aun cuando por no haber casa de dementes en La Habana, admitíanen los hospitales, por ejemplo, en el de Paula, algunas mujeres en eseestado, aquéllos cuyas familias no podían guardarlos en sus casas queeran los más, andaban sueltos por las calles, hechos el hazmerreír delos muchachos y el escándalo de las gentes timoratas. Tal, entre otros,Dolores Santa Cruz, a que hizo referencia la madre del hospital dePaula.

Esta negra había sido esclava de la familia distinguida de Jaruco cuyoapellido llevaba. Con su industria y economías había logrado libertarsey reunir un capital. Compró casa y esclavos, dedicándose a la reventa decarnes y frutas, que entonces era negocio bastante lucrativo.

Sin que sepamos el motivo, alguien le disputó en juicio el dominiodirecto a su pequeña hacienda. Esto la enredó en un pleito largo ycostoso, que si bien ganó con costas, en honorarios, sobornos, propinas,entre abogados, procuradores, escribanos, oficiales de causa, jueces yasesores, se consumió el valor de la casita, juntamente con el de lasdos esclavas. El resultado fue, que el día menos pensado la pobre mujerse quedó literal, no figuradamente, por puertas.

Golpe rudo debió de haber sido éste para quien amaba mucho el dinero ylas satisfacciones que procura. La que siendo esclava fue libre, dueñade esclavos y de fincas, y de nuevo se vio atada al poste de otraesclavitud: la miseria; no era posible sobrellevar el cambio sin que surazón perdiese el equilibrio. Se le desvaneció en efecto, y desdeentonces, vestida de harapos, y adornada la cabeza con floresartificiales y pajas, a la Hamlet,[38]

recorría día y noche las callesapoyada en un palo largo, de que pendía una jaba, gritandodesaforadamente por las esquinas: ¡Po!

¡po! Aquí va Dolores Santa Cruz.Yo no tiene dinero, no come, no duerme. Los ladrones me quitan cuantotiene. ¡Po! ¡po!

¡Poó!

Figúrese el lector la hija de seña Josefa, madre a su vez desgraciada,revelando al pueblo en sus arrebatos de locura los pasos, los medios yel nombre, quizás, de la persona o personas por cuya agencia se veía enaquel tristísimo estado. No debía darse, y no se dio semejanteespectáculo; antes por doloroso que fuese el sacrificio hubo que hacerlotodo entero, como que de ello dependían hasta cierto punto la salud y lafelicidad de la inocente niña que había sido la causa indirecta de ladesgracia de su madre. Tampoco debía crecer y desarrollar su razónviendo que ésta la había perdido y era el ludibrio de los extraños.

Nihabía llegado el tiempo, creía la abuela, de que la hija y la madre seconociesen. La separación, pues, podía ser eterna.

Tales pensamientos ocupaban el ánimo de la anciana con más fijeza quenunca en los momentos que llamaron a la puerta de la calle. Cual sidespertara de un sueño pesado, levantose a abrir y se encontró con ellechero, isleño de Canarias que en el traje usual de los campesinos, conuna botija debajo del brazo y un jarrito de lata en la mano, la saludóen el tono peculiar de su país, con las palabras:

—Pues abriera para mañana la casera. Veríficamente ésta es la terceravez que le traigo la leche.

—Yo estaba en misa, contestó seña Josefa trayendo la cazuela pararecibir la poción láctea.

—Como que iba creyendo que se habían muerto toditos en esta casa.

—Acabo de entrar de la calle.

Después de mirar a la vieja con aire peculiar, añadió:

—Andese con cuatro ojos la casera, continuó el lechero; porque enseñael refrán que el que tiene enemigos no duerme.

—Yo no tengo enemigos, a Dios gracias.

—Parécele a la casera. Toditos tenemos enemigos ocultos en este mundo.¿No tiene la casera una hija bonita?

—¿Hija? No, señor, nieta.

—Es lo mesmo. Pues en el palmito de esta nieta está el enemigo delreposo de la casera. No hay mozo que no se perezca por los buenospalmitos. El demongo me lleve si esta madrugada mesma no vide poraquí un lindo don Diego. Ahora no me atrevo a decir si estaba juntito ala puerta o a la ventana... Pero de que lo vide lo vide.

—El casero se engaña, observó la anciana desazonada y temblorosa. Noestuve fuera sino por corto tiempo, y mi nieta no tiene mozo que lepersiga el lindo palmito como dice el casero.

—Dígole a la casera lo que le digo, ándese con cuatro ojos, y no seduerma en las pajas, porque de que lo vide lo vide.

Nuevo motivo de inquietud y de tormento para la desventurada abuela.Sabía que un joven blanco, de familia rica, seguía a su nieta como lasombra al cuerpo, que la hacía regalos costosos, que la facilitaba sucarruaje para concurrir a los bailes de las ferias, que elladecididamente se pagaba de esas atenciones y obsequios; pero estaba muydistante de creer, siquiera de sospechar, que él se aprovechase de suausencia en la iglesia o el hospital para soplarle la nieta, corromperlay malograr su porvenir.

Entonces pensó que la había dejado sola, encomendada a la vecina de lacasa inmediata, y bien pudieron los dos amantes ponerse de acuerdo,darse cita de antemano y reunídose allí mismo, mientras ella se andabapor Paula. De cualquier modo, afirmaba el lechero haber visto temprano ala puerta de su ventana o casita a un lindo don Diego.—¿Quién sabe siestuvo dentro? ¿Cúya era la falta si ocurría una desgracia?

¿Seríaposible que la nieta siguiese el mismo camino y casi por los mismosmedios se perdiese como su desventurada madre?

—¡Ah! exclamó seña Josefa cayendo de rodillas al pie del nicho dondese veneraba la imagen de la Dolorosa. ¡Virgen Santísima! ¿Qué he hechoyo para este duro castigo? ¿Cuál ha sido mi grave culpa? ¿Habré estadotoda la vida en pecado mortal sin saberlo? Tú sabes que he sido buenahija, buena hermana y cariñosa madre. Yo he procurado criar mis hijos enel santo temor de Dios. Yo me he desvelado por infundirles sanosprincipios de moral,