Cecilia Valdes o la Loma del Angel by Cirilo Villaverde - HTML preview

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—¿Qué hay de mi ropa? ¿Lista?

—Casi concluida, señor don Leonardito.

—Lo temía, lo esperaba, replicó éste impaciente. Un zapatero remendóntiene más palabra que tú, Uribe.

—Pues ¿qué hora es, caballero Gamboa?

—Son las cuatro y más de la tarde; y me prometiste la ropa para ayertarde.

—Perdone el caballero, se la prometí para hoy a las siete de la noche.Es decir, concluida y planchada de un todo. Porque el caballero debeestar enterado que de mi taller no sale pieza sin todos sus periquitos yringo rangos. Cuente el caballero que este pobre sastre no posee otracosa que su reputación, como que viste, hace más de diez años, a lagrandeza de La Habana, y nadie podría decir en justicia que Francisco dePaula Uribe y Robirosa...

—¡Ah! ¡Maestro Uribe! ¡Maestro Uribe! volvió a interrumpirle el jovencon mayor impaciencia. El que no te conozca que te compre. Dale con lapalabra y vuelta con su reputación y pocas veces, si alguna, cumpliendocon exactitud.

Dejemos toda esta palabrería para otra ocasión y vamos alos hechos. Al fin ¿tendré la ropa esta noche, en tiempo para el baile ono? He aquí lo que importa saber.

—La tendrá el caballerito o pierdo el nombre que llevo. Por lo que tocaal chaleco, que es lo único que se hace fuera de casa, lo espero pormomentos. Apuradamente, está en manos de una pardita que se pinta solapara chalecos y es como el reloj. Ya que el caballero ha tenido labondad de honrar mi taller con su presencia, probaremos la casaca,aunque estoy cierto y seguro que el caballero va a confesar que tengobuen ojo, si no otra cosa. Le ruego que no repare en su estado presente,porque sé que para las personas que no son del arte aquí hay trabajo dedos días, cuando para un oficial experto sólo hay trabajo de dos horas.Si alguna vez se me atrasa la obra, no es por culpa mía, ni por falta deoficiales, sino porque me cae mucha de golpe. En el taller sólo tengocinco oficiales, fuera, en sus casas, cuantos quiero, aunque yo prefierotener mi gente siempre a la vista.

Por entonces, plantado Leonardo delante del espejo, se había despojadodel frac con la ayuda del sastre, y mientras le probaban el nuevo, creyóver reflejada en aquél la imagen de alguien que le miraba a hurtadillasdesde atrás de la puerta del comedor. Aunque le pasó por la mente quehabía visto aquella cara en alguna parte, de pronto no pudo recordardónde ni cuándo. En este esfuerzo de imaginación se quedó un ratopensativo, completamente abstraído. Por supuesto, durante ese tiempo novio lo que pasaba, no oyó ni entendió la charla del maestro Uribe.

Acertó a entrar en aquella sazón en la sastrería una muchacha de color,medio cubierta la cabeza en la manta de burato pardo oscuro, a lausanza persa. Dio las buenas tardes, y como si no hubiese reparado en loque allí se hacía, pasó de largo hacia el aposento, por detrás de lamesa de cortar. Pero Uribe la esperaba impaciente y la detuvo antes dealcanzar la puerta, preguntándole:

—¿Traes el chaleco, Nene?

—Sí, señor; contestó ella con voz muy suave y musical, deteniéndose ala cabeza de la mesa, en la cual depositó un lío pequeño que sacó dedebajo de la manta.

El nombre, lo mismo que la voz de la muchacha, sacaron a Leonardo de suabstracción; volvió a ella el rostro y le clavó la vista. Ambos sereconocieron desde luego, y cambiaron una mirada de inteligencia y unasonrisa de cariño, señales que por cierto no se escaparon a lapenetración de Uribe.—Aquí hay gato encerrado, pensó él. ¡Pobremuchacha! ¡la compadezco! ¡En qué garras has caído! Cuando menos ésta esla causa de las quemazones de sangre de Pimienta... Tiene razón,...Perono, debe ser por algo más de eso.

Después sacó el chaleco del pañuelo de seda en que estaba envuelto, ydándole éste a su dueño, añadió hablando con Gamboa.

—¿No se lo dije al caballero? Aquí tiene la prenda. La costurera valeun Potosí.

Era el chaleco de raso negro, sembrado de abejas color verde brillante,entretejidas en la tela. No se lo probó Leonardo, ni lo juzgó necesarioel sastre. Tampoco hubo desde allí tiempo para mucho, porque, cual porcita, acudió la mayor parte de los parroquianos de Uribe. Entre ellos,Fernando O'Reilly, hermano menor del conde de este nombre; elprimogénito de Filomeno, después Marqués de Aguas Claras; el secretarioo confidente del Conde de Peñalver; el joven Marqués de Villalta; elMayordomo del Conde de Lombillo; y uno que le decían Seiso Ferino,protegido por la opulenta familia de Valdés Herrera. Casi todos éstoshabían ordenado piezas de ropa para sí o para sus amos en la sastreríadel maestro Uribe, y, ya de paso para el Paseo de extramuros en suscarruajes, ya ex profeso, entraban en ella y se detenían el tiemponecesario para esa averiguación.

Al entrar el primero de los personajes arriba nombrados, le pusofamiliarmente la mano en el hombro a Leonardo, le llamó por este nombre,y le trató de tú por tú. Habían sido condiscípulos de Filosofía en elColegio de San Carlos desde 1827 a 1828, en cuya última fecha O'Reillyse había separado para ir a España y proseguir sus estudios hastarecibirse de abogado, como se recibió, tornando a los patrios lares sólounos pocos meses antes del día de que aquí hablamos, con el empleo deAlcalde Mayor. Después de dos años de ausencia, aquélla era la primeravez que se veían, no habiendo tenido Leonardo ocasión ni humor de ir asaludarlo, quizás porque, si bien antiguos condiscípulos, no habíadejado él de ser miembro de una familia la más orgullosa de La Habana,de la primera grandeza de España. Por otra parte, partió soltero yvolvió casado con una madrileña, motivo de más para que sus gustos yaficiones ahora fuesen muy distintos de lo que fueron cuando juntosconcurrían a oír las elocuentes lecciones del amable filósofo FranciscoJavier de la Cruz.

La ocasión de aquella afluencia de señores y sus criados no era otra queel baile de tabla que se celebraba por la noche del mismo día, en losaltos del palacio situado en la calle de San Ignacio esquina a la delTeniente Rey, alquilado para sus funciones por la Sociedad Filarmónica,en 1828. Desde los días del carnaval, a fines de febrero, en quecoincidieron los festejos públicos por el casamiento de la princesa deNápoles, doña María Cristina con Fernando VII de España, la Sociedadantes dicha no había vuelto a abrir sus salones. Ahora lo hacía comopara despedir el año de 1830, pues es sabido que la gente principal deLa Habana, única con derecho a concurrir a sus funciones, se marchaba alcampo desde principios de diciembre y no volvía a la ciudad sino hastamucho después de Reyes. En vísperas del sarao, la juventud de ambossexos acudía en tropel a los establecimientos de modas y novedades parahacerse de trajes nuevos, de adornos, joyas y guantes. Las sastreríascomo la de Federico, Turla y Uribe, que eran las favoritas; losalmacenes como los del «Palo Gordo» y de «Maravillas»; las joyerías comolas de Rozan y «La Llave de Oro»; las tiendas de modistas como la demadama Pitaux; las zapaterías como la de Baró, en la calle de O'Reilly yla de «Las Damas» en la calle de la Salud esquina a la de Manrique,extramuros de la ciudad, varios días anteriores al señalado para elbaile se veían asediados a mañana y tarde, por las señoritas y jóvenesmás distinguidos por su elegancia y el lujo de sus trajes. Las primeraspor esa época empezaban a usar los zapatos o escarpines de raso blancoa la China, con cintas para atarlos a la garganta del pie y mostrar lasmedias de seda caladas, siendo así que el vestido se llevaba sobre locorto. Los hombres usaban también escarpines de becerro con hebillita deoro al lado de fuera y calcetas de seda color de carne.

Con los caballeros, Uribe echó el resto de la cortesía y de laamabilidad, de que sabía revestirse cada vez que le convenía; con loscriados, aunque acudían en nombre de personas de elevada posición, fueseco y parco en demostraciones civiles.

Pero tuvo habilidad bastantepara dejarlos a todos contentos y satisfechos, como que nada le costabaprodigar promesas a diestro y a siniestro, que es moneda imaginaria conque se pagan la mayor parte de las deudas en sociedad. De esta maneracumplió exactamente con los que le hablaron gordo desde el principio; alos restantes dio un solemne chasco, sin perder por eso su patrocinio. Eidos todos, porque ninguno calentó asiento, se puso desde luego ahabilitar las piezas que se proponía concluir para aquella noche. Nodescuidó, por supuesto, la casaca verde invisible de Gamboa; quien,satisfecho de que no sería chasqueado de nuevo, cedió a las vivasinstancias de su amigo Fernando O'Reilly y le acompañó en el quitrín alpaseo, llamado por imitación del famoso de Madrid, el Prado.

Ocupaba éste, y ocupa en el día, el espacio de terreno que se dilatadesde la calzada del Monte hasta el arrecife de la Punta al Norte, almorir el glacis de los fosos de la ciudad por el lado del oeste.Cienfuegos extendió el paseo de la calzada del Monte hasta el Arsenalhacia el sur; pero jamás se ha usado como tal esa parte sino como calleAncha, cuyo nombre lleva. Entre las obras de adorno que tuvieron origenen el gobierno de don Luis de las Casas, se cuenta el nuevo Prado (elde que hablamos ahora). El Conde de Santa Clara concluyó la primerafuente que dejó en proyecto las Casas, y construyó otra más al norte;nos referimos a la de Neptuno en el promedio del Prado, y la de losLeones al extremo. Ambas se surtían de agua de la Zanja real, queatravesaba el paseo (y aún le atraviesa) por el frente del JardínBotánico, hoy estación principal del ferrocarril de La Habana a Güines,y por la orilla del foso iba a verter sus turbias aguas en el fondo delpuerto, al costado del Arsenal. Mucho después, al extremo meridional delPrado, donde estuvo originalmente la estatua en mármol de Carlos III,que don Miguel Tacón trasladó en 1835 a su paseo Militar, hizo construira su costa en 1837 el Conde de Villanueva la bella fuente de la India ode La Habana.

El nuevo Prado constaba de una milla de extensión, poco más o menos,formando un ángulo casi imperceptible de 80 grados, frente a laplazoleta donde se elevaba la fuente rústica de Neptuno. Le constituíancuatro hileras de árboles comunes del bosque de Cuba, algunos con laedad muy corpulentos, e impropios todos de alamedas. Por la calle delcentro, la más ancha, podían correr cuatro carruajes apareados; las doslaterales, más angostas, con unos pocos asientos de piedra, servían parala gente de a pie, hombres solamente, quienes en los días de gala ofiesta se formaban en filas interminables a lo largo del paseo.

La mayorparte de éstos, especialmente los domingos, se componían de mozosespañoles empleados en el comercio de pormenor de la ciudad, en lasoficinas del gobierno, en la marina de guerra y en el ejército, pues porsu calidad de solteros y por sus ocupaciones, no podían usar carruaje yvisitar el Prado en días comunes. Es de advertirse además, que a la horadel paseo, estaba prohibido atravesar siquiera el Prado en vehículo dealquiler; y si algún extranjero lo hacía por ignorancia de la regla oconsentimiento del sargento del piquete de dragones que daba allí laguardia, llamaba la atención y excitaba la risa general del público.

La juventud cubana o criolla tenía a menos concurrir al Prado a pie;sobre todo el confundirse con los españoles en las filas deespectadores domingueros. De suerte que allí tomaba parte activa en elpaseo sólo la gente principal: las mujeres invariablemente en quitrín,algunas personas de edad en volante y ciertos jóvenes de familias ricas,a caballo. Ninguna otra especie de carruaje se usaba entonces en LaHabana, a excepción del Obispo y del Capitán General que usaban coche.El recreo se reducía a girar en torno de la estatua de Carlos III y lafuente de Neptuno cuando la concurrencia era corta, que cuando eramucha, se extendía hasta la de los Leones u otro cualquier puntointermedio, donde el sargento del piquete calculaba que debía plantaruno de sus dragones, a fin de mantener el orden y de que se guardase ladebida distancia entre carruaje y carruaje.

Mientras mayor era laafluencia de éstos, menor era el paso a que se les permitía moverse; deque resultaba a menudo un ejercicio muy monótono, no desaprovechado enverdad por las señoritas, cuya diversión principal consistía en irreconociendo a sus amigos y conocidos, entre los espectadores de lascalles laterales, y saludarlos con el abanico entreabierto, de la maneragraciosa y elegante que sólo es dado a las habaneras.

Por fortuna la monotonía y la funérea gravedad de tan inocente recreo, aque las autoridades españolas daban el nombre arbitrario de orden,duraban lo que la presencia de los dragones del piquete en la avenidacentral del Prado, es decir, de las cinco a las seis de la tarde. Porquees cosa sabida que, unas veces con la punta de la lanza, otras avarazos, hacían que los caleseros guardasen el paso y la fila. Perodespués de saludar el pabellón español en las fortalezas del contorno,ceremonia previa para arriarlo, lo mismo que las señales del Morro,desfilaba el piquete por la orilla de la Zanja, en dirección de la calley cuartel de su nombre,

y

al

punto

empezaban

las

carreras,

el

verdaderoejercicio, la belleza y novedad de la diversión.

Espectáculo digno decontemplarse era, en efecto, entonces, el paseo en carruaje y a caballo,del nuevo Prado de La Habana, iluminado a medias por los últimos rayosde oro del sol poniente, que en las tardes de otoño o de invierno sedegradan en manojos de plata, antes de confundirse con el azul purísimode la bóveda celeste. Los caleseros expertos se aprovechaban con ganasde la ocasión que se les presentaba para hacer alarde de su habilidad ydestreza, no ya sólo en el regir de los caballos, en el girar violento ycaprichoso de los quitrines, sino en el tino con que los metían por lasestrechuras y la confusión, y los sacaban sin choque ni roce siquiera deunas ruedas con otras. Aún las tímidas señoritas, en el colmo delentusiasmo por el torbellino de las carreras y giros, arrebatadas en susconchas aéreas, con la acción y a veces con la palabra, animaban a losjinetes; con que unos y otros contribuían hasta donde más al peligro ygrandeza del espectáculo.

Poco

a

poco

desaparecía

la

vaporosa

luzcrepuscular; una polvareda sutil y cenicienta se elevaba remolinandohasta las primeras ramas de los copudos árboles y cubría todo el paseo;de manera que, cuando uno tras otro los quitrines, con su carga demujeres jóvenes y bellas, dejaban el estadio en vuelta de la ciudad o delos barrios extramuros, no creía menos el desapercibido espectador sinoque salían de las nubes, cual otras Venus, de la espuma de la mar.

En aquellos tiempos en que la Metrópolis creía que la ciencia degobernar las colonias se encerraba en plantar unos cuantos cañones debatería, se ideó la construcción de las murallas de La Habana, obra quese comenzó a principios del décimo séptimo siglo y se terminó casi alfinalizar el décimo octavo. Las tales murallas eran parte de unafortificación vasta y completa, así por el lado de tierra como por eldel mar o el puerto; no faltándole cuatro puertas hacia el campo,poternas hacia el agua, puentes levadizos, foso ancho y hondo,terraplenes, almacenes, estacadas, aspilleras, y baluartes almenados; demodo que la ciudad más populosa de la Isla quedaba de hecho convertidaen una inmensa ciudadela. Así existieron las cosas hasta la venida delmemorable don Miguel Tacón, quien abrió tres puertas más y sustituyólos puentes levadizos con puentes fijos de piedra. Pero en la época dela historia que vamos refiriendo, esto es, cuando sólo existían lascinco puertas originales, las tres del centro llamadas de Monserrate, dela Muralla y de Tierra, eran para el uso del público en carruaje, acaballo y a pie, y las de los extremos, denominadas de la Punta y de laTenaza estaban destinadas especialmente al tráfico. Por ellas, pues, seacarreaba el azúcar, el café y otros efectos pesados en el único mediode trasporte de entonces, a saber, las enormes primitivas carretas,tiradas por cachazudos bueyes. La guarnición de la plaza, numerosa enlos últimos tiempos, daba la guardia en las puertas y en las poternas,juntamente con el resguardo, constituido en todas ellas; pues nadie ninada entraba ni salía sin estar sujeto a un doble registro, todo segúnse acostumbra en las plazas sitiadas.

Después de entrado el carruaje en que iban O'Reilly y Gamboa, en elrastrillo interior, donde se hallaba la garita del resguardo, asomó, porla parte opuesta del puente levadizo, un caballo tan cargado de forrajeverde de maíz, a que llaman vulgarmente maloja, que no se veían másque los pies y la cabeza, la cual procuraba alzar cuanto podía, a causasin duda del demasiado peso. Sobre aquella montaña de hierba veníamontado a la mujeriega, mejor dicho, recostado a la grupa el conductor omalojero, mozo natural de Islas Canarias, vestido a la usanza de loscampesinos cubanos. El centinela español, que se paseaba entre las dospuertas con el fusil al brazo, miró primero hacia el puente, luego haciael rastrillo, y se plantó en medio de la vía en señal de que ambosdebían pararse, hasta que se resolviera cuál de los dos tenía que ciar odesviarse. Pararse el caballo del forraje equivaldría a obstruir elpaso; volverse en el estrecho puente era imposible sin exponerse a unacaída; en tanto que al carruaje le era fácil arrendar los caballos sobreel cuartel del cuerpo de guardia y dejar expedito el camino. A pesar desu natural torpeza, esto lo vio claro, desde luego, el centinela; asíque ordenó con la mano al malojero que se parase y avanzó a paso decarga al carruaje y gritó:—¡Atrás!

Pero orgulloso el calesero de la nobleza y autoridad de su amo,envanecido de los escudos de arma bordados en su librea, lo mismo que desus espuelas de plata, metal de que estaban sobrecargadas lasguarniciones, aún el mismo carruaje, en vez de obedecer la orden delcentinela, plantó los caballos delante de la puerta interior, y miró demedio lado a su amo. Venía éste muy embebecido contándole a Gamboa lospeligros que había corrido en su ascención al monte Etna en Sicilia, yhasta la parada repentina del carruaje no echó de ver que se habíapresentado un obstáculo. Naturalmente los ojos del amo se encontraroncon los del esclavo que le pedía órdenes:—¡Arrea! le dijo, y como sinada ocurriese, continuó la íntima conversación que traía con sucondiscípulo y amigo.

Moviéronse los caballos y entonces el centinela repitió la vozde:—¡Atrás! presentando la bayoneta a sus pechos; a cuya vistaO'Reilly, que era soberbio, se puso rojo de la indignación.

Medio seincorporó en el asiento, como para mostrar mejor la cruz roja deCalatrava que llevaba bordada en la solapa de la casaca, y gritó:—¡Cabode guardia! Y luego que éste se le presentó con la mano derecha abiertasobre la frente, agregó:—

¡Haga Vd. despejar el paso!

Informose el cabo en un instante de lo que pasaba, y aunque no conocíael sujeto que le había hablado, por el tono imperioso que usó y por lacruz roja, supuso que era un señor principal, jefe, o cosa parecida, yle contestó, siempre con la mano abierta, a la altura de la frente:—Elmalojero no puede retroceder.

—¿Cómo es eso? exclamó Fernando en el colmo de la cólera.

¿Sabe Vd. conquien habla? Llame al oficial de guardia.

—No hay para qué, repuso el cabo. Ya veremos modo de arreglarlo. No seincomode V. E.

—Haga ciar ese caballo de la maloja... Pronto.

A las voces, acudieron el oficial de guardia, que se entretenía en jugara los naipes con unos cuantos amigos, y los soldados de facción, loscuales esperaban órdenes sentados en un banco sin respaldo a la puertadel cuartel, mientras los demás dormían a pierna suelta en las tarimasfijas del interior. Aquel militar, que debíamos suponer más enterado queel cabo de la noción de lo justo y de lo injusto, no vio más sino que uncaballero cruzado no podía proseguir su paseo porque se lo impedía unpaisano con su caballo cargado de forraje. Así que dio la ordenperentoria de despejar el puente. Ejecutada en un dos por tres, el montede forraje verde quedó montado en la barandilla del puente levadizo,única cosa que ocurrió a los soldados hacederos en aquellacircunstancias. En efecto, así pudo pasar el carruaje, aunque llevándoseen el bocín del cubo parte de la maloja. Todo aquello sucedió tanrepentina como inesperadamente para el mozo conductor, que sólo tuvotiempo de echarse al suelo, no para resistir el atropello, sino para noser lanzado al foso.

Expresó su sorpresa con algunos juramentos, y suenojo con mudas demostraciones; mas nadie le hizo caso. Por elcontrario, temeroso de mayor violencia, se apresuró a descargar parte dela hierba, a fin de que el caballo pudiera enderezarse y seguir camino ala ciudad.

En saliendo de la cabeza del puente para coger el estrecho rastrillo dela estacada, había que orillar el foso por corto trecho, pasar porencima de la esclusa de la Zanja, parte de cuyas aguas se vertía enaquél, formando un charco de regulares dimensiones.

Pues en el borde delalto terraplén, en el instante en que hablamos, había un grupo dehombres y muchachos en observación de algo que ocurría abajo, en elcharco.

—¿Qué es ello? preguntó O'Reilly.

—No sé, contestó su amigo; supongo que gentes que se bañan.

Preguntado el calesero, informó a su amo sin titubear, que eran elmulato Polanco y el negro Tondá, célebres nadadores, riñendo azapatazos. En efecto, desnudos completamente, cual salvajes del África,zambullían, giraban bajo del agua, y luego procuraban hacerse daño,descargándose tremendos golpes con las piernas, al modo como dicen quehace el cocodrilo cuando ataca la presa. Esto llamaban en Cuba tirarzapatazos. Parece que el inmoral espectáculo se repetía a menudo,supuesto que el calesero de O'Reilly desde luego dijo los nombres de losbañistas y lo que hacían en el agua. El primero más de una vez habíaacometido a un tiburón en el puerto y le había rendido a puñaladas;además de excelente nadador el segundo, era bien conocido en toda laciudad por su valor heroico y actividad desplegada en la persecución delos malhechores de su propia raza, con autoridad especial del mismocapitán general don Francisco Dionisio Vives.

El fácil triunfo obtenido sobre el mozo del forraje en la puerta de laMuralla, había envalentonado al calesero, el cual quiso entrar en elpaseo por la orilla de la Zanja; pero se lo impidió el dragón con lanzaen ristre. A pesar de las protestas de O'Reilly, quien invocó sucarácter de Alcalde Mayor, hubo que dar la vuelta a la estatua de CarlosIII y esperar allí un claro para incorporarse en la fila. Este fue elprimer motivo de mortificación para tan orgulloso joven; el segundo leaguardaba en el punto donde la calle de San Rafael corta el Prado.Desembocaban por ella el coche del general Vives con su escolta de acaballo, todos a galope tendido; y mientras, para abrir campo, losdragones del piquete interrumpían el movimiento de los quitrines deambas filas, en el paseo, entre los cuales se hallaba el de O'Reilly;dos flanqueadores con sable desnudo detenían y arrollaban a los quepretendían entrar o salir por la puerta del Monserrate, antes que suexcelencia el Capitán General.

Probaba esto que había en La Habana alguien superior y más privilegiadoque un segundo génito de conde, aunque Grande de España de primeraclase. En la acepción recta de la palabra, no era demócrata Leonardo,mas le disgustó mucho el atropello del malojero y casi se alegró de lasmortificaciones que experimentó su amigo en el paseo, cual si hubiesenquerido humillarle el orgullo. Evidente, pues, aparecía que lasdistinciones sociales del país, sólo aprovechaban en todascircunstancias a la autoridad militar, ante la cual nobles y plebeyosdebían doblar la cerviz.

CAPÍTULO III

Y

al

compás

se

agitaban

mil

bellezas

Que

ropajes

fantásticos

vestían,

Y

a

cual

las

visiones

se

ofrecían

De un poeta oriental.

R. PALMA

Aquella noche[30] el teatro de la elegancia habanera sentó sus reales enla Sociedad Filarmónica. Brillaron allí con todo su esplendor el gusto yla finura de las señoras, lo mismo que el porte decente de loscaballeros. Además de los socios y convidados de costumbre, asistieronlos señores cónsules de las naciones extranjeras, los oficiales de laguarnición y de la real Marina, los ayudantes del Capitán General yalgunos otros personajes notables por su carácter y circunstancias, comofueron el hijo del célebre Mariscal Ney, que estaba viajando, y elcónsul de Holanda en Nueva York.

Hiciéronse notables los vestidos de tul bordados de plata y oro sobrefondo de raso blanco, por ser de última moda e iguales al que Mme.Minette hizo en París para la actual soberana de España. Las mangas deeste traje conocidas con el nombre de a la Cristina, eran cortas,abobadas y guarnecidas su parte inferior con encaje muy ancho. Tambiénse vieron otros de tul bordados con muchísima delicadeza, sobre fondoceleste. Llamaron así mismo la atención general los vestidos de tulsobre raso blanco con guarnición en puntas encontradas, adornadas éstasde encaje estrecho y mangas a la Cristina. Otros iguales a estosúltimos, pero con diferentes guarniciones, pudieron señalarse, sin quedejase de haber muchos más cuya elegancia y gusto en nada desmerecían delos ya descritos.

Los peinados armonizaban con los vestidos. Llevaban unas turbantesegipcios, otras plumas blancas puestas con mucho donaire; las más,jirafas de todos tamaños, adornadas con flores azules o blancas,guardando unión con el color del traje, y algunas tenían lazos de orograciosamente colocados. Era grandioso y bello el efecto que producía lareunión de tantas y tan hermosas lechuguinas. Animaba la concurrenciauna completa alegría, y rebosaba la sonrisa en los labios de todos.

Laetiqueta, que generalmente caracteriza a los bailes de la Sociedad, nose vio más que en los vestidos de las señoras y en los trajes de loshombres, los cuales lucieron a porfía sus recamados uniformes degentiles-hombres, de generales, de brigadieres, de coroneles, de altosempleados, Cadaval y Lemaur sus fajas rojas de seda, al paso que los queno poseían título ni condecoraciones se contentaron con la última modade París en semejantes reuniones.

Adornaba la testera principal de la sala el magnífico dosel, cuyo centroocupaba el retrato del rey Fernando VII. Los paños de la pared sosteníancuadros históricos y de las cornisas pendía una colgadura de damascoazul con pabellones blancos guarnecidos de vistosos flecos de seda,sostenida por adornos dorados y clavos romanos, de los cuales caían congracia cordones y borlones de seda. El cielo raso de la sala estabavestido de damasco del mismo color de la colgadura.

Cosa de las diez empezó el baile y a las once el salón principal estabacompletamente lleno. En los intermedios servían sorbetes y refrescos detodas clases en grandes bandejas de plata sostenidas por lacayos. Lasseñoras que preferían tomarlos fuera del salón tenían preparada paraeste efecto una sala alumbrada perfectamente, en dond