Cecilia Valdes o la Loma del Angel by Cirilo Villaverde - HTML preview

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—¡Jesús! ¡Jesús! exclamó seña Josefa persignándose.

—¡Ay! continuó la chica sin parar mientes en la abuela. ¡Qué gente tanpreguntona! ¿Y no sabe su merced cómo una de las muchachas aquellas mequería cortar el pelo para hacer una cachucha? Sí, señor. Pero yo mezafé.

—¡Vea Vd. espíritu maligno y por dónde trepa! volvió a exclamar laabuela como si hablase consigo misma.

—Y si no es por un hombre, prosiguió Cecilia, que estaba acostado en elsofá, y regañó a las muchachas y les dijo que me dejaran quieta y luegose fue para su cuarto bravísimo... ¿Su merced no sabe quién es esehombre, abuelita? Yo lo he visto hablar con su merced algunas veces alláen Paula, cuando vamos a misa. Sí, sí, él es, no me cabe duda. Y ahorarecuerdo que es el mismo que cada vez que me encuentra en la calle medice callejera, perdida, pilluela y muchas cosas. ¡Ah! Y dice quemandará a los soldados que me cojan y me lleven a la cárcel.

¡Qué sé yocuánto más! Le tengo mucho miedo a ese hombre.

¡Debe ser muy regañón!

—¡Niña! ¡Niña! exclamó sordamente la anciana apartándola un poco de supecho y mirándola de un modo extraño y fijo, más enojada quesorprendida. Pero como si le ocurriese un grave pensamiento o undoloroso recuerdo y entre amonestarla y aconsejarla, lo que acasoequivalía a alumbrarle aquello de que debía estar ignorante toda lavida, su ánimo triste luchase en un mar de dudas, con sorpresa de lanieta selló de golpe sus labios.

Poco a poco fue serenándose el piélagoalborotado: se desvanecieron una después de la otra las nubes apiñadasen aquel horizonte naturalmente sombrío; y volviendo a estrechar la niñaen sus desnudos brazos, añadió con toda la dulzura que pudo dar a suvoz, por naturaleza bronca, con toda la calma de que pudo revestir susemblante:

—¡Cecilia! Hija de mi corazón, no vayas más a esa casa.

—¿Por qué, mamita?

—Porque, contestó la abuela como distraída, no sé verdaderamente, mialma, no lo sé, no podría decirlo si quisiera..., pero es claro yconstante, niña, que esa gente es muy mala.

—¡Mala! repitió Cecilia azorada, ¿y me hicieron tantas caricias, y medieron dulces, y raso para zapatos? ¡Si tú supieras lo que mechiquearon...!

—Pues no te fíes, niña. Tú eres muy confiada y eso no está bien. Por lomismo que te chiquearon tanto debías de andar con cuatro ojos. Queríanatraerte para hacerte algún daño. Uno no puede decir de qué son capaceslas gentes. ¡Tantas cosas suceden ahora que no se veían en mi tiempo...!Cuando menos lo que procuraban era que te descuidaras, para coger unastijeras y ¡tris!

tumbarte el pelo. Sería una lástima, porque tú lotienes muy hermoso. Además, que ese pelo no te pertenece, sino a laVirgen, que te salvó de aquella grave enfermedad... ¡Acuérdate! Yo leofrecí que si te ponías buena le daría tu cabellera para adornar suefigie en Santa Catalina. No te fíes te digo.

Esto diciendo, le cogía la cabeza a la nieta entre ambas manos y ledesparramaba los copiosos rizos por la espalda y los hombros.

—Sí, replicó Cecilia apretando los labios y levantando con aire dedesdén la frente, como yo soy tan boba para que me engañen así, así...

—Sin embargo, hija, lo mejor de los dados es no jugarlos. Yo bien séque tú eres una muchacha dócil y entendida; pero estoy cierta que noconoces a esa gente. Mira, no les hagas caso; aunque se les seque elgañote llamándote, no vayas a donde están. Mas ahora que me acuerdo: lomejor es que ni por cien leguas te acerques por su rededores. Luego, esehombre que tú misma dices que donde quiera que te topa te pone malacara.

¡Sabe Dios quién será! Aunque no debemos pensar mal de nadie, contodo, como puede ser un santo puede ser un de... (Y se persignó sinconcluir la palabra.) El Señor sea con nosotras.

Además, Cecilia, túeres muy inocente, algo atolondrada, y en esa casa... ¿Tú no lo sabes?hay una bruja que se roba a las muchachas bonitas. Por milagro de suDivina Majestad has escapado. Tú estuviste allí por la tarde, ¿no?

—Por la tardecita; todavía no habían encendido las luces en las casas.

—¡Ay de ti si llegas a entrar de noche! Vamos, no vayas más en tu vidaa esa casa, ni pases tampoco por la cuadra.

—¡Anjá! Con que allí vive también un muchacho ya grande, que a cadarato lo topo por Santa Teresa con un libro debajo del brazo. Siempre queme ve me quiere coger, me corre detrás y sabe mi nombre...

—Estudiante, perverso, como todos ellos. Cuando menos se le cayó de lasuñas al mismo Barrabás. Pero voy viendo que tú tienes una cabecita duracomo una piedra, y que por más que me afano en aconsejarte no consigonada. En efecto, ¿quién ha visto que una niña tan linda como tú se andeazotando calles, con la chancleta arrastro y el pelo suelto ydesgreñado, hasta las tantas más cuantas de la noche? ¿De quién aprendesestas malas mañas? ¿Por qué no me has de hacer caso?

—Y Nemesia, la hija de seño Pimienta el músico, ¿no se está en lacalle hasta las diez? Antenoche nada menos la topé en la plazuela delCristo jugando a la lunita con una porción de muchachos.

—¿Y tú te quieres comparar con la hija de seño Pimienta, que es unapardita andrajosa, callejera, y mal criada? El día menos pensado traen aesa espiritada, a su casa en una tabla con la cabeza partida en dospedazos. La cabra, hija, siempre tira al monte. Tú eres mejor nacida queella. Tu padre es un caballero blanco, y algún día has de ser rica yandar en carruaje. ¿Quién sabe? Pero Nemesia no será nunca más de lo quees. Se casará, si se casa, con un mulato como ella, porque su padretiene más de negro que de otra cosa. Tú, al contrario, eres casi blancay puedes aspirar a casarte con un blanco. ¿Por qué no? De menos nos hizoDios. Y has de saber que blanco, aunque pobre, sirve para marido; negroo mulato ni el buey de oro. Hablo por experiencia... Como que fui casadados veces... No recordemos cosas pasadas. Si tú supieras lo que lesucedió a una muchachita, cuasi de tu misma edad, por no hacer caso delos consejos de una abuela suya, la cual le pronosticó que si daba enandar por las calles tarde de la noche le iba a suceder una grandesgracia...

—Cuéntemelo, cuéntemelo, Chepilla, repitió la niña con la curiosidad detal.

—Pues, señor: una noche muy escura, en que soplaba el viento recio,por cierto que era día de San Bartolomé, en que, como ya te he dichootras veces, se suelta el diablo desde las tres de la tarde, estaba lamuchacha Narcisa, que éste era su nombre, sentada cantando bajito en elquicio de piedra de su casa, mientras su abuela rezaba arrinconadadetrás de la ventana... Me acuerdo como si fuera ahora mismo. Puesseñor, habían tocado ánimas en el Espíritu Santo, y como el viento habíaapagado los pocos faroles, las calles estaban muy escuras, silenciosasy solitarias, como boca de lobo. Pues según iba diciendo, la muchachitacantaba y la vieja rezaba el rosario, cuando estando así, cate que seoye tocar un violín por allá en vuelta del Ángel.

¿Qué se figuró laNarcisa? Que era cosa de baile, y sin pedirle permiso a la abuela, sindecir oste ni moste, echó a correr y no paró hasta la loma. Así que lavieja acabó de rezar, creyendo que su nieta estaba en la cama, según eranatural, cerró la puerta.

—¿Y dejó en la calle a la pobrecita? interrumpió Cecilia a la contadoracon muestras de ansiedad y lástima.

—Ahora verás. La viejecita, antes de acostarse, porque ya era tarde yse caía del sueño, cogió una vela y fue al catre de la nieta para ver sidormía. Figúrate cuál no se quedaría ella que la amaba tanto, alencontrarse con el catre vacío. Corrió a la puerta de la calle, laabrió, llamó a gritos a la nieta: ¡Narcisa! ¡Narcisa!

Pero Narcisa noresponde. Ya se ve, ¿cómo había de responder la infeliz si el diablo sela había llevado?

—¿Cómo fue eso? preguntó azorada la niña.

—Yo te lo contaré, prosiguió seña Chepa con calma, notando queproducía el efecto deseado su cuento de cuentos. Pues, señor, al llegarNarcisa a las cinco esquinas del Ángel, se le apareció un joven muygalán, que le preguntó a dónde iba a aquella hora de la noche.—A ver unbaile, contestó la inocente.—Yo te llevaré, repuso el joven; ycogiéndola por un brazo la sacó a la muralla.

Aunque era muy escuro,reparó Narcisa que según iban andando el desconocido se ponía prieto,muy prieto, como carbón; que los pelos de la cabeza se le enderezabancomo lesnas; que al reír asomaba unos dientes tamaños como de cochinojabalí; que le nacían dos cuernos en la frente; que le arrastraba unrabo peludo por el suelo, vamos, que echaba fuego por la boca como unhorno de hacer pan. Narcisa entonces dio un grito de horror y trató dezafarse, pero la figura prieta le clavó las uñas en la garganta para queno gritara, y, cargando con ella, se subió a la torre del Ángel, que,según habrás reparado, no tiene cruz, y desde allí la arrojó en un pozohondísimo que se abrió y volvió a cerrarse tragándosela en un instante.Pues esto es, hija, lo que le sucede a las niñas que no hacen caso delos consejos de sus mayores.

Dio aquí fin a su cuento seña Chepa y comenzó la admiración, el pavorde Cecilia, la cual se puso a temblar de pies a cabeza y a dar dientecon diente, aunque sin cesar de bostezar, porque más era el sueño que elmiedo; con lo que, dando traspiés, se fue a la cama, que es a lo quetiraba la astuta vieja. Muchos otros cuentos por el estilo le hizo a laandariega muchacha; pero estamos seguros que no sacó otro fruto conellos que llenar su cabeza de supersticiones y amilanar su espíritu.Ello es, que no por eso dejó la chica de hacer su gusto, escapándose aveces por la ventana, aprovechándose otras del momento en que laenviaban a la taberna de la esquina inmediata, para andarse de calle encalle y de plaza en plaza: cuándo en pos de la incitativa música de unbaile; cuándo tras los tambores de los relevos; cuándo de los carruajesdel entierro; cuándo, en fin, de la turba muchachil que arrebata elmedio de plata en el bautizo.

CAPÍTULO IV

Traen

el

pensamiento

Lleno

de

impudicia,

y

lo

derraman

En

torpes

mil

escandalosas

voces,

Que

inficionan

el

viento

Y altamente publican lo que aman.

González Carvajal

Cinco o seis años después de la época a que nos hemos contraído en losdos capítulos anteriores, a fines del mes de setiembre, había dadoprincipio el convento de la Merced a la serie de ferias con que hasta elaño de 1832, acostumbraban a solemnizar en Cuba las fiestas titularesreligiosas, consagradas a los santos patrones de las iglesias yconventos; novenarios coincidentes a veces con el circular delSacramento, introducido en el culto de Cuba desde los primeros años delsiglo por el Señor Obispo Espada y Landa.

El novenario, de paso diremos, comenzaba nueve días anteriores a aquélen que caía el del santo patrono, prolongándose hasta otros nueve, conlo que se completaban dos novenas seguidas. Es decir, dieciocho días defiesta, religiosas y profanas, que tenían más de grotescas y deirreverentes que de devotas y de edificantes. En ese tiempo se decíamisa mayor con sermón por la mañana y se cantaba salve a prima nochedentro de la iglesia, con procesión por la calle el día del santo.

Fuera del templo había lo que se entendía por feria en Cuba, que sereducía a la acumulación en la plazuela o en las calles inmediatas, deinnumerables puestos ambulantes, consistentes en una mesa o tablero detijeras, cubiertos con un toldo y alumbrados por uno o más candiles dequemar grasa, donde se vendía, no ciertamente artículo alguno deindustria o comercio del país, ni producto del suelo, caza, ave niganado, sino meramente baratijas de escasísimo valor, confituras devarias clases, tortas, obra de masa, avellanas, alcorza, agua de Loja yponche de leche. Aquello no era feriar en el sentido recto de lapalabra.

Pero esto no era por cierto el rasgo más notable de nuestras fiestascirculares. Había en el espectáculo algo que se hacía notable pordemasiado grosero y procaz. Nos contraemos ahora a los juegos de envitey de manos que hacían parte de la feria y que provocaban con susestupendas, aunque mentirosas ganancias, la codicia de los incautos. Losdirigían y ejecutaban en su mayoría hombres de color y de la peor ralea.Si bien groseros los artificios, no dejaban de engañar a muchos que sedaban por muy avisados. Estos tenían lugar en la plazuela o en la calle,a la luz mortecina de los candiles o de los faroles de papel, y tomabanen ellos parte gentes de todas clases, condiciones, edades y sexos. Paralas de alta posición social, queremos decir, para los blancos, habíaalgo más decente, había la casa de bailes, donde un Farruco, un Brito,un Illas o un Marqués de Casa Calvo tenían puesta la banca o juego delmonte desde el oscurecer hasta pasada la media noche, mientras durabanlos dieciocho días de la feria.

Procurábase que la casa o casas de bailes estuviesen lo más vecino quese pudiera a la parroquia o convento en que se celebraba el novenario.En la sala se bailaba, en el comedor tocaba la orquesta, y en el patiose jugaba al juego conocido por del monte. La mesa era larga y angosta,para que cupiesen los más de los jugadores sentados a ambos lados, eltallador a una cabeza y en la otra su ayudante, que dicen gurrupié. Parala protección de los jugadores y de los naipes, en caso de lluvia,frecuentes en el otoño, se tendía un toldo del alero de la casa alcaballete de la tapia divisoria de la vecina. No todos los tahures, paravergüenza nuestra sea dicho, eran del sexo fuerte, hombres ya maduros,ni de la clase lega, que en el grupo apiñado y afanoso de los quearriesgaban a la suerte de una carta, quizás el sustento de su familiael día siguiente, o el honor de la esposa, de la hija o de la hermana,podía echarse de ver una dama más ocupada del albur que de su propiodecoro, o un mozo todavía imberbe, o un fraile mercenario en sus hábitosde estameña color de pajuela, con el sombrero de ala ancha encasquetado,las cuentas del largo rosario entre el índice y el pulgar de la manoizquierda, y la derecha ocupada en colocar la moneda de oro o plata enel punto que más se daba, perdiendo o ganando siempre con la mismaserenidad de ánimo que de semblante.

El banquero, para llamarle por su nombre más decente, era quien hacía elgasto del alquiler de la casa, el de la música y el de las velas deesperma con que se alumbraban la sala de baile, el comedor y la mesa deljuego. Todo esto se hacía para atraer a los jugadores. La entrada, porsupuesto, era libre, aunque el bastonero, que también tiraba sueldo, noadmitía toda clase de persona. En aquella época corría mucho la monedafuerte, los duros españoles y las onzas de oro. La plata menudaescaseaba, y era cosa de oír el continuo retintín de los pesotescolumnarios y sonoras onzas, que maquinalmente dejaban caer los tahuresde una mano a otra o sobre la mesa, como para distraer el pensamiento yde algún modo interrumpir el solemne silencio del azaroso juego.

Que nada de lo que aquí se traza a grandes rasgos estaba prohibido o nomás que tolerado por las autoridades constituidas, se desprendeclaramente del hecho de que los garitos en Cuba pagaban unacontribución al gobierno para supuestos objetos de caridad. ¿Qué más? Lapublicidad con que se jugaba al monte en todas partes de la Islaprincipalmente durante la última época del mando del capitán general donFrancisco Dionisio Vives, anunciaba, a no dejar duda, que la política deéste o de su gobierno se basaba en el principio maquiavélico decorromper para dominar, copiando el otro célebre del estadista romano: divide et impera. Porque equivalía a dividir los ánimos, elcorromperlos, cosa que no viese el pueblo su propia miseria y sudegradación.

Pero esta digresión, por más necesaria que fuese, nos ha desviado untanto del punto objetivo de la presente historia.

Nuestra atención laatraía por completo un baile de la clase baja que se daba en el recintode la ciudad por la parte que mira al Sur. La casa donde tenía efecto,ofrecía ruín apariencia, no ya por su fachada gacha y sucia, como por elsitio en que se hallaba, el cual no era otro que el de la garita de SanJosé, opuesto a la muralla, en una calle honda y pedregosa. Aunque depuerta ancha con postigo, no formaba lo que se entiende en Cuba porzaguán, pues abría derecho a la sala. Tras ésta venía el comedor con elcorrespondiente tinajero, armazón piramidal de cedro, en que persianasmenudas encerraban la piedra de filtrar, la tinaja colorada barrigona,los búcaros, de una especie de terra cotta y las pálidas alcarrazas deValencia, en España. Al comedor dicho daba la puerta lateral del primeraposento, ocupado en su mayor parte por dos órdenes de sillones devaqueta colorada, una cama con colgaduras de muselina blanca y unarmario, al que dicen en La Habana escaparate.

Otros cuartos seguían aése, atestados de muebles ordinarios, y paralelo a ellos un patio largoy angosto, también obstruido en parte por el brocal alto de un pozocuyas aguas salobres dividía con la casa contigua, terminando cuartos ypatio en una saleta atravesada y exenta.

En esta última se hallaba una mesa de regular tamaño, ya vestida ypreparada con cubiertos como para hasta diez personas; algunos refrescosy manjares, agua de Loja, limonada, vinos dulces, confituras, panetelascubiertas, suspiros, merengues, un jamón adornado con lazos de cintas ypapel picado, y un gran pescado, nadando casi en una salsa espesa defuerte condimento.

En la sala había muchas sillas ordinarias de maderaarrimadas a las paredes, y a la derecha, como se entra de la calle, uncanapé, con varios atriles de pie derecho por delante. Aquél, a la sazónque principia nuestro cuento, le ocupaban hasta siete negros y mulatosmúsicos, tres violines, un contrabajo, un flautín, un par de timbales yun clarinete. El último de los instrumentos aquí mencionados se hallabaa cargo de un mulato joven, bien plantado y no mal parecido de rostro,quien, no obstante sus pocos años, dirigía aquella pequeña orquesta.

Ese se veía de pie a la cabeza del canapé por el lado de la calle. Suscompañeros, casi todos mayores que él, le decían Pimienta, y ya fuese unsobrenombre, ya su verdadero apellido, por éste lo designaremos de aquíadelante. Su mirada distraída y aun sombría, no se apartaba de la puertade la calle, como si esperase algo o a alguien, en los momentos de quehablamos ahora.

Pero aquella puerta, lo mismo que la ventana de bastidor cuadrado, seveía asediada de una multitud de curiosos de todas edades y condiciones,que apenas permitían acceso a la sala a las mujeres y hombres conderecho o voluntad de entrar. Y decimos con derecho o voluntad porquenadie presentaba papeleta, ni había bastonero que recibiese oaposentase. El baile, conocidamente era uno de los que, sin que sepamossu origen, llamaban cuna en La Habana. Sólo sabemos que se daban entiempo de ferias, que en ellos tenían entrada franca los individuos deambos sexos de la clase de color, sin que se le negase tampoco a losjóvenes blancos que solían honrarlos con su presencia. El hecho, sinembargo, de tenerse preparado en el interior un buen refresco, prueba,que si aquella era una cuna en el sentido lato de la palabra, parte almenos de la concurrencia había recibido previa invitación o esperaba serbien recibida. Así era en efecto la verdad. La ama de la casa, mulatarica y rumbosa, llamada Mercedes, celebraba su santo en unión de susamigos particulares, y abría las puertas para que disfrutaran del bailelos aficionados a esta diversión y contribuyeran con su presencia almayor lustre e interés de la reunión.

Serían las ocho de la noche. Desde por la tarde habían estado cayendolos primeros chubascos de otoño, y aunque habían suspendido hacia eloscurecer, tras haber empapado el suelo, dejando las callesintransitables, no habían refrescado la atmósfera. Lejos de ello, habíaquedado tan saturada de humedad, que se adhería a la piel y hervía enlos poros. Pero no eran estos inconvenientes para los curiosos que,según hemos dicho antes, asediaban la puerta y la ventana, hasta llenarcasi la mitad de la angosta y torcida calle; ni para los concurrentes albaile, que a medida que avanzaba la noche llegaban en mayor número, unosa pie, otros en carruaje. Cosa de las nueve la sala de baile era unhervidero de cabezas humanas; las mujeres sentadas en las sillas delrededor y los hombres de pie en medio, formando grupo compacto, todoscon los sombreros puestos; por lo cual la cabeza que sobresalía, deseguro que tropezaba con la bomba de cristal, suspendida de una viguetapor tres cadenas de cobre, en que ardía la única vela de esperma paraalumbrar a medias aquella tan extraña como heterogénea multitud.

Bastante era el número de negras y mulatas que habían entrado, en sumayor parte vestidas estrafalariamente. Los hombres de la misma clase,cuya concurrencia superaba a la de las mujeres, no vestían con mejorgusto, aunque casi todos llevaban casaca de paño y chaleco de piqué, losmenos chupa de lienzo, dril o Arabia, que entonces se usabangeneralmente, y sombrero de paño. No escaseaban tampoco los jóvenescriollos de familias decentes y acomodadas, los cuales sin empacho serozaban con la gente de color y tomaban parte en su diversión máscaracterística, unos por mera afición y otros movidos por motivos demenos puro origen. Aparece que algunos de ellos, pocos en verdad, no serecataban de las mujeres de su clase, si hemos de juzgar por eldesembarazo con que se detenían en la sala de baile y dirigían lapalabra a sus conocidas o amigas, a ciencia y presencia de aquéllas que,mudas espectadoras, los veían desde la ventana de la casa.

Distinguíase entre los jóvenes dichos antes, así por su varonil bellezade rostro y formas, como por sus maneras joviales, uno a quien suscompañeros decían Leonardo. Vestía pantalón y chupa de dril crudo conlistas rosadas, chaleco blanco de piqué, corbata de seda ajustada alcuello por un anillo de oro y las puntas sueltas, sombrero de yarey, tanfino que parecía hecho de holán Cambray, calcetín de seda de color decarne y zapato bajo con hebillita de oro al lado. Por debajo delchaleco, asomaba una cinta de aguas rojo y blanco, doblada en dos ysujetas las puntas con una hebilla también de oro. Esta servía de cadenaal reloj en el bolsillo del pantalón. Había allí otro hombre que sedistinguía más si cabe que Leonardo, aunque por distinto camino, estoes, por lo que diferían a su opinión y se reían de sus chocarrerías losnegros y mulatos, y por la familiaridad con que trataba a las mujeres,sobre todas al ama de la casa. Frisaba ya en los cuarenta años de edadese sujeto, no tenía pelo de barba, era blanco de rostro, con ojosgrandes y alocados, la nariz larga, roja hacia la punta, indicio de supoca sobriedad, la boca grande, más expresiva. Portaba siempre debajodel brazo izquierdo una caña de Indias con puño de oro y borlas de sedanegra. Le acompañaba a todas partes, como la sombra al cuerpo, unhombre de facha ordinaria, notable por la estrechez de la frente, porsus movibles y ardientes ojicos, y, sobre todo, por sus enormes patillasnegras, que le daban el aire antes de bandolero que de alguacil; empleoque desempeñaba entonces, pues el otro a quien seguía era nada menos queCantalapiedra, comisario del barrio del Ángel, el cual abandonaba porandarse tras la tentadora cuna.

Rato hacía que la música tocaba las sentimentales y bulliciosascontradanzas cubanas, aunque todavía el baile, para valernos de la frasevulgar, no se había rompido. Acomodaba afanosa el ama de la casa a susamigas particulares y de más edad en los sillones del aposento, para quea salvo de las pisadas y tropiezos pudiesen gozar de la fiesta al mismotiempo que no perder de vista a los objetos o de su cuidado, o de sucariño, que como jóvenes quedaban en la sala. Pimienta, el clarinete, semantenía en pie a la cabeza de la orquesta, tocando su instrumentofavorito, casi de frente para la calle, cual si no hubiese entrado aúnla persona digna de su música, o quisiera ser el primero en verlaentrar. Parecía, sin embargo, inútil este cuidado, por cuanto no entrabahombre ni mujer que no tuviera algo que decirle al paso. A todos estossaludos contestaba él invariablemente con un movimiento de cabeza, si seexceptúa que cuando le tocó su vez al capitán Cantalapiedra, quien consu acostumbrada familiaridad le puso la mano en el hombro y le habló ensecreto, contestó quitándose el instrumento de la boca:—Así parece, micapitán.

Podía advertirse que cada vez que entraba una mujer notable por algunacircunstancia, los violines, sin duda para hacerle honor, apretaban losarcos, el flautín o requinto perforaba los oídos con los sones agudos desu instrumento, el timbalero repiqueteaba que era un primor, elcontrabajo, manejado por el después célebre Brindis,[7] se hacía unarco con su cuerpo y sacaba los bajos más profundos imaginables, y elclarinete ejecutaba las más difíciles y melodiosas variaciones.

Aquelloshombres, es innegable, se inspiraban, y la contradanza cubana, creaciónsuya, aun con tan pequeña orquesta, no perdía un ápice de su graciapicante ni de su carácter profundamente malicioso-sentimental.

CAPÍTULO V

—¿Habéis

visto

en

vuestra

vida

Mujer

más

airosa?

—No.

Ni

al

Parque

jamás

salió

Más aseada y bien prendida

CALDERÓN

Mañanas de Abril y Mayo

Después de dar una vuelta por la sala, el comisario Cantalapiedra seentró de rondón en el aposento, y en son de broma le tapó por detrás losojos al ama de la casa, en los momentos en que ella se inclinaba sobrela cama para depositar la manta de una de sus amigas que acababa deentrar de la calle.

La tal ama de la casa, Mercedes Ayala, era unamulata bastante vivaracha y alegre a pesar de sus treinta y picocumplidos, regordeta, baja de cuerpo y no mal parecida. Atrapada y todopor detrás, no se cortó ni turbó por eso; antes por un movimientonatural acudió con entrambas manos a tentar las del que la impedía ver,y sin más dilación dijo:—Este no puede ser otro que Cantalapiedra.

—¿Cómo me conociste, mulata? preguntó él.

—¡Toma! repuso ella. Por el aquel de algunas gentes.

—¿El aquel mío o tuyo?

—El de los dos, señor, para que no haya disgusto.

Tras lo cual el comisario la atrajo a sí suavemente por la cintura conel brazo derecho y le dijo una co