Cádiz by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Ese inglés de los demonios, ese monstruo que nos ha enviado aquí laGran Bretaña es el ser más odioso, más abominable que existe en latierra. Por mi parte, digo que le aborrezco, que le abomino; que sinpiedad le mataría, que me bebería su sangre... Adiós, me voy.

—¿Te vas?

—Sí: no quiero estar más en esta casa.

—Pero hombre, tú estás tonto. Si te he traído aquí para que me ampares.Tú no sabes que ahora mi señora mamá, después que ponga fin a lajusticiada de allá, ha de venir a emprenderla conmigo por la escapatoriade ayer tarde. ¿Olvidas, hombre ligero y frívolo, que has de atestiguarque me viste ayer ocupado en dar vueltas a la noria?

—No quiero farsas, ni falsos testimonios, ni tengo para qué ver a doñaMaría... Adiós.

—Hombre cruel, detente. Mi madre sale.

En efecto, en el corredor atrapome la señora condesa, la cual después demostrarse sorprendida y no muy agradablemente con mi presencia, mesaludó, obligándome a pasar a la sala.

—¿Estabas aquí?-preguntó a su hijo.

—Sí, señora: Gabriel y yo estábamos en mi cuarto leyendo unos libros dearitmética, y él me enseñaba a encontrar la quinta parte por un medionuevo; y como ayer cuando estuvimos viendo dar vueltas a la noria, yoaposté a que no podía ser tal cosa, vino hoy a demostrármelo.

—¿Conque estuvieron ustedes ayer tarde en la noria?

—Sí, señora; dando vueltas a la noria... quiero decir, viendo.

—Es un entretenimiento inofensivo...

—Sí, señora... e instructivo.

—Propio de jóvenes de cabeza sentada—dijo doña María—.

Sin embargo,he oído que a la noria va mucha gente de mal vivir.

—No señora, de ninguna manera. Canónigos, militares de coronel paraarriba, señoras mayores, frailes...

—Mi hijo es algo distraído, y por eso temo... Pronto será libre y dueñode sus acciones, porque en los asuntos de un hombre casado, sobre todosi está en cierta posición, no deben entrometerse las madres.

—Exactamente. ¿Y cuándo se casa D. Diego?

—Ya no hay día seguro—respondió doña María, con firmeza.

—Y en verdad, Sr. D. Diego—dije yo volviéndome hacia mi amigo—que selleva usted la más hermosa muchacha que hay en todo Cádiz.

—Lo que es eso...—dijo la condesa con afectación—mi hijo puede estarsatisfecho de la suerte que le ha cabido en su elección, mejor dicho, ennuestra elección, pues nosotras lo hemos arreglado todo. Para que nadafalte a esa muchacha, tiene hasta aquellas sutiles cualidades de ingenioy amabilidad que la harán uno de los más bellos adornos de la corte,cuando la haya.

Y no se diga que a una joven mayorazga, destinada acasarse con otro mayorazgo, se la debe sujetar y comprimir para que nihable, ni trate con personas de mundo. Eso no; eso sería ridículo, ynada hay más contrario a la alteza y sonoridad de ciertas familias queverlas representadas en la corte por una damisela encogida, vergonzosa,que se asusta de la gente y no sabe decir más que buenas tardes y buenas noches.

—Pues maldita la gracia que me hace—dijo D. Diego condesabrimiento—ver a mi novia muy amartelada con lord Gray en estesalón.

Doña María se puso encendida.

—Este joven—dije yo—no eleva su entendimiento hasta los altosprincipios de la educación castiza. ¿Pues acaso su mujer va a ser monja?A las que van a ser monjas o solteras, bueno que se las enseñe a nolevantar los ojos del suelo; pero a las que van a casarse y a sergrandes señoras... Pero hombre, ¿está usted loco?

Mi amigo es un necio,un caviloso, señora. ¿Apostamos a que por estas y otras imaginacionesridículas va a dar en la flor de decir que no se casa?

—¡Cómo!-exclamó la dama—. Mi hijo no será capaz de tal simpleza.

—Sí, señora, sí seré capaz—dijo D. Diego sin poder contener el ímpetude sus celos.

—¡Diego, hijo mío!

—Sí, señora, lo que dice Gabriel es verdad, no quiero casarme, al menoshasta ver...

—No puede darse necedad mayor—dije—. Porque lord Gray haya conseguidocon su buena apostura, sus finos modales, su talento...

—Mi hijo no me dará tan gran pesadumbre.

La condesa, por hallarse en presencia de un extraño, no soltó la ira quea borbotones quería escapársele del pecho, al ver en su hijo laobstinada genialidad, que amenazaba echar por tierra todos susproyectos; mas conociendo yo que aquel volcán necesitaba cumplidodesahogo por el cráter de la boca y quizás por el de las manos, juzguéprudente retirarme.

—¿Se marcha usted?-me dijo—. Ya, una persona discreta no puedesoportar las bachillerías y antojos de este inconsiderado niño.

—Señora—repuse—D. Diego es un niño obediente y hará lo que su madrele mande. Beso a usted los pies.

Quiso D. Diego salir conmigo; pero la condesa le detuvo, diciendo conenojo:

—Caballerito, tenemos que hablar.

Yo anhelaba respirar fuera de aquella casa.

XIV

Al encontrarme en la calle miré a las rejas y las vi cerradas.Atormentado por el recuerdo de lo que había visto y oído, revolviendo enmi cabeza pensamientos de venganza, proyectos de barbarie, y no sé quéideas impías y locas, dije para mí:

—Ya no me queda duda. Mataré a ese maldito inglés.

En las mil alternativas y vicisitudes de mi vida, bajé, subí, caí ylevanteme; creí tocar con mis manos fatigadas el fondo de aquel mar dela borrascosa desventura, donde transcurrió mi niñez, y fuerzasignoradas me sacaron de nuevo a la superficie; luché y padecí, deseé lamuerte y amé la vida; grandes vaivenes y sacudidas experimenté; perocuando subía, y bajaba, y luchaba, y vivía, y moría, jamás dejé depercibir aquella luz, encendida ante la desgracia, lejana estrella aquien consideraba como expresión de lo divino y sobrenatural que hay enla existencia.

Pero ya la luz se había apagado, y volviendo los ojos enderredor, yo no veía sino espantosas oscuridades. Lo que yo creíaperfecto ya no lo era; lo que yo juzgué mío, tampoco era mío, y pensandoen esto no cesaba de exclamar:

—Mataré a ese condenado lord Gray. Ahora comprendo la satisfacción dematar a un hombre.

Turbado por los celos, mi corazón, que hasta entonces había comoflorecido, despidiendo un sentimiento apacible y contemplativo cual elde la religión, ardía ahora con apasionado centelleo, y lo que habíaamado, por extraordinaria contradicción más digno de ser amado leparecía. Sentía ansia de destrucción, y mi amor propio, mi orgulloherido clamaban al cielo, haciendo a toda la creación solidaria de miagravio. Yo creía que el universo entero estaba ofendido, y que cielo ytierra respiraban anhelo de venganza. Crucé varias calles, repitiendo:

—Mataré a ese inglés, le mataré.

Al volver una esquina creí distinguirle y apresuré el paso. Sí, era él.Dios me lo ponía delante; le vi de espaldas y corrí; mas cuando estabajunto a él y antes que me viera, pensé que no era prudente precipitar unhecho que debía tener justificación completa. Procurando serenarme, dijepara mí:

—Tengo la seguridad de sorprenderle dentro de la casa.

Entretanto,esperemos.

Le toqué en el hombro, y él, al volverse, me miró impasible, sin mostrarni alegría ni desagrado.

—Lord Gray—le dije—ha tiempo que estoy esperando la última lección deesgrima.

—Hoy no tengo humor para lecciones.

—La necesitaré pronto.

—¿Va usted a batirse? ¡Qué felicidad! ¡Hoy tengo yo un humor!... Deseoatravesar a cualquiera.

—Yo también, lord Gray.

—Amigo mío, proporcióneme usted un hombre con quien romperme el alma.

—¿Tiene usted spleen?

—Horroroso.

—Y yo. Los españoles también solemos padecer esa enfermedad.

—Es muy raro. En buena ocasión me ha salido usted hoy al encuentro.

—¿Por qué?

—Porque tenía una mala tentación. Estaba en lo más negro de la negruradel spleen, y pasó por mí la idea de pegarme un tiro o de arrojarme decabeza al mar.

—Todo por un amor desgraciado. Cuénteme usted eso y le daré buenosconsejos.

—No me hacen falta. Yo me entiendo solo.

—Yo conozco a la mujer que le trae a usted a tan lastimoso estado.

—Usted no conoce nada. Dejemos esa cuestión y no hablemos más de ella.

Aquella vez, como otras muchas, lord Gray esquivaba tratar el asunto.

—¿Con que quiere usted que le dé una lección?-me dijo después.

—Sí; pero tal, que con ella aprenda de una vez todo lo que encierra elnoble arte de la esgrima; porque, milord, tengo que matar a uno.

—Es cosa fácil. Le matará usted.

—¿Vamos a casa de milord?

—No; vamos al ventorrillo de Poenco. Beberemos un poco.

¿Y cuándo vausted a matar a ese hombre?

—Cuando tenga la certeza de su alevosía. Hasta hoy tengo indicios quecasi son datos evidentes; de los cuales resultan sospechas que casi sonla misma certidumbre. Pero necesito más, porque mi alma, crédula hastalo sumo, forja sutilezas y escrúpulos. La pícara quiere prolongar sufelicidad.

Él calló y yo también. Silenciosamente llegamos a Puerta de Tierra.

Había en casa del señor Poenco gran remesa de majas y gente del bronce,y las coplas picantes, con el guitarreo y las palmadas, formabanestrepitosa música dentro y fuera de la casa.

—Entremos—me dijo lord Gray—. Esta graciosa canalla y sus costumbresme cautivan. Poenco, llévanos al cuarto de dentro.

—Aquí viene lo güeno—exclamó Poenco—. Desapartarse todo el mundo.Abran calle; calle, señores... espejen, que pasa su majestad miloro.

—Muchachos, ¡viva miloro y las cortes de la Isla!-gritó el tíoLombrijón levantándose de su asiento y saludándonos, sombrero en mano,con aquel garbo majestuoso que es tan propio de gente andaluza—. Y encelebración del santo del día, que es la santísima libertad de laimprenta, señó Poenco, suelte usted la espita y que corra un mar demanzanilla. Todo lo que beba miloro y la compaña lo pago yo, que aquíestá un caballero pa otro caballero.

El tío Lombrijón era un viejo robusto y poderoso, de voz bronca y gestosgallardos y caballerescos. Era traficante en vinos y gozaba opinión dehombre rico, así como de gran galanteador y mujeriego, a pesar de lamadurez de sus años.

Lord Gray le dio las gracias, pero sin imitarle ni en el tono ni en losmovimientos, diferenciándose en esto de la mayor parte de los inglesesque visitan las Andalucías, los cuales tienen empeño en hablar y vestircomo la gente del país.

—Oigasté, tío Lombrijón—dijo otro a quien llamaban Vejarruco, y queera joven y curtidor en el Puerto—. A mí no me falta ningún hombrenacío.

—¿Por qué lo dices, camaraíya y en qué te he faltado?—dijo Lombrijón.

—Bien lo sabes, camaraíya—repuso Vejarruco—. En que asina que vivenir a miloro y la compañía, dije al señor Poenco:

«Lo que beba miloroy la compañía, corre de mi cuenta; que aquí hay un caballero pa otrocaballero».

—¡Zorongo!-exclamó Lombrijón—. Pero di, Vejarruco, ¿eso es conmigo?

—¡Cachirulo!, contigo es.

—Estira más esa estampa, que no te veo bien.

—Alarga el jocico pa que te tome el molde de él.

—¡Carambita! ¿Usté no sabe que cuando me pica un mosquito ledesmondongo al momento?

—¡Sonsoniche! ¿Usté no sabe que cuando le pego un pezco a un hombretiene que pedir prestaos dientes y muelas para comer?

—Basta ya, que se me van regolviendo los sentidos garrofales—dijoLombrijón—. Señores, empiecen a cantar el requieternam por eseprobesito Vejarruco.

—Alentaíto está el viejo.

—Pues allá va la lezna.

Lombrijón se llevó la mano al cinturón en ademán de sacar la navaja, ytodos los presentes, principalmente las mujeres, empezaron a gritar.

—Señores, no temblar—indicó Vejarruco.

—No se batirán—me dijo lord Gray—. Todos los días hacen lo mismo ydespués no hay nada.

—No he traído el escarbador de dientes—dijo Lombrijón, encontrándosesin armas.

—Pues ni yo tampoco—añadió Vejarruco.

—Camaraíya, por eso no ha de quedar. Usté está amarillo.

Señores,cuando eché mano al cinturón me relucieron las uñas, y pensó que erajierro.

—¡Zorongo! Camará, usté ha escondido la lezna para que no hayacompromiso.

—Tú te la habrás metío en el garguero.

—Yo no la traigo, por humaniá—repuso Vejarruco—porque como tengo estamano tan pesá, se necesita mucha prudencia pa no matar caa momento.

—Vaya, déjenlo para después—dijo Poenco—y a beber.

—Lo que hace por mí, no tengo prisa... Si Vejarruco se quiere confesarantes que le endiñe...

—Lo que es por mí... cuando Lombrijón quiera el pasaporte para la secula culorum, se lo daré.

—Pelillos a la mar—dijo Poenco—; y pos que los dos han de morir,mueran amigos.

—No hay por qué ofenderse, comparito. ¿Usté se ha ofendío?-

preguntóLombrijón a su antagonista.

—¡Cachirulo! Yo no, ¿y usté?

—Tampoco.

—Pues vengan esos cinco mandamientos.

—Allá van, y vivan las Cortes y viva miloro.

—Para cortar la cuestión—dijo lord Gray—yo pagaré a todo el mundo.Poenco, sírvenos.

Las majas que allí había obsequiaron a lord Gray con sonrisas y dichosgraciosos; pero el inglés no tenía humor de bromas.

—¿Ha venido María de las Nieves?-preguntó a una.

—Pesaíto está con María de las Nieves. ¿Nosotras somos aljofifas?

—Si miloro va esta noche a mi casa—dijo en voz baja otra, que era, sino me engaño, Pepa Higadillos—verá lo bueno. Mi marío ha ido a comprarburros, y me divierto pa matar la soleá.

—A donde irá miloro esta noche es a mi casa—indicó otra que era yamatrona—. A mi casa va toda la sal del mundo, y si miloro quiere ponerun par de pesetas a un caballo, no tengo comeniente... Mi casa es muyprincipal...

Lord Gray se apartó con hastío de aquella gente, y entramos en uncuarto, donde el tabernero recibía tan sólo a cierta clase de personas,y la mesa junto a la cual nos sentamos viose al punto cubierta del ricotributo de aquellas viñas costaneras, que no tuvieron ni tienen igual enel mundo.

XV

—Hoy voy a beber mucho—me dijo el inglés—. Si Dios no hubiese hecho aJerez, ¡cuán imperfecta sería su obra! ¿En qué día lo hizo? Yo creo quedebió de ser en el sétimo, antes del descanso, pues ¿cómo había dedescansar tranquilo si antes no rematara su obra?

—Así debió de ser.

—No; me parece que fue en el célebre día, cuando dijo:

«Hágase la luz»;porque esto es luz, amigo mío, y quien dice la luz, dice elentendimiento.

—Señó miloro—dijo Poenco acercándose a mi amigo para hablarle conoficioso sigilo—; María de las Nieves está ya loquita por vucencia. Sehizo todo, y ya tiene su pañolón, sus zarcillos y su basquiña. Si no haynada que resista a ese jociquito rubio; y como vucencia siga aquí, nosvamos a quedar sin donceyas.

—Poenco—dijo lord Gray—déjame en paz con tus doncellas, y lárgate deaquí, si no quieres que te rompa una botella en la cara.

—Pues najencia, me voy. No se enfade mi niño. Yo soy hombre discreto.Pero sabe vucencia que ofrecí dos duros a la tía Higadillos que llevó elpañolón... cétera; cétera.

Lord Gray sacó dos duros y los tiró al suelo sin mirar al tabernero,quien tomándolos, tuvo a bien dejarnos solos.

—Amigo—me dijo el inglés—ya no me queda nada por ver en las negrasprofundidades del vicio. Todo lo que se ve allá abajo es repugnante. Loúnico que vale algo es este vivífico licor, que no engaña jamás, comoproceda de buenas cepas. Su generoso fuego, encendiendo llamas deinteligencia en nuestra mente, nos sutiliza, elevándonos sobre la vulgarsuperficie en que vivimos.

Lord Gray bebía con arte y elegancia, idealizando el vicio comoAnacreonte. Yo bebía también, inducido por él, y por primera vez en lavida, sentía aquel afán de adormecimiento, de olvido, de modificación enlas ideas, que impulsa en sus incontinencias a los buenos bebedoresingleses.

Resonó un cañonazo en el fondo de la bahía.

—Los franceses arrecian el bombardeo—dije asomándome al ventanillo.

—Y al son de esta música los clérigos y los abogados de las Cortes seocupan en demoler a España para levantar otra nueva.

Están borrachos.

—Me parece que los borrachos son otros, milord.

—Quieren que haya igualdad. Muy bien. Lombrijón y Vejarruco seránministros.

—Si viene la igualdad y se acaba la religión, ¿quién le impedirá austed casarse con una española?—dije regresando junto a la mesa.

—Yo quiero que me lo impidan.

—¿Para qué?

—Para arrancarla de las garras que la sujetan; para romper las barrerasque la religión y la nacionalidad ponen entre ella y yo; para reírme enlas barbas de doce obispos y de cien nobles finchados, y derribar apuntapiés ocho conventos, y hacer burla de la gloriosa historia de diezy siete siglos, y restablecer el estado primitivo.

Decía esto en plena efervescencia, y no pude menos de reírme de él.

—Hermoso país es España—continuó—. Esa canalla de las Cortes lo va aechar a perder. Huí de Inglaterra para que mis paisanos no me rompieranlos oídos con sus chillidos en el Parlamento, con sus pregones delprecio del algodón y de la harina, y aquí encontré las mayores delicias,porque no hay fábricas, ni fabricantes panzudos, sino graciosos majos;ni polizontes

estirados,

sino

chusquísimos

ladrones

y

contrabandistas;porque no había boxeadores, sino toreros; porque no hay generales deacademia, sino guerrilleros; porque no hay fondas, sino conventos llenosde poesía; y en vez de lores secos y amojamados por la etiqueta, estosnobles que van a las tabernas a emborracharse con las majas; y en vez defilósofos pedantes, frailes pacíficos que no hacen nada; y en vez deamarga cerveza, vino que es fuego y luz, y sobrenatural espíritu...

»¡Oh, amigo! Yo debí nacer en España. Si yo hubiese nacido bajo estesol, habría sido guerrillero hoy y mendigo mañana, y fraile al amanecery torero por la tarde, y majo y sacristán de conventos de monjas, abatey petimetre contrabandista y salteador de caminos... España es el paísde la naturaleza desnuda, de las pasiones exageradas, de lossentimientos enérgicos, del bien y el mal sueltos y libres, de losprivilegios que traen las luchas, de la guerra continua, del nuncadescansar...

Amo todas esas fortalezas que ha ido levantando lahistoria, para tener yo el placer de escalarlas; amo los caracterestenaces y testarudos para contrariarlos; amo los peligros paraacometerlos; amo lo imposible para reírme de la lógica, facilitándolo;amo todo lo que es inaccesible y abrupto en el orden moral, paravencerlo; amo las tempestades todas para lanzarme en ellas, impelido porla curiosidad de ver si salgo sano y salvo de sus mortíferos remolinos;gusto de que me digan «de aquí no pasarás», para contestar «pasaré».

Yo sentía inusitado ardor en mi cabeza, y la sangre se me inflamabadentro de las venas. Oyendo a lord Gray, sentime inclinado a abatir suestupendo orgullo, y con altanería le dije:

—Pues no, no pasará usted.

—¡Pues pasaré!-me contestó.

—Yo amo lo recto, lo justo, lo verdadero, y detesto los locos absurdosy las intenciones soberbias. Allí donde veo un orgulloso, le humillo;allí donde veo un ladrón, le mato; allí donde veo un intruso, le arrojofuera.

—Amigo—me dijo el inglés—me parece que a usted se le van los humos dela manzanilla a la cabeza. Yo le digo como Lombrijón a Vejarruco:«Camaraíta, ¿eso que ha dicho es conmigo?».

—Con usted.

—¿No somos amigos?

—No: no somos ni podemos ser amigos—exclamé con la exaltación de laembriaguez—. ¡Lord Gray, le odio a usted!

—Otro traguito—dijo el inglés con socarronería—. Hoy está ustedbravo. Antes de beber, habló de matar a un hombre.

—Sí, sí... Y ese hombre es usted.

—¿Por qué he de morir, amigo?

—Porque quiero, lord Gray; ahora mismo. Elija usted sitio y armas.

—¿Armas? Un vaso de Pero Jiménez.

Me levanté fuera de mí, y así una silla con resolución hostil; pero lordGray permaneció tan impasible, tan indiferente a mi cólera, y al mismotiempo tan sereno y risueño, que sentime sin bríos para descargarle elgolpe.

—Despacio. Nos batiremos luego—dijo rompiendo a reír con expansivajovialidad—. Ahora voy a declarar la causa de ese repentino enfado yanhelo de matarme. ¡Pobrecito de mí!

—¿Cuál es?

—Cuestión de faldas. Una supuesta rivalidad, Sr. D. Gabriel.

—Dígalo usted todo de una vez—exclamé sintiendo que se redoblaba micoraje.

—Usted está celoso y ofendido, porque supone que le he quitado su dama.

No le contesté.

—Pues no hay nada de eso, amigo mío.-añadió—. Respire usted tranquilolas auras del amor. Me parece haberle oído decir a Poenco que usted andaa caza de esa Mariquilla, que no de las Nieves, sino de los Fuegosdebería llamarse. A usted le han dicho que yo... pues, diré comoPoenco... «cétera, cétera».

Amigo mío, cierto es que me gustaba esamuchacha; pero basta que un camaraíya haya puesto los ojos en ella paraque yo no intente seguir adelante. Esto se llama generosidad; no es elprimer caso que se encuentra en mi vida. En celebración de paz, acabemosesta botella.

Al frenesí que antes había yo sentido sucedió un entorpecimiento yoscuridad tal de mis facultades intelectuales, que no supe qué respondera lord Gray, ni realmente le respondí nada.

—Pero, amigo mío—prosiguió él, menos afectado que yo por labebida—hemos sabido que a Mariquilla de las Nieves la corteja...¡cortejar!, hermosa palabra que no tiene igual en ningún idioma... puesdecía que la corteja un guapo de Jerez que se me figura es másafortunado que nosotros. Sin duda a ese es a quien usted quiere matar.

—¡A ese, a ese!—dije sintiendo que se me despejaban un tanto losaposentos altos.

—Cuente usted conmigo. Currito Báez, que así se llama el jerezano, esun necio presumido y matasiete, que con todo el mundo arma camorra.Deseo tener cuestión con él. Le provocaremos.

—¡Le provocaremos, sí, señor; le provocaremos!

—Le mataremos delante de toda la gente del bronce, para que vean cómosucumbe un tonto a manos de un caballero... Pero no sabía que estuvierausted enamorado. ¿Desde cuándo?

—Desde hace mucho, mucho tiempo—respondí viendo cómo daba vueltas lahabitación delante de mis ojos—. Éramos niños; ella y yo estábamosabandonados y solos en el mundo. La desgracia nos impelió acompadecernos, y compadeciéndonos, sin saber cómo, nos amamos. Padecimosjuntos grandes desventuras, y fiando en Dios y en nuestro amor vencimosinmensos peligros. Llegué a considerarla como indisolublemente unida amí por superior destino, y mi corazón fortalecido por una fe sinlímites, no padeció en mucho tiempo los martirios de celos,desconfianzas, temores ni amorosos sobresaltos.

—Hombre: eso es extraordinario. ¡Y todo por María de las Nieves!...

—Pero todo se acabó, amigo mío. El mundo se me ha caído encima. ¿No love usted, no lo ve usted caer a pedazos sobre mi cabeza? ¿No ve ustedestas montañas que me machacan los sesos? Mi cerebro hecho trizas saltaen piltrafas mil y salpicando se esparce por las paredes... aquí...allí... más allá. ¿No lo ve usted?

—Ya lo veo...-repuso lord Gray, rematando una botella.

—El mundo se me cayó encima. Se apagó el sol... ¿No lo ve usted,hombre; no advierte las horribles tinieblas que nos rodean? Todo seoscureció, cielo y tierra, y el sol y la luna cayeron, como ascuas de uncigarro... Ella y yo nos separamos: leguas y más leguas, días y días ymás días se pusieron entre nosotros; yo alargaba los brazos ansiandotocarla con mis manos; pero mis manos no tocaban sino el vacío. Ellasubió y yo me quedé donde estaba. Yo miraba y no veía nada...

estabaescondida: ¿dónde?, dirá usted... dentro de mi cerebro. Yo me metía lasmanos en la cabeza y escarbaba allí dentro; pero no la podía coger. Erauna burbuja, una partícula, un átomo bullicioso y movible que meatormentaba en sueños y despierto.

Quise olvidarla y no pude. De nochecruzaba los brazos y decía:

«aquí la tengo; nadie me la quitará...».Cuando me dijeron que me había olvidado, no lo quería creer. Salí a lacalle y todo el mundo se reía de mí. ¡Espantosa noche! Escupí al cielo ylo dejé negro... Me metí la mano en el pecho, saqué el corazón, loestrujé como una naranja y se lo arrojé a los perros.

—¡Qué inmenso e ideal amor!-exclamó lord Gray—. Y todo eso porMariquilla de las Nieves... Beba usted esa copa.

—Supe que amaba a otro—añadí sintiendo que mi cerebro despedía unalumbre vagorosa y desparramada, llama de alcohol que trazaba mil figurasen el espacio con sus lenguas azules—.

Amaba a otro. Una noche se meapareció. Iba de brazo con su nuevo amante. Pasaron por delante de mí yno me miraron. Yo me levanté y tomando la espada, herí en el vacío, y enel vacío surgió un manantial de sangre. La vi que se llegaba hacia mípidiéndome perdón. La manga de su vestido tocó mi rostro, y me quemó.¿Ve usted la quemadura, la ve usted?

—Sí, la veo, la veo. ¡Y todo por María de las Nieves!...

Hombre esgracioso. A ver a qué sabe este Montilla.

—Yo quiero matar a ese hombre, o que él me mate a mí.

—No, a él, a él. ¡Pobre Currito Báez!

—Le mataré, le mataré, sí—exclamaba yo con furor, poniendo mi puñocerrado en el pecho de lord Gray—. ¿No siente usted cómo baila el mundobajo nuestros pies? El mar entra por esa ventana. Ahoguémonos juntos ytodo se concluirá.

—¿Ahogarme? No—dijo el inglés—. Yo también amo.

A pesar de mi lastimoso estado intelectual presté atención vivísima asus palabras.

—Yo tam