Belarmino y Apolonio by Ramón Pérez de Ayala - HTML preview

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Los hombres se dividen en dos clases, según la manera de dormir. Unosduermen poco, porque duermen de prisa; otros duermen mucho, o cuandomenos permanecen largas horas en el lecho, porque duermen poco a poco.La cabeza, o depósito del sueño, es como una vasija con un pequeñodesagüe. A unas personas se les colma de sopetón la vasija, y caendormidas en un sueño inerte y sin ensueños; luego la vasija se vadesaguando con regularidad, y en las tempranas horas mañaneras la cabezase halla vacía, limpia, despejada y el cuerpo con anhelo de ejercicio.Estas personas se levantan despiertas del todo. A otras personas lavasija se les va llenando lentamente, a causa de penetrar por un ladopoco más cantidad de sueño de la que por otro se va vertiendo ydisipando, y así contraen un sueño dificultoso y enrarecido, poblado deimágenes incoherentes; el contenido de la vasija alcanza su plenitudprecisamente al tiempo que es fuerza abandonar el lecho. Estas personasse levantan cuando están más dormidas, y se conducen como sonámbulos enla mañana baldía, hasta que al cabo de unas horas han eliminado lasaturación de sueño. Aquellas otras personas son de naturaleza musculary robusta. Estas últimas, de naturaleza linfática y débil. Las primerasestán dotadas para el éxito práctico: en la guerra, en la política, enlos negocios. Las segundas, para el éxito intelectual y estético.Belarmino era de esta segunda clase de personas. Xuantipa le hacíalevantar a escobazos, como en un ojeo se ahuyentan las liebresencamadas. Después, durante las horas antemeridianas, era hombre inútil.Sentía la frente llena de humareda que le descendía a los ojos y se losescocía y enturbiaba. Al final de la comida del mediodía, después dehaber bebido su botella de sidra hecha, y fumado sus dos pitillos, delos amarrados por la cintura, era ya otro hombre. El talento, que él selo figuraba como un ser substantivo, independiente, hasta corpóreo,misterioso huésped interior, comenzaba a rebullir, a desasosegarse, ydando unos golpecitos con los nudillos por la parte de dentro de lasparedes del cráneo, le decía: «Ea, Belarmino, aquí estoy yo; vamos adiscurrir cosas nunca oídas.» A este recóndito ser personal o demonioíntimo, Belarmino lo llamaba

Inteleto

.

Solía impacientársele el Inteleto a los postres, y tan pronto comoXuantipa se levantaba a fregar la loza, Belarmino se evadía furtivamenteal Círculo republicano. Después, lo de siempre: irrupción violenta deXuantipa, retorno aflictivo, este o aquel cliente, todos morosos, elóptimo Colignon, el pésimo Bellido, la imposible Felicita. El trazado dela vida de Belarmino era una página escrita con falsilla, y en lacabecera de la página un signo sagrado: la hija de sus entrañas. De raroen raro, abríase un corto paréntesis, en las líneas de la página, que secorrespondía con alguna reunión pública del Círculo republicano, en queBelarmino pronunciaba discursos tremendos. Como todas las naturalezasdulces y tímidas, Belarmino tenía ahorrados el coraje y la violencia enun depósito a réditos con interés compuesto, y cuando llegaba lacoyuntura excepcional de gastar las reservas se exaltaba en términos queparecía un poseso. El sastre Balmisa, el director y redactores de LaAurora

, y demás correligionarios pertenecientes a la clase media bajaintelectual, tomaban a broma a Belarmino y le calificaban de chiflado.El clero y las familias piadosas le reputaban como un loco, aunquegeneralmente inofensivo, en ocasiones peligrosísimo y de más cuidado quetodos los otros republicanotes. Pero el estado llano del partido,obreros y artesanos humildes, dedicaban a Belarmino supersticiosa fe yse enardecían oyéndole. Cierto que no le entendían; también San Bernardoinflamó una Cruzada, arrebatando muchedumbres que no entendían la lenguaen que les persuadía. Cuando Belarmino pronunciaba un discurso, era derigor que los oyentes saliesen a la plazuela del Obispo lanzando gritosinflamatorios y blasfematorios. Por eso, algunas gentes devotasmaduraban seriamente el plan de convertir a Belarmino.

Allí estaba Belarmino, empapado en la tiniebla, desfallecida el alma,atravesando un terrible faraón crónico

y cavilando lo que debía hacer.Los mismos incidentes cotidianos, repetidos mecánicamente, van tomandodiferente semblante y adquiriendo valor más preciso. Según la estructurade la piedra, el curso y agresión de las aguas a unas las monda,redondea y suaviza, y a otras les saca ángulos, aristas y púas, hastaque un día, de pronto, cortan como cuchillos y penetran como puñales. Elroce forzoso con Xuantipa Belarmino lo había aceptado como unadisciplina de perfección. Xuantipa había arañado y cortado y pinchadodesde el principio; pero en fuerza de frotar, arañar, cortar y pinchar,a Belarmino le parecía el roce más blando cada vez, y sentía ya el almaredonda, suave y como lubrificada al contacto con su áspera cónyuge. Lafrotación con la clientela le era cada vez más indiferente, y lo mismoel agitado y turbulento roce con Felicita. La frotación con el francés,cada vez más grata. Lo espantable, lo que había suscitado el terrible

faraón crónico

, era el contacto con Bellido, contacto siempre molestoy congojoso, pero que aquel día, de súbito, le había herido y desgarradohasta lo más íntimo. «Estoy arruinado. Me veré en la calle mañana opasado o dentro de un mes. Esto no tiene

igua

» (significaba: no haysalvación), se dijo Belarmino, mentalmente. Hubiera podido ir tirandocomo hasta entonces, por tiempo indefinido; pero la llegada de uncompetidor, que Bellido le había anunciado, aceleraba el desenlacecatastrófico. Además, presumía con fundamento que Martínez, un antiguooficial suyo, trataba de instalar una tienda de calzado de fábrica en lamisma calle. «¿Calzado de fábrica?—

pensó Belarmino, desviándose delcamino recto—; buen calzado será ése que no está hecho a la medida.Como si una máquina pudiera hacer zapatos decentes. ¡Pazguatos! Milagroque no se les ocurre inventar una máquina para hablar y otra paraescribir, o cualquiera otro disparate….» Volvió en seguida al caminorecto de sus cavilaciones. La cuestión era que aquello no tenía igua

.Con el buen Colignon no había que contar. Por lo pronto, no eraverosímil que el francés adelantase todo el dinero que se necesitabapara pagar la deuda de Bellido y montar por lo grande la zapatería.Pero, aun cuando el señor Colignon lo ofreciese, él no lo aceptaba,porque sabía de antemano que era dinero perdido. Confesábase a sípropio, honradamente, no haber nacido para gobernar un negocio. Habíanacido para más nobles y menos provechosos cuidados; bien claro se lodecía su demonio interior, el Inteleto: «Belarmino, vamos a discurrircosas nunca oídas.» Su deber era abandonarlo todo, vivir de limosna,sufrir penalidades, dormir bajo los porches, alimentarse de hierbas, contal de seguir la voz del Inteleto y dar con aquellas cosas nunca oídasque el geniecillo interior le prometía. Pero, ¿y su hijita de susentrañas? Cuando Belarmino decía entre sí «hija de mis entrañas», lafrase adquiría casi sentido literal. Cuando abrazaba y besaba a su hija,o la miraba en adoración, o pensaba en ella, sentíase más madre quepadre. Lo cierto es que Angustias no era hija de Belarmino, sino de unahermana suya que, a poco de morírsele el marido, murió ella desobreparto. Belarmino recogió a la criatura, apenas nacida, y la crió élmismo con biberón. Esto ocurrió un año antes de casarse con Xuana.Belarmino había contado a Xuana, antes de casarse, la verdaderahistoria, que ella admitió sin sospechas. Mas después de casados, comoquiera que ella no lograba hijos propios, comenzó a odiar al marido y acavilar que la niña era hija disimulada de Belarmino; con que lacriatura tampoco se libraba del odio de la apasionada mujer. En losapóstrofes y denuestos de Xuantipa, aunque muy veladas, siempre latían,como se habrá advertido, venenosas alusiones a este asunto.

Si se arruinaba—proseguía pensando Belarmino—, su deber era entrarcomo oficial con el nuevo zapatero y trabajar porque a la hija no lefaltase lo preciso. Trabajar…. Le harían trabajar de la mañana a lanoche, y aun de noche, como él había hecho trabajar a sus oficiales enépocas de prosperidad económica, antes de que aquella personillaexigente que llevaba alojada dentro de la cabeza, o sea el Inteleto,hubiera dado imperiosa cuenta de sí, distrayéndole del negocio. Trabajarhoras y horas, de longitud inacabable, despidiéndose para siempre de lashoras calmas y fugaces dedicadas al ocio contemplativo y al coloquiosecreto con su habitante interior…. ¡Imposible! Tal era el pavoroso faraón crónico

que traía a mal traer a Belarmino.

—Buenas tardes nos dé Dios. ¿Hay alguien en la casa?—dijo una vozflaca y aguda, como de flautín, que caía de lo alto.

Belarmino creyó estar soñando. ¿Era aquélla la voz de un ángelacatarrado?

—¿No hay cristiano o alma humana en este recinto?—volvió a hablar lavoz de flautín, sonando siempre al nivel del cielo raso. Oyéronse acontinuación unas palmadas retumbantes, como el tableteo de un trueno.

—Belarmino, ¿estás ahí?—rugió Xuantipa, desde las habitacionesinteriores.

Belarmino dijo para sí: «Pues, señor, no estoy soñando.» Encendió unacerilla, y a poco se cae de espaldas.

Tenía ante sí una mole que casitocaba con el techo. Presto se recobró y se percató de la realidadverdadera.

Tratábase del Padre Alesón, un fraile dominico de lasdimensiones de un paquidermo antediluviano, a quien sus hermanos enreligión y la grey parroquiana de la Orden llamaban la torre de Babel,por la estatura y porque sabía veinte idiomas: unos vivos, otros muertosy otros putrefactos. Acompañábale otro Padre innominado, de volumennormal entre religiosos, aunque excesivo para laicos. Aun al lado deeste segundo fraile, Belarmino era una pavesa. Los dominicos penetrabanentonces por primera vez en la zapatería de Belarmino.

Luego que el zapatero encendió un quinqué de petróleo, el Padre Alesóntomó la palabra:

—Le causará maravilla vernos en su tienda, dadas las ideas que ustedprofesa….

—Reverendo—interrumpió Belarmino, no muy seguro de que éste era eltratamiento debido—, la ciencia zapateresca ignora las cláusulaspolíticas; por eso es analfabética. Yo también he confeccionado zapatospara religiosos y sacerdotes.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Cuándo, amigo mío?

—Hace tiempo.

—Quiere decirse que usted, a pesar de sus ideas contrarias a la Iglesia, no tiene inconveniente en calzar a las personas religiosas.

Pero pudiera ocurrir que las personas religiosas tengan inconveniente en dejarse calzar por usted.

—El fanatismo es reincidente—declaró sentencioso Belarmino.

—¿Cómo reincidente?—preguntó el Padre Alesón.

—Vamos, que abunda… y daña; que se lo encuentra uno a cada paso.

—Ya; ha querido decir frecuente….

—No, señor; he querido decir, y he dicho, frecuente, y abundante, ydañoso, y que se choca con él; en autonomasia, reincidente.

El Padre Alesón permaneció un tanto perplejo. Belarmino le hablaba unalengua perfectamente insólita, que él no conocía ni sospechaba; como queno era lengua viva ni lengua muerta, sino lengua en embrión.

—Y usted, ¿no es nada fanático?—preguntó, algo desconcertado, el PadreAlesón, con su voz de flautín, dejando, a pesar suyo, escapar un gallo oatragantón en la sílaba acentuada del esdrújulo—. Hanme dicho que sí.

Después de este giro en transposición, que es, naturalmente, grave ysolemne, el dominico cobró bastante serenidad y aplomo.

—Fuera de la zapatería, y suscrito en el círculo de la paradoja, que esun cuadrado, porque es el ecuménico, soy fanático y hasta teístamacilento; pero dentro de la zapatería, y en ridículo, soyanalfabético. Este es el maremágnum de la clase y del bien eliminar.

El Padre Alesón, consternado, no sabía qué replicar. La cosa no era paramenos. Belarmino, con el tecnicismo de su inventiva, había dicho,traducido al pie de la letra: «Fuera de la zapatería, e inscripto en elcírculo de mi ortodoxia, que así puede llamarse círculo como cuadrado,puesto que la ortodoxia es la conciliación de los contrarios, soyfanático, y aún más, incendiario violento; pero fuera de mi centropropio y dentro de la zapatería, soy indiferente. Tal es el ideal de laconducta y del bien obrar.» En la torre de Babel no se hablaba todavíatal lenguaje.

El Padre Alesón pensó: «Si me dedico ahora a trabajos lingüísticos yhermenéuticos, no acabo nunca. Al grano.» Y dijo en voz alta… y tanalta:

—Pláceme, amigo mío. Ha hablado usted con singular elocuencia ypersuasión. Ahora me explico que sus discursos conmuevan y arrastren ala audiencia.

—Le advierto a usted, reverendo—cortó Belarmino, cosquilleado por unacomezón de simpatía hacia el ciclópeo dominico—, que no entienden misdiscursos, pero causo entusiasmo por el peso llamativo.—Lo cualsignificaba por el fuego del sentimiento.

—Justamente por eso me lo explico. Y voy ahora directamente a mipropósito. Hemos acordado que haga usted los zapatos para los Padres dela residencia: cinco padres y un lego. Don Restituto Neira, señorcaritativo y dadivoso, y su santa esposa, doña Basilisa, los cuales,como usted no ignora, nos han cedido el último piso de su palacio pararesidencia, desean también que usted haga el calzado para laservidumbre. Espero que, a pesar de sus ideas impías, aceptará elencargo. No se arrepentirá, le garantizo.

Nuestros zapatos no le seránmuy difíciles de hacer. El voto de pobreza nos obliga a vestir y calzarsin artificio—y adelantando el pie sacó del faldamento un zapato por elestilo de los del dómine Cabra; una tumba de filisteo.

Belarmino, con su clarividencia psicológica, adivinó repentinamente quepretendían sobornarle. En otra ocasión, soltando la reserva de coraje yviolencia para los casos extraordinarios, se hubiera descarado con losfrailes. Pero en aquellos momentos, sangrante aún la herida que Bellidole había abierto y en estado de

faraón crónico

, lejos de enfurecerse,sintió una manera de alivio y esperanza.

—Acepto—dijo con firmeza.

—Congratúlome—exclamó el dominico, sin ocultar su satisfacción—.Quedamos, pues, amigo mío, en que mañana, por la tarde, vendrá usted anuestra residencia a tomarnos las medidas.

—¿Eh? ¿Debo ir yo allí?—preguntó, preocupado, Belarmino—. ¿Qué diránmis correligionarios?

—¿Qué han de decir? Usted va como zapatero. Además, es lo más rápido yexpeditivo.

A Belarmino le gustó la voz expeditivo, y la almacenó en la memoria, afin de meterla en la horma, ensancharla y darle un significadoespacioso, nuevo y conveniente.

—¿Da usted su palabra?—pidió el Padre Alesón.

—Sí, señor reverendo. Y que sea lo que Dios quiera.

—Que me place oírle esa expresión devota: que sea lo que Dios quiera.

Dios querrá lo mejor. Hasta mañana, amigo mío.

Así que salieron los frailes, Belarmino se arrepintió de su promesa.Pasó la noche en claro, caviloso y febril.

Dábase golpes en la cabeza,requiriendo socorro y consejo de su habitante interior; pero el Inteletoestaba distraído o ausente y no acudía al llamamiento.

A la mañana siguiente, con la cabeza que tan pronto le pesaba al modo deuna bola de granito, como sentía que se le escapaba de sobre loshombros, cual vedija de humo, Belarmino salió a la puerta delestablecimiento para despejarse. En un entresuelo de la acera delfrente, y poco más abajo de la calle, una cuadrilla de carpinteros,albañiles y pintores, trabajaban con energía y diligencia.

Belarmino se aproximó al señor Colignon y le habló recatadamente aloído:

—¿Recuerda usted que un día le dije: «ya daré, ya daré en el blanco?»Pues ya he dado, ya he dado. La beligerancia es la madrona de la Grecia.El faraón crónico es lo más puerperal. He hallado la solerarecreada.—Traducido al romance: la adversidad es la madre de lasapiencia. Una crisis profunda es siempre fecunda. En cuanto a la últimasentencia, el propio Belarmino la vertió al habla vulgar, a instanciasdel señor Colignon, que preguntó:

—¿La solera recreada?

—Se lo interpretaré en forma corriente: solera es palabra que viene desol y dice la luz más viva, y fuente de luz. Recreado es lo que nadie hahecho, que se hizo por sí, y produce gusto, recreo—o sea, luz increada.

Esta vez, los recónditos y gargarizantes pavos del señor Colignonpermanecieron taciturnos. El francés apoyó horizontalmente el antebrazoen la depresión o meseta superior del abdomen, sustentó el opuesto codosobre aquella mano, y con la otra mano se cubrió el huevo y la hueverade latón, esto es, la barbeta y la perilla, en actitud napoleónica ycogitabunda.

—Yo comprendo, yo comprendo,

mon pauvre ami

; los Padres te hanconvertido….

El que se rió ahora fué Belarmino, y de la mejor gana:

—¿Convertirme? ¡Qué proyectil!—Belarmino juntó en un racimo las yemasde la diestra mano, se las llevó al entrecejo y silabeóconfidencialmente:—¡El Inteleto!—Y luego, cambiando de tono:—Algo mehe ayudado con un libro de los Padres….

—¿Te lo prestaron?

—No; lo pedí yo prestado, porque lo vi encima de una mesa.

—¿Y cómo es que se titula?

—No se enterará usted, porque está en latín.

—Pero, tú, tú, ¿comprendes latín?

—Llegaré a tener intuición con él; por ahora, sólo me es saludable.

El señor Colignon se retiró pensando: «No tiene remedio el pobrehombre.»

La apertura de la nueva zapatería causó inolvidable sensación y pasmodescomunal. El rótulo rezaba:

«Apolonio Caramanzana, maestro artista.»Había un ancho escaparate, con límpida luna de cristal. Sobre el pisodel escaparate, forrado de peluche verde, se alineaban varios pares dezapatos y botas, realmente exquisitos, apoyados oblicuamente en sendossustentáculos de níquel, y con inscripciones debajo que decían: «Zapatosde piel de Suecia; encargo de la excelentísima señora duquesa deSomavia.» «Bota de becerro; para el señor Novillo», y así otros variosencargos de personas distinguidas y elegantes. Al fondo, en una urna,guardábase el esqueleto auténtico de un pie humano. Sobre la urna seleía: «Osteología del pie.»

De cada huesecillo salía un alambre, con unacartela al final. Las cartelas decían: «Tibia, peroné, maléolo interno,maléolo externo, tarso, astrágalo, calcáneo, escafoides, cuboides, lastres cuñas, metatarso, falanges, falangitas, falangetas.» Encima de laurna colgaba de la pared del fondo un cuadro pintado a la acuarela, querepresentaba una bota, de perfil, despidiendo rayos; en la cabecera, unletrero: «La podoteca ideal», y, en la parte inferior, una estrofa:

«Aunque tan fina y lustrosay de tan bellos perfiles,nadie, si la llevas, osacortarte el tendón de Aquiles.»

Y más abajo aún: «Dime con qué botas andas, decirte he quién eres.»

A entrambos lados del cuadro central pendían otros dos cuadros. Unofiguraba un pie desnudo, de alto puente y empeine corvo, con suinscripción: «Pie ario; noble.» El otro, un pie asentado todo a lolargo, la planta sobre la tierra, con su inscripción: «Pie planípedo,plantígrado o semítico; plebeyo.» En las paredes laterales delescaparate, repisas de cristal, con vaciados de pies, en escayola,algunos retorcidos y deformes, y, adherida a la repisa, una indicación:«Repertorio de extremidades, obtenido del natural.» En lo más altanerode la luna de cristal desarrollábase una cinta, a modo de divisaheráldica, declarando, con doradas letras teutónicas: «Una hermosurasoberana inspira a Caramanzana.»

Cuantos veían el escaparate pensaban en el infeliz Belarmino. Laopinión fué unánime: no había competencia posible. También Belarmino fuéa ver el famoso escaparate. Lo examinó atentamente, con calma. Como sucorazón estaba purificado de pasiones torpes, no se le distendió elrostro en gesto ninguno, lastimado o feo; antes sonreía; sonreía conexpresión inocente y delicadamente irónica. Apolonio, que ya le conocíay le estaba espiando desde dentro de la tienda, se sintió, pormisteriosa manera, humillado. Ahito y ebrio con el éxito, ¿qué leimportaba a él la expresión hipócrita y maligna del ya desbaratadorival? Y, sin embargo, sentíase humillado, adivinando que la verdaderarivalidad entre ellos no era zapateril, sino de otro orden más íntimo ypersonal, y que en aquella larvada e inevitable rivalidad acasoBelarmino saliese vencedor.

CAPÍTULO IV.

APOLONIO Y SU HIJO.

Fué el jueves Santo, por la noche. Habíamos cenado en la habitación dedon Guillen. El canónigo fumaba un cigarro largo y fino; yo, un cazador,ese tabaco oscuro, velloso y de sangre, tan enérgico, sutil y esencialprovocador de ideas e imágenes que, a veces, sustituye con ventaja losbeneficios del trato humano, sin sus inconvenientes y molestias. Comodijo, siglos ha, Cristóbal Hayo, maestro físico de Salamanca, en loordel tabaco: «usando del no se siente soledad». Don Guillén me lo habíaofrecido, sabiendo que era la vitola más de mi gusto; delicado agasajoque yo le agradecí. No faltaban las copitas de coñac viejo.

Anoto estos detalles, quizás impertinentes, para que se vea que donGuillén era hombre atento a los detalles y moderado gratificador de lossentidos, de donde se deduce que, para él, la realidad externa existía,y que la aceptaba en toda su importancia, procurando solamente que elcontraste con ella fuese lubrificado y terso.

Estaba riéndose para sí, como ante una visión cómica y tierna al propiotiempo. Comenzó a hablar:

—No puedo pensar en mi padre sin reírme. Sin reírme amorosamente,entiéndame usted. Mi madre murió cuando yo cumplía apenas los tres años.No la recuerdo. Mi padre era, o, por mejor decir, es, pues vive; vivecomo sombra de lo que fué…. Mi padre es hijo de un criado de la casa deValdedulla, antiquísimo linaje gallego que viene de los godos o cosaasí. Mi familia paterna, de padres a hijos, desde hace ya dos o tressiglos, vivía a la sombra de la casa de Valdedulla, cumpliendo más queen menesteres de servidumbre en empleos de confianza. El primogénitopermanecía siempre al servicio de la casa, y a los demás hijos varoneslos condes los dedicaban a la Iglesia, o los enviaban a que se ganasenla vida por el mundo. En mi familia ha habido bastantes abades, y no mesorprendería tener algún tío ricacho en América, sin yo saberlo.

Miabuelo era así como administrador de la casa de Valdedulla. Cuando yonací, esta poderosa casa había quedado reducida a dos vástagos, donDeusdedit, el conde, y doña Beatriz, que se había casado con el viejoduque de Somavia, y vivía en Pilares. El conde era solterón, padecíamuchos achaques y tenía la cara llena de erupciones amoratadas. No habíaesperanza de que se casase, no tanto por feo y raquítico, ya que lasmujeres apencan con todo, si el pretendiente guarda hacienda o luceejecutoria, cuanto porque el duque era misógino y misántropo. Solíadecir: «En mí, gracias a Dios, concluyen los Valdedulla, que, desdeMauregato, no han hecho más que burradas.» Nada le interesaba. Nuncasalía del Pazo. El único que le divertía algo era mi padre. No quiso elduque que mi padre recibiese a su tiempo, hereditariamente, el cargofamiliar de mi abuelo, «porque—decía—esto se acaba conmigo; el nombrese pierde, gracias a Dios, y la casa se transmite al hijo de Beatriz,que es un Somavia; conque allá entonces que él haga lo que le pete».

Elconde deseaba cooperar a que mi padre se valiese por sí, mediante unaprofesión u oficio, y aun carrera.

Parece ser que mi padre, desde muyniño, componía versos y era muy dado a leer novelas y dramas. Ya deentonces mi padre había caído en gracia al conde, que era unos quinceaños más viejo que mi padre.

Respondiendo a los deseos del conde, miabuelo optó por la carrera eclesiástica, en la cual, dado su naturaldespejo, mi padre llegaría, probablemente, a cardenal; pero mi padre nosentía afición a los cánones, y, sobre todo, el conde, que alardeaba devolteriano, dijo en seco que no. Enviaron a mi padre al Instituto, endonde estudió dos años, y, consecutivamente, obtuvo dos tandas desuspensos en las mismas asignaturas.

Uno de les profesores escribió alconde que a mi padre el exceso de imaginación le impedía concentrarse yestudiar con disciplina y provecho. Mi padre no ha olvidado aquelfracaso; ahora, que él lo explica a su modo, y se queda tan satisfecho.Siempre dice: «Yo, que he recibido una educación académica….» Mi padrequería seguir la carrera de autor dramático, y cuando le convencieron deque no había semejante carrera, respondió: «Pues si no autor dramático,zapatero.» ¡Peregrino dilema! No puedo por menos de reírme…. Estascosas raras e ilaciones sorprendentes, eran las que divertían al conde.Le estoy fastidiando a usted….

—Nada de eso—respondí.

—Abrevio. Hasta los doce años viví en el Pazo de Valdedulla. Tres añosantes había muerto mi abuelo.

Desde aquel punto, el propio conde llevólas cuentas y administración de sus bienes. Mi padre tenía una zapateríaabierta en Santiago de Compostela. El negocio andaba malamente, porquemi padre se pasaba lo más del tiempo de tertulia y juerga con algunosamigos estudiantes. Se sostenía gracias a la benevolencia y liberalidaddel conde. De cuando en cuando, venía de visita al Pazo, y ¡había queverle lo pomposo y majetón, con su flor en el ojal, su sombrero ladeadoy su chaquet, un chaquet paradisíaco, como decía el conde, no sé porqué! «Chico—exclamaba el conde—, me dejas patidifuso con tu eleganciay tus ínfulas.» Y, muerto de risa, le hacía recitar fragmentos de undrama que mi padre estaba escribiendo, titulado:

El cerco de Orduña yseñor de Oña

. Mi padre le explicaba el argumento y hacía especialhincapié en la tesis, o, como él decía, la idea, a lo cual replicaba elconde, pensativo: «Pues no creas; eso tiene intríngulis:» «¡Que sitiene!…—replicaba mi padre, con inocente petulancia—. Ya verá elseñor conde cuando el drama se estrene.»

—Probablemente sería más racional que los de su conterráneo el señorLinares Rivas—interrumpí. Estaba yo, como el lector advertirá, en esaindiscreta edad juvenil en que, para aquilatar el mundo, los hombres ylas cosas, se hace uso de términos de comparación nominativos.

—No puedo decirle, porque no asisto al teatro ni leo literaturafrívola. Continúo. Durante aquellos tres años, después de muerto miabuelo, el conde no se dió instante de reposo, visitando tierras,apuntando lindes, recontando ganado, recorriendo la casa, embalandovajillas y cubiertos de plata, escribiendo horas y horas en su despacho.Al cabo de los tres años, una mañana apareció difunto, no sé si decansancio o de aburrimiento. Entre sus papeles había una carta para mipadre, en donde se decía: «… eres bueno; pero eres algo ganso, y novales para andar solo por el mundo. Te dejo en mi testamento un pequeñolegado, que si tú lo manejas, la del humo. Por lo tanto, de que yo mehaya muerto, vas con tu hijo a Pilares. Mi hermana, la duquesa deSomavia, tiene instrucciones mías y te dirá la forma en que dispongo quese emplee el legado.

Con ella nada te faltará.» Esta carta la leí siendoya hombre. Mi padre se la había entregado a la duquesa, y ella me laenseñó. Pero recuerdo cuando mi padre la leyó por vez primera, en elPazo de Valdedulla, estando el conde de cuerpo presente. Le vi apretarlas cejas y palidecer; era, sin duda, que leía lo de ganso. Luego se leaflojaron las cejas, le comenzó a temblar una mejilla, le asomaronlágrimas a los ojos, dejó caer la carta, sin acabar de leerla, se cruzóde brazos, estuvo silencioso largo rato, mirando al muerto, sollozó:

«Para ti, alma generosa, no es noble ni decorosa la terrena inhumación. Te daré entierro en la fosa de mi triste corazón.»

Se arrodilló y besó, con prolongado beso, la mano del conde. Yo loobservaba todo, de hito en hito. Los niños son los mejores observadores,y las observaciones intensas de la niñez jamás se olvidan. Pensará ustedque mi padre es un grandísimo figurón, que todo aquello era fingido,teatral y a propósito para reír, a pesar de la presencia del difunto.Que sea para reír, no lo niego; pero también para llorar. Mi padre hatenido siempre una sensibilidad excesiva. Cualquiera cosa le agitaba. Seenternecía por fútiles motivos hasta las lágrimas. Todo lo tomaba apecho. Por manera espontánea, se producía con exuberancia y énfasis. Eratambién muy aficionado al canto. Cuando cantaba me hacía el efecto deque se iba a derretir en la atmósfera, como un terrón de azúcar en agua.Y en cuanto a lo de improvisar versos, también era natural en él. Seconvencerá usted muy pronto de cómo mi padre, sin duda por el continuoejercitarse, componía ya versos por rutina. Pero, para no interrumpirla narración, prosigo por orden. Mi padre no se apartó del cadáver hastaque los enterradores terminaron con la poco noble y decorosa inhumaciónterrena. Volvimos al Pazo. Mi padre me traía de la mano y gimoteaba comouna criatura. Entramos en lo que había sido capilla ardiente. La cartapóstuma del conde yacía por tierra. Mi padre la recogió, a fin deconcluir la lectura. Yo vi que apretaba nuevamente las cejas, tiraba deuna comisura del labio hacia arriba, inflando así la mejilla, la cua