Bailén by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—La hacen hija legitima por autorización real.

—¿Qué estás diciendo? Ya no queda duda que hemos vencido a Napoleón, y como éste ha vencido a todo el mundo, resulta que nosotros hemos vencido al mundo entero. ¿Pero, chico, no te vuelves loco? Mira cómo alzan los brazos, gritando, aquellos generales que vienen por el llano. ¡Benditas penas, benditos golpes, bendito calor y bendita sed, puesto que al fin hemos salido vencedores! ¡Viva España!

—De esa manera—le dije yo, pensando en mis guerras—entra a disfrutar el mayorazgo, casándose con D. Diego, para evitar un litigio que arruinaría a las dos familias.

—¿Qué hablas ahí muchacho?—exclamó con sorpresa—. Ya sabes que los franceses se van a entregar todos. ¡Qué vergüenza! ¡Que vuelva Napoleón a meterse con los españoles! Chico, nos vamos a comer el mundo, y digo que la Junta de Sevilla es una remilgada si no nos manda conquistar a París. ¡Viva España!

—Y nuestro amo, ¿dónde está?—pregunté intranquilo—. ¿Qué ha sido del señorito de Rumblar?

—¡Creo que ha muerto!—me contestó lacónicamente Marijuán, picando espuelas y alejándose de mí.

Tan estupenda noticia dió nueva dirección a mis alborotados pensamientos. El aspecto de la refriega interior, que me sacudía el alma, cambió de improviso y por completo. Todo vino abajo, todo se puso de otro color, y el mundo fué distinto a mis ojos. Ignoro si en aquel momento sentí la muerte de mi amo, o si, por el contrario, desbordado el corruptor egoísmo en mi alma, acepté con regocijo la desaparición de quien, interponiéndose entre mi ideal y yo, alteraba a mis ojos el equilibrio del universo, más que Napoleón el de Europa.... En medio del delirio de aquella gran victoria, una de las más trascendentales que han ocurrido en el mundo, yo permanecía mudo y mi caballo me transportaba de un lado para otro, según su albedrío. En mi derredor la efervescencia de aquella patriótica alegría, de aquel entusiasmo febril, causaba estrepitoso oleaje. Allí la persona humana había desaparecido, fundiéndose en el hermoso conjunto de la sociedad o la nación, que era sin duda la que conmovía a la tierra con sus gritos de gozo. El único que se conservaba aislado y podía llamarse hombre era el egoísta Gabriel, grano de arena no conglomerado con la montaña, y que rodaba solo, haciendo por su propia cuenta las revoluciones establecidas para la armonía del mundo.

«Es preciso averiguar si realmente ha muerto Rumblar.... ¿Entrará al fin Inés en la familia de su madre? ¿La perderé para siempre? ¿Debo reírme de mi necia y ridícula aspiración? ¿Un hombre como yo puede subir a tanta altura? ¿La misteriosa obscuridad de los tiempos venideros ocultará alguna cosa que destruya este nivel espantoso? ¿Puedo esperar o resignarme desde ahora, bendiciendo la mano de la Providencia que me arroja en el polvo de donde nunca debí intentar salir?»

Estas preguntas me hacía, cuando un acontecimiento no previsto vino a alterar repentinamente la situación de las cosas fuera de mí. Corría el ejército a ocupar sus posiciones; la corneta y el tambor convocaban a todos los soldados, y gran número de gentes del pueblo, hombres y mujeres, corrían hacia las calles de Bailén. Nuestros destacamentos habían divisado las columnas avanzadas del general Vedel, que venía de Guarromán en auxilio de Dupont, y, a poca distancia ya, un cañonazo nos anunció la presencia de un nuevo enemigo. ¡Ay! ¡Si Vedel hubiese llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios, protector en aquel día de la España oprimida y saqueada, permitió que Vedel llegase cuando estaba convenida ya la tregua y se había principiado a negociar la capitulación.

Al instante mandó Reding un oficio al General francés dándole cuenta de lo ocurrido, y los enemigos se detuvieron más allá de una ermita que llaman de San Cristóbal, situada a mano izquierda del camino real, yendo de Bailén a Guarromán. Al poco rato vimos un oficial francés que llegó al pueblo con un oficio para Reding y otro para Dupont, y como en el Cuartel General de éste se estaban ya negociando las bases de la capitulación, nos consideramos seguros de no ser atacados por la parte alta del camino, a causa de que la acordada suspensión de armas debía afectar a todas las fuerzas que componían el ejército imperial de Andalucía.

A pesar de esta confianza, varios regimientos, entre ellos el de Irlanda y el famosísimo de Órdenes militares, que tanto se había dis tinguido en la batalla, ocuparon el camino frente a las tropas de Vedel, las cuales iban llegando por momentos y tomando posiciones. Mi regimiento fué colocado en la entrada oriental del pueblo. Sería poco más de la una cuando los franceses de Vedel, sin aguardar a que les contestara Dupont, rompieron el fuego contra Irlanda, sorprendiéndoles con fuerzas considerables. Gran efervescencia y algazara y tumulto en nuestras filas. Todos querían ir, no a combatir con los franceses, sino a pasarlos a cuchillo, por violar las leyes de la guerra. Pero nosotros teníamos, para sojuzgar a los traidores, rehenes preciosos, cuales eran los restos del ejército de Dupont, que estaban en nuestro poder, como una víctima maniatada y con la cabeza sobre el tajo. Durante la confusión que siguió al ataque, algunas tropas acudieron a cercar el campo francés vencido, y otras corrieron en auxilio de los regimientos de Irlanda y Órdenes, puestos en gran compromiso.

A pesar de la inferioridad de número y de posición de nuestras tropas, todo anunciaba que se iba a trabar un combate tan encarnizado como el primero, y los valerosos paisanos, lo mismo que los soldados de línea, ardían en generoso anhelo de morir, si era preciso, por rematar con una épica tarde la mañana gloriosa.

Pero la Providencia, como he dicho, estaba de nuestra parte. Casi juntamente con los primeros tiros de la embestida de Vedel, sonaron cañonazos lejanos, que al principio no supimos a qué dirección referir.

—¿Qué es eso? ¿Hacen fuego por el Herrumblar, o es de la gente de Menjíbar?—preguntaban allí.

—Es la división de D. Manuel de la Peña, que viene por la Casa del Rey—contestó uno que a todo escape venía del primer campo de batalla.

La tercera división, enviada al amanecer desde Andújar por Castaños en seguimiento de Dupont, había llegado, y al enemigo se anunciaba con disparos de pólvora seca. Aterrado con este nuevo refuerzo, que aniquilaría los restos del ejército si Vedel al armisticio no se sometía, Dupont dió enérgicas órdenes para que cesara el fuego de la división recién venida de Guarromán, y el fuego cesó. Con esto, los nueve mil hombres de Vedel se sometieron de antemano al pacto que ajustaba su General en Jefe.

Seguimos, sin embargo, sobre las armas, y las entradas de la villa continuaron custodiadas por numerosas fuerzas, que se relevaban para proporcionarnos algún descanso. Cuando me tocó dejar la guardia, dirigíme a una de las muchas casas del pueblo en que curaban heridos, para que me pusieran algo en la mano izquierda, donde había recibido una contusión que, aunque ligera, me escocía bastante. Regresaba luego a pie en busca de mi puesto, cuando sintiendo una mano en mi hombro, miré y tuve el gusto de encontrarme cara a cara con D. Paco, el maestro y ayo de don Diego.

—¿Qué ha sido del niño? ¿Dónde está? No ha venido por casa—me dijo con tono angustiado y poniéndose pálido.

—Sr. D. Paco—le contesté—, francamente, no sé dónde está el Sr. Conde, aunque me parece que debe de estar vivo.

—¡Qué miedo, qué pavor! ¡La santa Virgen de Araceli, la de Fuensanta, la del Pilar y la del Tremedal todas juntas nos favorezcan! Las piernas me tiemblan, Gabriel, y si mi señor y discípulo no parece, yo no me atrevo a decírselo a la señora.

—Ya parecerá; yo le vi poco antes de concluir la batalla. Andará por cualquier lado.

—Es raro que estando sano y salvo no viniese a casa o mandara un recado. ¿En dónde hay caballería?

—En San Cristóbal, en donde estaba la batería, en la noria; en los altos de la derecha, en los del Guadiel, hacia el Herrumblar, en muchas partes. Ya andará el Sr. D. Diego por ahí.

—Dios lo quiera. Voy, corro a buscarle. Dime tú..., ya no harán fuego, ¿eh? ¿Habrá peligro en andar por aquí? Si quisieras acompañarme.... ¡Diantre con el niño, y si supiera él qué buenas noticias le traigo, cómo se apresuraría a venir a mi encuentro!

—¿Qué noticias, Sr. D. Francisco? ¿Se pueden saber?—pregunté, disponiéndome a acompañar al ayo por el campo de batalla.

—¡Noticias estupendas y que le harán saltar de gozo! Esta mañana recibió la señora un propio de la marquesa de Leiva, anunciando que Su Excelencia, con la Condesa, con la señorita Inés y el Sr. Marqués, salen de Córdoba para Madrid, adonde les llama un negocio de mucho interés para las dos familias.

—El camino no está para viajes, señor D. Paco.

—Vienen por Menjíbar, y anuncian que de esta noche a mañana llegarán a casa, donde piensan detenerse algunos días, no sólo para tomar descanso, sino para que ambas familias se conozcan y traten, pues son ramas que van a injertarse, formando un solo árbol frondoso que eche profundas raíces en el suelo de la nación, y dé sombra a numerosa, ilustre prole.

—Sí; ya sé que el señorito se casa....

—¡Ay! ¡Dónde estará ese Juan Enreda de D. Diego!... Sí, se casa. He visto el retrato de la Srta.

Inés, que es un portento de hermosura. Pues sí; la niña no quería salir del convento, aunque se lo predicaran frailes teatinos; pero yo no sé: algo pasó allá a principios del mes, o sin duda la joven, al ver el retrato de don Diego, sintió la flecha del dios ceguezuelo en su corazón. Lo cierto es que ha pedido salir del convento con gran regocijo de sus parientes, y ahora marchan todos a Madrid para las diligencias de la legitimación, porque ya sabes tú que....

—Sí: yo había entendido que esa joven era hija de la Sra. Condesa.

—¡Calla, deslenguado procaz! ¿Qué has dicho? La Sra. Condesa, prima de mi señora, ¿había de tener semejantes tapujos? No hay tal cosa, chiquillo desvergonzado. La señorita Inés es hija de una dama extranjera que ya no existe y que floreció hace quince años en la Corte, dando que hablar por sus amores con un célebre caballero de esta ilustre familia. ¿Sabes quién es el padre de D.ª Inés? Pues no es otro que ese espejo de los diplomáticos, ese discretísimo hermano de la Sra. Marquesa de Leiva, el cual ha reconocido a la señorita por hija suya, y ahora se apresura a legitimarla por autorización real para que entre en posesión del mayorazgo cuando Dios se sirva llamar a su seno a la Sra. Marquesa de Leiva.

—¡Qué bien lo han compuesto todo!—exclamé, sin poder contener mi asombro.

—¿Cómo compuesto? Mi señora me ha participado esta mañana lo que acabo de decir. ¡Ah! Ese sin par diplomático, que tanta fama tiene en todas las Cortes de Europa, ha dado una prueba de caballerosidad poniendo su nombre a ese fruto de sus fogosidades juveniles, abandonado hasta hoy, y que en lo sucesivo descollará cual arbusto lozano en el pensil de la sociedad española....

¡Pero ese D. Diego!... ¿En dónde está D. Diego? Hablemos al General en Jefe..., preguntemos a esos soldados.... Digan ustedes, héroes de este día, que se anotará en los fastos de la Historia con piedra blanca, albo notanda lapillo; oigan ustedes: ¿han visto por casualidad a D. Diego?

Y así iba preguntando a todos, sin que nadie le diese razón.

XXX

Vino la noche. Los franceses, muertos de fatiga y de hambre en su campamento, aguardaban con anhelo a que la capitulación estuviese firmada. Los que menos paciencia tenían eran los suizos afiliados en el ejército imperial, y así que obscureció, empezaron a pasarse a nuestro campo. Un historiador francés, queriendo atenuar el desastre de los suyos, ha escrito que la defección ocurrió durante la batalla: pero esto es falso. Lo peor es que otro historiador, no francés, sino español, lo ha repetido con lamentable ligereza, faltando así a su patria y a la verdad, que es superior a todo.

La capitulación iba despaciosamente, porque los parlamentarios se habían juntado en Andújar, residencia del General en Jefe, y en Bailén no teníamos noticia de lo que allí pasaba. Temiendo que los enemigos intentaran escaparse, nuestros generales tomaron acertadas precauciones, y la artillería ocupó, mecha encendida, los puestos convenientes. Al mismo tiempo millares de paisanos, discurriendo por cerros y alturas, hostigaban de tal modo a los franceses, que no les era posible moverse. Esta vigilancia permitía descansar a una parte del ejército; y especialmente los heridos, aunque sólo lo fueran muy levemente, como yo, teníamos libertad para estar en el pueblo, donde nos ocupábamos en reunir víveres y llevarlos a los del campamento, así como en acomodar a los heridos graves en las principales casas.

Salía yo de Bailén con un cesto de víveres para unos jefes de artillería, cuando tropecé con Santorcaz, que volvía seguido de algunos voluntarios de Utrera y licenciados de Málaga.

—¡Oh, Sr. de Santorcaz!—exclamé con la mayor sorpresa—. ¿Está usted vivo? Yo le hacía en el otro barrio.

—No, muchacho, vivo estoy—me respondió—. Dios quiere que todavía el que está dentro de esta camisa dé mucho que hacer en el mundo.

—¿Pero tampoco está usted herido?

—Aquí tengo un par de rasguños; pero esto no es nada para un hombre como yo. Ya sabes que me han hecho sargento. No vine aquí para ganar charreteras; pero puesto que me las dan, las tomo.

—Grandes hazañas habrá hecho el señor D. Luis.

—Poca cosa. Caí del caballo, y a pie defendíme rabiosamente contra tres o cuatro franceses.

Reventé a uno, descalabré a otro, y me volví a nuestro campo con un águila que entregué al marqués de Coupigny. Al recoger de mis manos la bandera, el General, después de preguntarme si era licenciado de presidio, me dijo: «Es usted sargento.» ¿Ves? Me han puesto al frente de este pelotón de buenos muchachos; ¿quieres venirte con nosotros?

Diciendo esto, señaló a los esclarecidos varones que le seguían, los cuales, o yo me engaño mucho, o eran la flor y nata de Ibros, Sierra de Cazorla y Despeñaperros, todos gente de ligerísimas piernas y manos. Dile las gracias por el ofrecimiento, y seguí mi camino.

—¡Ah! ¿Qué sabe usted de D. Diego?—le pregunté, volviendo atrás.

—Pues qué—dijo, retrocediendo—, ¿no se sabe dónde está D. Diego? ¿Ha muerto? ¿Se ha extraviado? Es preciso averiguarlo. Y di, ¿tú has visto por casualidad mi caballo? ¿Sabes si alguien lo recogió?

—No sé nada de tal caballo—repliqué, alejándome.

Avanzada la noche regresé a Bailén, donde me causó sorpresa ver una triste procesión compuesta de tres mujeres vestidas de negro, a las cuales seguían hasta media docena de hombres, llevando por delante dos criados con sendos farolillos para alumbrar el camino.

Acerquéme y reconocí a D.ª María, con sus dos hijas, las tres cubiertas con negros mantones, muy afligidas y llorosas. Digo mal, porque si las dos muchachas se deshacían en lágrimas, la Sra. Condesa conservaba seco el rostro, aunque visiblemente alterado, la mirada fija y valerosa y el andar muy firme. Al instante me presenté a ella, saludándola con el mayor respeto y ofreciéndole mi ayuda si, como parecía, iban en busca de D. Diego.

—¿Conque no parece el niño? ¿Cuándo le perdiste de vista durante la batalla?—me preguntó.

—Señora, desde la gran carga que dimos sobre el ala izquierda de los franceses dejé de ver a D.

Diego.

—Yo creí que estuviera entre los heridos; pero no está. ¿Todos los muertos han sido recogidos del campo de batalla?

—Sí, señora; sólo quedan los desconocidos, los paisanos que no estaban afiliados a ningún regimiento.

—Vamos a verlo—dijo con un aplomo, con una firmeza que me asombraron, pues no suponía tanto valor en alma de mujer.

—Yo acompañaré a usía con mucho gusto.

—¿Y qué tal se ha portado mi hijo?—me preguntó cuando marchábamos juntos.

—Señora, se ha portado como un héroe; se ha portado como quien es.

—¿Los jefes advirtieron su valor, elogiaron su bizarría, recordando el linaje de mi hijo?

—Sí, señora; los jefes estaban con la boca abierta presenciando las hazañas de don Diego—

repuse, por halagar el amor propio de la noble señora, cuyo dolor se atenuaría sabiendo que su vástago había honrado el nombre de Rumblar.

—¿Y amabais vosotros a mi hijo?

—¡Oh!, sí, señora. ¡D. Diego es tan bueno...! Y nos trata como si fuéramos todos iguales.

—¡Como si fuerais iguales!—exclamó doña María con ligeras muestras de enfado.

—No..., vamos al decir ...—indiqué corrigiendo mi lapsus—. D. Diego es un caballero, y nosotros unos badulaques..., quiero decir que nos trataba sin tiranía.... ¡Pobre D. Diego! Pero hemos de encontrarle, señora; D. Diego está sano y salvo. Me lo dice el corazón.

—Tú eres un buen muchacho. Ayúdanos a buscar a mi hijo y te recompensaré. Si parece, yo te prometo que serás su paje cuando se case.

—¡Ah, gracias, señora!, muchas gracias—contesté con viveza.

—Eres modesto. ¿Crees que no mereces este honor? Aunque no lo merezcas, yo te lo concedo.

Llegamos a un punto en que se distinguía un cuerpo tendido boca abajo sobre el suelo. Nos estremecimos todos, y Asunción y Presentación se abrazaron llorando a gritos. La curiosidad luchó un instante en nosotros con el temor, pues deseábamos acercarnos al cadáver por ver si era D. Diego, y temíamos llegar a él por si acaso era. Doña María fué la primera que dió un paso, y la seguimos todos. Aquel cadáver solitario de un hombre muerto por la patria no había encontrado todavía ni un pariente, ni un amigo, ni un camarada que se cuidase de él. No era D.

Diego.

La Condesa, después de examinarlo, alzó los ojos al cielo, cruzó las manos y rezó en voz alta el Padrenuestro, a cuya oración contestamos todos muy devotamente con El pan nuestro....

Seguimos andando, y en otro sitio encontramos algunos cadáveres, que D.ª María, con heroísmo sobrenatural, examinaba cara a cara hasta convencerse de que su hijo no estaba allí. Si nos acontecía llegar en el momento de abrir a alguno la sepultura, todos echábamos un puñado de tierra en la fosa del patriota, que bien pronto desaparecía en la vasta superficie del campo, no quedando huella ni marca alguna en el suelo, como no queda noticia del heroísmo individual en la Historia.

Nuestras pesquisas por todo el campamento no dieron resultado alguno. Las dos hermanitas no podían tenerse en pie, ni cesaban de rezar en castellano y en latín, recitando con fervorosa declamación cuantas oraciones sabían. Tales eran la confusión y anonadamiento de D. Paco, que más de una vez se cayó al suelo. Sólo D.ª María conservaba una entereza heroica y casi bárbara, que hacía creer en la superioridad del temple moral de algunos linajes sobre el plebeyo vulgo.

No en vano tenía aquella señora por su línea materna la sangre de Guzmán el Bueno.

Era muy tarde cuando volvimos a la casa. Mientras reinaba en ella la desolación, ni una lágrima brotó de los ojos de D.ª María.

—Si Dios ha querido disponer de la vida de mi hijo—declaró, sentándose en el clásico sillón de cuero—, concédame al menos el consuelo de saber que ha muerto con honor.

—Don Diego ha de parecer, señora—dije yo, conmovido—. Si hubiera muerto, ¿no habríamos encontrado su cuerpo?

Esta razón devolvió a D. Paco su perdida fuerza dialéctica, y habló así:

—¿Pero no hubo también un pequeño combate allá donde estaba Vedel? ¡Quién sabe si cogerían prisionero al niño!

—Los prisioneros fueron devueltos esta tarde por orden de Dupont—afirmó D.ª María.

—¿Y si el niño estaba herido y le metieron en el hospital francés?...

—Yo he de averiguarlo, señora—exclamé—. Mañana mismo pediremos un salvoconducto para ir al campo enemigo. Me parece que allí le encontraremos.

—Ya sabes que te he prometido una gran recompensa. Si haces lo que dices y encuentras a mi hijo y le traes—me dijo la de Rumblar—la recompensa será aún mayor. Dios dispone de todo, y las glorias de la tierra son a veces trocadas en miseria, en tristeza, en nada, por su mano poderosa. Si mi hijo no parece, ¿qué soy, qué me queda, qué resta a mi casa y a mi nombre?

Dios habrá decidido que todo perezca, y que las grandezas de ayer sean hoy ruinas, donde nos ocultemos para llorar. ¿La victoria se había de alcanzar sin desgracias? Napoleón es vencido en España, y ante la salvación de nuestro país, ¿qué significa una vida, por noble que sea? ¿Qué una familia, por grande que sea su lustre?

El enérgico tesón de aquella mujer de acero me llenó de asombro. Después continuó así:

—Yo creí que éste sería un día de júbilo en mi casa. Después de la victoria alcanzada, hubiéramos sido muy felices teniendo aquí a mi hijo, y recibiendo a la prometida esposa que con mis primas debe de llegar aquí esta noche.... ¿No ha llegado? Cuide usted, D. Paco, de que nada les falte. ¿Está todo preparado, las camas, la cena, las habitaciones? Niñas, ¿qué hacéis ahí mano sobre mano?

Asunción y Presentación lloraron con más fuerza al oírse nombrar por su madre. Parecióme que ésta también comenzaba a sentir vacilante su varonil espíritu, y que apagándose la llama de sus ojos, se desmayaban sus enérgicos brazos, cayendo con desaliento sobre los del sillón. Pero sin duda no quería perder su dignidad de gran señora delante de nosotros, y mandándonos salir a todos, a sus hijas, a D. Paco, a los criados y a mí, se quedó sola.

Un rato después sentí ruido de coches y mulas en la calle; luego una gran algazara en el patio, y al oír esto dióme un gran vuelco el corazón. Escondido tras uno de los pilares vi descender de los coches y subir pausadamente a las personas que eran esperadas, y al mirar al diplomático, que cargaba en sus brazos a una mujer para bajarla del carruaje, reconocí a la monjita de Córdoba.

Temía yo ser visto de Amaranta; pero como ésta y su tía habíanse adelantado y estaban ya arriba, me aventuré a seguir al diplomático, que subió detrás de todos con Inés, sosteniéndola por la cintura. Delante iban los criados con hachas, detrás yo solo. Inés se envolvía con un gran manto, chal o cabriolé que tenía larguísimos flecos en sus orillas. Subíamos lentamente, ellos delante, yo detrás, y aquellos menudos hilos de seda, pendientes de la espalda y de la cintura de Inés, flotaban delante de mis ojos. Como quien llega a la puerta del Cielo y tira del cordón de la campanilla para que le abran, así cogí yo entre mis dedos uno de aquellos cordoncitos rojos y tiré suavemente. Inés volvió la cabeza y me vió.

XXXI

Una vez arriba, el ayo informó a los viajeros de lo que ocurría, y pasando adentro las tres señoras, el diplomático se quedó con don Paco en el comedor.

—Aquí estamos consternados, Sr. D. Felipe—dijo el ayo—. Y si mi amo no parece, el mundo habrá perdido en el fragor de horripilante batalla a un joven que prometía ser gran filósofo y que ya era insigne calígrafo.

—¡Demonio de contrariedad!—dijo el diplomático, sacando su caja de tabaco y ofreciendo un polvo al ayo, después de tomarlo él—. Lo siento.... A nuestra edad nos gusta tener quien nos suceda y herede nuestras glorias para desparramar su luz por los venideros siglos. Vea usted la razón por qué me apresuré a reconocer a mi querida hija.... ¡Ah!, Sr. D. Francisco, yo he tenido una juventud muy borrascosa, como todo el mundo sabe, y hartas noticias tendrá usted de mis aventuras, pues no había en las Cortes de Europa dama alguna, casada ni soltera, que no se me rindiese. Después de todo, es una desgracia haber nacido con tal fuerza de atracción en la persona, señor D. Francisco; tanto, que todavía..., pero dejemos esto. Ahora no me ocupo más que del bienestar de mi idolatrada niña. Y a fe que si es cierto que no existe D. Diego, no por eso se quedará soltera, pues cartas tengo aquí del príncipe de Lichenstein, del archiduque Carlos Eugenio, del conde de Schöenbrunn y de otros esclarecidos jóvenes de sangre real pidiéndomela en matrimonio. Como tengo tantos amigos en las Cortes de Europa, y en España mismo, pues ...

ya he sabido que las principales familias acogidas en Bayona o residentes en Madrid, se disputan la mano de mi hija. ¿La ha visto usted, Sr. D. Francisco? ¿Ha observado usted en su cara los rasgos que indican la noble sangre mía y la de aquella hermosísima cuanto desgraciada señora extranjera...? ¡Oh!, me enternezco, Sr. D. Francisco.... Pero hablemos de otra cosa: cuénteme usted cómo ha sido esa batalla. ¿Conque hemos ganado? ¿Y hay capitulación? De modo que he llegado a tiempo. ¡Oh!, Sr. D. Francisco, temo que hagan un desatino, si no les asisto con mis luces, porque los militares son tan legos en esto de tratados.... Yo traigo un proyectillo, mediante el cual la Rusia ocupará Despeñaperros, España pasará a guarnecer las orillas del Don y de la Moscowa, y Prusia....

Cuando me marché, el diplomático continuaba calentando los cascos al buen preceptor, que le ofreció algunos manjares y vino de Montilla para reparar sus fuerzas. Al salir de la casa, vi en la puerta de la calle a varios hombres, no de muy buena facha por cierto, uno de los cuales llegóse a mí, y tomándome por el brazo, me dijo:

—¿Conoces tú a esa gente que acaba de llegar?

—No, Sr. de Santorcaz—repuse—. No sé qué gente es ésa ni me importa saberlo.

Apartámonos todos de la casa, y por el camino me dijo otra vez D. Luis que tendría mucho gusto en verme en las filas de su compañía.

Al día siguiente, que era el 20, nos ocupamos Marijuán y yo en buscar otra vez a nuestro amo.

Uniósenos D. Paco, y el General español escribió un oficio a Dupont, rogándole que nos permitiera hacer indagaciones en el campamento francés, para ver si se encontraba allí a D.

Diego, herido o muerto. Visitamos el hospital enemigo, y entre los heridos no había ningún español, lo cual nos desconsoló sobremanera. Yo no era el que menos se acongojaba con esta contrariedad, aunque sabía el casamiento de Inés. ¿Qué significaba aquel generoso sentimiento mío? ¿Era pura bondad, era puro interés por la vida del semejante, aunque fuese enemigo, o era un sentimiento mixto de benevolencia y orgullo, en virtud del cual yo, convencido de que Inés no amaba sino a mí, quería proporcionarme el gozo de ver a D. Diego despreciado por ella?

Francamente, yo no lo sabía, ni lo sé aún.

Cuando recorrimos el campo francés, pudimos observar la terrible situación de nuestros enemigos. Los carros de heridos ocupaban una extensión inmensa, y para sepultar sus tres mil muertos, habían abierto profundas zanjas, donde los iban arrojando en montón, cubriéndoles luego con la mortaja común de la tierra. Algunos heridos de distinción estaban en las Ventas del Rey; pero la mayor parte, como he dicho, tenían su hospital a lo largo del camino, y allí los cirujanos no daban paz a la mano para vendar y amputar, salvando de la muerte a los que podían.

Los soldados sanos sufrían los horrores del hambre, alimentándose muy mal con caldos de cebada y un pan de avena, que parecía tierra amasada.

Todos anhelaban que se firmase de una vez la capitulación para salir de tan lastimoso estado; pero la capitulación iba despacio, porque los generales españoles querían sacar el mejor partido posible de su triunfo. Según oí decir aquel día, cuando regresamos a Bailén, ya estaba acordado que se concediese a los franceses el paso de la sierra para regresar a Madrid, cuando se interceptó un oficio en que el Lugarteniente general del reino mandaba a Dupont replegarse a la Mancha. Comprendieron entonces los españoles que conceder a los f