Bailén by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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viene vestida de grana....

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Y como al concluir fuera acogida esta relación con una salva de aplausos, animóse el recitador y nos endilgó otra, no menos famosa, que empezaba:

Allá arriba, en aquel alto,

hay una fuente muy clara,

donde se lava la Virgen

sus santos pechos y cara....

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—¡Basta de romances!—exclamó de improviso Santorcaz, asustándonos a todos con su interrupción—. Eso es cosa de chiquillos, y no de hombres formales. ¿No sabe usted más que eso?

—Sé muchos más—dijo tímidamente el joven—. Don Paco me ha enseñado muchos, y me los hace aprender de memoria para que los diga en las tertulias.

—¿Y nada más le ha enseñado a usted ese Sr. D. Paco, a quien desde el primer momento tuve y diputé por un gran zopenco?

—También me ha enseñado Historia, sí, señor. Y sé lo de nuestro padre Adán y aquello de Alejandro cuando fué a dar batallas a los persas, como ahora vamos nosotros a dárselas a los franceses.

—¿Y nada más?

—¡Toma!, también latín; pero mi señora ma dre mandó que no me atarugasen la cabeza de latín, puesto que no era necesario; y por último, D. Paco dijo que con saber un poquito de Musa musæ bastaba.

—¿Y qué libros ha leído usted?

—Nada más que la Guía de Pecadores, donde está aquello del Infierno. Es libro muy feo, y mi señora madre no me dejaba leer más que lo del Infierno, que da mucho espanto y sueña uno con ello. Pero mi señora madre tiene otros libros en el cofre, y cuando iba a misa, yo, con mucha cautela, los sacaba para leerlos. Uno se titula La farfulla, o la cómica convertida, novela escrita por un fraile de mínimos, y otra, Princesa, ramera y mártir, Santa Afra. Ambos libros son muy bonitos, y traen un aquel de amores y besos, que me daba mucho gusto ouando a escondidas los leía yo.

Santorcaz sonreía. Después de una pausa, dijo con cierta petulancia:

—¿De modo que no ha leído usted la Enciclopedia?

—¿Qué es eso?

—La Cincopedia—gritó uno—. ¡Eh!, ¿sabes tú adónde cae la Cincopedia?

Esta palabra, que adquirió fortuna aquella noche, fué pasando de boca en boca, y más de cien la repitieron entre zumbas y chacota.

—Veo que sois unos animales—dijo Santorcaz, un poco avispado—. De todos modos, Sr. D.

Diego, la educación que usted ha recibido no puede ser más deplorable en un joven mayorazgo, que por lo mismo que ha de sobresalir entre los demás en la sociedad, debe cultivar su entendimiento.

—A ver, amigo—indicó Rumblar—, hábleme usted de esas cosas, que me gustan. Todo lo que usted me decía anteayer, cuando íbamos de camino por aquí, me tenía encantado, y le juro que si no estuviera en vísperas de casarme y fuera preciso seguir con ayo, le diría a mi señora madre que me le pusiera a usted en lugar de D. Paco, el cual bien se me alcanza que no me ha enseñado más que gansadas y tonterías.

—Pues repito que un joven destinado a ocupar tan alta posición en el mundo debe saber algo más que el romance del Barandal del cielo. Verdad es que, o mucho me equivoco, o todo eso de los mayorazgos se lo llevará la trampa, y tarde o temprano se pondrán las cosas de manera que cada cual sea hijo de sus obras.

—Así debe ser—añadió Marijuán—. ¿No somos todos hijos de Dios?

—Vengan acá y respondan—dijo Santorcaz, excitando la curiosidad de sus oyentes—. ¿No les parece que el mundo está muy mal arreglado?

Abriéronse varias bocas con estupefacción, y no se oyó ninguna respuesta.

—Pues yo, que no he leído ningún libro—afirmó al fin uno de los circunstantes—, digo que Dios tiene que volver a hacer el mundo, porque eso de que se lo lleve todo el que primero salió del vientre de la madre, y los demás se queden bailando el pelao, no está bien. Mi hermano el mayor, sólo porque le dió la gana de nacer antes que yo, tiene tres dehesas y dos casas; y los demás..., uno hubo de meterse fraile, otro se fué al Perú, otro está muerto de hambre en un hospital de Sevilla, y yo, señores, tuve que meterme en el contrabando para que no se me helara el cielo de la boca.

—Oye, tú, Marijuán—dijo otro—, ¿sabes lo que contaban en Sevilla? Pues que la Junta se iba a poner de compinche con las otras Juntas para ver de quitar muchas cosas malas que hay en el gobierno de España, lo cual podemos hacer nosotros sin necesidad de que vengan los franceses a enseñárnoslo.[2]

—Así ha de ser—observó Santorcaz—. Me han dicho que en Sevilla hay sociedades secretas.

—¿Qué es eso?

—Ya sé—replicó uno—. Tiene razón don Luis. En Sevilla hay lo que llaman flamasones, hombres malos que se juntan de noche para hacer maleficios y brujerías.

—¿Qué estás diciendo? No hay tales maleficios. Mi amo iba también a esas Juntas, y cuando su mujer se lo echaba en cara, respondía que los que allí iban entraban al modo de filósofos y no hacían mal a nadie.

—Pues en Madrid las sociedades secretas están todavía en la infancia—añadió Santorcaz—. En Francia las hay a miles, y todo el mundo se inscribe en ellas.

—Pues si voy a Madrid—dijo con énfasis el mayorazguito—, lo primero que haré será meterme en una de esas sociedades, donde sin duda se han de aprender muy buenas cosas. ¿No es verdad, D. Luis? Yo no tengo nada de torpe: me lo conozco, sí, señores. ¿Creerá usted, Sr. Santorcaz, que eso que usted ha dicho de los mayorazgos se me había ocurrido a mí muchas veces cuando jugaba en el patio de casa con las gallinas? Pero ya que me enseña usted lo que ignoro, contésteme a una duda: ¿por qué tenemos nosotros en nuestras casas tantos papelotes llenos de garabatos, y por qué usamos esos escudos con sapos y culebras? El de mi casa tiene cuatro lagartos y un tablero de ajedrez con dos calderitos muy monos.

—Si esos signos representan algo—repuso Santorcaz—, es referente al primero que los usó, a sus hazañas, si las hizo, o a sus privilegios, si los tuvo; pero hoy, amiguito, tales pinturas no valen de nada, y dentro de algunos años, los que las posean sin dinero, serán unos pobres pelagatos, a quienes nadie se arrimará, así como todo aquel que haya hecho una fortuna con su trabajo o descuelle por su talento, será bienquisto en el mundo, aunque no tenga ni un adarme de lagartija en su escudo.

—¿De modo—preguntó el mozalbete—que yo seré un pelagatos si llego a perder mi patrimonio o soy un bruto? Esto sí que es bueno.

—Nada, nada—dijo uno—. Fuera mayorazgos, y que todos los hermanos varones y hembras entren a heredar por partes iguales.

—Eso no puede ser—observó Marijuán—, porque entonces no habría las grandes casas que dan lustre al reino.

—Eso no puede ser—afirmó un tercero—. Pues qué, ¿el Rey iba a ser tan tonto que quitara los mayorazgos? Nada, nada; los dejará siempre por la cuenta que le tiene.

—Es que si el Rey no quiere quitarlos, no faltará quien los quite—añadió Santorcaz.

Todos se rieron al oír sostener la idea de que existe alguna voluntad superior a la voluntad del Rey.

—¿Cómo puede ser eso? Si el Rey no quiere ... ¿Hay quien esté por cima del Rey? El Rey manda en todas partes, y digan lo que quieran, no hay más que su sacra real voluntad.

¡Muchachos, viva Fernando VII!

—Pero vengan acá, zopencos—dijo Santorcaz—. ¿Dicen ustedes que nadie manda más que el Rey?

—Nadie más.

—Y si todos los españoles dijeran a una voz: «¿Queremos esto, señor Rey; nos da la gana de hacer esto», ¿qué haría el Rey?

Abriéronse de nuevo todas las bocas, y nadie supo contestar.

Nota a pie de página

[2] Palabras textuales de la Junta Suprema de Sevilla.

XIX

—Gaznápiros, animales, si estáis probando lo que digo—añadió con energía D. Luis—. Lo que pasa en España, ¿qué es? Es que el reino ha tenido voluntad de hacer una cosa y la está haciendo, contra el parecer del Rey y del Emperador. Hace tres meses había en Aranjuez un mal Ministro, sostenido por un Rey bobo, y dijisteis: «No queremos ese Ministro ni ese Rey», y Godoy se fué y Carlos abdicó. Después Fernando VII puso sus tropas en manos de Napoleón, y las autoridades todas, así como los generales y los jefes de la guarnición, recibieron orden de doblar la cabeza ante Joaquín Murat; pero los madrileños dijeron: «No nos da la gana de obedecer al Rey, ni a los Infantes, ni al Consejo, ni a la Junta, ni a Murat», y acuchillaron a los franceses en el Parque y en las calles. ¿Qué pasa después? El nuevo y el viejo Rey van a Bayona, donde les aguarda el tirano del mundo. Fernando le dice: «La Corona de España me pertenece a mí; pero yo se la regalo a usted, Sr. Bonaparte». Y Carlos dice: «La Coronita no es de mi hijo, sino mía; pero para acabar disputas, yo se la regalo a usted, Sr. Napoleón, porque aquello está muy revuelto y usted solo lo podrá arreglar». Y Napoleón coge la Corona y se la da a su hermano, mientras volviéndose a ustedes les dice: «Españoles, conozco vuestros males y voy a remediarlos.» Pero ustedes se encabritan con aquello, y contestan: «No, camarada, aquí no entra usted. Si tenemos sarna, nosotros nos la rascaremos: no hay más Rey de España que Fernando VII.» Fernando se dirige entonces a los españoles y les dice que obedezcan a Napoleón; pero entretanto, muchachos, un señor que se titula alcalde de un pueblo de doscientos vecinos escribe un papelucho diciendo que se armen todos contra los franceses: este papelucho va de pueblo en pueblo, y como si fuera una mecha que prende fuego a varias minas esparcidas aquí y allí, a su paso se va levantando la nación desde Madrid hasta Cádiz. Por el Norte pasa lo propio, y los pueblos grandes, lo mismo que los pequeños, forman sus Juntas, que dicen: «No; si aquí no manda nadie más que nosotros.

Si no reconocemos las abdicaciones, ni admitiremos de Rey a ese D. José, ni nos da la gana de obedecer al Emperador, porque los españoles mandamos en nuestra casa, y si los reyes se han hecho para gobernarnos, a nosotros no nos han parido nuestras madres para que ellos nos lleven y nos traigan como si fuéramos manadas de carneros ...» ¿Estamos? ¿Lo comprendéis? Pues esto, ni más ni menos, es lo que está pasando aquí. Y ahora contéstenme los alcornoques que me oyen: ¿quién manda, quién dispone las cosas, quién hace y deshace, el Rey o el reino?

El estupor que produjeron estas palabras reveladoras en el atento concurso, compuesto de muchachos rudos e ignorantes, pero de gran viveza de imaginación, fué tan extraordinario, que por un corto rato no se oyó la más insignificante voz, señal cierta de que las ideas vertidas por Santorcaz, entrando de improviso en los obscuros cacúmenes de sus oyentes, habían armado allí gran zipizape y polvareda, dejándoles aturdidos, confusos y sin palabra. El primero que rompió el silencio fué Rumblar, diciendo:

—Todo eso está muy bien dicho. ¿Creeréis que hace días me ocurrió una idea parecida cuando estaba cazando moscas y poniéndoles rabos en cierta parte, para que al volar hicieran reír a mis dos hermanas, que estaban rezando? Sólo que yo no sabía cómo decir aquello que pensaba.

—Si, señores, ¡vivan las Juntas!—exclamó uno, levantándose—. Yo me sé de memoria aquel papel que echó a la calle la de Córdoba, diciendo.... Óiganme: «¡Cordobeses: los reinos de Andalucía se ven acometidos por los asesinos del Norte; vuestra patria va a ser oprimida bajo el yugo de un tirano; vosotros mismos seréis arrancados de vuestros hogares y de vuestras casas.

Cuarenta argollas está labrando el lascivo Murat para conduciros al Norte como a los animales más inmundos.... ¡Soldados, gemid de rabia y furor!... Doce millones de hombres os están mirando y envidiando vuestra gloria, y aun la Francia misma ansia por vuestros triunfos.»

Ruidosos aplausos y gritos acogieron esta proclama, fielmente recitada con dramáticos gestos por el muchacho.

—Pues sí los españoles—continuó luego Santorcaz—pueden hacer lo que están haciendo, ¿no pueden también decir el día de mañana: «Vamos, no queremos que haya más Inquisición ni más vinculaciones...?», pongo por caso.... O que digan: «En lugar de mil conventos, que haya tan sólo la mitad, con lo cual basta y sobra», o «No me da la gana de que haya diezmos ...»

—Eso sí que estaría bueno—dijo Marijuán—. Pero si todos los españoles van a hacer eso, y cada uno empieza a tirar por su lado diciendo lo que quiere, se armará un laberinto tal que no podrán entenderse.

—Vaya unos zotes—añadió Santorcaz—. Pero venid acá: ¿no veis que hay en Sevilla una Junta, que es la que dispone? ¿No veis que hay otra en Granada, otra en Córdoba y otra en Málaga, etc.? Pues en lugar de todas esas Juntas pequeñas que gobiernan en cada pueblo, ¿no puede haber una muy grande que se reuna en Madrid y acuerde lo que se ha de hacer?

Miráronse los oyentes unos a, otros, y los monosílabos de aquiescencia y de admiración corrieron de boca en boca, demostrando la prontitud con que aquellas juveniles inteligencias desplegaban sus alas, aún entumecidas y vacilantes, para intentar describir los primeros círculos en el espacio del pensamiento.

Estas conversaciones me enamoran—dijo el condesito de Rumblar—. Me estaría toda la noche oyendo a este hombre, sin cansarme. Ya, ya voy aprendiendo muchas cosas que no sabía.

Así, aquella fantasía encerrada en el capullo de una educación mezquina, agujeraba con entusiasmo su encierro, porque había vislumbrado fuera alguna cosa que tenía la fascinación de lo nuevo. Así, aquel germen de pasión y de inteligencia, guardado en un huevo, se reconocía con vida, se reconocía con fuerza, y empezaba a dar picotazos en su cárcel, anhelando respirar fuera de ella otros aires y calentarse con calores más enérgicos. Así, aquella ceguera abría sus párpados, gozándose en la desconocida luz.

La conversación terminó en el punto en que la he dejado, porque la noche estaba muy avanzada y casi todos empezaron a rendirse al sueño, excepto el mayorazguito, cuyo despabilamiento era casi febril. Largo tiempo continuaron él y Santorcaz hablando en diálogo animadísimo, como si discutieran planes y expusieran proyectos de gran trascendencia para los dos. Yo me aparté del grupo, fingiendo retirarme a dormir; pero con ánimo de satisfacer una imperiosa exigencia de mi alma, que a veces me pedía soledad y meditación. Todos los ruidos habían cesado en el campamento: las guitarras y castañuelas, así como las cajas y las cornetas, estaban mudas, porque el ejército dormía. Lejos del grupo de mis amigos, echéme sobre el suelo, aguardando la aurora, sin poder ni querer cerrar los ojos; y allí me puse a meditar sobre lo que desde mi salida de Madrid había visto y oído: ¡Cuántas personas nuevas para mí había encontrado en aquella breve jornada de mi vida! ¡Con cuánto afán, meditando a solas y mirándolas al lado, preguntaba a los caminantes si tenían alguna noticia de lo que me reservaba el Destino! De todas aquellas personas, ninguna estaba tan enérgicamente fija en mi pensamiento como Santorcaz, hombre para mí incomprensible y sospechoso, y que empezaba a inspirarme secreta antipatía, sin que acertara a explicarme por qué.

XX

Al siguiente día hicimos un movimiento por la orilla izquierda, río arriba, hasta un punto mucho más alto que Menjíbar. Nada entendíamos; pero Santorcaz, o por petulancia o porque realmente había penetrado la intención de Reding, nos dijo:

—Nuestro General sabe lo que se hace, y es hombre que conoce la filosofía de las marchas.

Después de detenernos a orillas del Guadalimas, parte del ejército se entretuvo en marchas incomprensibles, y empleando en esto más de un día, nos encontramos de nuevo sobre Menjíbar al anochecer del 18, punto al cual había llegado horas antes la división del marqués de Coupigny. Reunidos ambos ejércitos, no hubo allí más parada que la precisa para recoger las provisiones de que estábamos tan escasos, y ya muy de noche emprendimos el camino de Bailén.

Éramos catorce mil hom bres. Todo anunciaba que íbamos a tener un encuentro formal con el ejército francés.

Según nuestras noticias, Dupont continuaba en Andújar, reforzado por la división de Vedel.

¿Habían trabado acción con nuestro tercer cuerpo y el de reserva, que, pasando el río por Marmolejo, estaban situados en la orilla derecha? Nosotros creíamos que sí, a menos que Castaños no aguardase para atacar enérgicamente a que la primera y segunda división cayeran sobre la espalda del ejército de Dupont, bajando desde Bailén. ¿Era éste el objeto que nos guiaba en nuestra marcha? Parecíanos que sí.

Mientras llegaba el momento del drama, lejos de nosotros y en los flancos del ejército imperial, mil dramáticas peripecias debían precipitar la catástrofe, irritando paulatinamente al enemigo.

Los cuerpos y columnas de guerrilleros, mandados por D. Juan de la Cruz, el conde de Valdecañas y el clérigo Argote, se habían desparramado como enjambre mortífero por los pueblos y caseríos que dominaba el Cuartel General francés en las primeras estribaciones de la sierra, al Norte de Andújar. De tal modo perseguían aquellos ardorosos paisanos a los franceses, y con tanta rapidez se dispersaban para evitar ser atacados, que a los invasores les era de todo punto imposible estar tranquilos un solo momento. El poderoso gigante sacudía de una manotada aquellos moscones venenosos; pero éstos volvían a zumbar en derredor suyo, le molestaban con sus terribles picaduras, y huían incólumes, sin temer la espada ni el cañón, pues estas armas no se han hecho para mosquitos.

No podían los franceses apartarse de su Cuartel General como no fuera en grandes destacamentos. Frecuentemente iban mil hombres a llenar en la fuente próxima unas cuantas alcarrazas de agua. Si por acaso salían a merodear pelotones de poca fuerza, eran despachados por los guerrilleros en menos que canta un gallo. Antes que consentir que se apoderasen de una panera, la quemaban; las fuentes eran enturbiadas con lodo y estiércol, para que no pudieran beber; los molinos, desmontados y enterradas sus piedras para que no molieran un solo grano.

¡Ay de aquel francés que se rezagara en las marchas de su destacamento! Sentíase de improviso asido por mil coléricas manos; sentíase arrastrado por las mujeres, pellizcado por los chicos y acuchillado por los hombres, hasta que su existencia se apagaba con horrible choque en la fría profundidad de un pozo. El invasor no encontraba asilo en ninguna parte, y forzosamente encerrado en los límites del Cuartel General, veía conjurados contra sí hombres y Naturaleza.

Por esto, rabioso y desesperado, anhelaba batirse en función campal, seguro de su destreza y costumbre de guerrear; y lamentando la estupefacción del General en Jefe, exclamaba: «Demos una batalla, y, aunque muera la mitad del ejército, la otra mitad conquistará un charco en que beber y un puñado de trigo seco que llevar a la boca.»

Habían dejado los franceses en Montoro un destacamento de setenta hombres para custodiar un molino donde fabricaban con dificultad harina malísima. El alcalde de aquella villa, donde no había quedado ni una sola arma de fuego, se atreve, sin embargo, a dar cuenta de los setenta franceses, para lo cual era preciso despachar primero a los veinticinco que a todas horas estaban de guardia en el puente. Reúne, pues, algunos paisanos decididos, y usando la arma blanca, ataca con furia a la guardia; los veinticinco son exterminados; apodérase de sus fusiles la valiente cuadrilla, sorprende el resto del destacamento en la casa donde se albergaba, hace prisioneros a soldados y jefes, y les manda a la isla de León. El parte en que se notificó este suceso a la Junta Suprema decía que todo se hizo con las varas de los harrieros (conservo la ortografía del original); pero esto ha de ser una hipérbole andaluza.

Sintiéndose llamado a mas grandes acciones, D. José de la Torre (que así se nombraba aquel alcaldito) sale al encuentro de un convoy que venía de Córdoba, y de los cincuenta y nueve franceses que custodiaban éste, los cincuenta quedan tendidos en el camino, y los nueve restantes corren a contar a Dupont lo que ha pasado. Entonces Dupont envía mil hombres a Montoro con encargo de que incendien el pueblo y lleven vivo o muerto al alcalde. Arde Montoro, y La Torre, conducido vivo, va a ser pasado por las armas; pero un general francés, a quien poco antes había dado hospitalidad, intercede por él; es puesto en libertad, y aquel petit caporal de las guerrillas marcha a Sevilla y recibe de la Junta los galones de capitán de ejército.

Pues bien: lo que pasaba en Montoro ocurría en todos los pueblos de la carretera de Andalucía, desde Córdoba hasta Santa Elena. El gigante que incendiaba lugares y destrozaba ejércitos no podía dar un paso sin encontrar un avispero, y frenético con aquel zumbido, envenenado por los aguijones, maldecía la hora de la invasión. El águila, devorada por los insectos, graznaba a orillas del Guadalquivir con hambre y calentura, afilando sus garras en el tronco de los olivos, con el ansia de que llegara pronto la ocasión de destrozar alguna cosa.

XXI

Cuando entramos en Bailén, ya muy avanzada la noche, nos sorprendió mucho el no ver ninguna fuerza francesa a la entrada del pueblo para disputarnos el paso. ¿Adónde habían ido los franceses? ¿Qué les pasaba, cuando ni por precaución dejaron allí un par de batallones para guardar punto tan importante? Pronto salimos de dudas, porque de boca de los habitantes de Bailén, que salieron en masa a recibirnos, supimos que la división Vedel había pasado por allí en dirección a La Carolina.

—Nosotros les hacíamos a ustedes en Linares—dijo D. Paco, que también salió a nuestro encuentro, rebosando de júbilo—. ¡Oh!, Sr. Conde, niño mío.... ¿Está por ventura herido Vuestra Excelencia? Vamos un rato a casa, donde la Sra. Condesa y las niñas están rezando por el buen éxito de la guerra. ¿No darán un descanso a las tropas?

Nuestro General había determinado salir en seguida para Andújar; pero como ocupábamos todo el pueblo, pudimos llegarnos a la casa de nuestro amo, en cuya sala baja se nos dió un tentempié muy confortante.

—Es un milagro que podamos daros estos cuantos panes y estas onzas de chocolate crudo—nos dijo D. Paco al ofrecernos aquellos artículos—. Los franceses no han dejado nada. ¡Qué horroroso saqueo! Y gracias que quedamos con vida. ¡Ay!, la Sra. Condesa salió a recibirlos con una serenidad que me espantó. Yo temblaba, y tuve que esconderme en el oratorio, porque delante de ellos hubiera perdido la dignidad de mi carácter. ¡Qué modo de saquear!...; en una palabra, la paja de los caballos, las gallinas del corral, los huevos, hasta unos tomates que tenía yo guardaditos en mi escritorio para hacer un gazpachito..., todo, todo se lo llevaron. El pueblo está muerto de miseria, y yo sé de mucha gente que hechó la harina en los muladares para que ellos no se la llevaran. ¿No lo creéis? ¿Pues y el Sr. Salvador, que sacó al campo los doscientos pellejos de aceite y ciento de vino que tenía en su cueva, y destapándolos dejó correr aquel precioso caldo hasta que todo se lo chupó la tierra? Otros hicieron una grande hoguera con los carros y la paja. Las alhajas de las imágenes y la plata de las iglesias están todas enterradas, porque esto parece que es lo que más les abre el ojo a esos señores. Así estaban ellos de rabiosos cuando vieron que no sacaban de aquí gran cosa. El día 16, después de haber pasado un gran miedo, gozamos lo indecible cuando les vimos llegar de la barca de Menjíbar, derrotados y con su General muerto. ¡Cómo corrían por esas calles, y qué gritos daban, y qué cosas tan atroces e indecentes echaron por aquellas bocazas! ¡Así se vengaban los muy perros! ¿Pues qué creéis?

Dieron muerte a muchas personas que no les hacían daño, lo cual creo yo que no se vió en ninguna de las guerras de Alejandro. Pero también se les molió de firme. Unos cuantos pasaron por la calle de enfrente hechando bravatas, y detuviéronse en la puerta de la posada de Gil, donde tenían encendido el horno para cocer la loza. ¡Ay! Mis francesitos se ponen a decir no sé qué insolencias obscenas a la mujer de Gil, cuando salen los mozos, me les agarran, y con morriones y todo..., ¡plaf!..., al horno.... Pero ahí viene la Sra. Condesa, que estaba en el oratorio con las niñas.

En efecto; vimos desfilar gravemente, cubierta de negro manto, a la señora de la casa, seguida de los dos tiernos pimpollitos de sus hijas, las cuales arrojáronse llorando en los brazos de su hermano. Doña María abrazó a su hijo sin perder ni por un instante su solemne y estirado empaque, y luego saludónos a todos con mucho afecto, nombrándonos uno por uno. Cuantos componían la cuadrilla estaban presentes, menos Santorcaz, el cual desde nuestra llegada había pedido con mucha prisa a D. Paco recado de escribir y puéstose a trazar unas cartas en el despacho de éste.

La Condesa, después de saludarnos, tomó asiento y dirigió a D. Diego estas palabras dignas de la Historia:

—Hijo mío, sé todo lo que pasó en la acción del 16, y nadie me ha dicho que hicieras algo notable. ¿Has tenido miedo?

—¡Miedo!—exclamó el muchacho, riendo—No, señora. He cumplido con mi deber en las filas, y nada más hasta ahora; pero su merced no se impaciente, porque aunque no soy más que soldado, espero lucirme.

—¡Nada más que soldado!—dijo la Condesa—. Tú no eres soldado, aunque así parezca.

Cualquiera que sea el puesto que se ocupe, cada cual debe obrar conforme a su nombre y a la posición que tiene en el mundo. ¿Qué se diría de ti, de mí, de esta casa, de tu difunto padre, si en estas guerras no hicieras algo superior a lo que corresponde a un simple soldado?

—Señora—repuso el mozo con un desenfado que sorprendió a su familia—, yo haré lo que pueda, y según lo que haga, así seré más o menos que los demás. Y ya que hablo de esto, señora madre, yo quiero seguir en el ejército, yo quiero que su merced pida al Rey, ¿qué digo al Rey?, a la Junta, una bandolera.

—Tú no estás destinado a ser militar sino en esta ocasión suprema, en que la patria necesita de todos sus hijos, desde el más alto al más bajo.

—Pero, señora madre, no soy nada y quiero ser algo—insistió el joven, mostrando una energía que nadie hasta entonces le había conocido.

—¡Que no eres nada!—exclamó la madre, con sorpresa primero, después con cólera, y mirándonos a todos como para preguntarnos si su hijo se había vuelto loco durante la campaña.

—Yo no soy nada, no soy más que un papamoscas—repuso el chico—. ¿De qué me valen esos papeluchos viejos y esos escudos de armas, si todos se ríen de mi desde que abro la boca, porque no digo más que necedades?

La Condesa se puso encendida como la grana, y, sin decir palabra, miró a D. Paco, el cual, confuso, absorto, aterrado, por lo que acababa de oír, revolvía sus espantados ojos de un lado para otro.

—Este joven—dijo al fin el ayo—parece que ha perdido el juicio. Señora, cuando vuelva de cumplir sus deberes de caballero en los campos de batalla, le haremos que se penetre bien de las máximas contenidas en la historia de Alejandro el Grande.

Doña María, cuya dignidad no podía consentir que semejante asunto se tratara delante de personas extrañas, hizo callar a D. Paco, y también impuso silencio a su hijo con gesto aterrador.

Asunción y Presentación, desp