Angelina (Novela Mexicana) by Rafael Delgado - HTML preview

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Se levantó, y fuimos a la pieza contigua.

—Tome usted asiento. ¡En facha! Voy a dictar un escrito.

Me puse en «facha». Castro Pérez se caló una gorra de terciopelo verdebordada de oro, a manera de fez, con una gran borla que colgaba haciaatrás y se balanceaba como un péndulo. Mi hombre se compuso las gafas, ycon las manos atrás, ocultas bajo los faldones de la pringosa levita,principió a pasearse, mientras yo, con el papel delante y lista lapluma, me disponía a escribir.

Después de largo silencio, durante el cual el jurisperito recogió susideas, y tosió y se sonó con el inmenso pañuelo de hierbas, habló entono muy enfático:

—Ciudadano Juez.... ¡Dos puntos!

Y yendo, y viniendo, Castro Pérez dictó larguísimo alegato, en estilopesado, difuso, verdaderamente fatigador, empedrado de latines y citasde las Partidas, (mi hombre se las sabía al dedillo), y lleno de los milprimores y maravillas de la jerga jurídica.

Castro Pérez alardeaba de ser un «dictador» de primera fuerza, comoCésar, Isabel de Inglaterra, Napoleón y el Arzobispo Munguía. Es verdadque dictaba sin tropiezos ni vacilaciones, sin que fuera precisorepetirle la frase anterior, sin que el amanuense le hiciera eco,murmurando entre dientes la última silaba de la palabra final; pero asísalía aquello.

Compadecí de todo corazón al infeliz magistrado quetendría que echarse al coleto el indigesto fárrago, y temí que de puroaburrido sentenciara en contra de los patrocinados por Castro Pérez.

Leí en alta voz el alegato. Mi hombre quedó satisfecho.

—¡Bien! ¡Bien!—exclamó.—¡Mucha lógica! Veamos esos latines.

No les puso tacha. Entonces le hice observar, muy delicadamente, que sele había escapado una concordancia gallega, una de aquellasconcordancias por las cuales nos castigó tantas veces don Román.

—No, joven,—replicó disgustado Castro Pérez—¡así está bien! En eso síque ninguno me enmienda la plana, amiguito. ¡Así está bien! ¡Así debeser! Recuerde usted aquella reglita del Nebrija....

Y no la dijo.

Mi hombre prosiguió:

—Amigo: sepa usted que en esa materia no le temo a nadie, ni a López sumaestro de usted, que lo vale, lo vale para eso de los tiquismiquisgramaticales. Larga y erudita polémica tuvimos él y yo. Escribimos másque el Tostado. Román decía que debe decirse «villaverdino»; yo, quedebemos decir «vilarverdino». La victoria fué para mí.

Efectivamente, en Villaverde todos decían y escribían «villaverdino»,hasta que, en mala hora, se le ocurrió a un periodista dudar de laacertada formación de la palabreja. Se alborotó el cotarro: salió acontender el «pomposísimo»; saltó a la palestra Castro Pérez; charlaronlos pedagogos a su sabor; la cosa llegó al Cabildo, y los edilestuvieron asunto para varias sesiones.

Villaverde se dividió en dosbandos; «villaverdinos» el uno, «vilaverdino» el otro, y se armó la deDios es Cristo. El dómine y el abogado se dijeron mil perrerías; elperiodista se metió en cabaña, y la budística ciudad estuvo mucho tiempoentretenida con la polémica.

Por fin, el Gobierno del Estado puso término a las disputas. Expidió unacircular que cayó como bomba en Villaverde. Con la tal circular sancionóel Ejecutivo la opinión de Castro Pérez.

Desde entonces en mi querida ciudad natal todo el mundo dice y escribe«vilaverdino», menos don Román que no se da por vencido.

Firmó el jurisconsulto su alegato, se quitó el bordado fez, tomó elsombrero y el bastón, y se fué a la calle.

Apenas salió el jurisconsulto me puse a examinar el despacho. Era eldespacho típico de los abogados de provincia.

Dos piezas. En una, la que estaba destinada al amanuense, unos estantescon papeles y legajos polvorientos, comidos de la polilla, folletos yperiódicos, en paquetes atados con hilo de Campeche; una mesa secular,cubierta con una carpeta de paño verde, manchada de tinta; gran tinterode plomo, una marmajera del mismo metal, dos plumas dignas del gabinetede un arqueólogo, y un retal de casimir negro para limpiar las plumas,procedente, sin duda, de algún pantalón viejo del abogado. Enfrente dela mesa, un banco conventual y tres sillas desvencijadas, para losclientes que esperaban audiencia. Las paredes blanqueadas con cal, elpiso ladrillado y sucio. ¡Qué falta hacían allí unas escupideras!

Tenía mejor aspecto el gabinete de Castro Pérez. Paredes, piso y techoiguales a los de la otra pieza. Aseado, en cuanto era posible, dada laincuria de su dueño, el tal gabinete mereció toda mi atención.

Daba frío, el frío polar que sentirán los que pierden un pleito, y searruinan, y se quedan a un pan pedir por culpa de un patrono ignorante,o torpe, o desidioso.

Muebles: dos estantes de cedro, con alambrera, llenos de libros viejos,infolios monumentales, añosos pergaminos que nadie tocaba, en los cualesninguno ponía mano, y que estarían hechos polvo. Y cuenta que, según medijo cierto día Castro Pérez, ¡valían mucho, mucho, mucho!

—¡Nada, joven!—repetía el abogado acariciándose el abdomen.—En esoslibros está la ciencia. Todo lo que ahora priva lo encuentra usted allí.En esos librotes que ve usted allí, tan desdeñados por los eruditos a lavioleta, es donde beben los sabios de hoy cuanto hay de bueno en susflamantes teorías, que es poco. ¡Y luego nos presentan sus novedades,muy orondos y pagados de sí! Aquí viene muy a pelo lo que dijo un músicocélebre de un innovador. En todas esas sabidurías de los abogados de hoyno falta lo nuevo, ni lo bueno.... Pero... ¡ni lo bueno es nuevo, ni lonuevo es bueno! Sí, joven; no hay que tomarlo a broma o a engreimientomío con las cosas antiguas: en esos pesados volúmenes está la ciencia,la verdadera ciencia.

Casi en el centro del gabinete, una mesa, una gran mesa con su cubiertade paño verde, que caía hasta cerca del suelo, dejando ver los pies delmueble, unas garras de león o de grifo que hincaban en sendas esferillaslas pujantes uñas, como en mísera presa famélico milano.

Cargada de legajos y mamotretos, aquella mesa característica no teníaespacio libre en su ancha superficie. Detalle fastuoso de aquel cerro depapeles: valioso tintero de plata, (sin uso, porque Castro Pérez seservía de uno de plomo) un verdadero tintero colonial, de oidorenriquecido, o de canónigo próximo a obispar, con una campanilla que leservía de tapa.

De entre aquella cordillera de olvidados expedientes, de los cualeshasta sus dueños habían perdido el recuerdo, y aglomerados allí por lacontumaz procrastinación del ilustre Papiniano villaverdino; de entreaquella balumba de papeles amarillentos y polvorosos surgía uncrucifijo, un cristo de talla, hecho en Guatemala, al decir de don Juan.La divina imagen, fija en el madero con cuatro clavitos de plata, se meantojó, en tal sitio, oportuno signo de resignación.

Desencajadas lasfacciones, pálido el rostro, amoratadas las sienes, afilada la nariz,los ojos mortecinos, los labios entreabiertos por la agonía, me parecióque dirigía a los mamotretos echados en olvido, dolorosa mirada deextraña compasiva piedad.

El único mueble moderno que allí había era una poltrona de caoba,obsequio de algún cliente agradecido. En ella se arrellanaba eljurisperito con gravedad de obispo en misa pontifical.

Cerca de la ventana, sobre un tapete empalidecido, dos «butaques»medellineros, de cuero resobado y lustroso, y un gran sillón,incomparable para dormir la siesta. Los visillos de la vidriera, en untiempo blancos, tenían hoy color de ceniza húmeda, y en sus pliegueseran visibles los estragos de la polilla.

Frontero a la ventana, encima de una mesa, entre dos jarrones deporcelana, un reloj de cristal, una lira, con la esfera de cobre doradoy las cifras esmaltadas de azul, bajo roto fanal cuyas partes estabancogidas con lañas de papel. La forma de aquel reloj recordaba lasaficiones poéticas del jurisperito. Parado, siempre mudo, siempreseñalando la misma hora, me parecía aterrador como la eternidad.

Entre un estante y la pared estaba otro reloj de pesas, en larga yestrecha caja de ébano, siempre andando, siempre arreglado. Previo unsordo gruñido de sus intestinos de cobre, soltaba un repique de ciencampanillas de timbre agudo y disonante, y luego con voz grave y solemnedaba la hora: ¡tón! ¡tón! ¡tón!...

Yo, al ver aquellos relojes me decía: Uno para los clientes, el depesas; otro, el de cristal, para el señor licenciado.

A la derecha, junto a la ventana, un cuadro atribuído a Cabrera: SanJuan Nepomuceno, vestido como un canónigo angelopolitano, presentando,asida con el pulgar y el índice de la mano derecha, una cosita, rojacomo fresa estival, la lengua sanguinolenta, acabadita de cortar.

Elrostro del mártir me causaba risa; era una carita de tonto, pálida,risueña, sin majestad, sin nobleza, sin la expresión augusta quecorresponde a santo tan ilustre.

A la izquierda, en un marco dorado, bajo un cristal verdoso y orlado deoro sobre fondo negro, un retrato de don Antonio López de Santa-Anna,de gran uniforme, al cuello la cruz de Guadalupe.

Uno igual había en mi casa. La buena de mi tía Pepa le relegó al cuartodel baño.

—¡Allí está bien!—decía, cuando le hacíamos notar laprofanación.—¡Allí, allí está bien! ¡A ese maldito viejo debemos todasnuestras desgracias!

A eso de las diez comenzaron a llegar los clientes. Primero, una logrerairascible que se fué echando chispas, muy quejosa del abogado; despuésunos indios que entraron tímidos y respetuosos, con el sombrero entrelas manos, vestidos de limpio, al hombro el zarape purpúreo.

Traían para don Juan un par de pavos. ¡Qué pavos! Que ni de encargo paraun mole en los callejones de Barrio Viejo el día de Difuntos.

Habló el más listo.

—«Aquí te lo trais el guajolotito de la ofrenda para el siñorlicenciado»....

Alguien me dijo después que aquellos hijos de Motecuhzoma eran ediles deun pueblo cercano, clientes de don Juan en un lite de quince años, pararecuperar una dehesa y una faja de monte.

XXIII

Grato pasatiempo diario fué para mí la tertulia que se reunía todas lastardes, dadas las cinco, en el despacho del jurisconsulto. Concurrían deordinario en aquel sitio, el doctor Sarmiento (a menos que los deberesde su profesión se lo impidieran), don Cosme Linares, y el escribanoQuintín Porras. Este era el alma de la tertulia por lo bullicioso ydecidor. Inteligente, instruído, perspicaz, oportuno, hacía que leoyéramos sin darnos cuenta de las horas que pasaban.

Recibió el título amediados del 67; había estudiado en Villaverde, en Pluviosilla y enMéxico.

Leía mucho, y aunque joven, y al parecer ligero, tenía grandeafición a los estudios serios; gustaba de las ciencias eclesiásticas, ysiempre andaba a vueltas con la Moral y la Teología.

Había queescucharle cuando soltaba la sin hueso. Le dominaban dos pasiones: la decontrovertir y disputar, y otra, muy dulce y pacífica, el tresillonocturno en casa de Sarmiento, con el P. Solís, don Cosme, y algunosmás. Baltronero como el mejor, a causa de la vehemencia de su carácter,cuando tomaba la palabra era imposible cortarle la hebra del discurso.Cuando él peroraba nadie metía baza; era capaz de discutir con el lucerodel alba, y hasta con los moradores de ultra-tumba. Cierta vez,—así locuentan en Villaverde,—el amigo Porras fué llevado a un círculoespiritista, con visos de lógia masónica, fundado recientemente por donJuan Jurado, un

«huizachero» de Pluviosilla. El gran círculo, centro deteósofos y de libres pensadores, formando al uso del liberalismo másavanzado, era por aquellos días piedra de escándalo para los piadosostimoratos villaverdinos, y dió quehacer y congojas al Cura y a susvicarios, y mucha tela para sermones al bueno del P. Solís; y, qué más,hasta puso en manos del «pomposísimo» la pluma gloriosa del apologista.Los individuos de la sociedad católica fundaron un periódico, «La EraCristiana», que, sea dicho de paso, y repitiendo las palabras deldómine, «es el papel que habla más alto en favor de la culturavillaverdina». Le redactaba don Román, ayudado por el exclaustrado y porCastro Pérez. Porras no pudo refrenar sus bríos, y se metió aperiodista, y publicó en «La Era» unos articulillos con mucha sal ypimienta y mucho sí señor, enderezados a impugnar las nuevas yperniciosas doctrinas. Mucho me dieron que reír los articulitos dePorras, quien, bajo el seudónimo de «Canta Claro», hizo gala de sussaberes y dió cada felpa a los ardorosos discípulos de Allán-Kardec, queDios tocaba a juicio.

Los del bando espiritista no se quedaron callados, y a su vez sacaron unpapel, rotulado «La Nueva Revelación», en el cual trataron a los de «LaEra» poco menos que como a cafres o negritos del Congo. Porras, especiede Veuillot villaverdino, cobró alientos, apuró su ciencia, y extremósus sátiras contra los que él llamaba «destructores de la unidadreligiosa de la blasonada Ciudad». Se armó el zípizape; Villaverde tuvocon qué entretenerse cada domingo, y las cosas subieron a tal punto quea poco se llegan a las manos los exaltados contendientes. El Cura,persona muy juiciosa y prudente, puso paz en ambos ejércitos, y labudística población volvió a su calma y tranquilidad habituales.

Antes de que las cosas llegaran a tal altura, Venegas, presidente delnigromántico senado, supo o sospechó que «Canta Claro» era mi amigoPorras, y acometió la empresa de llevarle al círculo para quepresenciara las maravillas que allí se «producían». Sacó el cuerpo midon Quintín; pretextó ocupaciones; se negó a tratar del asunto, como nofuera en los periódicos; pero Agustín perseveró en la empresa, y... lacuriosidad pudo más en el ánimo del improvisado escritor que lascensuras de la Iglesia. Porras fué llevado a una reunión extraordinaria,especialmente convocada para que el incrédulo «Canta Claro» saliera deallí vencido «por los hechos». Así lo dijo en varios corrillos elsabihondo Jurado que era el más fanático de la cohorte nigromántica.

Allí tuvo que habérselas mi amigo con el mismísimo Voltaire. El célebreescritor no tardó en acudir al llamado de la pitonisa, y ésta escribióbajo la influencia del evocado espíritu, en castellano de gacetilla, yen estilo difuso y pesado, semejante al de los redactores de «La NuevaRevelación», no sé cuántas perrerías luteranas, contra la confesiónauricular.

Es fama que al oirlas saltó Porras en el asiento, como lanzado por unresorte, y pidió la palabra para decirle a Voltaire cuanto era del caso.Echóle en cara su mala fe, las contradicciones de sus escritos y sudesprecio para con la nación francesa; citó textos del mismo Voltaireque decían de la confesión cosas muy distintas de las que ahora repetía,y acabó, con grandísimo escándalo de los sectarios, por negar que fueseVoltaire quien hablaba por boca de la pitonisa.

—¡No!—exclamó.—¡Voltaire era un gran escritor! ¡Cómo pocos! Yo no sési poseía el castellano, pero si así era, como supongo, no escribiríatan mal la hermosa lengua de Guillén de Castro, de Lope de Vega y deRuiz de Alarcón. Sin duda, caballeros, que un espíritu chocarrero seestá burlando de todos nosotros.

Y dijo, y tomó el sombrero, y se retiró, sin que nadie pudieradetenerle.

Mucho se habló en Villaverde del incidente. Desde entonces, si mentáisal escribano, os dirán todos:

—¿Porras? ¡Si es capaz de disputar con los difuntos!

Correctamente vestido de negro, albeándole la camisa, desaliñado elcalzado y muy peinada y brillante la profusa barba, era un tipo de losmás simpáticos; pero más simpática aún era su charla. Conocía muy bien aCastro Pérez; se complacía en hacerle rabiar, y cuando éste ibaponiéndose mohino le calmaba con un chiste o con una frase halagadora.

Los primeros días me le encontraba yo en la esquina, y pasaba sinsaludarme; después solía decirme, entre afable y sereno: «¡Adiós, joven!»Más tarde, cuando conversé con él en el despacho, se mostró conmigocariñoso y sincero. Le oí, y quedé encantado de su charla. Por gozar deella procuraba yo retardar el trabajo, aquellas copias de los alegatosde Castro Pérez, difusos, cansados y fastidiosos, que me tenían porlargas horas pegado a la mesa. Castro no dejaba salir de su casa unescrito suyo si no iba puesto en limpio por el amanuense.

Tengoentendido que sabedor de que sus conocimientos gramaticales eran pocos,temía soltar una faltilla ortográfica que hiciera reir a sus enemigos yamenguara su bien sentada reputación de sabio y profundo conocedor delas humanas letras.

Volvamos a mi amigo Quintín. No tenía humos ni vanidades, y lo mismotrataba al rico que al pobre, al discreto que al tonto. Llegaba, yparado en la puerta, bajo el carcomido dintel, se detenía atusándose elbigotazo. Al verle yo, se inclinaba, quitándose el sombrero, me dirigíacorrecto saludo, siempre acompañado de una picante alusión a la disputade la víspera, y luego, en voz baja me decía:

—¿Está el tío?

El tío era el abogado. Así llamaba a un superior cuando hablaba de élcon quienes le estaban sometidos.

Tomaba asiento en el banco monacal. A poco, después de ofrecerme untuxteco y de encender el suyo, se soltaba:

—¿No ha venido Linares? ¿No ha venido el gran tartufo? ¿Qué dice eldoctor? ¿No pasó por aquí esta mañana? ¡Tal para cual! El uno,hipocondriaco, quejándose todos los días de una nueva enfermedad; elotro, listo para recetar y sacar los pesos al don Cosme. Entre lostacaños, Linares.... ¡Las tenazas de Nicodemus!

Porras era maldiciente; pero tenía una cualidad muy rara en losmurmuradores: no calumniaba ni ofendía. Por lo menos nadie se daba porlastimado. Con una gracia particular y cierto no sé qué donoso ychispeante, provocaba a reir, por mucho que de ordinario alzaran ámpulassus censuras.

La víctima reía y quedaba desarmada, y ni replicaba mohinani respondía disgustada.

Pronto estimé a Porras en cuanto valía; no tardé en medir, aquellanobleza de corazón, aquella sencillez de alma que parecía opuesta a todaacritud, y que, sin embargo, era ingente en mi amigo; sencillez ingenua,infantil, que se manifestaba a cada minuto en burlas y censuras decuanto parecía injusto y merecedor de vituperio. Quintín decía cadaverdad que temblaba la tierra, cada verdad tamaña como un templo, y nisus amigos ni las personas a quienes tenía en subida estimaciónescapaban de sus filosas tijeras. Tenía algo, mucho, del amigo ingenuoque nos ha pintado a maravilla Edmundo de Amicis en uno de sus librosmás hermosos; de ese cruel amigo que nos domina desde el primer día, quenos subyuga, que nos hace sus esclavos, sin que nos sea dable rebelarnosen contra de él; que con una frase nos parte medio a medio, y que,riendo, del modo más natural, en presencia de todos, sin discreción niconsideraciones de ninguna especie, nos dice lo que no queremos quenadie nos diga, o que a propósito de una debilidad o de un afecto queocultamos con el mayor empeño, nos lanza un chiste que penetra ennuestro corazón como la hoja de un puñal; amigo contra el cual nopodemos alzarnos indignados por duro que sea con nosotros, ya porquesomos impotentes para replicarle de modo que nos asegure el triunfo, yaporque, a pesar de todo, le estimamos y le amamos por sus muchascualidades. Quintín Porras,—no le venía mal el apellido—poseía el donde penetrar con la mirada en lo más hondo de la conciencia ajena. Caíaen ella como el buzo en el mar, como buzo que se sumerge hastaapoderarse de la concha. La asía, no la soltaba, y salía luego a flote,pregonando su victoria. Sin pararse en pelillos descubría el secretosorprendido, haciendo de él fisga y chacota. En ocasiones nos sacaba loscolores al rostro. Ganas daban de contestarle con un revés o con uninsulto atroz; pero Quintín tenía siempre una sonrisa, un chiste, unafrase cariñosa para calmar la tempestad. Paraba el golpe, y no había másremedio que tomar a broma el incidente, reir, dar un abrazo a quienmomentos antes hubiéramos estrangulado de muy buena gana, y seguiroyéndole.

Nadie como Porras para dar un buen consejo; ninguno mas discreto yatinado para el arreglo de un asunto grave; nadie como mi amigo parahacer un beneficio, sencilla y noblemente, del modo más natural, sin lorepugnante y forzado que tienen en Villaverde la abnegación y eldesprendimiento.

Buen contraste hacía Porras con Castro Pérez y con don Cosme. Elprimero: un pavo vanidoso, engreído con su fama, pagado de su saber, desu crédito y de su dinero, atascado en el pantano de su prosopopeyajurídica; el segundo: larguirucho, cetrino, amojamado, con aspecto desacristán, célibe por egoismo, alardeando a todas horas de timorato yconcienzudo, discreto y medido, paciente y culto. ¡Paréceme que le veosentado en el «butaque», con la pierna cruzada, preso en la estrecha yperdurable levita, puesto en las rodillas el gran pañuelo de algodón, decolor indefinible. A nadie contrariaba; con nadie reñía; tenía eltalento de saber callar, siempre temeroso de que le conocieran, empeñadoen ser un arcano para todos, sonriendo, poniendo paz, tratando deconciliar sus deseos y sus malas pasiones con los preceptos de la moralmás severa, el cumplimiento de la ley divina con la utilidad yconveniencia propias. El rostro de suaves líneas; los labios delgados;la nariz afilada; el mentón saliente y azuloso; la voz fina, aguda, detimbre dulzarrón. Esto le pinta maravillosamente: se cuenta enVillaverde, que nombraron albacea de un clérigo rico, que dejó largoslos cien mil del águila, desempeñó con singular actividad el pesadoencargo. Dicen todos los villaverdinos que el piadoso clérigo señaló unafuerte suma para que su albacea mandara decir mil misas. Mil pesos legópara ello el testador y Linares se dijo:—

«Aquí mil misas me costaríanmil pesos. Haré que las digan en Italia. En Roma es corto el estipendio,una lira...»—y así lo hizo, y se aplicó el sobrante en pago de susbuenos servicios.

Era de ver cómo se divertía con él y con Castro Pérez el amigo Porras.Los viejos se instalaban en los «butaques». Quintín permanecía de pie,moviéndose de aquí para allá, atusándose la barba o retorciéndose elbigote con beatífica dulzura. Solía poner a discusión un punto teológicoo una cuestión de Derecho; a veces refería un cuento carminado. Si eralo primero, luego saltaba el abogado, que se decía muy fuerte en talesasuntos, y allí era aquello de citar autores y el oponer razones quePorras desbarataba de un soplo. Solían ser de aquellas que algunosllaman de «porque si», y había que oír al escribano. Si eran buenas, miamigo argumentaba con sofismas que sus compañeros no acertaban nunca adistinguir; si eran vacías y fuera de propósito, Porras recurría a lasátira para quemar a los buenos señores.

Los cuentecillos venían al fin. Castro Pérez no se alarmaba, antesparecía oirlos con interés; pero Linares montaba en Júpiter, o movía lacabeza como repitiendo:—«¡Qué cosas! ¡Qué cosas!

¡Es usted atroz!»

Yo, desde la pieza contigua, lo oía todo, me reía a carcajadas y gozabade la tertulia lo que no es dado imaginar.

A las seis me iba yo a la plaza para oír a la señorita Fernández; perocuando la discusión se prolongaba hasta las siete, me hacía yo el suecoy me quedaba oyéndola.

Un día Quintín estaba de vena. Se hablaba de las costumbres deVillaverde. Porras las censuraba con la mayor acritud; el abogado lasdefendía, y Linares decía que habían variado mucho, y que él no seexplicaba el cambio de ellas.

—Veamos claro;—decía lleno de fuego el amigo Quintín,—veamos, donCosme; veamos claro, don Juan: ¿se quejan ustedes de que hay en nuestratierra muchos jóvenes holgazanes?

Tienen ustedes razón; los hay, y sonmás de los que ustedes suponen. ¿Lamentan ustedes la corrupción de los«villaverdinos» («villaverdinos» con perdón de usted), que crece más ymás cada día? Pues voy a explicar la causa de todo eso. ¡En dospalabras! ¡En dos palabras! No; en dos palabras no; pero veré deexplicarlo brevemente.

Encendió el apagado puro, tomó aliento, se pasó la mano por losbigotazos, y prosiguió en tono dulce, persuasivo, apacible, como siquisiera agradar a sus interlocutores:

—Vean ustedes: el mundo siempre ha sido mundo; corrupción la hubosiempre; por algo mandó Dios el Diluvio. ¿Quién se atreve a tirar laprimera piedra? ¿Vamos, quien? ¿Usted, Licenciado? ¿Usted, mi señor donCosme?

Y los miraba de hito en hito. El abogado se acariciaba el abdómen concierta complacencia de epulón, y Linares bajaba los ojos humildemente, yenclavijaba las manos larguiluchas y exangües, como diciendo:—«¡Soy ungran pecador!»

—Pues bien: corrupción siempre la hubo, aquí en esta levítica ciudad, yen Pluviosilla, y...

vamos, ¡en todas partes! Vagos y ociosos no faltanen parte alguna. Ahora bien: ¿por qué son tantos en Villaverde?

Don Cosme movía la cabecilla y hacía un gesto de duda, para decir:—«¡Nolo sé!» Castro Pérez se componía las gafas.

—Voy a decirlo, ¡porque en esta tierra no tiene porvenir la juventud!¡Porque los horizontes son obscuros! Y todos, usted, don Juan; y usted,Linares; y yo; todos los villaverdinos, sin excepción alguna, nosempeñamos en cerrar a los jóvenes el camino de la prosperidad. ¡Esto eslo cierto!

¿Dudan de ello? Vamos al grano; dígame usted, mi señor don Juan, hágameel favor de decirme: ¿cuánto gana ese muchacho que tiene usted aquí, yque trabaja de la mañana a la noche?

Veinte pesos al mes. ¡Y me parecemucho! ¿Cree usted que con eso pueda vivir?

Don Juan iba a contestar:

—Pero, amigo don Quintín....

Este le quitó la palabra:

—¿Tendrá con eso lo suficiente para comer, vestir, pagar casa, ysubvenir a las necesidades de su familia? No, ¡claro que no! Con esosveinte pesos, o quince, o diez, o menos, que eso ganará, porque usted nopeca de pródigo, no le alcanzará para comprarse un par de botines.Cuando más para sostener ese lujo de corbatas chillonas con las cualesanda tan majo, rondando la casa de la señorita Fernández....

Le oía yo desde la otra pieza, y sin embargo, me sonrojé. Me pareció quetomaban a prodigalidad que gastara yo corbatas bonitas, como si eso mehiciera merecedor de castigo. Lo de que rondaba yo la casa de GabrielaFernández me hizo reir. Todos lo decían en Villaverde, pero no eraverdad. Me gustaba la rubia, a qué negarlo, pero nada más; mi corazónera de Angelina.

—Pues bien,—continuó Porras—y qué tiene eso de extraño? Gasta lindascorbatas.... ¡Es natural! ¡No había de usar harapos de seda, como esepañuelo raído y sempiterno que lleva usted al cuello, a manera de dogal,amigo don Cosme! No hay que divagar. Sigamos con el capítulo primero.Pregunto: ¿de qué viva ese joven? ¡Pues de lo que en su casa le dan!

Sentí ganas de entrar en el gabinete de Castro Pérez y estrangular alescribano, el cual siguió diciendo:

—¡No puedo hacer otra cosa! ¿En qué puede ganar más un chico que acabade salir del colegio, y que vive, acaso por necesidad, en esta ilustre ymagnífica Villaverde? Pues así como Rodolfo viven todos los muchachosvillaverdinos. Muchos no tiene en qué ocuparse. Los que gozan de unempleo ganan poco, tal vez quien trabaja más tiene sueldo más corto.Usted, don Juan, no se dejaría ahorcar por diez o doce mil duros; tieneusted magníficas entradas, porque los pleitos y los chismes producen laplata, pues, bien, así fuera usted más rico que el mismísimo Creso, nole subiría el sueldo a ese pobre muchacho. Eso que hace usted es lo quehacen todos aquí, ¡todos! Cuántos conozco yo, personas ricas, podridas enplata, que reciben en su casa a ésto o al otro joven.... De meritorios,por supuesto que de meritorios, y en dos o tres años no les pagan unreal. No les dan nada, nada, no señor, que bastante tienen los infelicescon el honor de servirlos. Pero al cabo llega un día en que la víctimaya no quiere trabajar de balde, se aburre de hacer méritos, y tímida ytemorosa solicita respetuosamente que le señalen sueldo, sueldo, aunquesea corto. Entonces, ¿saben ustedes lo que sucede? Pues entonces concualq