Angelina (Novela Mexicana) by Rafael Delgado - HTML preview

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Colección de Escritores Americanos dirigida por Ventura García Calderón XI

ANGELINA

(NOVELA MEXICANA)

POR

RAFAEL DELGADO

Con un estudio preliminar de V. GARCÍA CALDERÓN

CASA EDITORIAL MAUCCI

Gran medalla en las Exposiciones de Viena de 1903, Madrid 1907, Budapest1907 y gran premio en la de Buenos Aires 1910

Calle de Mallorca, 166.—BARCELONA

AL

Sr. D. José M. Roa Bárcena

en prenda de respetuosa amistad

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EL AUTOR

RAFAEL DELGADO Y SU NOVELA ANGELINA

PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN

Capítolos:

I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX,

XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXX, XXXI, XXXII, XXX

III, XXIXV, XXXV, XXXVI, XXXVII, XXXVIII, XXXIX, XL, XLI, XLII, XLIII, XLIV, X

LV, XLVI, XLVII, XLVIII, XLIX, L, LI, LII, LIII, LIV, LV, LVI, LVII, LVIII, LIX, LX,

LXI, LXII, LXIII, LXIV, LXV

RAFAEL DELGADO Y SU NOVELA ANGELINA

Con este libro obtuvo el gran novelista mexicano el más sonado éxito;con él hemos querido propagar en América su nombre[*]. En sus armoniosaspáginas reconocemos un acento nuestro.

Allí revive y se prolonga lamusical historia de María.

[* A la exquisita amabilidad del eminente abogado mexicano, DonMiguel Hernández Sáuregui, heredero de los derechos del novelista,debemos la autorización para publicar este libro.]

No sé si, como aseguran cuerdos jueces, volvemos en América alromanticismo de Espronceda, si otra vez repetiremos el «románticossomos» de Rubén Darío, del Rubén envejecido y suspirando por la juventudque se acabó. Retorno encantador que sería solo censurable siromanticismo significara otra vez el tumulto forense de una poesíacallejera; mas no si regresáramos, por los collados de Bécquer, alreclamo lunático, al epitalamio triste del ruiseñor y la noche. Son rimas nuevas algunos cantos de Darío y en ciertas arias de Jiménez,que sedujeron a América, toda la Sevilla becqueriana está con susdivinos suspirantes y la guitarra de luto.

En tales libros han aprendido a amar y a delirar nuestras mujeres. Porellos son abnegadas víctimas del cruel amor e incomparables amantes. SonElviras y no han cesado de ser Julietas. Y

en ese coro de vivientespasionarias, tan americano, tan nuestro, en la sentimental alegoría dela poesía sin ventura, yo creo que la mexicana y la colombiana vienenjuntas. La Angelina de este libro está, silvestre y coronada, conMaría....

Como la historia de Isaacs, ésta también—según nos dice el autor en elprólogo—fué «más vivida que imaginada». Alterando apenas ciertas fechasy ciertos nombres, nos relata una aventura propia. ¿Pueden acaso, lasajenas, contarse bien? Delgado no lo cree. Dirigiéndose en el prólogo de Los Parientes Ricos al que leyere, confiesa que «el autor está siempreen la obra» y que «eso de la impersonalidad en la novela es empeño tanarduo y difícil que, a decir verdad, lo tengo por sobrehumano eimposible». El relatará, pues, su aventura y con ella la de lasmocedades americanas y mejicanas hacia 1860, cuando los libros denuestro romanticismo tardío enseñan todos la santidad de amar, la vitalnecesidad de amar y al mismo tiempo el perenne fracaso de los idilios,la crispada rebelión de los puños y la fatalista languidez de los labiosque cantan con Leopardi el desposorio del Amor y la Muerte.

Leopardi y Bécquer son los cultos de la adolescencia sentimental deRafael Delgado. En 1881, a los veintiocho años, leía estudios sobreambos poetas desamparados, en la «Sociedad Sánchez Oropeza» de Orizaba.El protagonista de Angelina confiesa que sabe de memoria versos deJusto Sierra y prosas de Altamirano. Pero también conoce algunas quejasde esa generación mexicana de grandes clásicos. Con tal lectura semodera y mitiga el moceril romanticismo. Ya su generación pone el oído alos consejos de la escuela realista. Y la novela La Calandria quepublicara Delgado en 1889, en la Revista Nacional de Letras yCiencias, es obra de regionalista y costumbrista. Cuando años mástarde, dice a su amigo don Francisco Sosa que en el plan de sus relatosno entra por mucho el enredo, y que para él «la novela es historia»,adivinamos que ha adoptado una idea de los Goncourt presentida ya enAmérica por don Ricardo Palma.

Acercándose a la historia, llegan estos románticos a la vida; pero en supesquisa de la veracidad y el documento se apartan siempre, conaprensivo ademán, del estercolero de Job en donde Zola prospera y sesolaza. Y porque vienen con Lamartine de un país de azahares y de lunasde miel, queda en sus personajes una bondad contagiosa, en su estilo unarecóndita y efusiva dulzura que se infiltra en el alma como una bruma denoviembre.

Nada puede dar mejor idea del operado cambio que el cuento Amor deniño (publicado en un tomo de relatos breves) en donde está encrisálida la novela Angelina. Es la encantadora y juvenil locura de unchiquillo que se enamora hasta enfermar... de un cuadro, del lienzo endonde vive una de las más suaves heroínas de Shakespeare. Cordelia es elprimer amor de este adolescente que delira. El episodio recuerda, hastaen el tono, un relato de Heine: aquella estatua feminizada por el musgoque el futuro poeta de los lieder iba a besar, con una oscura congojade Werther bisoño, en un rincón del parque familiar. Todos losrománticos—se llamen Heine o Delgado—

irán después a más carnalesmusas, pero ya llevan en la frente el signo de ceniza. Y ante

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lasabnegaciones y los rendimientos de los acendrados cariños, no podrán seren su pristina simplicidad, el joven y el amante. Una intrusa jamásolvidada, la obsesionante compañera de un pacto adolescente, acudesiempre a citas que no fueron para ella: Cordelia impalpable ysilenciosa, estatua derribada en el jardín que heló y eternizó conlabios de mármol perfecto, el primer beso. Es casi la tragedia de estelibro.

María muere, Angelina se retira para olvidar, a un convento, paraolvidar un amor que ya adivina amenguado en el perfecto amante de sufantasía. Porque ellas también, a su manera, son resignadas víctimas dela educación sentimental y casi mística. Sus lecturas favoritas, lasarracena ardentía de su sangre española, no les dejan entrever otraventura que un «amor de exceso» como dijo el poeta, en donde amor y besofueran síntesis de la eternidad». Pero cuando la vida va a enseñarles ladolorosa experiencia de su fragilidad, ellas no quieren aventurarse porla senda en que la señora de Bovary camina, velada y suspirando, haciael amor que engaña. Éstas «hijas de María» expiarán su candor en lacelda horrenda y nuestros conventos son asilos de novias, desamparadas.

Ningún epílogo, podía ser, pues, más americano que el de Angelina.Americano, aún cuando fuera antaño europeo también. Traducida en laactualidad, haría sonreir. Recordaría esos grabados encantadores endonde Lamartine, de cara al «empíreo», increpa al cielo por su venturaperdida; aquellas imágenes de Elvira, de pie en la barca, bajo la lunaque entumece los corazones y los lagos.... Pero estamos seguros de queseduce y seducirá esta obra a cuantos nacimos en países románticos. Enesos países donde hay siempre margaritas que deshojar, versos ingenuosen los abanicos, novias que juran, desde una reja nocturna, el amorvitalicio de Angelina.

VENTURA GARCÍA CALDERÓN

PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN

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Allá te va esa novela, lector amigo; allá te van esas páginasdesaliñadas o incoloras, escritas de prisa, sin que ni primores delenguaje ni gramaticales escrúpulos hayan detenido la pluma del autor.Son la historia de un muchacho pobre; pobre muchacho tímido y crédulo,como todos los que allá por el 67 se atusaban el naciente bigote,creyéndose unos hombres hechos y derechos; historia sencilla, vulgar,más vivida que imaginada, que acaso resulte interesante y simpática paracuantos están a punto de cumplir los cuarenta. Como el Rodolfo de minovela, gran lector de libros románticos, eran todos mis compañeros democedad,—te lo aseguro a fe de caballero,—y ni más ni menos que comoVillaverde algunas ciudades de cuyo nombre no quiero acordarme.

Ruégote por tu vida, amigo lector, que no te metas en honduras, que note empeñes en averiguar dónde está Villaverde, cuna de mi protagonista.Mira que perderías el tiempo y correrías peligro de mentir. Ya sabes quelos noveladores inventan ciudades que no existen, y de las cuales no tedaría noticia ni el mismísimo García Cubas.... Tampoco busques en loscapitulejos que vas a leer hondas trascendencias y problemas al uso.No entiendo de tamañas sabidurías, y aunque de ellas supiera meguardaría de ponerlas en novela; que a la fin y a la postre las obras deeste género,—poesía, pura poesía,—no son más que libros de grata,apacible diversión para entretener desocupados y matar las horas,libritos efímeros que suelen parar, olvidados y comidos de polilla, enun rincón de las bibliotecas. Además: una novela es una obra artística;el objeto principal del Arte es la belleza, y... ¡con eso le basta!

Mas si por acaso fueses de esos críticos zahoríes que adivinan opresumen de adivinar las intenciones y propósitos de un autor, para queel mejor día no salgas diciendo que quise decir esto o aquello,declaróte que tengo en aborrecimiento las novelas tendenciosas, y quecon esta novelita, si tal nombro merecen estas páginas, sólo aspiro adivertir tus fastidios y alegrar tus murrias. Y no me pidas otra cosa, yqueda con Dios.

Orizaba, a 30 de Julio de 1893.

I

La diligencia iba que volaba. Sin embargo, me parecía lenta y pesadacomo una tortuga. Ya no me causaba repugnancia el hedor de los cuerosengrasados, ni me ahogaba el polvo, ni me arrancaban una sola queja lostumbos del incómodo y ruidoso vehículo. Hubiera yo querido duplicar eltiro, emborrachar a los cocheros y hostigar a las bestias, a fin derecorrer en pocos minutos las tres leguas que faltaban para llegar aVillaverde. Aniquilado por la impaciencia, me arrinconé en el asiento,delante de la anciana y junto al ganadero; recogí la indomable cortina yme puse a contemplar el paisaje, aquellos campos fértiles y ricos,aquellas montañas cubiertas de abetos, vistos diez años antes, a travésde las lágrimas, una fría mañana del mes de Enero a los fulgorespurpúreos del sol naciente.

Nada había variado: las arboledas, más copadas, conservaban la mismadisposición, el mismo aspecto; el caserío de la hacienda próxima volvíaante mis ojos igual, idéntico, como una estampa admirada en la niñez, yque el mejor día, cuando menos lo esperamos, viene a recordarnos épocasdichosas. Blancas las paredes del lado del Poniente; las orientales,pardas, ennegrecidas por los vientos salobres de la Costa. Lasenredaderas, que trepaban por la torrecilla hasta prender sus tallos enla cruz de hierro, hacían gala de sus festones floridos, y en lascornisas, en los tejados, en los árboles, friolentas palomas, pichonestornasolados, esperaban la noche para recogerse al amoroso nido.

El triste Octubre prodigaba en laderas y rastrojos amarillas flores, yal soplo del viento que pasaba susurrando, los fresnos se estremecían ydejaban caer las muertas hojas.

En el ancho camino el rechinar lejano de una carreta vacía, y orilladasa un vallado de piedras, paso a paso, vuelto el arado doblegadas al yugoy seguidas de los gañanes, media docena de yuntas que volvían de losbarbechos. En el real solitario, junto al estanque de aguas turbias, unaparvada de ocas; los techos pajizos envueltos en la gasa del humovespertino; detrás, la casa de la hacienda, vetusta en parte, con airesde arruinada fortaleza, en parte sonriente y alegre, restaurada,rejuvenecida al gusto europeo, dejando adivinar en las vidrierasluminosas y en las verdes persianas un interior elegante y rico.

Fondo de aquel hermoso cuadro, graciosa cordillera, valles conocidos yamados, un cielo límpido y puro, por el cual ascendía la creciente lunasemivelada en un celaje.

—¿De quién es esta hacienda?—pregunté.

Hícelo, acaso con el pensamiento, porque nadie me respondió. La ancianadormitaba; el ganadero doblaba cuidadosamente, por la milésima vez, suvalioso zarapo multicolor.

—¿Cómo se llama esta finca? ¿De quién es?—repetí.

—Santa Clara.... Es de un tal Fernández....—murmuró el campesino,exclamando en seguida, sin dejar el jorongo:—¡Buena boyada! ¡Hartospesos! Alzan aquí unas cosechas, amigo, unas cosechas... que... ¡vaya!

Seguí entregado a la contemplación del paisaje.

Para mí se hacía transparente, como para dejarme ver entre sombras unacasa humilde y modesta, la casa paterna, donde me aguardaban mis tías,dos hermanas de mi madre, dos ancianas amables y cariñosas.

Unico amparo del niño desdichado que no tuvo la buena suerte de conocera sus padres, ellas le recogieron, le criaron, y a costa de no pocossacrificios le proporcionaban educación. El que salió chiquillo volvíahecho un mancebo; venía crecido y guapo; negro bozo le sombreaba loslabios; no había malogrado tantos afanes, y en él cifraban las buenasseñoras toda su dicha.

Ya estarían disponiéndose para ir a recibirle; ya le tendrían lista laalcoba y la merienda. ¡Ah!

sí, todo quedaría dispuesto y bien arreglado.La recamarita, aquella que daba al patio, muy aseada y cuca, con su camaalbeando, con su aguamanil provisto de todo. Y allí estaría, sin duda,el retrato del abuelo, muy estirado, de gran uniforme, el pecho cuajadode cruces.... ¡El abuelito! Un general del antiguo ejército, honor ygloria de la familia; santanista feroz que peleó en Tampico y enVeracruz, que se batió como un héroe en Churubusco; y que siguió aS.A.S. a las Antillas, de donde volvió desengañado, viejo, enfermo,y... pobre.

Habrían colocado también, a la cabecera, el cuadrito de San LuisGonzaga, que no quise llevarme, a pesar de las súplicas de mi tíaCarmen. Ella me le regaló el día que hice mi primera comunión. Piadosoobsequio, dulce recuerdo de aquel Viernes de Dolores venturoso y felizen que mi alma tenía la pureza de las azucenas; en que los cielos y latierra me sonreían, cuando en el templo alfombrado de amapolas, entre elhumo de los incensarios, a los acordes solemnes del órgano, delante deun altar, resplandeciente, me acerqué trémulo, anonadado, a recibir elPan Eucarístico.

Me parece que veo al sacerdote, venerable anciano de aspecto dulcísimocomo San Vicente de Paul, que, seguido de los acólitos que vestíanmantos nuevos y sobrepellices limpias, descendía, trayendo en una manoáureo copón, y en la otra la Forma Inmaculada.

De un lado las niñas, cubiertas con velos vaporosos, ceñida la sién derosas blancas; del opuesto nosotros, los varoncitos, de gala, ornado elbrazo con un moño de moaré flecado de oro.

Y luego, la salida delTemplo, después de dar gracias. ¡Ah! ¡Qué alegremente que repicaban lascampanas! ¡Cómo olían los aires a primavera! Venían las brisas cargadasde azahar, y esparcían por la ciudad no sólo el aroma de los naranjales,sino los mil olores de los huertos y de los bosques cercanos; los aromasembriagantes de las amapolas, de los acónitos y de los jinicuiles florecidos, como si la naturaleza despilfarrara todos sus perfumes enobsequio de los niños que volvían a sus hogares. Y allí, ¡qué fiesta tanhermosa! ¡Qué desayuno aquel! ¡El comedor que parecía un jardín! Sobreblanco mantel las garrafas llenas de leche fresca; en fuentes que sólosalían cuando repicaban recio, pasteles, tortas, hojaldres, lasbizcotelas del convento de las Teresitas, suaves, esponjadas, porosas,llovidas de azúcar como nieve; vasos y copas que de limpios parecíandiamantes. En grandes jarrones de porcelana española,—los viejosjarrones de la familia,—frescos ramilletes de rosas, lirios y azucenas;y por todas partes, regados aquí y allá, pétalos rosados, amarillos,blancos, purpúreos; y apiladas en torno de mi taza, las místicas ycaducas balsaminas,— los chinos de castor,—que de ordinarioengalanaban la humilde lamparilla de la Dolorosa, lucían ahora en aquelbanquete religioso su nívea veste manchada de carmín.

En la vasera, convertida en altar, entre dos candelabros con las velasencendidas, el cuadrito de San Luis Gonzaga, el santo angelical,ofreciendo de rodillas, ante la Reina de los Cielos, lisada corona, lavida y el alma. Enfrente el retrato del abuelito, el abuelo que muygrave y seriote parecía desarrugar el adusto ceño para sonreir a sunieto.

Al concluir el alegre desayuno, cuando me levantaba yo ahito depasteles, mi tía Pepa, entre afable y severa, me detuvo diciendo:

—Te falta una cosa, Rodolfo....

—¿Qué cosa, tía?

—¡Dar gracias, Rorró!...

Me hicieron rezar el Padre nuestro, el Ave María, la oración de SanLuisito, y un requiem, y otro, y otro más, por el abuelito, por laabuelita y por mis padres.

¡Cómo me entristecieron las fúnebres preces! ¡Pasó por mi alma no séqué, algo como una sombra de fugitivo dolor!

El carruaje iba a todo correr por el ancho camino. La noche venía, y elcaserío se perdía en las tinieblas. Al fin de la dehesa, al otro ladodel riachuelo, detrás de una hilera de sauces babilónicos, blanqueaba eltemplo, cuyas campanas convocaban a la oración.

En las vertientes, en los repliegues de las montañas, en las espesurasdel valle, fulguraban las hogueras. La noche obscurecía los matorralescercanos; llegaban hasta nosotros el mugir de las reses y el tomear delos vaqueros; un ejército alado cruzaba los espacios raudo y vibrante, yen el cielo sin nubes brillaba la triste luna con apacible claridad.

Desde lo alto de la cuesta descubrimos la ciudad. Silenciosa y lánguida,se me antojó rendida de cansancio. A la pálida luz del astro nocturnocolumbré los principales edificios: el convento de los franciscanos,pesado y sombrío; la iglesia del Cristo con su arrogante cúpula; laParroquia, la Casa Municipal, y a la derecha, en el montecillo, en unaloma, siempre tapizada de mullido césped, la capilla de San Antonio,donde las muchachas solteras y sin galán iban a rezar y a decir aquellode

Bendito San Antonio,

tres cosas te pido:

salvación, y dinero,

y un buen marido;

y donde los chicos de la Escuela del Cura y los de la Escuela Nacionalreñían tremendas batallas.

Allí, en la sabanita, a espaldas del santuario, eran las carreras decaballos el día de San Juan.

Poco tiempo, pocas horas, y de mañanita iría yo con algunos amigos de lainfancia a recorrer aquellos sitios. Subiríamos al campanario para mirardesde allí el magnífico panorama de Villaverde, tan hermoso, tan bellopara mí, que otros, tal vez mejores, no me le hicieran olvidar.

La diligencia se detuvo en la garita. Los guardas salieron a cobrar nosé qué gabela de seguridad pública, con lo cual no había contado elpobre estudiante escaso de dineros. ¿Qué hacer? ¿Le detendrían si nopagaba? Lleno de angustia registré mis bolsillos.... ¡Nada! El ganaderocomprendió lo que me pasaba, y desprendido, francote como era,veracruzano al fin, pagó por la anciana y por mí, antes de que dijésemosuna palabra. Diciendo pestes del recaudador, que le oía sereno einmutable, y echando ternos contra el Gobierno, que cobraba semejantesimpuestos sin mantener en los caminos ni un soldado, volvió a su asientoy a su zarape multicolor.

Allí el vehículo comenzó a dar tumbos y más tumbos. Las calles deVillaverde estaban peores que la carretera. Fuí reconociendo las casas ysitios de aquel barrio perdidos en mi memoria.

Tenduchas solitarias,alumbradas por un farolillo; casucas de madera deshabitadas ymiserables; expendios de bebidas y comestibles, donde grupos de obrerosy campesinos charlaban y fumaban frente a un vaso de toronjil o denaranja amarga. Más adelante jarcierías y almacenes de pasturas; anchoportal en que pernoctaban unos arrieros, y cerca del cual ardía unafogata; luego, la calle anchísima.... Allí más animación, más vida;gentes que iban y venían; el alumbrado público, faroles con lámparas depetróleo, que solo servían para dejar que se viese la obscuridad;jinetes que volvían de las haciendas y de los pueblos cercanos; unalmacén de ultramarinos, EL

PUERTO DE VIGO, iluminado profusamente,centelleando en las botellas, en los frascos y en las latas de sardinasel reflejo de los quinqués; una botica soñolienta, hipnotizada por susreverberos y sus aguas de colores, la botica de don Procopio Meconio;delante del mostrador un marchante en espera; detrás un mancebo quehacía píldoras, y en la puerta el dueño, de charla con un amigo.

Al pasar por el Convento reconocí al P. Solis que sabía muy tranquilo,embozándose en la capa; dos calles adelante al doctor Sarmiento, lomismo que siempre, con levita larga, el bastón bajo el brazo y elsombrero espeluznado caído hacia la nuca. Por fin... ¡la Casa deDiligencias! El zaguán abierto de par en par, personas que aguardaban,mozos dispuestos para cerrar la puerta luego que entrase el ruidosovehículo.

¡Hemos llegado! El Administrador, un joven cejijunto, de negra y espesabarba, un poquito cargado de espaldas, sale a recibir a los viajeros,seguido de varios curiosos, los cuales, viendo que no han llegadoamigos, ni parientes, ni personajes notables, ni muchachas bonitas, seretiran mohínos, haciendo un gesto de contrariedad.

Pronto las mulas quedan desenganchadas. Un momento antes entrabansudorosas, echando espuma, sacando chispas del empedrado; ahora sepasean solas por el gran patio, arrastrando las cadenas, sonando suscadenas tintinantes.

El ganadero recoge cajitas y bultos chicos, se echa al hombro el zarape,y baja de un salto.

Cortés y comedido ayuda a la anciana que no sindificultades llega a tierra, toda envarada y adolorida. Sigo yo,cargando el abrigo y la exigua maleta estudiantil, y buscando a mistías. ¡En vano! ¡No estaban allí! Se habrían retardado.... Creerían quela diligencia llegaba más tarde.... Me dispuse a salir cuando sentí queme tocaban el hombro.

—¡Aquí estoy! ¿Ya no me conoces? ¿No me conoce usted? Soy Andrés.

Era un antiguo criado nuestro que cuando la familia vino a menos dejó lacasa y se dedicó al comercio.

—¡Andrés! ¿Tú?

—¡Qué grande está usted!

—No me hables así. ¡De tú! ¡De tú!

El buen viejo, trémulo de emoción, arrasados en lágrimas los ojos, meechó los brazos.

—¡Estás hecho un hombre! ¡Y qué buen mozo! ¡Si el amo viviera!... ¡Situ mamá pudiera verte!...

—¿Y mis tías?

—No vinieron.... Ya sabes: como doña Carmelita está un poco mala....

—¿De qué?—pregunté inquieto.

—Lo de siempre.... Los achaques.... Anda, que te están esperando. Damela maletita. ¿No dejas nada?

—No; mañana temprano vendrás por el baúl.

En marcha. A la salida me despedí, muy de prisa, de mis compañeros deviaje.

Andrés no dejaba de verme ni de acariciarme. A cada paso me decía.

—Pero, niño... ¡si estás tamaño!

II

Tomé por calles que conducían a la casa paterna. En ella debían vivirmis tías. Nadie me había dicho lo contrario hasta que Andrés me detuvo:

—¿A dónde vas? ¿Ya no conoces tu tierra?

—A casa.

—Si ya no viven donde antes.

—¿Pues dónde?...

—Por aquí....

Echándome el brazo me impulsó a seguir por una callejuela.

—¿Cuándo mudaron de casa?

—¡Uh! ¡Hace tiempo! Como vendieron la casita.... Yo les dije que no lohicieran; pero fué preciso....

Estas palabras del antiguo servidor de mis padres fueron para mí como unrayo de luz. Todo lo comprendí. La situación de mis tías era, sin duda,po