Amistad Funesta -Novela by José Martí - HTML preview

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parecía másarrogante, porque no iba tan pulido. Ni le decía, ni le escribía; peroquería llenarle el aire de él. A la salida del teatro, la segunda nocheque fue a él Sol, ofrecía un pequeñuelo de sombrero de pita y piesdescalzos un ramo de camelias color de rosa, que eran allí muyapreciadas y caras. Y en el punto en que salió Sol, y con rapidez talque pareció a todos cosa artística, tomó el ramo Pedro Real, lo deshizode modo que las camelias cayeron al suelo, casi a los pies de Sol, ydijo, como si no quisiera ser oído más que del amigo que tenía al lado:«Puesto que no es de quien debe ser, que no sea de nadie». Y como lafantasía que la hermosura de Sol arrancó a Keleffy era ya a manera deleyenda en la ciudad, Pedro Real, con tacto y profundidad mayores de losque pudieran suponérsele, compró, para que nadie volviese a tocar en él,el piano en que habían tocado aquella noche Sol y Keleffy.

Sonaban por la ciudad alegremente las chirimías, los pífanos y lostambores. Los balcones de la calle de la Victoria eran cestos de rosas,con todas las damas y niñas de la ciudad asomadas a ellos. Por cadabocacalle entraba en la de la Victoria, con su banda de tamborines a lacabeza, una compañía de milicianos. Unos llevaban pantalón blanco dedril, con casaquín de lana perla, cruzado el pecho de anchas correasblancas, con asta plateada. Otros iban de blanco y rojo, blanco elpantalón, la casaca roja. Iban otros más de ciudadanos, y aunque menosbrillantes, más viriles: llevaban un pantalón de azul oscuro y uno comogabán corto y justo, cerrado con doble hilera de botones de oro pordelante: el sombrero era de fieltro negro de alas anchas, con un delgadocordón de oro, que caía con dos bellotas a la espalda. En las esquinasiban las compañías tomando puesto. ¡Qué conmovedoras las banderas rotas!¡Qué arrogantes, y como sacerdotes, los que las llevaban! Parecían altosaunque no lo fueran. No parecían bien, cerca de aquellos pabellonesdesgarrados, los banderines de seda y flores de oro en que con letras derealce iban bordados los números de las compañías. ¡Qué correrdesalados, el de los muchachos por las calles! Verdad que hasta loshombres mayores, periódico en mano y bastón al aire, corrían. A algunos,se les saltaban las lágrimas. Parecía como que de adentro empujabaalguien a las gentes.

Cuando una banda sonaba a distancia, como siestuviera yéndose, los muchachos, aun los más crecidos, corrían trasella, con la cara angustiada, como si se les fuera la vida. Y los máspequeños, cruzando de un lado para otro, mirados desde los balcones,parecían los granos sueltos de un racimo de uvas. Las nueve serían de lamañana, y el cielo estaba alegre, como si le pareciese bien lo quesucedía en la tierra. Era el día del año señalado para llevar flores alas tumbas de los soldados muertos en defensa de la independencia de lapatria. Entre compañía y compañía, iban carros enormes en la procesión,tirados por caballos blancos, y henchidos de tiestos de flores. Allá enel cementerio había, sobre cada tumba, clavada una bandera.

¿Qué caballerín, de los elegantes de la ciudad, no estaba aquellamañana, con un ramo de flores en el ojal, saludando a las damas y niñasdesde su caballo? Los estudiantes, no, esos no estaban por las calles,aunque en los balcones tenían a sus hermanas y a sus novias: losestudiantes estaban en la procesión, vestidos de negro, y entreadmirados y envidiosos de los muertos a quienes iban a visitar, porqueestos, al fin, ya habían muerto en defensa de su patria, pero ellostodavía no: y saludaban a sus hermanas y novias en los balcones, como sise despidieran de ellas. Los estudiantes fueron en masa a honrar a losmuertos. Los estudiantes que son el baluarte de la Libertad, y suejército más firme. Las universidades parecen inútiles, pero de allísalen los mártires y los apóstoles. Y en aquella ciudad ¿quién no sabíaque cuando había una libertad en peligro, un periódico en amenaza, unaurna de sufragio en riesgo, los estudiantes se reunían, vestidos comopara fiesta, y descubiertas las cabezas y cogidos del brazo, se iban porlas calles pidiendo justicia; o daban tinta a las prensas en un sótano,e imprimían lo que no podían decir; se reunían en la antigua Alameda,cuando en las cátedras querían quebrarles los maestros el decoro, y deun tronco hacían silla para el mejor de entre ellos, que nombrabancatedrático, y al amor de los árboles, por entre cuyas ramas parecía elcielo como un sutil bordado, sentado sobre los libros decía con granentusiasmo sus lecciones; o en silencio, y desafiando la muerte, pálidoscomo ángeles, juntos como hermanos, entraban por la calle que iba a lacasa pública en que habían de depositar sus votos, una vez que elGobierno no quería que votaran más que sus secuaces, y fueron cayendouno a uno, sin echarse atrás, los unos sobre los otros, atravesadospechos y cabezas por las balas, que en descargas nutridas desatabansobre ellos los soldados? Aquel día quedó en salvo por maravilla JuanJerez, porque un tío de Pedro Real desvió el fusil de un soldado que leapuntaba. Por eso, cuando los estudiantes pasaban en la procesión,vestidos de negro, con una flor amarilla en el ojal, los pañuelos detodos los balcones soltábanse al viento, y los hombres se quitaban lossombreros en la calle, como cuando pasaban las banderas; y solían lasniñas desprenderse del pecho, y echar sobre los estudiantes, sus ramosde rosas.

En un balcón, con sus dos hermanas mayores y la directora, estaba Soldel Valle. En otro, con un vestido que la hacía parecer como una imagende plata, una linda imagen pagana, estaba Adela. Más allá, donde Sol yAdela podían verlas, ocupaba un ancho balcón, amparado del sol por untoldo de lona, Lucía con varias personas de la familia de su madre, yAna. En una silla de manos habían traído a Ana hasta la casa. Muy malaestaba, sin que ella misma lo supiese bien; estaba muy mala. Pero ellaquería ver, «con su derecho de artista, aquella fiesta de los colores; ala tierra le faltaba ahora color, ¿verdad, Juan? Mira, si no, como todoel mundo se viste de negro.

Quiero oír música, Lucía: quiero oír muchamúsica. Quiero ver las banderas al viento». Y allí estaba en el anchobalcón, vestida de blanco, muy abrigada, como si hubiese mucho frío,mirando avariciosamente, como si temiera no volver a ver lo que veía, ysintiendo como dentro del pecho, porque no se las viesen, le estabancayendo las lágrimas.

Lucía distinguió a Sol, y miró si estaba en el balcón, o dentro, JuanJerez. Sol, no bien vio a Lucía, no quitó de ella los ojos, para quesupiese que estaba allí, y cuando le pareció que Lucía la estaba viendo,la saludó cariñosamente con la mano, a la vez que con la sonrisa y conlos ojos.

Prefería ella que Lucía la mirase, a que la miraran losjóvenes mejor conocidos en la ciudad, que siempre hallaban manera dedetenerse más de lo natural frente a su balcón. A Pedro Real, pagó conun movimiento de cabeza, su humilde saludo, cuando pasó a caballo; y nolo vio con pena, ni con afecto que debiera afligir a doña Andrea, todolo cual vio Adela desde su balcón, aunque estaba de espaldas. Pero Lucíase había entrado por el alma de Sol, desde la noche en que le pareciósentir goce cuando se clavó en su seno la espina de la rosa. Lucía,ardiente y despótica, sumisa a veces como una enamorada, rígida yfrenética enseguida sin causa aparente, y bella entonces como una rosaroja, ejercía, por lo mismo que no lo deseaba, un poderoso influjo en elespíritu de Sol, tímido y nuevo. Era Sol como para que la llevasen en lavida de la mano, más preparada por la Naturaleza para que la quisiesenque para querer, feliz por ver que lo eran los que tenía cerca de sí,pero no por especial generosidad, sino por cierta incapacidad suya deser ni muy venturosa ni muy desdichada. Tenía el encanto de las rosasblancas. Un dueño le era preciso, y Lucía fue su dueña.

Lucía había ido a verla; a buscarla en su coche para que paseasenjuntas; a que fuese a su casa a que la conociera Ana; y Ana la quisoretratar; pero Lucía no quiso «porque ahora Ana estaba fatigada, y laretrataría cuando estuviese más fuerte», lo que, puesto que Lucía lodecía, no pareció mal a Sol. Lucía fue a vestirla una de las noches queiba Sol al teatro, y no fue ella: ¿por qué no iría ella? Juan Jereztampoco fue esa noche; y por cierto que esa vez Lucía le llevó, para quelo luciese, un collar de perlas: «A mí no me lo conocen, Sol: yo nuncame pongo perlas»; pero doña Andrea, que ya había comenzado a darmuestras de una brusquedad y entereza desusadas, tomó a Lucía por lasdos manos con que estaba ofreciendo el collar a Sol, que no veía muchopecado en llevarlo, y mirando a la amiga de su hija en los ojos, yapretando sus manos con cariño a la vez que con firmeza, le dijo conacento que dejaba pocas dudas: «No, mi niña, no», lo que Lucía entendiómuy bien, y quedó como olvidado el collar de perlas. A la mañanasiguiente, a la hora de que Sol fuese a sus clases, fue Lucía a buscarlapara que diesen una vuelta en el coche por cerca del colegio, y lepreguntó con ahínco sobresaltado y doloroso, que a quién vio, que quiénsubió a su palco, que a quién llamó la atención, que dónde estaba PedroReal: «¡Oh! Pedro Real, tan buen mozo; ¿no te gusta Pedro Real? Yo creoque Pedro Real llamaría la atención en todas partes. Has visto cómodesde que te conoce no se ocupa de nadie Pedro Real»; pero pronto acabóde hablar de esto Lucía. Quién estaba en el teatro, no le importabamucho saberlo: Juan no había estado; pero ¿a la salida quién estaba? ¿norecuerdas quién estaba a la salida? ¿Estaba...? y no acababa depreguntar quién había estado. Ni sabía Sol por quién le preguntaba. No:Sol no había visto a nadie. Iba muy contenta. La directora la habíatratado con mucho cariño. Sí, Pedro Real había estado; pero no asaludarla: nadie había subido a saludarla. La habían mirado mucho.Decían que el cónsul francés había dicho una cosa muy bonita de ella.Pero al salir, no, no vio a nadie. Sol quería llegar pronto, porque sehabía quedado triste doña Andrea. Y al llegar en esta conversación alcolegio, Lucía besó a Sol con tanta frialdad, que la niña se detuvo unmomento mirándola con ojos dolorosos, que no apearon el ceño de suamiga. Y de pronto, por muchos días, cesó Lucía de verla. Sol se habíaafligido, y doña Andrea no; aunque la ponía orgullosa que le quisiesen asu hija; pero Lucía no: ella no veía nunca con gusto a Lucía. Un díaantes de la procesión Lucía había vuelto a la casa de Sol. Que laperdonase. Que Ana estaba muy sola. Que Sol estaba más linda que nunca.«Mira, mañana te mandaré la camelia más linda que tenga en casa. Yo note digo que vengas a mi balcón, porque.... Yo sé que tú vas al balcón dela directora. Pero mira, vas a estar lindísima; ponte la camelia en lacabeza, a la derecha, para que yo pueda vértela desde mi balcón». Y letomó las manos, y se las besó; y conforme conversaba con Sol, se pasabasuavemente la mano de ella por su mejilla; y cuando le dijo adiós, lamiraba como si supiera que corría algún peligro, y le avisase de él, ycuando fue hacia el coche, ya se le iban desbordando las lágrimas.

—¡Allí está, allí está!—dijo como involuntariamente, y reprimiéndoseenseguida que lo había dicho, una de las hermanas de Sol, la mayor, laque no era bella, la que no tenía más que dos ojos muy negros yacariciadores, expresivos y dulces como los de la llama, el animal quemuere cuando le hablan con rudeza.

—¿Quién?

—No, no era nadie: Juan Jerez, en el balcón de Lucía.

—Sí, ya lo veo. Lucía está mirando para acá—y se desprendió, y volvió aprender, para que Lucía lo notase, y supiera que pensaba en ella—.Hermanita—dijo de pronto Sol en voz baja—; hermanita, ¿no te parece queJuan Jerez es muy bueno? Yo quisiera verlo más. Nunca lo he visto cuandohe ido a casa de Lucía. Yo no sé qué tiene, pero me parece mejor quetodos los demás.

¿Tú crees que él querrá mucho a Lucía?

Hermanita no quería decir nada, hacía como que no oía.

—Juan Jerez iba antes algunas veces a casa, antes de que yo saliese delcolegio; ¿verdad?

Cuéntame, tú que lo conoces. Yo sé que él se va acasar con Lucía, aunque ella no me habla de él nunca; pero a mí me gustahablar de él. A Lucía no me atrevo a preguntarle, como ella no medice... Él ha sido muy bueno con mamá, ¿no? ¡La directora lo quieretanto! Mira, allí vuelve a pasar Pedro Real: ¡es buen mozo de veras!pero yo le hallo unos ojos extraños, no son tan dulces como los de Juan.No sé; pero el único que me dijo algo la noche de Keleffy, que no se meha olvidado, fue Juan Jerez.

Hermanita no decía palabra. Se le habían puesto los ojos muy negros ygrandes como para contener algo que se salía a ellos.

Ella, que no miraba hacia el balcón, sentía que Juan Jerez había tenidopuesta buen tiempo su mirada larga y bondadosa en Sol. Juan, queacariciaba los mármoles, que seguía por las calles a los niños descalzoshasta que sabía donde vivían, que levantaba del suelo las florespisadas, si no lo veían, y les peinaba los pétalos, y las ponía donde nopudiesen pisarlas más. De la misma manera, y con aquel deleite honradoque produce en un espíritu fino la contemplación de la hermosura, habíaJuan mirado a Sol largamente.

Lucía no estaba allí entonces. ¡Pobre Ana! Cuando ya iban pasando losúltimos soldados, palideció, se le cubrió el rostro de sudor, cerró losojos, y cayó sobre sus rodillas. La llevaron cargada para adentro, avolverle el sentido. Parecía una santa, vestida de blanco, con su caraamarilla. Lucía no se apartaba de su lado; Ana había vuelto en sí; Lucíahabía mirado ya muchas veces a la puerta, como preguntándose dóndeestaría Juan. «¿En el balcón? ¡Que no esté en el balcón!». Y aundesmayada Ana, por poco no le abandona la mano.

—¡Vete, vete con Juan!—le dijo Ana, apenas abrió los ojos, y le notó eltrastorno; y con la mano y la sonrisa la echaba hacia la puertasuavemente.

—Bueno, bueno, vengo enseguida.

Y fue al balcón derechamente.

—¡Juan!

—¿Y Ana? ¿Cómo está Ana?

El balcón de la directora estaba ya vacío.

—Ya está bien: ya está bien. ¡Yo no sabía dónde tú estabas!

Y volvemos ahora al pie de la magnolia, cuando ya llevaba días desucedido todo esto, y Sol estaba en una banqueta a los pies de Lucía,sentada en un sillón de hierro. Ana, con sus caprichos de madre, habíaquerido que le llevasen aquel domingo a Sol. «¡Es tan buena, Lucía! Túno tienes que tenerle miedo: tú también eres hermosa. Mira: yo veo a laspersonas hermosas como si fueran sagradas. Cuando son malas no: meparecen vasos japoneses llenos de fango; pero mientras son buenas, no terías, me parece, cuando estoy delante de ellas, que soy un monaguillo yque le estoy alzando la cogulla, como en la misa, a un sacerdote. Vamos,tráeme a Sol; ¿pero es de veras que Juan no viene hoy?».

—¡Es de veras! Sí, sí; ahora mismo voy, y te traigo a Sol.

Sol vino, y otras amigas de Ana, mas no Adela. Vivía ya Ana en un sillónde enfermo, porque andar le era penoso, y reclinarse no podía. Ya, comolas tardes cuando se está yendo la luz, tenía el rostro a la vez claro yconfuso, y todo él como bañado de una dulce bondad. Ni deseos tenía,porque de la tierra deseó poco mientras estuvo en ella, y lo que Ana lehubiera pedido a la tierra, de seguro que en ella no estaba, y tal vezestaría fuera de ella. Ni sentía Ana la muerte, porque no le parecía aella que fuese muerte aquello que dentro de sí sentía crecientemente, yera como una ascensión. Cosas muy lindas debía ver, conforme se ibamuriendo, sin saber que las veía, porque se le reflejaban en el rostro.La frente la tenía como de cera, alta y bruñida, y hundidas las paredesde las sienes. Aquellos ojos eran una plegaria. Tenía fina la nariz,como una línea. Los labios violados y secos, eran como una fuente deperdón. No decía sino caridades.

Sola, sí, no quería estar ella. Tampocose quiere estar solo cuando se va a entrar en un viaje: tampoco, cuandose está en las cercanías de la boda. Es lo desconocido, y se le teme. Sebusca la compañía de los que nos aman. Y más que con otras se habíaencariñado Ana, en su enfermedad, con Sol, cuya perfecta hermosura loera más, si cabe, por aquel inocente abandono que de todo interés ypensamiento de sí tenía la niña. Y Ana estaba mejor cuando tenía a Solcogida de la mano, en cuyas horas Lucía, sentada cerca de ellas, erabuena.

Dormía Ana en aquellos momentos, cuando en el patio hablaban Lucía ySol. Hablaban del colegio, que había dado su examen en aquella semana, ydejaba a Sol libre durante dos meses: y a Sol no le gustaba muchoenseñar, no, «pero sí me gusta: ¿no ves que así no pasa mamá apuros?¡Mamá!». Y Sol contaba a Lucía, sin ver que a esta al oírlo se learrugaba el ceño, cómo inquietaban a doña Andrea los cuidados de PedroReal, de que no hablaba la señora, porque la niña no se fijase más enél; pero ella no, ella no pensaba en eso.

—No, ¿por qué no?

—No sé: yo no pienso todavía en eso; me gusta, sí, me gusta verle pasearla calle y cuidarse de mí; pero más me gusta venir acá, o que tú vayas averme, y estar con Ana y contigo. Luego, Pedro Real me da miedo. Cuandome mira, no me parece que me quiere a mí. Yo no sé explicarlo, pero escomo si quisiera en mí otra cosa que no soy yo misma. Porque a mí meparece,

¡anda, Lucía, tú puedes decirme de eso! a mí me parece quecuando un hombre nos quiere, debemos como vernos en sus ojos, así comosi estuviéramos en ellos, y dos veces que he visto de cerca a PedroReal, pues no me ha parecido encontrarme en sus ojos. ¿No es, verdad,Lucía, que cuando a uno lo quieren le sucede a uno eso?

En la mano de Lucía se encogió de pronto el cabello de Sol con quejugaba.

—¡Ay! me haces daño.

—¿Quieres que vayamos a ver cómo está Ana?

Y ya se estaba poniendo en pie para ir a verla, y arreglándose Sol loscabellos, aquellos cabellos suyos finos, de color castaño con reflejosdorados, cuando a un tiempo se oyeron dos diversos ruidos: uno en elcuarto de Ana, como de mucha gente que se moviera y hablaraagitadamente, otro a la puerta de la calle, donde, con airedesembarazado, saltaba un hombre opuesto, de una mula de camino.

—¡Juan!—murmuró Lucía, poniéndose más blanca que las camelias.

—¿Juan Jerez?—dijo Sol alegrándosele el rostro, y acabandoapresuradamente de sujetarse las trenzas.

Lucía, en pie y ceñuda, y con los ojos puestos sobre Sol, a quienturbaba aquel silencio, aguardó apoyada en la silla de hierro, a Juanque, reparando apenas en Sol, venía hacía su prima con las manostendidas.

—Señorita Sol, ¿qué me le ha hecho a mi Lucía? ¿Por qué no sales arecibirme? ¿para castigarme porque por verte hoy he andado veintidósleguas en mula?

A Lucía se le veían temblar los labios imperceptiblemente, y como crecerlos ojos. Su mano se sacudía entre las de Juan, que la miraba conasombro.

Sol hacía como que sobre una mesita un poco alejada arreglaba las floresde un vaso.

—Lucía, ¿qué tienes?

—¡Sol, Lucía, vengan!—dijo acercándose a ellas una de sus amigas quesalía del cuarto de Ana precipitadamente—. Ah, Juan, que bueno que estéaquí. Ve, Lucía, ve, yo creo que Ana se muere.

—¡Ana!

—Sí, mande enseguida por el médico.

Saltó Juan en la mula, y echó a escape. Sol ya estaba al lado de Ana,Lucía miró muy despacio a la puerta de la calle, miró con ira a aquellapor donde había entrado Sol, y se quedó unos momentos de pie, sola en elpatio, los dos brazos caídos, y apretados a los costados, fijos los ojosdelante de sí tenazmente. Y echó a andar hacia el cuarto de Ana despuésde haber mirado a su alrededor a todos los lados, como si temiese.

¡Al campo! ¡al campo! Todos van al campo. Todos, sí, todos. Adela yPedro Real, Lucía y Juan, y Ana y Sol. Y, por supuesto, las personasmayores que por no influir directamente en los sucesos de esta narraciónno figuran en ella. ¡Al campo todos!

El médico llegó aquel domingo en momentos en que Ana abría los ojos, quea Sol arrodillada al borde de su cama fue lo primero que vieron.

—¡Ah, tú, Sol!—y Sol le pasaba la mano por la frente, y le apartaba deella los cabellos húmedos.

Lucía arreglaba las almohadas de manera que Ana pudiera estar comosentada. Sus amigas todas rodeaban la cama, y Ana, sin fuerzas aun parahablar, les pagaba sus miradas de angustia con otras de reconocimiento.Parecía que era dichosa. Sol quiso retirar la mano con que tenía asidala de Ana; pero Ana la retuvo.

—¿Qué ha sido, eh, qué ha sido? Sentí como si todo un edificio sehubiese derrumbado dentro de mí. Ya, ya pasó. Ya estoy bien. Y se lecayó la cabeza al otro lado de las almohadas.

El médico la halló de esta manera, le puso el oído sobre el corazón,abrió de par en par la ventana y las puertas, y aconsejó que soloquedase junto a ella la persona que ella desease.

Ana, que parecía no oír, abrió los ojos, como si el aire le hubiesehecho bien, y dijo:

—Juan ha llegado, Lucía.

—¿Cómo sabes?

—Vete con Juan, Lucía. Sol, tú te quedas.

Miró Sol a Lucía, como preguntándole; a Lucía, que estaba en pie al ladode la cama, duros los labios y los brazos caídos.

Juan llamaba a la puerta en este instante, y el médico lo entró en elcuarto, de la mano.

—Venga a decirme si no es locura pensar que corre riesgo esta lindaniña—y con los ojos, desdecía el médico sus palabras—. Pero esindispensable que la enfermita vea el campo. Es indispensable. No mepregunte usted qué remedio necesita—dijo el médico clavando los ojos enJuan—. Mucho reposo, mucho aire limpio, mucho olor de árboles.Llévenmela donde haya calor, estos tiempos húmedos pueden hacerle muchodaño. Si mañana mismo pueden ustedes disponer el viaje, sea mañanamismo. Pero, niña, no se me vaya a ir sola. Lleve gente que la quiera, yque la arrope bien por las mañanitas y por las tardes. ¿Y estaseñorita?—añadió volviéndose a Sol—. Y creo que usted se me pone buenasi lleva consigo a esta señorita.

—Oh, sí, Sol va conmigo; ¿no, Juan?

—Por supuesto—dijo Juan vivamente, pensando con placer en que así seregocijaría Ana, cuya afición a Sol le era ya conocida, y se daría unaprueba de estimación a la pobre viuda—: por supuesto que la llevamos. Vaa ser una gala de los ojos ver ir por un caminito de rosales que yo mesé, cogidas del brazo, a Sol, Ana y Lucía. Lucía, mañana nos vamos. Sol,voy ahora a su casa a pedirle permiso a doña Andrea. ¿Te parece, Lucíaque invitemos a Adela y a Pedro Real? ¡Upa, Ana, upa! Allá tengo unosinditos en el pueblo que te van a dar asunto para un cuadro delicioso.¿Vamos, doctor?—acarició Juan una mano de Ana, besó la de Lucía, con unbeso que la regañaba dulcemente y salió al corredor, hablando como muycontento, con el médico.

Ana llamó a Lucía con una mirada, y así que la tuvo cerca de sí, sindecir palabra, y sonriendo felizmente, trajo sobre su seno con unesfuerzo las manos de Lucía y de Sol, que estaban cada una a un lado deella, y paseando sus ojos por sobre sus cabezas, como conversándoles,retuvo largo tiempo unidas las manos de ambas niñas bajo las suyas.

Y Sol miró a Lucía de tan linda manera, que no bien Ana se quedó comodormida, se acercó Lucía a Sol, la tomó por el talle cariñosamente, yuna vez en su cuarto, empezó a vaciar con ademanes casi febriles suscajas y gavetas.

—Todo, todo, todo es para ti—y Sol quería hablar, y ella no la dejaba—.Mira, pruébate este sombrero. Yo nunca me lo he puesto. Pruébatelo,pruébatelo. Y este, y este otro. Esos tres son tuyos. Sí, sí, no medigas que no. Mira, trajes: uno, dos, tres. Este es el más bonito parati. ¿Oyes?

Yo quiero mucho a Pedro Real. Yo quiero que tú quieras aPedro Real. Que te vea muy bonita.

Que te vean siempre más bonita queyo. Pero óyeme, a Juan no me lo quieras. Tú déjame a Juan para mí sola.Enójalo. Trátalo mal. Yo no quiero que tú seas su amiga. ¡No, no medigas nada! sí, es chanza, sí, es chanza. ¿Ves? Este vestido malva sí teva a estar bien. A ver, qué bien hace con tu pelo castaño. ¿Ves? Es muynuevo. Tiene el corpiño como un cáliz de flor, un poco recto; no comoesos de ahora, que parecen una copa de champaña: muy delgados en lacintura, y muy anchos en los hombros. La saya es lisa; no tienetableados ni pliegues; cae con el peso de la seda hasta los pies. ¿Ves?a mí me está muy corta. A ti te estará bien. Es un poco ancha, a loWatteau.

¡Mi pastorcita! ¡mi pastorcita! Yo nunca me la he puesto. ¿Túsabes? A mí no me gustan los colores claros. ¡Ah! mira: aquí tienes—yescondía algo con las dos manos cerradas detrás de su espalda—, aquítienes, y no te lo vas a quitar nunca, aunque se nos enoje doña Andrea.Cierra los ojos.

Los cerró Sol venturosa de verse tan querida por su amiga, y cuando losabrió, se vio en el brazo, e hizo por quitarse con un gesto que Lucía ledetuvo, un brazalete de cuatro aros de perlas margaritas.

—Sí, sí, es muy rico; pero yo quiero que tú lo tengas. No: nada, nadaque me digas: ¿ves? yo tengo aquí otro, de perlas negras. ¡Y nunca,nunca te lo quites! Yo quiero ser muy buena—y la tomó de las dos manos,y la besó en las dos mejillas apasionadamente—. ¡Ven, vamos a ver a Ana!

Y salieron del cuarto, cogidas del talle.

¡Al campo, al campo! Doña Andrea no sabe que va Pedro Real; que si losupiese, no dejaría ir a Sol: aunque a Juan ¿qué le negaría ella? ¡AJuan! Ese, ese era el que ella hubiera querido para Sol. «Bueno, Juan:que no salga al sol mucho». Juan preguntó en vano por la hermana mayor,por Hermanita. Ella estaba en la casa cuando entró él; pero ahora no:estará en casa de alguna vecina.

¡No, Hermanita estaba allí; estaba enel comedor, detrás de las persianas! Ella veía a quien no la veía.«¡Cierra los ojos, Hermanita, no veas a lo que no debes ver!». Y cuandoJuan salió, las persianas se entornaron, como unos ojos que se cierran.

¡Al campo, al campo! Cuatro mulas tiran del carruaje, con collares deplata y cencerro, porque Ana vaya alegre: y las mulas llevan atadas enel anca izquierda unas grandes moñas rojas, que lucen bien sobre su pielnegra. El cochero es Pedro Real, que lleva al lado a Adela, en laimperial, Juan y Lucía, adentro, con la gente mayor, que es muyrespetable, pero no nos hace falta para el curso de la novela, Anasentada entre almohadas, muy mejor con el gozo del viaje, con sucuaderno de apuntes en la falda, para copiar lo que le guste del camino,que ya le perece que está buena, y Sol a su lado, con un vestido desedilla color de ópalo, tranquila y resplandeciente como una estrella.

Pedro Real se mordió el bigote rizado cuando vio que no iba a ser Sol sucompañera en el pescante. Y con Adela iba muy cortés. Pero ¿Ana nonecesitaría nada? Juan, ¿irá Ana bien?

Deberíamos bajar. ¡Voy a bajar unmomento, a ver si Ana va bien! Bajó muchos momentos. Y las mulas, aunquediestras, más de una vez se iban un poco del camino, como si noestuviese bastante puesto en ellas el pensamiento del cochero.

Era como de seis leguas el camino, y todo él a un lado y otro de tanfrondosa vegetación que no había manera de tener los ojos sino enconstante regalo y movimiento. Porque allá al fondo era un bosque decocoteros, o una hilera de palmas lejanas que iba a dar en la gargantade dos montes; ya era, al borde mismo del camino, una pendiente llena deflores azules y amarillas que remataba en un río de espumas blancas,nutrido con las aguas de la sierra, o eran ya a la distancia, imponentescomo dos mensajes de la tierra al cielo, dos volcanes dormidos, a cuyafalda serpeada por arroyuelos de agua blanca viva y traviesa, serecogían, como siervos azotados a los pies de sus dueños, las ciudadesantiguas, desdentadas y rotas, en cuyos balcones de hierro labrado,mantenidos como por milagro sin paredes que los sustentasen sobre laspuertas de piedra, crecían en hilos que llegaban hasta el suelo copiosasenredaderas de ipomea. De una iglesia que tuvo los techos pintados, ydorados de oro fino de lo más viejo de América los capiteles de lospilares, quedaba en pie, como una concha clavada en tierra por el borde,el fondo del altar mayor, cobijado por una media bóveda: un bosquecillohabía crecido al amor del altar; la pared interior, cubierta de musgo,le daba desde lejos apariencia de cueva formidable; y era cosa común ysumamente grata ver salir de entre los pedruscos florecidos, al menorruido de gente o de carruajes, una bandada de palomas. Otra iglesia, deque no había quedado en pie más que el crucero, tenía el domocompletamente verd