Amistad Funesta -Novela by José Martí - HTML preview

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Viajero afortunado; con el caudal ya corto de su madre, por tierras deafuera, perdió en ellas, donde son pecadillos las que a nosotros nosparecen con justicia infamias, aquel delicado concepto de la mujer sinel que, por grandes esfuerzos que haga luego la mente, no le es lícitogozar, puesto que no le es lícito creer en el amor de la más limpiacriatura. Todos aquellos placeres que no vienen derechamente y en razónde los afectos legítimos, aunque sean champaña de la vanidad, son acíbarde la memoria. Eso en los más honrados, que en los que no lo son, detanto andar entre frutas estrujadas, llegan a enviciarse los ojos demanera que no tienen más arte ni placer que los de estrujar frutas. SoloAna, de cuantas jóvenes había conocido a su vuelta de las malas tierrasde afuera, le había inspirado, aun antes de su enfermedad, un respetoque en sus horas de reposo solía trocarse en un pensamiento persistentey blando. Pero Ana se iba al cielo: Ana, que jamás hubiera puesto aaquel turbulento mancebo de señor de su alma apacible, como un palaciode nácar; pero que, por esa fatal perversión que atrae a los espíritusdesemejantes, no había visto sin un doloroso interés y una turbaciónprimaveral, aquella rica hermosura de hombre, airosa y firme, puesta porla naturaleza como vestidura a un alma escasa, tal como suelen algunoscantantes transportar a inefables deliquios y etéreas esferas a susoyentes, con la expresión en notas querellosas y cristalinas, blancascomo las palomas o agudas como puñales, de pasiones que sus espíritusburdos son incapaces de entender ni de sentir.

¿Quién no ha visto romperen actos y palabras brutales contra su delicada mujer a un tenor queacababa de cantar, con sobrehumano poder, el «Spirto Gentil» de la Favorita? Tal la hermosura sobre las almas escasas.

Y Juan, por aquella seguridad de los caracteres incorruptibles, poraquella benignidad de los espíritus superiores, por aquella afición a lopintoresco de las imaginaciones poéticas, y por lazos de niño, que no serompen sin gran dolor del corazón, Juan quería a Pedro.

Hablaban de las últimas modas, de que en París se rehabilita el colorverde, de que en París, decía Pedro, nada más se vive.

—Pues yo no—decía Ana—. Cuando Lucía sea ya señora formal, adonde vamoslos tres es a Italia y a España: ¿verdad, Juan?

—Verdad, Ana. Adonde la Naturaleza es bella y el arte ha sido perfecto.A Granada, donde el hombre logró lo que no ha logrado en pueblo algunode la tierra: cincelar en las piedras sus sueños; a Nápoles, donde elalma se siente contenta, como si hubiera llegado a su término. ¿Tú noquerrás, Lucía?

—Yo no quiero que tú veas nada, Juan. Yo te haré en ese cuarto laAlhambra, y en este patio Nápoles; y tapiaré las puertas, ¡y asíviajaremos!

Rieron todos; pero Adela ya había echado camino de París, quién sabe conqué compañero, los deseos alegres. Ella quería saberlo todo, no deaquella tranquila vida interior y regalada, al calor de la estufa,leyendo libros buenos, después de curiosear discretamente por entre lasnovedades francesas, y estudiar con empeño tanta riqueza artística comoParís encierra; sino la vida teatral y nerviosa, la vida de museo que enParís generalmente se vive, siempre en pie, siempre cansado, siempreadolorido; la vida de las heroínas de teatro, de las gentes que seenseñan, damas que enloquecen, de los nababs que deslumbran con elpródigo empleo de su fortuna.

Y mientras que Juan, generoso, dando suelta al espíritu impaciente,sacaba ante los ojos de Lucía, para que se le fuese aquietando elcarácter, y se preparaba a acompañarle por el viaje de la existencia,las interioridades luminosas de su alma peculiar y excelsa, y decíacosas que, por la nobleza que enseñaban o la felicidad que prometían,hacían asomar lágrimas de ternura y de piedad a los ojos de Ana-Adela yPedro, en plena Francia, iban y venían, como del brazo, por bosques ybulevares. «La Judic ya no se viste con Worth. La mano de la Judic es lamás bonita de París. En las carreras es donde se lucen los mejoresvestidos. ¡Qué linda estaría Adela, en el pescante de un coche decarreras, con un vestido de tila muy suave, adornado con pasamanería deplata! ¡Ah, y con un guía como Pedro, que conocía tan bien la ciudad,qué pronto no se estaría al corriente de todo! ¡Allí no se vive conestas trabas de aquí, donde todo es malo! La mujer es aquí una esclavadisfrazada: allí es donde es la reina. Eso es París ahora: el reinado dela mujer.

Acá, todo es pecado: si se sale, si se entra, si se da elbrazo a un amigo, si se lee un libro ameno.

¡Pero esa es una falta derespeto, eso es ir contra las obras de la naturaleza! ¿Porque una flornace en un vaso de Sevres, se la ha de privar del aire y de la luz?¿Porque la mujer nace más hermosa que el hombre, se le ha de oprimir elpensamiento, y so pretexto de un recato gazmoño, obligarla a que viva,escondiendo sus impresiones, como un ladrón esconde su tesoro en unacueva? Es preciso, Adelita, es preciso. Las mujeres más lindas de Parísson las sudamericanas. ¡Oh, no habría en París otra tan chispeante comoella!».

—Vea, Pedro—interrumpió a este punto Ana, con aquella sonrisa suya quehacía más eficaces sus reproches—, déjeme quieta a Adela. Usted sabe queyo pinto, ¿verdad?

—Pinta unos cuadritos que parecen música; todos llenos de una luz quesube; con muchos ángeles y serafines. ¿Por qué no nos enseñas el último,Ana mía? Es lindísimo, Pedro, y sumamente extraño.

—¡Adela, Adela!

—De veras que es muy extraño. Es como en una esquina de jardín y elciclo es claro, muy claro y muy lindo. Un joven... muy buen mozo...vestido con un traje gris muy elegante, se mira las manos asombrado.Acaba de romper un lirio, que ha caído a sus pies, y le han quedado lasmanos manchadas de sangre.

—¿Qué le parece, Pedro, de mi cuadro?

—Un éxito seguro. Yo conocí en París a un pintor de México, un ManuelOcaranza, que hacía cosas como esas.

—Entre los caballeros que rompen o manchan lirios quisiera yo quetuviese éxito mi cuadro.

¡Quién pintara de veras, y no hiciera esosborrones míos! Pedro: borrón y todo, en cuanto me ponga mejor, voy ahacer una copia para usted.

—¡Para mí! Juan, ¿por qué no es este el tiempo en que no era mal vistoque los caballeros besasen la mano a las damas?

—Para usted, pero a condición de que lo ponga en un lugar tan visibleque por todas partes le salte a los ojos. Y ¿por qué estamos hablandoahora de mis obras maestras? ¡Ah! porque usted me le hablaba a Adelamucho de París. ¡Otro cuadro voy a empezar en cuanto me ponga buena!Sobre una colina voy a pintar un monstruo sentado. Pondré la luna encenit, para que caiga de lleno sobre el lomo del monstruo, y me permitasimular con líneas de luz en las partes salientes los edificios de Parísmás famosos. Y mientras la luna le acaricia el lomo, y se ve por elcontraste del perfil luminoso toda la negrura de su cuerpo, el monstruo,con cabeza de mujer, estará devorando rosas. Allá por un rincón se veránjóvenes flacas y desmelenadas que huyen, con las túnicas rotas,levantando las manos al cielo.

—Lucía—dijo Juan reprimiendo mal las lágrimas, al oído de su prima,siempre absorta—: ¡y que esta pobre Ana se nos muera!

Pedro no hallaba palabras oportunas, sino aquella confusión y malestarque la gente dada a la frivolidad y el gozo experimenta en la compañíaíntima de una de esas criaturas que pasan por la tierra, a manera devisión, extinguiéndose plácidamente, con la feliz capacidad de adivinarlas cosas puras, sobrehumanas, y la hermosa indignación por la batallade apetitos feroces en que se consume, la tierra.

—De fieras, yo conozco dos clases—decía una vez Ana—: una se viste depieles, devora animales, y anda sobre garras; otra se viste de trajeselegantes, come animales y almas y anda sobre una sombrilla o un bastón.No somos más que fieras reformadas.

Aquella Ana, cuando estaba en la intimidad, solía decir de estas cosassingulares. ¿Dónde había sufrido tanto la pobre niña salida apenas delcírculo de su casa venturosa, que así había aprendido a conocer yperdonar? ¿Se vive antes de vivir? ¿O las estrellas, ganosas de hacer unviaje de recreo por la tierra, suelen por algún tiempo alojarse en uncuerpo humano? ¡Ay! por eso duran tan poco los cuerpos en que se alojanlas estrellas.

—¿Conque Ana pinta, y La Revista de Artes está buscando cuadros deautores del país que dar a conocer, y este Juan pecador no ha hecho yapublicar esas maravillas en La Revista?

—Esta Ana nuestra, Pedro, se nos enoja de que la queramos sacar a luz.Ella no quiere que se vean sus cuadros hasta que no los juzgue bastanteacabados para resistir la crítica. Pero la verdad es, Ana, que PedroReal tiene razón.

—¿Razón, Pedro Real?—dijo Ana con una risa cristalina, de madregenerosa—. No, Juan. Es verdad que las cosas de arte que no sonabsolutamente necesarias, no deben hacerse sino cuando se pueden hacerenteramente bien, y estas cosas que yo hago, que veo vivas y claras enlo hondo de mi mente, y con tal realidad que me parece que las palpo, mequedan luego en la tela tan contrahechas y duras que creo que misvisiones me van a castigar, y me regañan, y toman mis pinceles de lacaja, y a mí de una oreja, y me llevan delante del cuadro para que veacómo borran coléricas la mala pintura que hice de ellas. Y luego, ¿quéhe de saber yo, sin más dibujo que el que me enseñó el señor Mazuchellí,ni más colores que estos tan pálidos que saco de mí misma?

Seguía Lucía con ojos inquietos la fisonomía de Juan, profundamenteinteresado en lo que, en uno de esos momentos de explicación de símismos que gustan de tener los que llevan algo en sí y se sienten morir,iba diciendo Ana. ¡Qué Juan aquel, que la tenía al lado, y pensaba enotra cosa!

Ana, sí, Ana era muy buena; pero ¿qué derecho tenía Juan aolvidarse tanto de Lucía, y estando a su lado, poner tanta atención enlas rarezas de Ana? Cuando ella estaba a su lado, ella debía ser suúnico pensamiento. Y apretaba sus labios; se le encendían de pronto,como de un vuelco de la sangre las mejillas; enrollaba nerviosamente enel dedo índice de la mano izquierda un finísimo pañuelo de batista yencaje. Y lo enrolló tanto y tanto, y lo desenrollaba con tal violencia,que yendo rápidamente de una mano a la otra, el lindo pañuelo parecíauna víbora, una de esas víboras blancas que se ven en la costa yucateca.

—Pero no es por eso por lo que no enseño yo a nadie mis cuadritos—siguióAna—; sino porque cuando los estoy pintando, me alegro o me entristezcocomo una loca, sin saber por qué: salto de contento, yo que no puedosaltar ya mucho, cuando creo que con un rasgo de pincel le he dado aunos ojos, o a la tórtola viuda que pinté el mes pasado, la expresiónque yo quería; y si pinto una desdicha, me parece que es de veras, y mepaso horas enteras mirándola, o me enojo conmigo misma si es de aquellasque yo no puedo remediar, como en esas dos telitas mías que tú conoces,Juan, La madre sin hijo y el hombre que se muere en un sillón, mirandoen la chimenea el fuego apagado: El hombre sin amor. No se ría, Pedro,de esta colección de extravagancias. Ni diga que estos asuntos son parapersonas mayores; las enfermas son como unas viejitas, y tienen derechoa esos atrevimientos.

—Pero, ¿cómo—le dijo Pedro subyugado—, no han de tener sus cuadros todoel encanto y el color de ópalo de su alma?

—¡Oh! ¡oh! a lisonja llaman: vea que ya no es de buen gusto serlisonjero. La lisonja en la conversación, Pedro, es ya como la Arcadiaen la pintura: ¡cosa de principiantes!

—Pero, ¿por qué decías, puso aquí Juan, que no querías exhibir tuscuadros?

—Porque como desde que los imagino hasta que los acabo voy poniendo enellos tanto de mi alma, al fin ya no llegan a ser telas, sino mi almamisma, y me da vergüenza de que me la vean, y me parece que he pecadocon atreverme a asuntos que están mejor para nube que para colores, ycomo solo yo sé cuánta paloma arrulla, y cuánta violeta se abre, ycuánta estrella lucen lo que pinto; como yo sola siento cómo me duele elcorazón, o se me llena todo el pecho de lágrimas o me laten las sienes,como si me las azotasen alas, cuando estoy pintando; como nadie más queyo sabe que esos pedazos de lienzo, por desdichados que me salgan, sonpedazos de entrañas mías en que he puesto con mi mejor voluntad lo mejorque hay en mí, ¡me da como una soberbia de pensar que si los enseño enpúblico, uno de esos críticos sabios o cabalierines presuntuosos mediga, por lucir un nombre recién aprendido de pintor extranjero, o unalinda frase, que esto que yo hago es de Chaplin o de Lefevre, o a micuadrito Flores vivas, que he descargado sobre él una escopeta llenade colores! ¿Te acuerdas? ¡como si no supiera yo que cada flor deaquellas es una persona que yo conozco, y no hubiera yo estudiado tres ocuatro personas de un mismo carácter, antes de simbolizar el carácter enuna flor; como si no supiese yo quién es aquella rosa roja, altiva, consombras negras, que se levanta por sobre todas las demás en su tallo sinhojas, y aquella otra flor azul que mira al cielo como si fuese ahacerse pájaro y a tender a él las alas, y aquel aguinaldo lindo quetrepa humildemente, como un niño castigado, por el tallo de la rosaroja. ¡Malos! ¡escopeta cargada de colores!

—Ana: yo sí que te recogería a ti, con tu raíz, como una flor, y enaquel gran vaso indio que hay en mi mesa de escribir, te tendríaperpetuamente, para que nunca se me desconsolase el alma.

—Juan—dijo Lucía, como a la vez conteniéndose y levantándose—: ¿quieresvenir a oír el

«M'odi tu» que me trajiste el sábado? ¡No lo has oídotodavía!

—¡Ah! y a propósito, no saben ustedes—dijo Pedro como poniéndose ya enpie para despedirse—, que la cabeza ideal que ha publicado en su últimonúmero La Revista de Artes....

—¿Qué cabeza?—preguntó Lucía—¿una que parece de una virgen de Rafael,pero con ojos americanos, con un talle que parece el cáliz de un lirio?

—Esa misma, Lucía: pues no es una cabeza ideal, sino la de una niña queva a salir la semana que viene del colegio, y dicen que es un pasmo dehermosura: es la cabeza de Leonor del Valle.

Se puso en pie Lucía con un movimiento que pareció un salto; y Juan alzódel suelo, para devolvérselo, el pañuelo, roto.

Capítulo II

Como veinte años antes de la historia que vamos narrando, llegaron a laciudad donde sucedió, un caballero de mediana edad y su esposa, nacidosambos en España, de donde, en fuerza de cierta indómita condición delhonrado don Manuel del Valle, que le hizo mal mirado de las gentes delpoder como cabecilla y vocero de las ideas liberales, decidió al finsalir el señor don Manuel; no tanto porque no le bastase al Sustento suhumilde mesa de abogado de provincia, cuanto porque siempre tenía, pormoverse o por estarse quedo, al guindilla, como llaman allá al policía,encima; y porque, a consecuencia de querer la libertad limpia y parabuenos fines, se quedó con tan pocos amigos entre los mismos queparecían defenderla, y lo miraban como a un celador enojoso, que estomás le ayudó a determinar, de un golpe de cabeza, venir a

«lasRepúblicas de América», imaginando, que donde no había reina liviana, nohabría gente oprimida, ni aquella trabilla de cortesanos perezosos yaduladores, que a don Manuel le parecían vergüenza rematada de suespecie, y, por ser hombre él, como un pecado propio.

Era de no acabar de oírle, y tenerle que rogar que se calmase, cuandocon aquel lenguaje pintoresco y desembarazado recordaba, no sin su buenacerrazón de truenos y relámpagos y unas amenazas grandes como torres,los bellacos oficios de tal o de cual marquesa, que auxiliando ligerezasajenas querían hacer, por lo comunes, menos culpables las propias; o talhistoria de un capitán de guardias, que pareció bien en la corte con suruda belleza de montañés y su cabello abundante y alborotado, y apenasentrevió su buena fortuna tomó prestados unos dineros, con queenrizarse, en lo del peluquero la cabellera, y en lo del sastre vestirde paño bueno, y en lo del calzador comprarse unos botitos, con queestar galán en la hora en que debía ir a palacio, donde al volver elcapitán con estas donosuras, pareció tan feo y presumido que en pocoestuvo que perdiese algo más que la capitanía. Y de unas jiras, ofiestas de campo, hablaba de tal manera don Manuel, así como de ciertascenas en la fonda de un francés, que cuando contaba de ellas no podíaestar sentado; y daba con el puño sobre la mesa que le andaba cerca,como para acentuar las palabras, y arreciaban los truenos, y abríacuantas ventanas o puertas hallaba a mano. Se desfiguraba el buencaballero español, de santa ira, la cual, como apenado luego de haberledado riendas en tierra que al fin no era la suya, venía siempre a pararen que don Manuel tocase en la guitarra que se había traído cuando elviaje, con una ternura que solía humedecer los ojos suyos y los ajenos,unas serenatas de su propia música, que más que de la rondalla aragonesaque le servía como de arranque y ritornello, tenía de desesperadacanción de amores de un trovador muerto de ellos por la dama de un durocastellano, en un castillo, allá tras de los mares, que el trovador nohabía de ver jamás.

En esos días la linda doña Andrea, cuyas largas trenzas de color castañoeran la envidia de cuantas se las conocían, extremaba unas pocashabilidades de cocina, que se trajo de España, adivinando quecomplacería con ellas más tarde a su marido. Y cuando en el cuarto delos libros, que en verdad era la sala de la casa, centelleaba donManuel, sacudiéndose más que echándose sobre uno y otro hombroalternativamente los cabos de la capa que so pretexto de frío se quitabararas veces, era fijo que andaba entrando y saliendo por la cocina, consu cuerpo elegante y modesto, la buena señora doña Andrea, poniendo manoen un pisto manchego, o aderezando unas farinetas de Salamanca que aescondidas había pedido a sus parientes en España, o preparando, con másvoluntad que arte, un arroz con chorizo, de cuyos primores, que acababande calmar las iras del republicano, jamás dijo mal don Manuel del Valle,aun cuando en sus adentros reconociese que algo se había quemado allí, osufrido accidente mayor: o los chorizos, o el arroz, o entrambos. ¡Fuerade la patria, si piedras negras se reciben de ella, de las piedrasnegras parece que sale luz de astro!

Era de acero fino don Manuel, y tan honrado, que nunca, por muchos quefueran sus apuros, puso su inteligencia y saber, ni excesivos niescasos, al servicio de tantos poderosos e intrigantes como andan por elmundo, quienes suelen estar prontos a sacar de agonía a las gentes detalento menesterosas, con tal que éstas se presten a ayudar con sushabilidades el éxito de las tramas con que aquellos promueven ysustentan su fortuna: de tal modo que, si se va a ver, está hoy viviendola gente con tantas mañas, que es ya hasta de mal gusto ser honrado.

En este diario y en aquel, no bien puso el pie en el país, escribió elseñor Valle con mano ejercitada, aunque un tanto febril y descompuesta,sus azotainas contra las monarquías y vilezas que engendra, y sushimnos, encendidos como cantos de batalla, en loor de la libertad, deque «los campos nuevos y los altos montes y los anchos ríos de estalinda América, parecen natural sustento».

Mas a poco de esto, hacía veinticinco años a la fecha de nuestrahistoria tales cosas iba viendo nuestro señor don Manuel que volvió atomar la capa, que por inútil había colgado en el rincón más hondo delarmario, y cada día se fue callando más, y escribiendo menos, yarrebujándose mejor en ella, hasta que guardó las plumas, y muy apegadoya a la clemente temperatura del país y al dulce trato de sus hijos parapensar en abandonarlo, determinó abrir escuela; si bien no introdujo enel arte de enseñar, por no ser aun este muy sabido tampoco en España,novedad alguna que acomodase mejor a la educación de loshispanoamericanos fáciles y ardientes, que los torpes métodos en uso,ello es que con su Iturzaeta y su Aritmética de Krüger y su DibujoLineal, y unas encendidas lecciones de Historia, de que salía bufando yescapando Felipe Segundo como comido de llamas, el señor Valle sacó unageneración de discípulos, un tanto románticos y dados a lo maravilloso,pero que fueron a su tiempo mancebos de honor y enemigos tenaces de losgobiernos tiránicos. Tanto que hubo vez en que, por cosas como las deponer en su lugar a Felipe Segundo, estuvo a punto el señor don Manuelde ir, con su capa y su cuaderno de Iturzaeta, a dar en manos de losguindillas americanos «en estas mismísimas Repúblicas de América». A lafecha de nuestra historia, hacía ya unos veinticinco años de esto.

Tan casero era don Manuel, que apenas pasaba año sin que los discípulostuviesen ocasión de celebrar, cuál con una gallina, cuál con un par depichones, cuál con un pavo, la presencia de un nuevo ornamento vivo dela casa.

—Y ¿qué ha sido, don Manuel? ¿Algún Aristogitón que haya de librar a lapatria del tirano?

—¡Calle usted, paisano, calle usted; un malakoff más!—Malakoff, llamabanentonces, por la torre famosa en la guerra de Crimea, a lo que en llanose ha llamado siempre miriñaque o crinolina.

Y don Manuel quería mucho a sus hijos, y se prometía vivir cuantopudiese para ellos; pero le andaba desde hacía algún tiempo por el ladoizquierdo del pecho un carcominillo que le molestaba de verdad, como unacestita de llamas que estuviera allí encendida, de día y de noche, y nose apagase nunca. Y como cuando la cestita le quemaba con más fuerzasentía él un poco paralizado el brazo del corazón, y todo el cuerpovibrante como las cuerdas de un violín, y después de eso le venían depronto unos apetitos de llorar y una necesidad de tenderse por tierra,que le ponían muy triste, aquel buen don Manuel no veía sin susto cómole iban naciendo tantos hijos, que en el caso de su muerte habían de sermás un estorbo que una ayuda para «esa pobre Andrea, que es mujer muyseñora y bonaza, pero ¡para poco, para poco!».

Cinco hijas llegó a tener don Manuel del Valle, mas antes de ellas lehabía nacido un hijo, que desde niño empezó a dar señales de ser alma depro. Tenía gustos raros y bravura desmedida, no tanto para lidiar consus compañeros, aunque no rehuía la lidia en casos necesarios, como paraafrontar situaciones difíciles, que requerían algo más que la fiereza dela sangre o la presteza de los puños. Una vez, con unos cuantoscompañeros suyos, publicó en el colegio un periodiquín manuscrito, y porsupuesto revolucionario, contra cierto pedante profesor que prohibía asus alumnos argumentarles sobre los puntos que les enseñaba; y como uncolegial aficionado al lápiz pintase de pavo real a este maestrazo, enuna lámina repartida con el periodiquín, y don Manuel, en vista de laqueja del pavo real, amenazara en sala plena con expulsar del colegio enconsejo de disciplina al autor de la descortesía, aunque fuese su propiohijo, el gentil Manuelillo, digno primogénito del egregio varón, quisoquitar de sus compañeros toda culpa, y echarla entera sobre sí; ylevantándose de su asiento, dijo, con gran perplejidad del pobre donManuel, y murmullos de admiración de la asamblea:

—Pues, señor Director: yo solo he sido.

Y pasaba las noches en claro, luego que se le extinguía la vela escasaque le daban, leyendo a la luz de la luna. O echaba a caminar, con las Empresas de Saavedra Fajardo bajo el brazo, por las calles umbrosas dela Alameda, y creyéndose a veces nueva encarnación de las grandesfiguras de la historia, cuyos gérmenes le parecía sentir en sí, y otrasdesesperando de hacer cosa que pudiera igualarlo a ellas, rompía allorar, de desesperación y de ternura. O se iba de noche a la orilla dela mar, a que le salpicasen el rostro las gotas frescas que saltaban delagua salada al reventar contra las rocas.

Leía cuanto libro le caía a la mano. Montaba en cuanto caballo veía a sualcance: y mejor si lo hallaba en pelo; y si había que saltar una cercamejor. En una noche se aprendía los libros que en todo el año escolar nopodían a veces dominar sus compañeros; y aunque la Historia Natural y laUniversal y cuanto añadiese algo útil a su saber y le estimulase eljuicio y la verba, eran sus materias preferidas, a pocas ojeadaspenetraba el sentido de la más negra lección de Álgebra, tanto que sumaestro, un ingeniero muy mentado y brusco, le ofreció enseñarle, enpremio de su aplicación, la manera de calcular lo infinitésimo.

Escribía Manuelillo, en semejanza de lo que estaba en boga entonces,unas letrillas y artículos de costumbres que ya mostraban a un enamoradode la buena lengua; pero a poco se soltó por natural empuje, con vuelossuyos propios, y empezó a enderezar a los gobernantes que no dirigenhonradamente a sus pueblos, unas odas tan a lo pindárico, y recibidascon tal favor entre la gente estudiantesca, que en una revuelta quetramaron contra el Gobierno unos patricios que andaban muy solos, puesllevaban consigo la buena doctrina, fue hecho preso don Manuelillo,quien en verdad tenía en la sangre el microbio sedicioso; y bien quetuvieron que empeñarse los amigos pudientes de don Manuel para que engracia de su edad saliese libre el Pindarito, a quien su padre,riñéndole con los labios, en que le temblaban los bigotes, como losárboles cuando va a caer la lluvia, y aprobándole con el corazón, envióa seguir, en lo que cometió grandísimo error, estudios de Derecho en laUniversidad de Salamanca, más desfavorecida que otras de España, y nomuy gloriosa ahora, pero donde tenía la angustiada doña Andrea losbuenos parientes que le enviaban las farinetas.

Se fue el de las odas en un bergantín que había venido cargado de vinosde Cádiz; y sentadito en la popa del barco, fijaba en la costa de supatria los ojos anegados de tan triste manera, que a pesar del águilanueva que llevaba en el alma, le parecía que iba todo muerto y sincapacidad de resurrección y que era él como un árbol prendido a aquellacosta por las raíces, al que el buque llevaba atado por las ramaspujando mar afuera, de modo que sin raíces se quedaba el árbol, silograba arrancarlo de la costa la fuerza del buque, y moría: o como eltronco no podía resistir aquella tirantez, se quebraría al fin, y moríatambién; pero lo que don Manuelillo veía claro, era que moría de todosmodos. Lo cual, ¡ay! fue verdad, cuatro años más tarde, cuando deSalamanca había hallado aquel niño manera de pasar, como ayo en la casade un conde carlista, a estudiar a Madrid. Se murió de unas fiebresenemigas, que le empezaron con grandes aturdimientos de cabeza, y unasvisiones dolorosas y tenaces que él mismo describía en su cama revuelta,de delirante, con palabras fogosas y desencajadas, que parecían una cajade joyas rotas; y sobre todo, una visión que tenía siempre delante delos ojos, y creía que se le venía encima, y le echaba un aire encendidoen la frente, y se iba de mal humor, y se volvía a él de lejos,llamándole con muchos brazos: la visión de una palma en llamas. En sutierra, las llanuras que rodeaban la ciudad estaban cubiertas de palmas.

No murió don Manuel del pesar de que hubiese muerto su hijo, aunque bienpudo ser; sino que dos años antes, y sin que Manuelillo lo supiese, sesentó un día en su sillón, muy envuelto en su capa, y con la guitarra allado, como si sintiese en el alma unas muy dulces músicas, a la vez queun frescor húmedo y sabroso, que no era el de todos los días, sino muchomás grato. Doña Andrea estaba sentada en una banqueta a sus pies, y, lomiraba con los ojos secos, y crecidos, y le tenía las manos. Dos hijaslloraban abrazadas en un rincón: la mayor, más valiente, le acariciabacon la mano los cabellos, o lo entretenía con frases zalameras, mientrasle preparaba una bebida; de pronto, desasiéndose bruscamente de lasmanos de doña Andrea, abrió don Manuel los brazos y los labios comobuscando aire; los cerró violentamente alrededor de la cabeza de doñaAndrea, a quien besó en la frente con un beso frenético; se irguió comosi quisiera levantarse, con los brazos al cielo; cayó sobre el respaldodel asiento, estremeciéndosele el cuerpo horrendamente, como cuando entormenta furiosa un barco arrebatado sacude la cadena que lo sujeta almuelle; se le llenó de sangre todo el rostro, como si en lo interior delcuerpo se le hubiese roto el vaso que la guarda y distribuye; y blanco,y sonriendo, con la mano casualmente caída sobre el mango de suguitarra, quedó muerto. Pero nunca se lo quiso decir doña Andrea aManuelillo, a quien contaban que el padre no escribía porque sufría dereumatismo en las manos, para que no le entrase el miedo por lasangustias de la casa, y quisie