Amaury by Alexandre Dumas - HTML preview

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Tenía Raúl la costumbre de ir todas las mañanas a ver a un amigo quevivía frente a la casa del doctor Avrigny, y fumar en su compañía uncigarrillo mientras tenían un rato de conversación. Así, si bien le eraimposible saber lo que pasaba en la casa de la otra acera, porque suscortinas estaban tan corridas para él como para el resto de losmortales, no dejó de enterarse minuciosamente de cuanto pasaba en lacalle.

Por más que el conde no concedió o pareció no conceder en el primermomento importancia a las revelaciones de su sobrino, tal preocupaciónle causaron que en seguida escribió a Amaury, solicitando una entrevistacon él. Esto sucedía un jueves, 30 de mayo.

Recibió Amaury la carta en el momento de disponerse a salir de su casa,y lo hizo inmediatamente para satisfacer los deseos de un anciano porquien sentía un respeto rayano en veneración, a cambio de un afecto casipaternal.

—Mucho le agradezco—dijo el conde al verle—la diligencia que hapuesto en el cumplimiento de mis deseos. Pocas palabras tengo quedecirle, pues bien creo que me comprenderá sin necesidad de prolijasexplicaciones. Usted ha prometido al doctor Avrigny velar por su sobrinay ser para ella consejero fiel, guía y hermano, ¿no es así?

—Sí, señor, y espero cumplir mis promesas.

—Entonces, su reputación será para usted, no sólo respetable, sino muypreciosa.

—Más que la mía propia, señor conde.

—En tal caso quiero que sepa usted que hay un joven que compromete aAntoñita pasando y repasando por delante de la casa que habita, y hastallega en su audacia a pararse y mirar con toda fijeza y descaro hacialos balcones.

—Tengo que contestarle, señor conde, que eso que usted me comunica escosa vieja para mí—dijo Amaury, frunciendo las cejas.

—Pero quizá—continuó el conde—con el propósito de hacer comprender auno de los dos culpables lo grave del asunto, cree usted, o finge creerque nadie, excepto usted (y el conde subrayó esta palabra) estáenterado de estas cosas.

—Es la verdad, señor conde—repuso Amaury, con grave acento—que yocreía ser el único conocedor de todas esas inconveniencias; pero, segúnveo, estaba equivocado.

—Siendo así, ya comprenderá usted, querido Leoville, que por más que lahonra, de Antoñita está a cubierto de toda sospecha y no habrá de sufrirmenoscabo por lo que el vulgo pueda suponer, acaso sería conveniente...

—Que cesen esas demostraciones—interrumpió Amaury,—en lo cual somosambos de la misma opinión.

—Este era mi propósito al hacerle molestarse en venir a mi presencia yespero me perdonará la franqueza de que abuso.

—Antes bien se la agradezco, caballero; y yo doy a usted mi palabra dehonor de que, muy pronto, todo eso habrá terminado.

—Basta, amigo mío; a tal promesa cerraré de hoy más mis ojos y misoídos.

—Por mi parte no puedo menos de agradecerle que me haya llamado contoda confianza y elegido para encargarme la misión de acabar con lasaudacias de un impertinente.

—¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir?

—Tengo el honor de saludarle, señor conde—dijo Amaury, haciéndologravemente.

—Perdone usted, Leoville. Temo que me haya comprendido mal, o mejordicho, que no me haya comprendido.

—Sí, señor conde; le he comprendido perfectamente—dijo Amaury.

Y salió, saludando por segunda vez y haciendo con la mano un ademán paraindicar que no había que agregar una palabra a lo que habían hablado.

Cuando subía al cupé pensaba casi en voz alta:

—¡Ah, miserable Felipe! (Amaury no sospechaba que la reprimenda habíasido para él).—¿Conque era su señoría el que rondaba la calle deAngulema? ¿Conque eres tú el que pones en lenguas la reputación deAntoñita? A fe mía que tengo hace mucho tiempo fuertes ganas de darte unbuen tirón de orejas, y pues me lo aconseja un hombre tan respetablecomo el conde de Mengis, voy a saborear ese placer.

Embebido en estas divagaciones no daba ninguna orden a su lacayo, quelas esperaba sombrero en mano, hasta que cansado de aguardar, preguntó:

—¿A dónde, señorito?

—A casa del señor Felipe Auvray—contestó Amaury en tono que no teníanada de pacífico.

XLVIII

Como Felipe, que no quería renunciar a sus antiguas costumbres, seguíaviviendo en el barrio Latino, era larga la distancia que habla querecorrer, y Amaury tenía tiempo para que se transformase en cólera todoel mal humor que había sacado de casa del conde. Así, cuando Orestesllegó a la casa de su antiguo Pílades, llevaba su alma en tal estado quesin abusar de la metáfora puede decirse que rugía en ella una tempestadfuriosa.

Sacudió violentamente el cordón de la campanilla, sin fijarse en elhecho de que la pata de liebre de la calle de San Nicolás se habíatrocado en pata de ganso.

Abrió la puerta una gorda maritornes, pues Felipe, siempre infantil ycandoroso, había conservado la costumbre de hacerse servir por unamujer.

En aquellos momentos estaba en su despacho, con los codos apoyados en lamesa, la cabeza entre las manos, y los dedos ferozmente hundidos en elcabello, embebido en la formidable cuestión de la pared medianera.

La obesa servidora que no se tomó ni aun la molestia de enterarse delnombre del visitante echó a andar delante de él pasillo adentro y abrióla puerta del despacho anunciando la visita con esta sencilla fórmula:

—Señorito, aquí hay un caballero que pregunta por usted.

Levantó Felipe la cabeza al tiempo que lanzaba un profundo suspirorevelador de la existencia de su melancolía hasta en las cuestiones depropiedad, y dejó escapar una exclamación de sorpresa al ver a suantiguo amigo.

—¡Cómo! ¿eres tú, querido Amaury? ¡Cuánto me alegro de tu venida!

Amaury, al parecer insensible a tan calurosas demostraciones, le dijofríamente:

—¿Sabes a qué vengo aquí?

—Hombre, no; lo único que sé es que desde hace unos días tengo elpropósito de hacerte una visita, y por una u otra causa no te la hago.

—Comprendo tu vacilación—dijo Amaury, sonriendo desdeñosamente.

—¿Sí?—preguntó Felipe palideciendo.—Entonces sabrás...

—Lo que sé es que el doctor Avrigny me ha encargado de reemplazarle enla guarda de su sobrina y que tengo el encargo de velar por sureputación. También sé que le he visto a usted tres o cuatro veces en lacalle de Angulema bajo las ventanas de Antoñita, y en vista de todo,esto, que le hace aparecer culpable cuando menos de ligereza, vengo apedirle cuenta de su conducta.

—Querido amigo: ya tenía yo ganas de verte para que hablásemosprecisamente de esas menudencias.

—¡Cómo! ¿menudencias llama usted a cosas que atañen a la honra, a lareputación, al porvenir de una persona?

—No te enfades por mi manera de expresarme; ya comprendo que no hedebido llamar menudencias a cosas graves, porque grave es en verdad unasunto de amor, de verdadero amor.

—¡Acabáramos! ¿Conque ama usted a Antoñita?

Muy compungidamente Felipe contestó que sí.

Amaury se cruzó de brazos, alzando la vista con verdadera indignación.

—Con honradas intenciones, por supuesto...

—¿Ama usted a Antoñita?

—Sí, mi buen amigo; puede que no sepas que se me ha muerto otro tío, demodo que hoy poseo una renta de cincuenta mil libras...

—No hablo de eso.

—Perdona; yo creo que esta circunstancia no me perjudica.

—Está bien; pero lo que da mal cariz a esta cuestión es el hecho dehaber usted amado a Magdalena ocho meses hace con tanta vehemencia comoen la actualidad ama a Antoñita.

—¡Oh,

Amaury!—dijo

lastimeramente

Felipe.—Estás

abriendo la herida demi corazón, desgarrando mi atormentada conciencia; concédeme siquieradiez minutos de audiencia y al cabo de ellos me compadecerás lejos deculparme.

Indicole Amaury con un ademán que estaba dispuesto a prestarle atención,no sin hacer cierta mueca, que revelaba su prematura incredulidad paracuanto le iba a decir. Y Felipe habló así:

—Si es verdadera la máxima evangélica que recomienda la indulgencia yel perdón para los que mucho han amado, yo debo merecer absolución portodas mis culpas, pues siendo de complexión amorosa, como decía nuestrograve Molière, he amado con frecuencia suma y ardiente apasionamiento,sin ser correspondido, lo que constituye una causa, eximente, más queatenuante. Pasando por alto las que tú ignoras, bien sabes que amé aFlorencia y a Magdalena, pero ellas no se han enterado a no ser que túte hayas encargado de comunicárselo.

¡Ah! Mi amor hacia Magdalena eratan profundo como respetuoso. Acaso no lo creas al ver que esta pasiónno me ha impedido sentir otra; pero no puedes figurarte a costa decuántas angustias y dolores ha tomado cuerpo en mi pecho este nuevoamor.

De igual modo que al enamorarme de Magdalena, en el primer momento yomismo no me dí cuenta (y sírvate de enseñanza por si algún día te ves enmi caso), lo hubiera negado con toda sinceridad, y hasta me hubieseestremecido de horror ante la prueba de ello; pero yendo diariamente avisitar a Antonia y al hablarle de Magdalena, de su gracia, de subelleza, notaba que Antoñita era tan bella como la prima; y, es claro,¿te parece posible Amaury, pasar mucho tiempo al lado de tanta gracia yhermosura sin enamorarse uno perdidamente?

Amaury, cada vez más abismado en sus pensamientos, no respondió a lapregunta sino con una especie, de suspiro que más bien parecía ungemido, cuya explicación esperó Felipe en vano durante unos momentos,prosiguiendo después:

—Te voy a explicar los indicios que sirvieron a tu pobre y débil amigopara conocer que estaba enamorado nuevamente.

Y exhalando un suspiro más hondo aún que el de Amaury, prosiguió:

—Al principio, como a pesar mío y casi inconscientemente, las piernasme llevaban hacia la calle de Angulema, y cada vez que salía de casa porla mañana para ir al Palacio de Justicia y por la tarde para dirigirme ala Opera Cómica (ya sabes que siempre me ha gustado este génerogenuinamente nacional) me encontraba sin saber cómo, tras una caminatade una hora, frente a la casa del doctor Avrigny, no con la esperanza dever a la dama de mis pensamientos ni con otro motivo ni ideapreconcebida, sino porque me había impulsado la fuerza irresistible delamor. ¿Por qué no confesarlo?

Se interrumpió Felipe un momento en medio de su perorata, esperandoconocer en el semblante de Amaury la impresión que le producían suspalabras, de cuya elocuencia por su parte no estaba descontento; perosólo pudo notar que su oyente añadió un pliegue a los muchos que yasurcaban su frente, y exhaló un suspiro aún más profundo que elanterior. Esto le hizo creer que su auditorio estaba conmovido por lafuerza emocional de su discurso y cobrando más ánimo, continuó así:

—El segundo de los síntomas que me hicieron conocer el estado de mialma fue una viva pasión de celos; pues cuando en los primeros días delmes corriente Antoñita se mostraba contigo tan insinuante, no pudeimpedir que germinase en mi corazón un odio feroz contra mi amigo de lainfancia; odio, pronto apagado por la reflexión de que no te sería fácilcorresponder a ese amor hallándote tan influido por el recuerdo de otroamor que absorbía tu alma.

Estas palabras hicieron a Amaury estremecerse.

—¡Sí, amigo mío! Aquello no fue más que una sospecha fugaz como elrelámpago, que apenas nace muere: lo que me produjo más que odio, másque despecho, más que cólera, fue el conocimiento de las ventajas quepor momentos ganaba el fatuo Mengis en el corazón de aquella que tanabsoluta y súbitamente se había hecho dueña de mi voluntad y de missentimientos. No dejaba de observar un momento a mi rival, y veía cómose apoyaba con familiaridad en el respaldo de su butaca, y le hablaba envoz baja, y se reían y, en fin, otras muchas cosas que apenas hubiesepodido tolerarte a ti, al amigo de la infancia. La irritación, los celosterribles que todo esto despertaba en mí, fueron la prueba de miapasionamiento... ¡Pero tú no me escuchas, Amaury!

Es de creer que, al contrario, Amaury escuchábale demasiado bien, puesel rostro se le encendía como si le caldeasen ondas de fuego, lo cualhacía presumir que cada palabra de las que había oído repercutíadolorosamente en su corazón. Taciturno y sombrío, ensimismose de modoque sentía latir su corazón y le zumbaban los oídos al circular lasangre en impetuosa carrera por las arterias cerebrales.

Muy acobardado por tan inquietante silencio, Felipe continuó:

—No aseguro que todo eso no indique un completo olvido de pasadosjuramentos y una flagrante traición al recuerdo de Magdalena; pero no escreíble que todos puedan ser como tú, modelos de constancia. Además ellate amaba, estaba dispuesta a ser tu esposa, y a tu vez te disponías aser su compañero de por vida, idea grata a la cual ya te habíasacostumbrado, mientras que yo no había pensado ni esperado nadasemejante, sino de una manera fugaz, pues tú me arrebataste laesperanza, no bien que fue nacida. No pienses que trato de atenuar miculpa; por mucho que la execres no he de quejarme de ello; peroescúchame un momento más y dime luego si no existen circunstancias queatenúan el delito que he cometido, dejando de amar a Magdalena para amara Antoñita.

—Hable usted; ya le escucho—dijo con viveza Amaury, aproximando susilla para oír mejor a Felipe.

XLIX

Y el émulo de Cicerón y de M. Dupín, envanecido por la impresión que sudialéctica y su retórica parecían producir en el ánimo de suinterlocutor, prosiguió diciendo:

—En primer lugar, mi traición a Magdalena no era tan grave comoparecía, puesto que el objeto de mi nuevo amor era una persona que habíavivido siempre a su lado, una amiga, prima, hermana pudiéramos decir, enquien me parece continuar mis pristinos amores, pues me retrataconstantemente a Magdalena en sus gestos, en sus palabras. Amar a lasegunda es como seguir amando a la primera.

—Has dicho bien—respondió el pensativo Amaury, con el rostro algo mássereno.

—Ya ves, pues, que tenía razón—contestó Felipe con regocijo.—Ahora, yen segundo lugar, no podrás menos de convenir conmigo en que el amor esel más espontáneo y libre de nuestros sentimientos, y el que nace másajeno a la influencia de nuestra voluntad.

—¡Es muy cierto!—asintió Amaury.

—Todavía no he terminado—dijo Felipe con creciente entusiasmo.—Entercer lugar, ya que mi juventud y mi vehemente facultad amorosa hanhecho resurgir en mí el amor intenso y vivaz, ¿estoy obligado a matar uninstinto noble, natural,

legítimo,

casi

divino,

por

dejarme

llevar

depreocupaciones y convencionalismos opuestos al orden de la Naturaleza, ypor tanto no posibles en lo humano y dignos de que Basón les llamara errores fort?

—¡Claro está que no!—masculló Amaury.

—En tal caso—concluyó Felipe, con acento triunfal,—debes confesar queno es tan grave mi delito, y hasta disculpar mi amor hacia Antoñita.

—¿Y a mí qué me importa que la ames o no?—dijo Amaury.

A tal grosería contestó Felipe sonriendo con la mayor impertinencia:

—Querido Amaury, eso es cuenta mía.

—¡Cómo! ¿Después de comprometer con tus audacias e impertinencias aAntoñita, te atreverás a decir que ella te corresponde?

—No digo nada, querido Amaury, sino que buscando del mal el menos, sibien la comprometo con mis paseos por la calle de Angulema (ya comprendoque a ellos te refieres), por lo menos no la comprometo con mispalabras.

—Señor Auvray, ¿tendría usted bastante audacia para decir en mipresencia que le ama?

—Antes a ti que a otro: al fin eres su tutor.

—Está muy bien, pero se lo callaría usted.

—No veo el motivo si ello fuera verdad—dijo Felipe que empezaba asalir de sus casillas.

—Le repito a usted que no se atrevería a decirlo.

—Y yo le repito a usted que como ello fuese verdad me juzgaría tanorgulloso que se lo haría saber a todo el mundo, y lo publicaría agritos...

—¡Cómo! ¿Te atreves a decir?...

—La verdad.

—¿Se atreve usted a afirmar que Antoñita le ama?

—Me atrevo a decir que ha hecho buena acogida a mis pretensiones y queayer mismo...

—¡Acaba!

—Me autorizó para pedir su mano al doctor Avrigny.

—¡No es verdad!—exclamó Amaury.

—¿Cómo que no es verdad? ¿Usted se fija en que es un categórico mentísel que acaba de darme?

—Ya lo creo.

—¡Y me lo da deliberadamente!

—Por supuesto.

—¿Y no retira usted ese insulto inmotivado que acaba de dirigirme?

—¡De ningún modo!

—¡Basta, Amaury!—dijo entonces Felipe animándose por grados.—Teconcedo que a pesar de mis atenuantes soy algo culpable en el fondo;pero entre amigos y personas de cultura social se trata al prójimo conmás tolerancia. Eso, dicho en el Palacio de Justicia, como allí escostumbre, puede pasar; pero aquí, de ningún modo; no puedo tolerarlo niaun viniendo de ti, y si te ratificas...

—Mira si lo hago, que repito que mientes.

—¡Amaury!—gritó Felipe exasperado.—Te advierto que, aunque abogado,tengo algún valor además del cívico, y me siento capaz de batirme.

—¡Acabáramos! Ya ve usted que hasta le concedo la ventaja de laelección de armas, porque soy yo el ofensor.

—Me son indiferentes, pues no he tenido hasta hoy en mi mano unapistola ni una espada.

—Yo llevaré unas y otras al terreno, y sus testigos elegirán.

Indiqueusted la hora.

—A las siete de la mañana, si te conviene.

—¿Sitio?

—El bosque de Bolonia.

—¿Avenida?

—De la Muette.

—Está muy bien. Creo que tendremos bastante con un solo testigo paralos dos, pues cuanto menos publicidad demos al lance, tanto menospadecerá la reputación de Antonia. Se trata de calumnias y...

—¿Cómo calumnias? ¿Te atreves a sostener que yo he calumniado aAntoñita?

—No sostengo sino que mañana a las siete estaré en el bosque deBolonia, avenida de la Muette, con un testigo, y armas. ¡Hasta mañana!

—Mejor hasta la noche; pues hoy es jueves, día de recepción en casa deAntoñita, y por nada me privaría de verla.

—Está bien; a la noche la veremos, y mañana nos veremos.

Dicho esto, Amaury se alejó furioso y regocijado al mismo tiempo.

L

Nunca Felipe había pasado una velada tan feliz y a la vez tan dolorosacomo lo fue aquélla para él. Feliz, porque Antoñita no tuvo sino dulzuray amabilidad para su adorador, y dolorosa por la perspectiva de aquellance a que le arrastraba Amaury. Gracias a que algo se lo hacía olvidarla incesante y gratísima conversación de Antoñita.

Amaury, por su parte, no dejaba de mirarlos a hurtadillas confrecuencia, y al verlos tan entretenidos conversando y sonriéndose, nodejaba de prometerse con cierta satisfacción cruel que se las pagaríantodas juntas, principalmente su amigo Felipe, quien por su parteembobecido por las preferencias de Antoñita y atormentado por elremordimiento, casi había echado en olvido su próximo duelo.

Aunque se sintiese en cierto modo pesaroso de su triunfo, era éste tannotorio, que no había más remedio que saborear la amarga dicha y tomarcon calma las cosas. No dejaba de pensar a cada coquetona sonrisa deAntoñita que acaso a la mañana siguiente le costaría demasiado cara;pero aun así le parecía deliciosa, tanto como terrible la primera que eladversario le lanzaría sobre el terreno y que él veía con toda realidaden su imaginación.

Estaba escrito que el calavera sería infiel a la memoria de la pobremuerta, pues el recuerdo de Magdalena en lo pasado y la visión delfúnebre porvenir que le preparaba la venganza de Amaury se fueronesfumando tras del gozo que le producía su triunfo del presente, y no sevolvió a dar cuenta exacta de su nada envidiable situación hasta quellegado el momento de retirarse, Antoñita le tendió la mano dándole lasbuenas noches de una manera encantadoramente afectuosa.

Sobrecogido entonces por un triste presentimiento aquella mano que acasono volvería a estrechar la besó repetidas veces mientras con visibleagitación y de un modo incoherente decía:

—Señorita, ¡cuánta dicha! Su amor... su bondad... Prométame que simañana sucumbo pronunciando su nombre me dedicará un recuerdo, unalágrima, una palabra de compasión...

—¿A qué se refiere usted?... ¿Qué quiere usted decir?—

preguntóAntoñita, sorprendida y asustada.

Felipe no contestó, contentándose con dirigirle una patética mirada, ysalió en trágica actitud, con sentimiento de haber hablado demasiado.

Antoñita, que no podía permanecer indiferente después de lo que habíaoído, pues comprendía que algo muy grave indicaban las incoherentespalabras de Felipe, dirigiose a Amaury presurosa y cuando éste tomaba elsombrero para retirarse, y sin aparentar inquietud; pero con el firmepropósito de conjurar cualquier peligro que por parte de Amaury pudieseamenazar a su preferido, le dijo:

—No olvide usted que mañana es el primero de junio, y debemos ir avisitar a mi tío.

—No lo he olvidado—contestó Amaury.

—Entonces nos encontraremos allí como de costumbre. A las diez, ¿no esasí?

—Sí, a las diez—repitió distraídamente Amaury;—pero si no pudiese irhasta las doce, yo le rogaría que dijese usted a su tío que tal vez meretenga en París algún asunto urgente.

Estas palabras fueron dichas con tan fría entonación que Antoñita nopudo menos de estremecerse; pero no dijo palabra, y acercándose al condede Mengis le rogó que permaneciese aún en la casa unos cuantos minutos.

Así lo hizo el conde, y cuando Antoñita, pudo hablarle a solas, leenteró de las palabras de Felipe, de las reticencias de Amaury, y de sustristes presunciones.

No dejó de alarmarse el conde al relacionar lo que acababa de oír conalgo que había oído de boca de Amaury aquella misma mañana; peroprudentemente ocultó su zozobra para no aumentar los temores deAntoñita, y afectando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir,prometió que al día siguiente se ocuparía de tan importante asunto,avistándose con aquel par de insensatos.

En efecto, muy de mañana, mandó enganchar y se hizo conducir a escape acasa de Amaury, a quién no encontró; le dijeron que acababa de montar acaballo y que, haciéndose seguir tan sólo de su groom inglés, habíapartido con tal precaución y silencio que ni siquiera dejó dicho adóndeiba.

Al conde le faltó entonces tiempo para lanzarse en busca de Felipe.

Pero tampoco le halló en casa. Sólo vio al portero, de pie en el umbralde la puerta, refiriéndole a un su amigo, que, una hora antes, habíavisto salir al señor de Auvray junto con su procurador, y que éste, envez del consabido rollo de papel sellado, que era la característica desu grave personalidad y profesión llevaba bajo el brazo aquel día un parde espadas y una caja de pistolas. Este relato hubo de repetirlo elbueno del portero en obsequio al conde, añadiendo finalmente que elseñor de Auvray y su acompañante habían tomado un simón, y que él lesoyó dar esta orden al auriga:

—¡Volando al Bosque de Bolonia... avenida de la Muette!

El conde no quiso saber más; repitió estas señas a su cochero ypartieron al galope.

Pero eran ya las seis y media y la cita se había pactado para las siete.¡Era un contratiempo muy sensible!

LI

Y efectivamente, daban las siete en punto cuando Felipe y su apoderado,que le acompañaba en calidad de testigo, llegaban a la Muette,descendiendo de su alado vehículo. Casi en el mismo instante, fieles ala consigna, Amaury y su amigo Alberto se presentaban también en ellugar de la acción, aquél apeándose de a caballo, y saltando de suelegante cabriolé el otro.

No tardaron en ponerse a discusión las condiciones del duelo.

El amigode Felipe, que estaba algo avezado a esos trotes, acortó mucho lospreparativos.

En su concepto su apadrinado era el ofendido, y como tal tenía derecho ala elección de armas: debían, a mayor abundamiento, servirse de lasespadas o pistolas que, a prevención, habían llevado Felipe y él.

Alberto, advertido de antemano por Amaury para que accediese a todas laspeticiones de la parte contraria, aunque rayaron en exigencias, se avinodesde luego a todo, sin oponer más objeciones que las que son de rigoren tales casos.

Convinose, pues, en que el encuentro se verificaría a espada y con laspropias armas de Felipe, dos espadas militares magníficas.

Una vez puestos de acuerdo Alberto y el procurador, aquél ofreció a ésteun cigarro de su preciosísima petaca, pero viendo que rehusaba lafineza, púsose a encender tranquilamente su habano y luego, acercándosea Amaury, díjole sin recatar la voz y como para vengarse del desairecurialesco:

—Ea, ya está todo listo y a punto; el duelo va a ser a espada.

Conquebuena mano ¡y no te dé lástima ese pobre diablo!

Amaury sonrió e hizo un saludo; quitose el sombrero, que depositó entierra; despojose del frac, el chaleco y los tirantes, y al serleentregada el arma volvió a saludar con verdadera elegancia, sin pizca deafectación. Felipe le imitó en todo con simiesca exactitud, pero altomar la espada lo hizo en tan ridícula y deplorable forma que parecióque recibía un bastón.

Los dos se aproximaron simultáneamente, cruzáronse los aceros a seispulgadas de la punta y luego de separarse un tanto los padrinos aderecha e izquierda respectivamente, comenzó la brega en seguida que seoyó la frase sacramental:

—¡Pueden empezar, caballeros!

Ni corto ni perezoso, Felipe fue el primero en tirarse a fondo conintrépida torpeza, que Amaury aprovechó para darle un bote y desarmarle,arrancándole de la mano el arma, que fue a parar buen trecho lejos de sudueño.

—Le hacía a usted algo más diestro, Felipe—dijo Amaury con tonoirónico, no exento de amargura, porque en el fondo le repugnaba aquellasuperioridad que no deseaba.

—Perdone usted—repuso su adversario,—me parece haberle dicho antesalgo de eso. Desconozco el manejo de la espada.

—Siendo así, que nos traigan las pistolas—replicó Amaury—

hay quenivelar las fuerzas.

—Amaury—intervino

Alberto

por