Amaury by Alexandre Dumas - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

»Cuando a un marido le engañan, cuando a un amante le venden, encuentraa su placer mil queridas, y sucesivos amores llegan a hacerle olvidarel primero.

»Mas ¡ay! un padre ¿podrá encontrar otra hija?

»¡Que se atrevan ahora todos esos jóvenes paliduchos a comparar con elnuestro su infortunio!

»El amante asesina, cuando el padre se sacrifica; el amor del primero noes más que orgullo, mientras que el del segundo es todo abnegación;ellos aman a sus esposas y a sus queridas en beneficio propio, con uncariño egoísta; nosotros queremos a nuestras hijas pensando únicamenteen labrar su felicidad.

»Hagamos, pues, el último sacrificio, el más cruento de todos, aunquenos cueste la vida. Ni la menor sombra de egoísmo debe manchar lo másdesinteresado, misericordioso y divino que posee el alma humana: el amorde padre.

»Consagrémonos ahora más que nunca a esa hija que se aleja de nosotros;mostrémosle tanto o más cariño cuanto más indiferencia y frialdad veamosen ella; queramos al que ella quiere, entreguémosla al que viene arobárnosla.

»¿Qué vale nuestra pena, si a costa de ella podemos darle la dicha?

»¿No lo hace así el propio Dios de cuyo amor inmenso participan tambiénlos que no le aman, Dios que no es otra cosa que un gran corazónpaternal?

»Queda así, pues, decidido: dentro de tres meses Magdalena será laesposa de Amaury, a no ser que...

»¡Oh! ¡Dios mío! no me atrevo a proseguir...»

Así era en efecto. La pluma se le cayó de la mano, lanzó un profundosuspiro o inclinó la cabeza, presa de profundo abatimiento.

VI

Se abrió en esto la puerta del despacho para dar paso a una joven que seaproximó de puntillas al doctor y después de contemplarle un instantecon melancólica expresión a la que no parecía habituado su semblanterisueño, le dio en la espalda una palmada cariñosa.

El doctor se estremeció y levantó la cabeza.

—¡Cómo! ¡Antoñita! ¿eres tú?—exclamó.—¡Bien venida seas, hija mía!

—No sé si dirá usted eso mismo dentro de muy poco rato, tío.

—¿No? ¿por qué no he de decirlo?

—Porque vengo a reñirle.

—¿Reñirme, tú?

—Sí, yo misma.

—¡A ver! Explícate; dime por qué.

—Querido tío, lo que tengo que decirle es cosa muy seria.

—¿De veras?

—Mire usted si lo será, que casi no me atrevo...

—En verdad, tiene que ser algo muy serio para que te dé tanto reparo ati, querida sobrina. Pero veamos, ¿de qué se trata?

—De cosas que no son propias ni de mi edad, ni de mi posición.

—Vamos, habla de una vez, tontuela. Ya sé yo que tu jovialidad encubreuna inteligencia sesuda y grave y que tras de tu frivolidad aparenteescóndese un carácter más prudente y razonable que el nuestro. Habla,pues, sin recelo, máxime si, como supongo, vienes a hablarme de mihija...

—Sí, tío, precisamente vengo a hablarle a usted de Magdalena.

—¿Y qué tienes que decirme?

—Tengo que decirle, tío, mejor dicho, debo decirle a usted...

perdónemesi soy tan atrevida, pero debo decirle que quiere demasiado a mi prima yacabará por matarla...

—¡Yo! ¡Matarla, yo! ¿Qué es lo que estás diciendo?

—Digo, tío, que su lirio, como usted la llama, es cosa muy frágil, muydelicada, y que combatido por dos amores a la vez no resistirá, sino quehabrá de quebrarse.

—No te entiendo, Antoñita, si no te explicas mejor.

—Sí que me entiende usted, tío—dijo la joven rodeando con sus brazosel cuello de Avrigny.—¡Ya lo creo que me entiende!... Tan bien como yole he comprendido.

—¿Pero estás loca, chiquilla?—exclamó el doctor, aterrado.—

¿Que tú mehas comprendido, dices?

—Sí, señor.

—¡No puede ser!

—Tío—dijo la joven sonriendo tan melancólicamente que no se comprendíacómo podían sonreír así aquellos labios tan sonrosados—tío, no haycorazón impenetrable para los ojos de los que aman; yo que le quiero austed he alcanzado a leer en el suyo.

—¿Y qué has visto en él?

Antonia miró a su tío e hizo un gesto de vacilación.

—¡Vamos! ¡habla!—ordenó el doctor.—¡No me martirices más con tusreticencias!

Antonia, acercando sus labios al oído de Avrigny le dijo en voz muybaja:

—Está usted celoso, tío.

—¿Yo?—exclamó el doctor.

—Sí—afirmó la joven—y esos celos llegan a hacerle obrar mal.

—¡Dios de bondad!—exclamó el doctor inclinando la cabeza con profundoabatimiento.—Yo creía que sólo Tú, con tu omnisciencia infinita,conocías mi secreto.

—¿Acaso hay en ello algo que pueda causar horror? Los celos constituyenuna pasión execrable, pero que no es tan difícil de vencer, después detodo. Yo también he tenido celos de Amaury.

—¿Tú? ¿Celos de Amaury, dices?

—Sí—repuso Antoñita bajando a su vez la frente;—los tenía porque élvenía a robarme a mi hermana y porque cuando vivía con nosotros mi primasólo tenía ojos para él y ni siquiera se acordaba de que yo estaba conellos.

—¿Así, pues, has sentido tú lo mismo que siento yo?

—Poco más o menos, sí; pero gracias a Dios yo he logrado dominarme,puesto que vengo a decirle: «Tío, los dos se aman con locura y esconveniente casarlos, porque separarlos sería la muerte de ambos.»

El doctor movió la cabeza tristemente y sin despegar sus labios mostró aAntoñita las últimas líneas que acababa de trazar.

Su sobrina las leyóen voz alta, y dijo:

—Tranquilícese usted, tío; Magdalena no ha sufrido ni un solo acceso detos.

—¡Dios mío!—exclamó Avrigny mirando a su sobrina con asombromanifiesto.—¡Todo lo adivina esta criatura! ¡Lo ha comprendido todo!

—Sí, tío, sí, he llegado a comprender toda la ternura que encierra sucorazón. Mas reflexione que si Magdalena se ha de casar alguna vez, ¿nohemos de preferir todos que se case con Amaury? ¿Es que habremos decreer que su dicha constituirá nuestra desgracia? ¿Acaso hemos deecharle en cara su alegría?

Dejemos que sean felices y no tratemos deoponernos insensatamente a su destino. No por eso irá usted a quedarsesolo, porque tendrá en su compañía a su sobrina, a su Antoñita, quetanto le quiere, que a nadie ama más que a usted y que jamás se separaráde su lado. No sabrá reemplazar a Magdalena, demasiado lo comprendo,pero sí será otra hija, aunque no tan rica ni tan hermosa, que no seenamorará como ella, pues aunque la pretendiesen y poseyera las dotes deMagdalena no habrá de querer a nadie, porque le consagrará toda su viday le consolará... Así como usted será a su vez su consuelo.

—Pues Felipe Auvray, ese amigo de Amaury ¿no está enamorado de ti? Y tú¿no le correspondes?

—¡Tío!... ¡Tío!...—exclamó Antoñita, como queriendo reconvenirle.

—Está bien, no hablemos de ello. Todo se hará como quieras, que enresumen es lo mismo que yo tenía en proyecto. Pero es necesario hacerque se explique Amaury, porque hemos podido equivocarnos... Si asífuera... Si no amase a Magdalena...

—No es posible equivocarse, tío, y usted está bien seguro de su amor...como también lo estoy yo.

Avrigny no replicó porque su convicción era la misma de su sobrina.

Se abrió de pronto la puerta del aposento y José, el ayuda de cámara deldoctor, entró para anunciarle que el criado del conde Amaury de Leovilletraía para él una carta de parte de su amo.

Avrigny y su sobrina cambiaron una mirada de inteligencia, pues los dossupusieron en el acto cuál sería el contenido de la misiva de Amaury.

El doctor dijo al criado:

—Venga la carta y di a Germán que espere un momento y podrá llevarse larespuesta.

Pocos instantes después tenía Avrigny la carta entre sus manos sinatreverse a abrirla.

—¡Valor, tío!—díjole Antoñita para darle ánimo.

Obedeció maquinalmente el doctor, abrió la carta y después de leerla deun tirón alargóla a su sobrina que con un gracioso ademán la rechazó yle dijo:

—¿Para qué, tío? ¡Si ya me imagino lo que dice!

—Tienes razón—asintió el padre de Magdalena, contestando a Antonia conlas palabras de Hamlet a Polonio ( Words, Words, Words):—¡Palabras,palabras, palabras!

—¿Sólo palabras ha visto usted en esa carta?—preguntó con vivezaAntonia arrebatándosela y devorándola de una ojeada.

—Palabras solamente—replicó el doctor;—palabras con que esos artistasde la frase saben suplantarnos en el corazón de nuestras hijas que notienen empacho en sacrificar a esa retórica huera el cariño que lesprofesamos.

—Tío—dijo con gravedad Antonia devolviéndole la carta;—

créame usted:Amaury quiere a Magdalena con amor puro y sincero. Y yo, que he leídoesta carta como usted, he visto algo más en ella y le respondo que la haescrito con el corazón, no con el entendimiento.

—Entonces...

Antonia ofreció a su tío una pluma que él aceptó para escribir actocontinuo:

«Querido Amaury: Ven a verme mañana. Te aguardaré a las once.

»Tu padre,

» Leopoldo de Avrigny. »

—¿Y por qué no le cita usted para esta misma noche?—

preguntó Antoñita,que por encima del hombro de su tío leía lo que éste iba escribiendo.

—Porque serían muchas emociones juntas, para mi pobre hija.

Ahora irása decirle que le he escrito ya y que crees que vendrá mañana por lamañana.

Y haciendo entrar al ayuda de cámara de Leoville le entregó larespuesta.

VII

Cuando al día siguiente despertó Magdalena, a quien la intensa emociónsufrida había rendido hasta el extremo de dejarla sumida en un soporprofundo, era ya bien entrada la mañana.

Llamó a su doncella y le mandó que abriese las ventanas.

Por el muro exterior trepaba un frondoso jazmín a la sazón en plenaflorescencia y cuyas ramas penetrando algunas veces en la estanciaembalsamaban el ambiente con el fragante aroma de sus flores.

Magdalena, como todo temperamento nervioso, adoraba las flores y susperfumes, que por cierto le eran muy perjudiciales, y pidió que lediesen su jazmín acostumbrado.

Antonia paseábase ya por el jardín sin otro abrigo que un sencillopeinador de batista. Su salud robusta permitiale hacer muchas cosas quea Magdalena le estaban vedadas en absoluto.

La hija de Avrigny, bien arropada en su lecho, tenía que pedir que leacercasen las flores; en cambio Antonia corría a buscarlas con laligereza de un pájaro, sin miedo a la brisa matutina y al relente de lanoche. Esto era lo único que podía envidiarle Magdalena, ya que era máshermosa y más rica que su prima.

Pero en aquella ocasión Antoñita, contra su costumbre, en lugar decorrer en busca de sus flores paseábase lentamente en actitudmeditabunda y casi triste.

Magdalena, incorporada en su lecho, la siguió con la mirada, en la quese revelaba cierta inquietud, y luego cuando Antoñita, que habíadesaparecido acercándose a la casa, volvió a aparecer lejos deledificio, se dejó caer de nuevo en la cama lanzando un hondo suspiro.

—¿Qué tienes, hija mía?—preguntó el doctor, que entraba a verla, yhabiendo levantado con sigilo el cortinaje presenció aquel pequeñocombate de la envidia contra los buenos sentimientos que abrigaba elcorazón de Magdalena.

—Tengo, papá, que me parece Antoñita muy feliz—contestó lajoven.—Ella es libre en absoluto en tanto que yo estoy condenada aeterna esclavitud. Que el sol del mediodía es demasiado ardiente... Queel aire matinal es demasiado frío...

¡Siempre la misma canción! ¿Paraqué quiero unos pies tan gustosos de correr, sino se les deja salirsecon la suya? Me tratan como a una pobre flor de invernadero, condenada avivir en un medio artificial. ¿Será que estoy enferma, papá?

—No, hija mía, no, ¡qué niñería! No padeces ninguna enfermedad, pero tuconstitución es muy delicada. Tú misma acabas de decirlo: Eres una florde invernadero, una de esas flores que así se guardan porque se lastiene en gran estima. Ya habrás visto que son las más cuidadas. ¿Qué eslo que puede faltarles? ¿Carecen por ventura de algo que puedan poseersus compañeras? ¿No disfrutan como ellas de la vista del cielo? ¿No lasacaricia el sol del mismo modo? Me dirás que eso es al través de loscristales, pero cuenta también que éstos las resguardan del viento y dela lluvia, que tronchan las demás flores.

—No diré lo contrario, papá; pero más me gustaría ser violeta omargarita al aire libre como Antonia, que verme convertida en la plantapreciosa y delicada que tanto pondera usted. Mírela; vea cómo ondean alaire sus sueltos cabellos; así se orea su frente mientras la mía... ¡Oh!Observe usted cómo abrasa.

Al decir esto Magdalena tomó la mano de su padre, acercándola a sufrente.

—Pues por eso mismo temo tanto los efectos de ese aire glacial. Cuandohagas que los sueños de un corazón ilusionado dejen de abrasar tu frentete permitiré correr como tu prima. Si tienes empeño en salir de tuinvernáculo y vivir al aire libre, te llevaré a Hyéres, a Niza o aNápoles, y en un edén de esos tres que te he nombrado yo te dejaré hacerlo que quieras.

—Pero... ¿vendrá él con nosotros?—preguntó Magdalena mirando a supadre con cierta timidez.

—Sí; vendrá, ya que te es necesaria su presencia.

—¿Y no le reñirá usted? No será un papá tan malo como lo fue ayer¿verdad?

—No abrigues ningún temor. Ya sabes que me he arrepentido, puesto queanoche mismo le escribí para que venga.

—Y ha hecho usted muy bien, papá, pues si le prohibiesen querermeamaría a mi prima y entonces yo sucumbiría de pena.

—¿Quién habla de morir, hija, mía?—dijo el doctor acariciando susmanos.—No pienses en esas cosas que me causan tristeza, pues aunque séque no las dices de veras, me parece, cuando te oigo hablar así, queestoy viendo a un niño jugando con un arma envenenada.

—¡Pero si yo no digo que deseo morir ni mucho menos, papá, yo te lojuro! Me siento ahora demasiado feliz para pensar en tal cosa. Además,¿no es usted el primer médico de París? Pues no dejaría así como así quese muriese su hija.

Avrigny lanzó un suspiro.

—¡Ay!—murmuró.—Si mi ciencia y mi saber tuviesen la eficacia queimaginas, aún viviría tu madre, hija mía... Pero

¿quieres decirme en quépiensas, Magdalena, para perder así el tiempo? Mira que son ya las diezy Amaury debe venir a las once, pues a esta hora le he citado.

—Ya lo sé, papá; llamaré a Antoñita que me ayudará a vestirme y dentrode un momento me tendrá usted, a su disposición. ¡A ver si ahora mellamará, como siempre, perezosa!

—Porque lo eres, te llamo así, Magdalena.

—Considere usted, papá, que no me encuentro bien sino en la cama.Mientras estoy levantada siento dolor o cansancio.

—¿Acaso te has sentido enferma estos días alguna vez, sinparticipármelo?

—No, papá; siempre me he encontrado bien. Luego, ya sabe usted que loque me atormenta no puede calificarse propiamente de dolor, pues es unmalestar sordo y febril, y aun no es continuo, porque me deja en pazalgunos ratos. Ahora mismo estoy bien, no siento nada... Te tengo a milado y pronto veré a Amaury... Soy feliz y me encuentro muy a gusto.

—Mira: ahí tienes a Amaury.

—¿En dónde está?

—En el jardín, hablando con Antoñita. Por lo visto ha equivocado lahora—dijo sonriéndose el doctor;—yo le decía en mi carta que viniera alas once y él habrá leído con los ojos del deseo que la cita era a lasdiez.

—¡Que está con Antoñita en el jardín!—exclamó Magdalena incorporándosepara mirar en aquella dirección.—Es cierto...

¡Papá, llama a Antoñitaen seguida, por favor! Quiero vestirme y necesito su ayuda.

Avrigny se aproximó a la ventana y llamó a su sobrina.

Amaury, sorprendido, no queriendo que se notase en la casa su prematurallegada, se escondió rápidamente tras un grupo de árboles, creyendo queasí no sería visto.

Poco después entró Antoñita en el dormitorio de Magdalena y el doctorse retiró mientras su hija se disponía a vestirse; y una hora más tardeAntoñita quedaba en el aposento en tanto que su prima y el doctoraguardaban a Amaury en el mismo saloncito donde ocurrió la escena de lavíspera.

Un criado anunció al conde de Leoville y al entrar éste el doctor seadelantó a recibirle sonriente; Amaury le estrechó la mano con timidez yAvrigny, le condujo ante Magdalena, que le miraba asombrada.

—Hija mía—le dijo;—te presento a Amaury de Leoville, tu prometido.Amaury—añadió volviéndose hacia el joven,—he aquí a Magdalena deAvrigny, tu futura esposa.

Magdalena lanzó un grito de alegría y Amaury cayó de hinojos. Mas depronto levantose porque acababa de ver que Magdalena vacilaba y estaba apunto de desplomarse.

El señor de Avrigny se apresuró a acercar una butaca en la que Magdalenase dejó caer más bien que se sentó, porque, en efecto, sentíasedesfallecer

por

momentos.

Tantas

emociones

trastornaban su espírituaniquilando sus fuerzas, y para ella el gozo era casi tan peligroso comola pena.

Al volver a abrir los ojos vio a Amaury arrodillado junto a ella y a supadre estrechándola contra su pecho. Besaba el uno sus manos y el otroprodigábale cuidados, llamándola con los nombres más cariñosos. Suprimer beso fue para su padre; su primera mirada fue para su prometido.

Los dos sintieron a un tiempo el torcedor de los celos.

—Querido Amaury—dijo el señor de Avrigny,—hoy eres mi prisionero ytenemos que pasar juntos el día haciendo proyectos, y forjandonovelas... Digo, dando por supuesto que quieras admitir en tuintimidad, a un padre tan déspota como yo.

—Así, pues, padre mío (ya que ahora bien puedo llamarle así), sufrialdad no reconoció otra causa que la que yo había supuesto: mi faltade franqueza con usted.

—Sí, Amaury; pero no hablemos ya de eso—repuso sonriéndose eldoctor.—Te perdono tu disimulo si tú me perdonas a mí mi mal humor.Quedamos así en paz, ¿no te parece? Pensemos desde hoy solo en amarnos,¡ingratos! Así lo exige mi condición de tirano implacable ydesnaturalizado.

A tal punto habían llegado las cosas que únicamente faltaba fijar laépoca, en que había de celebrarse la boda.

Como es natural, Amaury quería apresurarla y se oponía enérgicamente atodo aplazamiento; pero al fin la certeza de su dicha le hizo sometersea las razones que le expuso el padre de Magdalena.

Verdad es que éste se mostró de todo punto inflexible pues decía conrazón:

—La sociedad en que vivimos no gusta de que se la den sorpresasespecialmente en esta clase de asuntos y suele vengarse de elloesgrimiendo el arma de la calumnia.

En resumen, no había más remedio que dejar pasar el tiempo preciso parapoder hacer la presentación de Amaury como yerno de Avrigny.

Entonces pidió el joven que se llevase a cabo cuanto antes aquellaformalidad.

En su virtud, fijose la presentación para la semana siguiente, y parados meses más tarde quedó acordada la fecha del casamiento.

De todo ello se trató en presencia de Magdalena, sin que ésta despegaselos labios, pero sin que perdiese ni una palabra de cuanto allí sehabló. Sus mejillas ruborosas y su mirada, un tanto inquieta prestaban asu semblante una expresión de candor inefable. La felicidad revelada ensu rostro, realzaba su belleza: sus miradas vagaban de su novio a supadre, y de éste a su novio, haciéndoles por igual con coqueteríaencantadora los honores de su gracia.

Cuando ya no hubo nada que decidir entre todos levantose el doctor y conun ademán indicó a Amaury que le siguiese:

—Desde hoy, niña mimada, atrévete a estar enferma, y verás cómo te lasentiendes conmigo—dijo a su hija al disponerse a salir.

—Gracias a usted, hoy entro en convalecencia, y ya considero que herecobrado la salud de un modo definitivo. ¡Qué bueno es usted, papá!Pero, dígame, ¿adonde se lleva a Amaury? ¿Por qué no se queda aquí?

—Porque ahora lo necesito. Lo siento mucho, pero es una ausencianecesaria. A la poesía del amor sigue la prosa del matrimonio. Mas no teapenes, por eso, hija mía, porque, si te dejamos un momento, lo hacemospara tratar de tu dicha.

Amaury se acercó a ella, y besando sus cabellos le dijo en voz muy baja:

—Te prometo volver en seguida.

El doctor había pensado que tenían que fijar las condiciones delcontrato. Conocía él muy bien la fortuna de Amaury, casi doblada por suintegérrima administración; pero el joven no tenía la menor idea de lacuantía de la de su suegro, que, dicho sea de paso, casi igualaba a lasuya.

Avrigny, señaló la cantidad de un millón de francos como dote de suhija. Al saberlo Amaury, creyó atinar con la causa de aquellasistemática oposición que a su amor había hecho el padre de Magdalena;pensó que quizás esperaba proporcionarle a ésta un esposo, si no másrico que él, por lo menos en situación más brillante que la suya; queocupase un puesto conquistado por sus méritos en lugar de una posiciónheredada de sus padres. Y como esta explicación era la más razonable, aella se atuvo Leoville.

Verdad es que pronto desterró de su mente estas ideas retrospectivas.Generalmente buscan refugio en los recuerdos del pasado, los que tienencerrado el porvenir; los que lo ven abierto ante sí precipítanse en élsin reflexionar jamás.

Media hora escasa duró la conferencia entre Amaury y el doctor, puesviendo éste la impaciencia del joven, se compadeció de él, y fingiendoque no la advertía, dio por terminado el asunto, y dejó en libertad a suantiguo pupilo, que se apresuró a volver al salón, en busca deMagdalena.

VIII

Pero la joven estaba a la sazón en el jardín, adonde había bajado,dejando sola a Antoñita, y ante ésta, se encontró Amaury cuando entró enla vasta pieza.

Antonia hizo ademán de retirarse en el acto, pero comprendiendo que, sise marchaba de aquel modo, parecía rehuir la presencia de Leoville comosi se sintiese pesarosa de su dicha, se detuvo y volviendo la cabeza ledijo, sonriendo de un modo encantador:

—¿Es usted feliz ya, Amaury?

—¡Mucho, Antoñita! Aunque me había dejado usted adivinar algo estamañana, no podía yo sospechar en modo alguno la realidad. ¿Yusted?—agregó, acompañándola hasta su asiento.

Dígame: ¿Cuándo podréfelicitarla yo a usted?

—¿Felicitarme a mí? ¿De dónde saca usted que pueda ocurrir tal cosa?¿Es posible que llegue nunca ese caso?

—Sí, Antoñita; casándose usted. Ni su linaje, ni su edad, ni su figuradan motivo para suponer ni por asomo que pueda usted quedarse paravestir imágenes.

—Pues oiga usted lo que voy a decirle ahora, en este momento cuyasolemnidad dará suficiente valor a mis palabras para que queden porsiempre grabadas en su memoria: No me casaré jamás.

Y al pronunciar Antoñita estas palabras era su acento tan grave yrevelaba tal resolución, que Amaury quedó asombrado al oírla.

—¡Vaya! ¡vaya!—exclamó procurando tomar en broma la afirmación deAntoñita.—¡A otro perro con ese hueso! ¿Va usted a decirme eso a mí queconozco tanto al feliz mortal que habrá de hacerle mudar de intención?

—¡Oh! ¡Ya sé, ya, adónde quiere usted ir a parar!—repuso Antonia conmelancólica sonrisa,—pero se equivoca usted Amaury; esa persona a quese refiere no ha puesto nunca en mí sus ojos ni ha pensado en mí paranada. No hay nadie que pretenda a una huérfana que carece de bienes defortuna, y yo, si he de serle franca, tampoco amo a ningún hombre...

—Ahora es usted quien se engaña—replicó Amaury,—pues no puede ustedser pobre, siendo la sobrina, del doctor Avrigny, y la hermana deMagdalena. Cuenta usted, Antonia, con doscientos mil francos de dote, yen estos tiempos, ese capital, representa, muchas veces, el triple de lafortuna de las hijas de algunos pares de Francia.

—No ignoro yo que mi tío tiene un corazón muy noble, y no necesitabaesta prueba para convencerme de ello; pero por eso mismo no hay razónalguna para que yo pague con ingratitud sus beneficios. Mi tío quedarásolo, y cuando esto ocurra no me separaré de su lado mientras él me lopermita. Después, mi destino futuro está en Dios.

Con tal convicción se expresaba Antoñita, que Amaury comprendió que porel momento, al menos, era inútil hacer ninguna objeción; así, que selimitó a estrecharle la mano en silencio, con ternura, porque amaba aAntoñita con cariño de hermano. Pero la joven retiró la mano conrapidez, y Amaury volvió la cabeza, sospechando que algún motivo debíatener para ello.

Entonces vio a Magdalena que estaba contemplándoles, tan pálida como larosa blanca que acababa de cortar en el jardín, y que con infantilcoquetería lucía en los cabellos.

Leoville corrió hacia ella y le preguntó en voz baja:

—¿Qué te pasa, Magdalena? ¿Estás indispuesta? ¿Qué tienes?

—No me pasa nada, Amaury—respondió la pobre niña.—Me encuentro bien:quien debe estar indispuesta es Antoñita; mira qué triste parece.

—Sí, está triste, precisamente yo le preguntaba ahora la causa de esatristeza... ¿Sabes cuál es?... Dice que nunca se casará.

¿Será que estáenamorada?

—Sí—respondió Magdalena de un modo singular;—creo que has acertado.Pero dejemos esto y acerquémonos a ella, pues nuestras conversaciones envoz baja, le causan gran pesadumbre.

Efectivamente, Antoñita parecía estar inquieta, como si fuese presa deuna viva desazón. Aproximáronse a ella, mas no lograron que se sentasede nuevo. Dijo que tenía que escribir una carta, y se retiró a sucuarto.

Así que hubo salido del salón, respiró Magdalena con más libertad, yvolvieron ella y Amaury a forjarse nuevos planes.

Proyectaron largosviajes por Italia, y en medio de sus protestas de amor no menos nuevaspor ser siempre repetidas, prometiéronse prolongar aquellos dulcescoloquios durante toda su vida.

De este modo sorprendioles la noche cuando ellos imaginaban no haberpasado juntos sino muy pocos instantes.

De su arrobamiento vinieron a sacarles Antonia y el doctor queaparecieron cada uno por su lado y se acercaron a ellos sonriendo.Amaury estaba, de nuevo a los pies de su amada, pero esta vez Avrigny,lejos de irritarse como la víspera, le indicó que no se moviese y trasde contemplar un momento aquel hermoso g