Amaury by Alexandre Dumas - HTML preview

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AMAURY

POR

Alejandro Dumas

Traducción por Florencio S. de Yarza

La Nación

Buenos Aires

1911

Capítulos:I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII,

XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII,

XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXX, XXXI,

XXXII, XXXIII, XXXIV, XXXV, XXXVI, XXXVII,

XXXVIII, XXXIX, XL, XLI, XLII, XLIII, XLIV, XLV,

XLVI, XLVII, XLVIII, XLIX, L, LI, LII, LIII,

CONCLUSIÓN

Existe en Francia una cosa tan peculiar, tan genuina del carácternacional, que con dificultad se encuentra en otro país cualquiera: laconversación, en cuya especialidad no hay nadie que pueda competir conlos franceses.

En el resto del globo se discute, se argumenta, se perora; sólo enFrancia se conversa por costumbre.

No pocas veces, estando yo en Italia, en Alemania o en Inglaterra, me haocurrido anunciar de pronto que al día siguiente me volvía a París. Sialguno, admirado de tan súbita resolución, me preguntaba:

—¿A qué vas a París?

Yo le respondía sencillamente:

—A conversar.

Y no era flojo su asombro al saber que yo, ahito de conversación,pensaba en hacer un viaje de centenares de leguas sólo por darme elgusto de conversar.

Nadie podía explicarse un capricho semejante; sólo me comprendían losfranceses. Estos solían exclamar:

—¡Qué dicha! ¡qué placer!

Y sucedía a veces que alguno de ellos se venía conmigo.

A decir verdad no hay nada más grato que esas minúsculas tertulias queen un salón elegante improvisan unas cuantas personas charlando a susabor, dando vueltas a una idea mientras dura el hechizo que produjo,para abandonarla después de sacar de ella todo el partido posible,cediendo al atractivo de otra nueva que a su vez surge en medio de lasbromas de unos, de los discreteos de otros y de las agudezas de todos,lo cual no obsta para que súbitamente, al llegar al punto culminante desu desenvolvimiento, se desvanezca como pompa de jabón tocada por ladueña de la casa, que mientras sirve el te lleva de grupo en grupo elhilo de la charla general, recopilando opiniones, pidiendo pareceres,planteando problemas y obligando casi siempre a cada corrillo a vertersu correspondiente frase en ese tonel de las Danaides que se llama «laconversación».

Por el estilo del salón que describo hay en París cinco o seis en loscuales no se baila, ni se carta, ni se juega, y sin embargo no se salede ellos nunca antes del amanecer.

Cuéntase entre estos salones el de un buen amigo mío, el conde M... Digoamigo mío y en realidad no haría mal en decir amigo de mi padre, pues esel caso que el conde de M... quien por nada de este mundo es capaz deconfesar motu proprio su edad (ni, por otra parte, tampoco hay quienle pregunte sobre ella), no dejará de tener sus sesenta y tantos añosbien cabales, aunque no represente más allá de los cincuenta, gracias alextremado esmero con que cuida su persona. Es uno de los últimos y másgenuinos representantes del tan calumniado siglo XVIII, lo cual debe sinduda explicar la escasez de sus creencias, circunstancias que (dicho seaen su honor), no le ha hecho caer, como a la mayoría de los incrédulos,en el afán de empeñarse en que los demás dejen de creer también.

Puede decirse que hay en él dos principios, uno hijo del corazón y otrodel entendimiento, que mutuamente se repelen. Es egoísta por sistema ygeneroso por naturaleza. Nacido en tiempo de nobles y filósofos, elinstinto aristocrático viene a equilibrar en su espíritu laindependencia del pensador. Conoció a los hombres más conspicuos delpasado siglo. Fue bautizado por Rousseau con el título de ciudadano;Voltaire le auguró que sería poeta; Franklin le recomendó simplementeque fuese un hombre honrado y bueno.

Juzga el año terrible, el cruento 93, como juzgaba San Germán lasproscripciones de Sila y las matanzas de Nerón. Con escéptica mirada hapresenciado el desfile de los asesinos, de los septembristas, y de losguillotinadores, primero en carro y luego en carreta. Ha conocido aFlorián y a Andrés Chénier, a Demoustier y a Madama de Stael, a Bertin ya Chateaubriand; ha rendido homenaje a madama Tallién, a madamaRécamier, a la princesa Borghése, a Josefina, y a la duquesa de Berry.Ha asistido al encumbramiento de Bonaparte y a la caída de Napoleón. Elpadre Maury y Talleyrand le llaman discípulo: es un diccionario defechas, un catálogo de acontecimientos, un archivo de anécdotas, unamina de agudezas.

Nunca ha querido escribir por temor de perder su preeminencia, pero encambio presume de narrador.

He ahí por qué su salón, como he dicho más arriba, es uno de los cinco oseis salones de París en los que, sin haber juego, música, ni baile, sepasan de un modo grato las horas hasta bien entrada ya la madrugada.Cierto es que en las esquelas de invitación escribe de su puño y letra: Se conversará, como otros estampan: Se bailará. Fórmula es ésta quesuele alejar a banqueros y agiotistas; pero que atrae a los hombres deingenio, siempre gustosos de hablar; a los artistas, dispuestos aescuchar, y a los misántropos de todo género, que nunca complacieron ala dueña de la casa bailando un solo, con el fútil pretexto de que lacontradanza recibe ese nombre por ser lo contrario de lo que se llamadanza.

Es innegable, además, que posee un admirable talento para cortar con unasola palabra, ya el desarrollo de cualquiera teoría que esté en pugnacon el modo de pensar del auditorio, ya toda discusión que tienda ahacerse pesada.

Cierto día, un joven melenudo y de barbuda faz hacía en su presenciadesmedidos elogios de Robespierre, declarándose acendrado partidario desu sistema, lamentando su prematuro fin y augurando su rehabilitacióncomo un acto de justicia.

—Ese grande hombre no ha sido bien comprendido—dijo al terminar superorata.

—Pero sí guillotinado, afortunadamente—replicó el conde de M...

Esta frase dio fin a la conversación por aquel día.

Hace un mes próximamente asistí yo a una de estas reuniones.

A últimahora se había hablado ya de tantas cosas que, agotados los temas, vínosea tratar de amor. A la sazón, la conversación se había hecho general yentre los grupos cruzábanse algunas palabras sueltas.

—¿Quién habla por ahí de amor?—preguntó el conde de M...

—El doctor P...—contestó una voz.

—¡Ah! ¡Es curioso! ¿Y qué dice el doctor?

—Que el amor es una congestión cerebral de carácter benigno que sepuede curar poniendo al enfermo a dieta, aplicándole sanguijuelas yusando de sangrías moderadas.

—¿Así opina usted, doctor?

—Claro que sí; por más que conceptúo preferible la posesión.

Ese sí quees el remedio más eficaz.

—Está bien; pero supongamos que ésta no se consigue y que en tal tranceno acudimos a usted, que ha hallado la panacea universal, sino a algunode sus colegas, menos prácticos que usted en la terapéutica, y que leespetamos esta pregunta concreta: «¿Podemos morirnos de amor?»

—Eso no se pregunta a los médicos, sino a los enfermos—

repuso eldoctor.—Respondan ustedes, señoras, y ustedes también, caballeros.

Arduo por demás era el problema y, como no podía menos de esperarse,dividiéronse las opiniones. Los jóvenes, que creían tener sobrado tiempopara morir de desesperación, respondieron que sí; los viejos, cuya vidapendía ya de un ataque de gota o de un simple catarro, contestaron queno; las mujeres se limitaron a hacer un gesto de duda. Eran demasiadoaltivas para negar y sobrado sinceras para afirmar.

A todo esto empeñábanse todos en explicar sus votos respectivos; así,que no había manera de entenderse.

—¡Ea!—dijo el conde de M...—Yo voy a dilucidar la cuestión.

—¿Usted?

—Sí, señores, yo mismo.

—¿Cómo?

—Explicándoles a ustedes el amor que mata y el amor que no trunca laexistencia.

—¿Así, pues, hay varios amores?—preguntó una mujer que era tal vez, detodas las presentes, la que menos debiera haber hecho tal pregunta.

—Sí, señora—respondió el conde.—Crea usted que costaría trabajoenumerarlos. Pero vamos al asunto. Aún no son las doce; de modo quedisponemos de unas horas. Está cayendo una copiosa nevada; aquí noscalentamos ante un fuego magnífico, y ustedes forman un auditorio muy demi gusto; conque, prepárense a oírme. ¡Augusto! Ordene usted que cierrenbien las puertas y tráigame aquel manuscrito que usted sabe.

Obedeció el interpelado, que era el secretario del conde, joven amable ydistinguido, del cual se susurraba que podía ser acreedor a un títulomás íntimo; y, a la verdad, el paternal cariño que el conde le mostrabaparecía justificar esta creencia.

La palabra manuscrito originó un movimiento de impaciente curiosidad ytodo el mundo se dispuso a escuchar con religiosa atención.

—Perdonen ustedes—dijo el conde.—No hay novela sin prólogo, y yo deboconcluir el mío. Adelantándome a toda sospecha he de advertir en primertérmino que nunca inventé yo nada. Explicaré cómo ha venido a mis manosese manuscrito.

Hace año y medio fui nombrado albacea de un amigo mío, yal registrar y clasificar sus papeles me topé con unas Memorias.

El,como médico que era, escribió en ellas una especie de autopsia... (Nohay que asustarse, señoras; me refiero a una autopsia moral, a una deesas autopsias del corazón que a ustedes les gustan tanto.) Con esasMemorias encontré otro diario de distinta letra, unido a sus recuerdosdel mismo modo que la biografía de Kressler anda confundida con lasmeditaciones del gato Muur. Yo conocía aquella letra: era la de un jovena quien había visto muchas veces en casa de mi amigo, por ser éste tutordel tal mancebo. Los dos manuscritos, que sueltos resultabanincomprensibles,

completábanse

mutuamente

constituyendo una historia queme pareció muy... ¿cómo diré?...

muy humana. Interesome mucho, a causatal vez del escepticismo que me atribuyen... ¡Felices aquéllos a quienesse crea una reputación, sea cual fuere!... Decía, pues, que a causa delescepticismo que se me atribuye, casi nunca encuentro cosas que meinteresen, y viendo que ese relato me había subyugado el corazón enabsoluto... (perdone usted, doctor; yo bien sé que propiamente hablando,esa víscera nada tiene que ver en tales asuntos; pero por fuerza hay quevalerse del lenguaje corriente para hacerse entender). Juzgué pues, queuna historia que de tal modo me había cautivado tenía que embelesartambién a mis contemporáneos. Y además, ¿a qué ocultarlo? no era lavanidad del todo ajena a mi propósito: ambicionaba el título de escritoraunque para alcanzarlo hubiese de perder mi fama de hombre de ingenio,como le sucedió a M... aquel consejero de Estado a quien todos ustedesconocen. Me puse a la tarea de ordenar ambos diarios y enumerar sushojas colocándolas de modo que la narración fuese inteligible; borrédespués los nombres propios, que sustituí por otros muy diferentes, ypuse todo el relato en tercera persona, acabando por encontrarme con dostomos bastante voluminosos...

—Que usted no hizo imprimir porque aún viven los personajes de esahistoria. ¿No es así?

—Ni por pienso. De los dos personajes principales, el uno murió ya haceaño y medio, y el otro salió de París hace dos semanas; y yo les creo austedes sobrado atareados y olvidadizos para conocer a un muerto y a unausente, por mucha semejanza que exista en los retratos. Dista mucho deser ése el motivo que me ha impulsado a ocultar los nombres de ellos.

—¿Pues cuál es?

—¡Chitón! No se lo digan ustedes a Lamennais, ni a Béranger, ni aAlfredo de Vigny, ni a Soulié, ni a Balzac, ni a Deschamps, ni aSainte-Beuve, ni a Dumas. Me han dicho que cuente con uno de losprimeros sillones que queden vacantes en la Academia a condición de quesiga sin escribir absolutamente nada. Así que esté nombrado, recobrarémi libertad de acción y haré de mi capa un sayo. Augusto—prosiguió elconde, dirigiéndose al joven, que acababa de entrar con elmanuscrito,—siéntese usted y lea: le escuchamos.

Obedeció Augusto, tomando asiento en el acto, y cuando todos nos hubimosacomodado bien para ser, como suele decirse, todo oídos y no perderdetalle del relato, el joven comenzó así su lectura:

I

Al dar las diez de la mañana de uno de los primeros días de mayo del año1838, se abrió la puerta cochera de un pequeño palacio de la calle delos Maturinos para dar paso a un joven montado en magnífico corcel depura raza inglesa. Tras él y a la debida distancia salió un criadovestido de negro y montado también en un caballo de pura sangre, perovisiblemente inferior al primero.

No había más que ver a aquel jinete para clasificarlo entre los que,sirviéndonos de una palabra de la época, llamaremos lechuguinos. Era unjoven que aparentaba tener unos veinticuatro años, y vestía conestudiada sencillez, que revelaba en él esos hábitos aristocráticos quese adquieren desde la cuna y que no puede crear la educación en aquellosque no los posean ya de un modo natural.

Forzoso es reconocer que su fisonomía estaba en perfecta consonancia consu apostura y su traje, y que no era fácil el imaginar facciones máselegantes que las de su rostro orlado de negros cabellos y negraspatillas que le servían de marco y al que prestaba un carácter altamentedistinguido la mate y juvenil palidez que lo cubría. Cierto es que dichojoven, último representante de una de las más linajudas familias de lamonarquía, llevaba uno de esos antiguos apellidos que van de día en díaextinguiéndose, hasta el punto de que muy pronto no figurarán ya sino enla historia. Se llamaba Amaury de Leoville.

Si del examen externo, esto es, del aspecto físico, pasáramos al delente moral, veríamos en su sereno semblante reflejado fielmente suespíritu. La sonrisa que de vez en cuando erraba por sus labios como sia ellos quisieran asomarse las impresiones de su alma, era la sonrisadel hombre feliz.

Vayamos en pos de ese hombre privilegiado que recibió de la suerte, conel don de una ilustre prosapia, los de la fortuna, la distinción, labelleza y la dicha, porque es el protagonista de nuestra historia.

Salió de su casa al trote corto, y a este paso llegó al bulevar: dejóatrás la Magdalena, y tomando por el arrabal de San Honorato entró en lacalle de Angulema.

Allí acortó el paso mientras fijaba con persistencia su mirada, quehasta entonces había vagado al azar, en un punto de la calle.

Lo que tanto atraía su atención era un lindo palacio situado entre unflorido patio y uno de los extensos jardines, ya muy raros en París, quelos ve desaparecer poco a poco para ceder el puesto a esos gigantes depiedra sin aire, sin espacio y sin verdor, llamados casas, con notoriaimpropiedad. Frente al edificio se detuvo el caballo, como obedeciendo ala costumbre; pero el joven, tras de lanzar una intensa mirada a lasventanas, que aparecían

cerradas

o

imposibilitaban

toda

investigaciónindiscreta, siguió su camino, volviendo de vez en cuando la cabeza yconsultando con frecuencia el reloj como queriendo asegurarse de que noera aún la hora en que debían serle abiertas las puertas de aquellahermosa mansión.

No le quedaba otro recurso que el de matar el tiempo de algún modo.Desmontó, pues, en casa de Lepage y se entretuvo en romper algunosmuñecos, cuya suerte corrieron después varios huevos, sirviéndole porúltimo, de blanco, hasta las moscas.

Como los ejercicios de destreza aguijonean el amor propio, el joven, aunsin otros espectadores que los criados, estuvo cerca de una horaconsagrado a este deporte. Después volvió a montar a caballo, dirigioseal trote hacia el Bosque de Bolonia, y habiéndose tropezado con un amigoen la alameda de Madrid le habló de las últimas carreras y de laspróximas a celebrarse en Chantilly, y así conversando transcurrió otramedia hora.

Encontráronse en la puerta de San Jaime con un tercer paseante, el cual,recién llegado del Oriente, les relató de un modo tan interesante lavida que había llevado en el Cairo y en Constantinopla, que en tan amenaconversación pasó una hora o quizá más. Entonces nuestro héroe yamanifestó impaciencia, y despidiéndose de sus amigos, se dirigió algalope a la esquina de la calle de Angulema que da a los Campos Elíseos.

Detúvose en aquel sitio, consultó el reloj, y viendo que señalaba launa, se apeó, dejó el caballo a cargo del criado, adelantose hacia lacasa ante cuya fachada se había detenido tres horas, y llamó a lapuerta.

Si Amaury hubiese abrigado algún temor, no habría dejado de parecerlebien extraño a quien hubiere observado la sonrisa con que le recibíantodos los criados, desde el conserje que acudió a abrirle la verja hastael ayuda de cámara que al pasar encontró en el vestíbulo, sonrisareveladora de que lo consideraban como miembro de la familia quehabitaba en el palacio.

Por eso al preguntar el joven si el señor de Avrigny estaba visible, lecontestó el criado, como quien habla a una persona con la cual no rezanciertas trabas impuestas por conveniencias sociales:

—No lo está, señor conde, pero en el saloncito encontrará usted a lasseñoras.

Y como se dispusiese a adelantarse para anunciarle, el joven le indicóque era cosa innecesaria. Amaury, a fuer de buen conocedor del terreno,llegó en seguida a la puerta del saloncito en cuestión, que precisamenteestaba entreabierta, y antes de entrar permaneció un instante en elumbral como fascinado por el cuadro que se ofrecía ante su vista.

Dos lindas jóvenes, que contarían de unos diez y ocho a veinte años,bordaban en un mismo bastidor, casi enfrente la una de la otra mientrasque una inglesa, situada junto a la ventana, las contemplaba concuriosidad cariñosa, olvidándose de reanudar la lectura del libro quetenía en la mano a la sazón.

Justo es reconocer que nunca el arte pictórico reprodujo un grupo másseductor que el que formaban, casi juntas, las cabezas de aquellas doscriaturas, tan diametralmente opuestas en sus rasgos físicos y en sucarácter, que no parecía sino que el propio Rafael las había unido parahacer un estudio de dos tipos graciosos en igual medida, aunqueofreciendo con su unión el contraste más vivo.

Era la una, en efecto, rubia y pálida con largos bucles a la inglesa,ojos de cielo y cuello de cisne; un tipo, en fin, que traía a la memoriaa aquellas delicadas y vaporosas vírgenes osiánicas prestas a deslizarsesobre las nieblas que coronan las cimas de las áridas montañas escocesaso a esfumarse entre las brumas que invaden las llanuras británicas; unade esas visiones que tienen a un tiempo naturaleza de mujer y de hada,sólo vislumbradas por el genio de Shakspeare, que logró transportarlasdel mundo de la fantasía al de la realidad; portentosas creaciones quenadie había alcanzado adivinar antes que él, que nadie ha repetidodespués, y a las que él puso los dulces nombres de Cordelia, Ofelia oMiranda.

Tenía la otra, en cambio, negros cabellos cuya doble trenza servía deorla al ovalado rostro; con sus ojos brillantes, sus labios purpurinos ysus vivos y resueltos ademanes, semejaba una de aquellas doncellasdoradas por el sol del Mediodía, a las cuales reunía Bocaccio en lavilla Palmieri para leerles los alegres cuentos de su Decamerón.Rebosaba su cuerpo vida y salud; chispeábale en la mirada el donairecuando éste no brotaba de sus labios; su tristeza, si alguna vez lasentía, nunca llegaba a velarle por completo la expresión risueña queanimaba habitualmente

su

rostro,

y

aun

al

través

de

su

melancolíadejábase adivinar su sonrisa como se presiente el sol tras una nube deestío.

Así eran las dos jóvenes que, inclinadas sobre el mismo bastidor, hacíansurgir sobre el lienzo un ramo de flores en el cual, fieles a sutemperamento, ponía la una lirios y jacintos de suave blancura, mientrasla otra lo adornaba con claveles y tulipanes que le prestaban animacióncon sus encendidos tonos.

Pasados unos instantes de muda contemplación, empujó Amaury la puerta, ypenetró en la sala.

Al oír el ruido las dos jóvenes volvieron la cabeza, lanzando un gritocomo gacelas sorprendidas por el cazador, al tiempo que animó unfugitivo rubor las mejillas de la rubia y una suave palidez blanqueóligeramente el rostro de la morena.

—Ya veo que he hecho mal en no dejar que me anunciasen—

dijo el joven,adelantándose hacia la rubia, sin cuidarse de su amiga—pues te heasustado, Magdalena. Perdona mi ligereza: siempre me conceptúo hijoadoptivo del señor de Avrigny y procedo en esta casa como si todavíafuese uno de sus comensales.

—Haces muy bien, Amaury—respondió Magdalena.—

Además, creo que aunquequisieras obrar de otro modo no sabrías, pues no se pierden así en pocassemanas las costumbres adquiridas en el transcurso de diez y ocho años.Pero, ¿no le dices nada a Antoñita?...

Amaury se apresuró a estrechar la mano a la morena, diciéndolesonriente:

—Perdóneme usted, querida Antoñita; ante todo tenía que presentar misdisculpas a la que había asustado mi torpeza: he oído el grito deMagdalena e instintivamente he corrido hacia ella.

Y volviéndose hacia el aya, añadió:

—Señora Braun, tengo el honor de saludarla.

Con cierta expresión de tristeza sonrió Antoñita al estrechar la manodel joven, pensando que también ella había gritado, sin que su vozllegase a los oídos de Amaury.

La institutriz no había visto nada, o mejor dicho, lo había visto todo,pero habíase detenido su mirada en la superficie de las cosas sin quererprofundizar.

—No se excuse, conde—dijo;—antes bien, convendría que con frecuenciase hiciese lo que usted hizo, para curar a esa criatura de suimpresionabilidad nerviosa. Debe eso consistir en su cavilosaimaginación. Creo yo que se ha construido para sí un mundo aparte en elcual busca refugio tan pronto como dejan de sujetarla al mundo material.No sé qué es lo que pasa en ese mundo; pero si esto continúa acabará deseguro por abandonar los dos, y entonces su existencia será el sueño yen sueño se convertirá su vida.

Magdalena clavó en el rostro del joven una amorosa mirada que parecíadecirle:

—De sobras sabes tú en quién pienso cuando estoy tan abstraída:¿verdad, Amaury?

Antonia, que sorprendió esta mirada se levantó, pareció quedar perplejaun instante y después, abandonando definitivamente su interrumpidalabor, sentose al piano y se puso a ejecutar de memoria una fantasía deThalberg.

Magdalena continuó bordando y Amaury ocupó un asiento a su lado.

II

El joven dijo a su amada en voz baja:

—¡Es un horrible tormento, Magdalena, el no poder vernos con libertad ya solas muy de tarde en tarde! ¿Crees que es casualidad o que tu padrelo ha dispuesto de este modo?

—No sé qué pensar, Amaury—respondió Magdalena.—Sólo puedo decirte quelo siento como tú. Cuando podíamos vernos a todas horas no sabíamosapreciar en su justo valor nuestra dicha.

No en vano dicen que la sombraes lo que hace que el sol sea deseable.

—¿Hay inconveniente en que hagas comprender a Antoñita que nosprestaría un señalado servicio alejando de aquí por un rato a la señoraBraun? Me parece que se queda aquí más por costumbre que por prudencia,y no creo que tu padre le haya dado el encargo de vigilarnos.

—Ya se me ha ocurrido muchas veces, y es el caso que no sé a quéatribuir el sentimiento que me veda el hacer eso. Siempre que abro laboca para hablar de ti a mi prima siento que se ahoga la voz en migarganta. Y sin embargo, no ignora ella que te quiero.

—También yo lo sé, Magdalena; pero necesito que me lo digas tú misma enalta voz. Para mí no hay dicha comparable a la que disfruto al verte, yasí y todo preferiría privarme de ella a tener que contemplarte antepersonas extrañas, frías e indiferentes que obligan al disimulo. Noacierto a expresarte lo que en este momento me mortifica semejantetiranía.

Magdalena se levantó y dijo sonriente:

—Amaury, ¿quieres ayudarme a buscar en el jardín algunas flores? Estoypintando un ramo y el que hice ayer se ha marchitado ya.

Antonia dejó el piano al oír esto y cruzando con ella una mirada deinteligencia repuso:

—Magdalena, no debes salir al aire libre y exponer tu salud con eltiempo frío y nebuloso que está haciendo. Ya iré yo.

¡Verás qué ramo tanprecioso voy a traerte! Señora Braun, hágame el favor de traerme aljardín el ramo que verá usted en un jarro del Japón sobre una mesita delcuarto de Magdalena, porque hay que hacerlo enteramente igual a ése.

Diciendo esto bajó a