Al Primer Vuelo by José María de Pereda - HTML preview

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La mayor de las hijas, pensando que caería bien allí un escrupulilloforzado, una atenuación irónica a lo dicho por la madre, apuntó cuatropalabras en este sentido; pero enseguida se las tachó con otra ironía laescribanilla segunda; replicó la primera con una pulla a su hermana;intervino la menor con una zumbita mortificante para las otras dos, yvolvieron a salirles a las tres los rosetones encarnados en lasmejillas, a temblarles la voz y los labios, y en las manos los abanicos,que crujían y se despedazaban entre los dedos convulsos... La Escribanamadre, bien conocedora de aquellos síntomas, para conjurar la tempestad,más o menos sorda, que barruntaba, reía a carcajada seca los dichos desus hijas, queriendo que los tomaran por chistes Nieves y don Alejandro,que se miraban atónitos delante de aquella singular escena.

Por fortuna para todos, entró don Ventura Gálvez, el párroco deVillavieja, hombre de pocas teologías, pero de mucha moral, risueño,sencillote y bondadoso como él solo. Era ya viejo, aunque bienconservado, y el único resto de lo que fue Cabildo de la Colegiata deVillavieja antes del Concordato que los suprimió. Quedóse allí comocoadjutor de la nueva parroquia, y a los pocos años ascendió a párroco.Le estimaba mucho don Alejandro, y le dio un abrazo apretadísimo.Tuteaba a las Escribanas, porque eran hijas suyas de confesión ypertenecían además a una de las congregaciones que dirigía él, y lesdijo algunas cuchufletas en cuanto las vio allí muy emperejiladas.

Conesto se conjuró la tormenta que amagaba estallar. Llevando don Alejandrola conversación al terreno de don Ventura, habló éste del estado en quese hallaba la Colegiata: bastante bueno.

Según los inteligentes, porqueél no lo era, el templo, sin ser un monumento de gran importancia, valíala pena de ser atendido, aun sin considerarle, como le consideraba élante todo, como casa de Dios. Era relativamente moderno, de estilogreco—

romano, bien lo sabía el señor Bermúdez; y aunque no rico por suornamentación, de cierta grandiosidad aparente... Para Villavieja, comola Catedral de Toledo. Los dos coadjutores (que ya vendrían a ver a donAlejandro, quizá en aquel mismo día) le ayudaban con celo y hasta conentusiasmo, y resultaban de ese modo bastante esmeradas y solemnes lasfunciones del culto.

Para el vecindario que tenía Villavieja, en rigor,en rigor, se necesitaba mayor personal que el que tenía la parroquia;pero habida cuenta de los tiempos que corrían, no se estaba mal deltodo.

Gracias a los buenos sentimientos de los villavejanos, en el templo nose carecía de nada de lo principal... con excepción del órgano, que a lomejor no sonaba, de puro viejo y remendado. Se trataba de adquirir otro,y ya se habían tanteado voluntades con bastante buen éxito... DonCesáreo, el marido de doña Lucrecia, había ofrecido una cantidadconsiderable, y mayor, si fuere necesaria. Dios era la Suma Bondad ycuidaba de todos, particularmente de los villavejanos, entre los cualesno arraigarían nunca las malas ideas... Últimamente había caído allí unasemillita de cizaña... cosa de nada; pero que, como todo lo malo,fructificaría si no se exterminaba a tiempo: el hijo de un tabernero malaconsejado; un chilindrín presuntuoso, un tal Maravillas, que con elpolvo de las aulas, o de los garitos, en la ropa, se había echado apredicar entre la gente menuda unas doctrinas endemoniadas, que corríanel peligro de tomar algún arraigo, por lo mismo que no eran entendidasni del predicador ni de los oyentes. Por eso había que vivir alerta.¡Semejante mequetrefe,

ignorantón

y

atrevido!

Últimamente

andabaempeñado en la obra, que llamaba él redentora, de publicar un periódico,que se imprimiría en la capital, porque allí, en Villavieja, no habíaimprenta todavía... ¡Tendría que leer lo que dijera ese periódicoescrito por un trastuelo que discurría y pensaba como Maravillas, en unapoblación de tan sanas ideas como Villavieja!

Se habló mucho de esto; se fueron las Escribanas, y entraron, casi unostras otros, el juez de primera instancia, el abogado Canales, Codillocon sus hijas, el médico don Cirilo, las Corvejonas y algunos notablesmás de la villa. Apenas se cabía en el testero del estrado donderecibían los señores de Peleches; y a estas apreturas y al respeto queinfundían allí los personajes graves, se debió, para suerte de los decasa, que ni las Corvejonas ni las de Codillo estuvieran en el lleno desus papeles, como habían estado en los suyos respectivos las Escribanasy Rufita González, y se marcharon pronto.

Cuando se sentaron a la mesa, muy corrida ya la una de la tarde, los dePeleches, Nieves sentía quebrantos en el cuerpo, como si hubiera rodadopor una montaña; y además estaba medio asustada con las cosas deaquellas mujeres tan parleteras, tan maldicientes y tan feroces. Leaterraba la idea de un trato frecuente con ellas, y pidió pormisericordia a su padre que la librara de ese suplicio.

Don Alejandro se reía de buena gana de estos temores de su hija, y laentretuvo mucho explicándole la verdadera substancia de aquellas cosasque la asustaban por no conocerlas tan bien como él. Desmenuzolasconvenientemente; separó a un lado lo que en ellas había de malo porresabios de localidad y faltas de verdadera educación, y a otro lo queera sano y noble, honradísimo y muy estimable en el fondo, y demostró asu hija, sin gran esfuerzo, que, cultivando por este lado y con sumotino y con poca frecuencia el trato de aquellas personas, hasta llegaríaa quererlas. De todas suertes, ella había ido a Peleches para hacer unavida a su gusto, sin agravio ni ofensa de los demás, y esa vida haríaallí.

Por la tarde continuaron las visitas, que subían a Peleches sudando elquilo, porque aquel día achicharraba el sol. Dígalo la Indiana madre,que se presentó con vestido de terciopelo, el mayor lujo de todos loscofres de la villa, arreglado por cuarta o quinta vez del que le regalósu Martín al casarse con ella.

Cerca ya del anochecer y cuando en Peleches no se esperaba a nadie,llegaron los Vélez de la Costanilla. Eran tres, lo único que quedaba yade los Butibambas de Villavieja: un señor don Gonzalo, alto, huesudo ypálido, con la cabeza calva y la cara muy rasurada, tieso corbatín ylevita negra muy ceñida, bastante pasada de moda y de uso. JuanitaVélez, doncella cuarentona, larga y enjuta, por el estilo de su padre,lacia de pelo, de buenos ojos y muy regulares facciones, vestida definas telas, pero muy antiguas; presuntuosamente simple el corte de suatalaje, pero también algo anticuado; y, por último, Manrique, el menorde los Vélez, hermano de Juanita, un giraldón desvaído y soso, con laboca muy grande y los dientes amarillos, mucho pie, largas piernas ybastante nuez. Era abogado por lujo, y por lujo consumía su juventudencerrado en el caserón de la Costanilla, por hábito de tener en poco alas gentes de Villavieja.

Aquella visita fue pesada y melancólica, y además muy molesta paraNieves, que estuvo incesantemente entre las miradas de los dos hermanos:las de Juanita, inquisidoras y mordicantes, y las de Manrique, voraces yhasta desvergonzadas.

Se cruzaron pocas palabras entre los tres; y deesas pocas, las de Nieves fueron monosílabos; las de Juanita,impertinencias, y las de Manrique, sandeces. Don Gonzalo, que leía LaÉpoca, habló un poco con don Alejandro de las audacias de los partidosextremos y de la decadencia de la aristocracia española por influjonecesario de las nuevas corrientes, de las que no se apartaba lo quedebía y a lo cual la obligaban sus gloriosas tradiciones y la altísimamisión que le estaba encomendada por la Historia, y hasta por laProvidencia divina... Esto le llevó como una seda a trazar un croquis desu vida en aquel centro minúsculo en que bullían y se agitaban, en lasdebidas proporciones,

los

mismos

instintos

malos

y

las

mismasconcupiscencias que en las grandes capitales. A Dios gracias, habíalogrado conservar hasta la fecha todo su prestigio y en la misma fuerzaen que le había heredado de sus mayores.

No concebía, en su clase, lavida de otro modo, ni podía acomodarse a ciertas artimañas y componendascon las clases inferiores, como hacían otros... porque así les ibamejor. Era cuestión de dignidad nativa, y no había que disputar sobreello.

No pensaba en semejante cosa el tuerto Bermúdez, que le escuchaba sinpestañear y bostezando a ratos; y eso que podía jurar que lo de lasartimañas y las componendas con las clases inferiores, iba con él porqueera rico y del solar de Peleches, y vivía en Sevilla, y tenía negocios yamigos de muchas castas en varias partes, incluso Villavieja; sabíatambién que los Vélez de la Costanilla le detestaban con cuanto lepertenecía, y que si venían a visitarle entonces era sólo por darselustre y venderle la fineza; sabía además que el resoplado Vélez, contodos aquellos pujos de idealismo aristocrático, era, so capa, el mayory más funesto intrigante que había en Villavieja, con excepción delotro, de Carreño, el de la Campada, que allá salía con él en intrigas yen agallas; y sabía, por último, que era relativamente pobre y pobrevanidoso, vivía retraído y envidioso y maldiciente, lo mismo que sushijos e igual que todos sus fidalgos progenitores. Lejos de pensar encontradecirle en nada el campechano Bermúdez, a todo le dijo «amén» porser ese el camino más derecho para llegar al fin de la visita, que eralo que más deseaba entonces.

Túvole al sonar las nueve de la noche; y los Vélez de la Costanilla sedespidieron y se marcharon con el mismo insípido ceremonial con que sehabían presentado en el solar de Peleches.

En cuanto se vio Nieves a solas con su padre, le dijo:

—Creo que estoy mala, papá, y que si vienen más visitas esta noche, memuero.

—Y yo también—respondió don Alejandro, recorriendo el salón a grandespasos para desentumecerse—. Pero no tengas cuidado, que no vendrán; ysi vinieran, perderían el viaje y el tiempo, porque voy a dar órdenespara que se cierren las puertas, como si nos hubiéramos muerto ozambullido ya en la cama...

Pero dime antes: de todas las visitas quenos han hecho hoy,

¿cuál te ha parecido la más molesta?

—La última—respondió Nieves sin vacilar—. Ésta de los Vélez. ¡Ay, quéestampas de escaparate! Siquiera las otras...

—Justo, resultan divertidas.

—Eso es.

—Pues aún te faltan otros ejemplares de primera: los Carreños de laCampada, rivales de los Vélez de la Costanilla, que acabas de conocer...y lo que Dios nos tenga destinado, hija mía; porque al paso que vamoshoy, no es fácil adivinar lo que sucederá mañana. De todas suertes, labatalla ha de durar pocos días...

Recuerda lo que don Claudio nos dijo.

—Sí; pero ¿y los del pago?

—Esos no te apuren: se toman a nuestra comodidad, o no se toman... o secorta por donde convenga; y que arda Troya si es preciso. A nosotros,¿qué? Por de pronto, cenaremos para cobrar fuerzas; y con eso y eldescanso de la cama, amanecerá Dios mañana y medraremos... ¡Catana!¡Catana!...

Se presentó la rondeña a los pocos momentos, con una carta en la mano, ymientras se la alargaba a su señor, la dijo éste:

—Que se cierren los portones de la calle y que nos preparen la cena aescape... ¿Quién ha traído esta carta?

—Un mandaero.

—¿Espera la respuesta?

—No, zeñó.

Abriola don Alejandro, que ya había entrevisto al pendolista en labastarda algo temblona del sobre; leyó la firma ante todo, y dijo aNieves:

—De quien yo me presumía por la letra.

—¿De quién, papá?

—Del famoso farmacéutico. A ver qué se le ocurre al bueno de donAdrián.

«Sr. D. Alejandro Bermúdez Peleches.

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»Mi amigo, señor y dueño: hallándome imposibilitado de salir hoy de éstasu casa por la torcedura de un pie (cosa de poca importancia); ausentemi hijo desde que se fue esta mañana a hacer una de las suyas, y noqueriendo ser el último de sus buenos amigos en dar a ustedes labienvenida, se la mando en estos renglones.

»Mientras llega la ocasión de dársela de palabra, tengo un señaladoplacer en repetirle que soy de usted verdadero amigo y seguro servidorq. s. m. b.

»Adrián Pérez.»

—Así habían de hacerse todas las visitas—dijo Nieves—, para que noresultaran pesadas.

—Pues precisamente es la de este perínclito boticario de las pocas, sino la única, que yo hubiera recibido hoy con verdadero placer. Tanto,que mañana mismo he de ir yo a verle.

—¡Ay, papá!—exclamó Nieves alarmada de veras—. ¿Y si vienen visitasestando yo sola?

—Ya se elegirá una hora conveniente—respondió su padre paratranquilizarla—. Y a mayor abundamiento, te llevaré conmigo, ytomaremos el aire de paso, y estiraremos los tendones; y si vienenvisitas, que vengan; y si se amoscan...

mejor... ¡canástoles! ¡Viva lalibertad de Peleches!

Y se fueron al comedor, triscando como dos chiquillos después de salirde clase.

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—VIII—

En el casino

L de Villavieja tenía bien poco que ver y mucho menos que admirar. Estoya se sabe por referencia de don Claudio Fuertes; pero una cosa essaberlo de oídas, y otra muy diferente verlo con los ojos de la cara;subir por su escalera angosta, entre la tienda de Periquet y el Bazardel Papagayo; sentir estremecerse los peldaños desnivelados, debajo delos pies; abocar al vestíbulo mal oliente, obscuro, casi tenebroso dedía, con algunas perchas desiguales y una bastonera de listones, larga yestrecha; echarse a la ventura por cualquiera de los dos pasadizos quearrancan de allí, uno a la derecha y otro a la izquierda, con el sueloesponjoso y temblón, de puro viejo, y ver aquí un cuarto lleno decajones vacíos, de quinqués desvencijados, de montones de periódicos dedesecho y de vasijas quebradas; más allá un tabuco con honores desecretaría, conteniendo un estante de pino con papeles y algunos librosde cuentas, cuatro sillas ordinarias y una mesa con tapete verde,cartapacio de badana y escribanía de azófar; un saloncillo después conuna mesa larga con media docena de periódicos encima y buen número desillas alrededor, un armariote entre dos huecos de la pared con algunoslibros maltratados y varias colecciones de la Gaceta, un reló de cajaen un testero, y en el de enfrente un calendario debajo de un grananuncio encuadrado de los chocolates de Matías López, y dos quinqués,con reflectores de latón, colgados del techo sobre la mesa. Todo aquelloera el

«gabinete de lectura». Frontero a él, es decir, en el otroextremo del corredor y con luces a la plaza, el gran salón: la mejorpieza del Casino; salón de tertulia, de tresillo, de billar y de café almismo tiempo, y de baile cuando llegaba el caso. Entonces se arrimaban ala pared las sillas de paja y las cuatro butacas descoyuntadas ybisuntas que ordinariamente andaban de acá para allá al capricho de losdesocupados; se amontonaban las mesitas y los veladores en el cuartoobscuro ya conocido, y en la leonera y otro cuarto más por el estilo,que había a su lado, o en la cocina, y se convertía la mesa de billar enmesa de ambigú vistosamente adornada, en la cual se destacaban y lucíanmucho las pilas de azucarillos y las bebidas refrigerantes en lacristalería de

Periquet;

se

encendían

las

dos

docenas

de

velascorrespondientes a otras tantas palomillas de quita y pon que había a lolargo de las paredes y en cada cara de los dos pies derechos del medio;y con esto y unas colgaduras de tul de tres colores en las puertas, yunas guirnaldas de flores contrahechas, serpeando poste arriba en losdos mencionados, y con quemarse allí unas pastillas del Serrallo, omedio real de alhucema, resultaba el salón muy oriental y hastaespléndido, en opinión de los más descontentadizos y exigentesvillavejanos.

La mesa de billar, por razón de la luz que necesitaban de día losjugadores, estaba en una de las cabeceras del salón, cerca de uno de lostres balcones que daban a la plaza. Los tresillistas, por alejarse todolo posible del ruido que de ordinario se hacía en la mesa y alrededor deella, entre jugadores, choque de bolas, cántico del pinche, matraqueodel bombo, que era de hojalata, y comentarios y disputas de mirones ytertulianos, ocupaban la cabecera opuesta, a más de treinta pasos dedistancia, porque el salón era enorme. Tenía el servicio de la casa,desde tiempo inmemorial, ajustado a una tarifa votada en junta generalde socios, con asistencia del contratista, un cafetero establecido en lacalle trasera, en un local de muy mala traza; pero, según fama, cumplíabien sus compromisos, y hasta gozaban de mucho crédito sus géneros, sudiligencia, y particularmente sus limonadas en la estación de verano.

Y no había otra cosa digna de mencionarse en el Casino de Villavieja.

Aquella tarde, o más bien, aquel anochecer, había, como de costumbre atales horas, poca gente en el gran salón. En las mesas de tresillo,nadie; en los veladores inmediatos, lo mismo; en el sofá de gutaperchajironeada y en las cuatro butacas contiguas a él, Maravillas y dos«chicos de la redacción», hablando u oyendo leer, muy por lo bajo, a unode ellos unos papelucos. Cerca de la mesa de billar, tomando caféarrimados a un velador, el fiscal y dos amigos; y jugando chapó, conel estrépito de siempre, el Ayudante de Marina y Leto Pérez elfarmacéutico: el primero sin corbata y con el cuello y el chalecodesabotonados; el segundo lo mismo, y además en mangas de camisa;licencias muy justificadas en aquella ocasión, porque tal era el calorque hacía, que «se asaban los pájaros», al decir del hijo del boticariosin apartarse mucho de lo cierto.

A pesar de este calor y de la peste que daban los dos reverberos depetróleo colgados sobre la mesa, recientemente encendidos, aunque amedia luz todavía por recomendación del conserje, muy encarecida almuchacho que apuntaba; a pesar de esto, y de llevar más de dos horasjugando, ni el Ayudante ni Leto mostraban señales de cansancio.Particularmente Leto, parecía endurecerse y animarse con la pesadumbredel calor y los esfuerzos de la brega. Le faltaba tiempo para todo:apenas se detenía su bola, largaba el tacazo y tomaba la contraria casial vuelo; agarrado a la baranda, veía correr las tres, porque a no estaren mano una de ellas, a las tres ponía en movimiento disparatado, y lasseguía y arreaba con los ojos; y como siempre hacía algo, cuando no lohacía todo, palos, carambola, pérdida y dos billas, con un estruendoespantoso (porque el paño tenía heridas y recosidos, y las bolasdesconchados, y sonaban sobre el tablero como si llevaran clavos deresalto), las sacaba de las troneras y plantaba los palos antes que elpinche acabara de cantar el golpe. Al Ayudante le daba siete tantos y lasalida, si la quería; y así y todo le llevaba de calle, porque no habíadefensa posible contra un modo de jugar como el de Leto. Y cuidado queel Ayudante jugaba bien; pero como no lograra pegar al otro a labaranda, cosa perdida. Con una cuarta de taco que pudiera meter en lamesa el farmacéutico, golpe hecho por donde menos podía esperarse. Parauna fuerza inicial como llevaba su bola, no había nada seguro en lamesa, ni en las inmediaciones las más de las veces. El Ayudantedesfogaba sus contrariedades llamándole san Bruno, y chiripero, yleñador y otras cosas parecidas. Leto le concedía que le salía bastantemás de lo que tiraba; pero no que estuvieran bien aplicados loscalificativos aquellos. Y sobre eso porfiaban a cada instante y apelabanal juicio de los mirones, ¡y daba Leto cada carcajada y decía cadacosa!...

Porque aunque todo lo tomaba con calor, rara vez se incomodaba. Teníaeso de bueno, por de pronto; amén de la estampa, que no era mala porningún lado que se la mirase. Al contrario, reparando mucho en ella ysabiendo mirar, había momentos en que resultaba hasta hermosa. Leto erafornido, sin ser basto ni mucho menos; ágil y bien destrabado demiembros, de mirar noble e inteligente, sano color y correctasfacciones; la barba, de un matiz castaño obscuro, nutrida, suave y bien puesta; el pelo semejante a la barba; los dientes sanos yblanquísimos; la boca no grande y fresca, y el cuello, que entoncesestaba al descubierto, limpio, blanco y redondo como una pieza demármol. Pues siendo así al pormenor, sólo en determinados momentos, comose ha dicho, resultaba, en conjunto, hermoso en el sentido estético dela palabra. La razón de este contrasentido, que pocos trataban deinvestigar (uno de ellos don Claudio Fuertes, que tan conocido le tenía,y, sin embargo, se le pintó a don Alejandro de la manera indecisa que sevio en su carta), la hallaría un fisiólogo de tres al cuarto con sóloreparar cómo jugaba y discutía y razonaba y se conducía en todo, conrelación a los que le oían o le miraban, el hijo de don Adrián Pérez, yla irá conociendo el lector según le vaya tratando.

El caso es, a la presente, que Leto llevaba de calle al Ayudante; que elAyudante se picaba; que Leto se defendía a su manera; que el fiscal ysus colaterales les embrollaban el pleito para enzarzarlos más en él;que el pinche dio una vuelta a los tornillos de los reverberos, porqueya no se veía lo necesario para jugar la última mesa comenzada delúltimo partido; y que en este estado de cosas se marcharon los dosamigos de Maravillas; se sentó éste junto al velador más próximo albillar por el lado de cabaña, y «variando de conversación», preguntóel fiscal al mozo farmacéutico que engredaba la suela de su taco enaquel instante, después de haberse limpiado el sudor de la frente conuna manga de su camisa, si había ido a visitar al Macedonio.

—Y ¿quién es el Macedonio?—preguntó a su vez Leto candorosamente.

—Me parece que bien claro está—replicó el otro muy serio—.

El señorde Bermúdez Peleches.

—No veo yo esa claridad...

—Hombre—añadió el fiscal repantigándose en su silla y metiendo lospulgares por las sisas del chaleco—: un Alejandro que tiene porhermanos a un Héctor y un Aquiles, no puede ni debe ser otro de menortalla que el de Macedonia, el Magno, que llamamos la Historia y yo.Además, según mis noticias, es tuerto como su ilustre padre, el jumistaFilipo. Otro rasgo de familia...

Se celebró mucho la ocurrencia por todos los presentes, inclusoMaravillas, que por aquella vez no usó la sonrisita a que le obligaba decontinuo su papel de librepensador propagandista; por todos, menos porLeto, que se quedó mirando de hito en hito al fiscal... hasta que depronto soltó una carcajada.

—¡Carape!—exclamó enseguida—, que está de molde el apodo.

—Gracias, muchacho—dijo muy serio el fiscal.

—Vamos, que quedará como otros muchos.

—No lo dije por tanto; y hasta lo sentiría, porque tengo los mejoresantecedentes de ese caballero, y en especial, de su hija.

Dicen que escosa excelente... Pero ¿en qué quedamos? ¿ha ido usted o no ha ido averlos?

—¡Yo!... ¿a qué santo?

—Al santo de que ha ido media Villavieja... ¡Canario, cómo se conoceque tienen guita larga!

—Pues mire usted... (Allá va eso, Ayudante... Vaya usted contando: lacarrerita del medio, carambola y billa... Aguarde usted, que también elmingo se va a colar... ¡Se coló!... Dos y seis, ocho; y seis, catorce.Apunta, muchacho.) Pues iba a decir que, sin que yo tenga personalmentenada que ver con ellos, ni los conozca siquiera más que de oídas, es locierto también que, por una casualidad, no estuve ayer en Peleches depunta en blanco, y que por poco más de lo mismo, no he subido hoy allá.

—¡No le dije yo? A ver eso, hombre.

—Y ¿qué ha de verse? Lo que le dije al principio: que nada tengo quehacer en Peleches, y que por eso no he ido.

—Como decía usted que por una casualidad...

—(Apunta eso más, muchacho... y no se queme, Ayudante. Ya sabe que soyun segador chiripero.) Lo decía por mi padre.

—Ahora lo entiendo menos.

—Mi padre es muy amigo de don Alejandro desde que éste andaba por acá.Ayer se torció un pie.

—¿Quién? ¿don Alejandro?

—No, señor: mi padre.

—Corriente.

—Torciéndose un pie... poca cosa... ya está casi bien. (¡De maestro,señor Ayudante, de maestro! Pérdida con tres palos, y cubierto yo; yademás pegado como una ostra... ¡Carape!...

Vamos, un tanto más parausted...) Pues torciéndose un pie mi padre en un hoyo de la botica, nopudo subir ayer a Peleches a saludar a ese señor; y no pudiendo subir,le escribió una esquelita a última hora de la tarde, al ver que yo novolvía.

—¿De dónde?

—De voltejear por afuera. Porque él había pensado que hiciera yo lavisita en su lugar... (Otro golpe bueno, Ayudante. A ese paso, me lalleva usted. Pero ya nos veremos un poco más allá.

Estamos veinticuatropor diez y ocho... ¿no es así? Me faltan doce... cuestión de un golpe odos... ¡Ajá!... Apúntame esos cinco tantos por de pronto.) Al volver yade noche, me lo contó mi padre con lo de la torcedura, que ocurriódespués de salir yo de casa donde le dejé arreglándose para subir.

—¿Adónde?

—A Peleches... ¡Y quería que yo le acompañara!... Como ha querido hoyque subiera a decirles que todavía continuaba él sin poder salir de labotica...

—Y bien querido.

—¡Quite usted allá, hombre!... ¡Pues soy yo a propósito para esasembajadas y esos!... Todavía ayer, si hubiera estado en casa, porcomplacer a mi padre y no tener disculpa de fuste para lo contrario...¡pero hoy, estando él ya para subir de un momento a otro, y después dela carta de anoche!... (¡Carape!... se me pasó la bola... Vaya otrorespirito más para la agonía de usted, Ayudante.)

—Pero ¿por qué se resiste usted tanto a complacer a su padre en unasunto tan hacedero y llano y hasta gustoso?

—Por demás lo sabe usted, fiscal: porque no sirvo yo para esas cosas...vamos, que me pego a la pared lo mismo que un animalejo.

—Pamemas. Diga usted que le gusta lo cómodo, y acabemos...

—Que es la pura verdad, hombre: que soy así.

—Para lo que le conviene.

—¡Lo mismo que Dios está en los cielos!

Esto lo dijo Leto preparándose a jugar por la baranda de arriba; y aloírlo Maravillas, le soltó desde enfrente una sonrisita de las másacentuadas de las suyas. Leto la pescó en el aire, y casi se sintiómortificado; pero estaba más atento que a esas cosas, a la jugada queacababa de prepararle un descuido de su contrario.

—Así se los ponían a Fernando séptimo—dijo el fiscal, repitiendo unafrase tradicional en los billares, en idénticos casos; es decir, cuandoqueda la bola contraria entre la del jugador y los palos y en línearecta, para fusilar.

—¿Se tira esto?—preguntó Leto al Ayudante repitiendo otra frase debillar.

—Y con mucho cuidado—contestó el Ayudante, dándose por muerto.

—Pues allá va.