Aguas Fuertes by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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EL PÁJARO EN LA NIEVE

(NOVELA)

Era ciego de nacimiento. Le habían enseñado lo único que los ciegossuelen aprender, la música; y fue en este arte muy aventajado. Su madremurió pocos años después de darle la vida; su padre, músico mayor de unregimiento, hacía un año solamente. Tenía un hermano en América que nodaba cuenta de sí; sin embargo, sabía por referencias que estaba casado,que tenía dos niños muy hermosos y ocupaba buena posición. El padreindignado, mientras vivió, de la ingratitud del hijo, no quería oír sunombre; pero el ciego le guardaba todavía mucho cariño; no podía menosde recordar que aquel hermano, mayor que él, había sido su sostén en laniñez, el defensor de su debilidad contra los ataques de los demáschicos, y que siempre le hablaba con dulzura. La voz de Santiago, alentrar por la mañana en su cuarto diciendo: «¡Hola, Juanito! arriba,hombre, no duermas tanto,» sonaba en los oídos del ciego más grata yarmoniosa que las teclas del piano y las cuerdas del violín. ¿Cómo sehabía trasformado en malo aquel corazón tan bueno? Juan no podíapersuadirse de ello, y le buscaba un millón de disculpas: unas vecesachacaba la falta al correo; otras se le figuraba que su hermano noquería escribir hasta que pudiera mandar mucho dinero; otras pensaba queiba a darles una sorpresa el mejor día presentándose cargado de millonesen el modesto entresuelo que habitaban: pero ninguna de estasimaginaciones se atrevía a comunicar a su padre: únicamente cuando éste,exasperado, lanzaba algún amargo apóstrofe contra el hijo ausente, seatrevía a decirle: «No se desespere V., padre; Santiago es bueno; me dael corazón que ha de escribir uno de estos días.»

El padre se murió sin ver carta de su hijo mayor, entre un sacerdote quele exhortaba y el pobre ciego que le apretaba convulso la mano, como sitratase de retenerle a la fuerza en este mundo. Cuando quisieron sacarel cadáver de casa sostuvo una lucha frenética, espantosa, con losempleados fúnebres. Al fin se quedó solo; pero ¡qué soledad la suya! Nipadre, ni madre, ni parientes, ni amigos: hasta el sol le faltaba, elamigo de todos los seres creados. Pasó dos días metido en su cuarto,recorriéndolo de una esquina a otra como un lobo enjaulado, sin probaralimento. La criada, ayudada por una vecina compasiva, consiguió al caboimpedir aquel suicidio: volvió a comer y pasó la vida desde entoncesrezando y tocando el piano.

El padre, algún tiempo antes de morir, había conseguido que le diesenuna plaza de organista en una de las iglesias de Madrid, retribuida concatorce reales diarios: no era bastante, como se comprende, parasostener una casa abierta, por modesta que fuese; así que, pasados losprimeros quince días, nuestro ciego vendió por algunos cuartos, muypocos por cierto, el humilde ajuar de su morada, despidió a la criada yse fue de pupilo a una casa de huéspedes pagando ocho reales; los seisrestantes le bastaban para atender a las demás necesidades. Durantealgunos meses vivió el ciego sin salir a la calle más que para cumplirsu obligación; de casa a la iglesia, y de la iglesia a casa. La tristezale tenía dominado y abatido de tal suerte, que apenas despegaba loslabios; pasaba las horas componiendo una gran misa de requiem quecontaba se tocase por la caridad del párroco en obsequio del alma de sudifunto padre; y ya que no podía decirse que tenía los cinco sentidospuestos en su obra, porque carecía de uno, sí diremos que se entregaba aella con alma y vida.

El cambio de ministerio le sorprendió cuando aún no la había terminado:no sé si entraron los radicales, o los conservadores, o losconstitucionales; pero entraron algunos nuevos. Juan no lo supo sinotarde y con daño. El nuevo gabinete, pasados algunos días, juzgó queJuan era un organista peligroso para el orden público, y que desde loalto del coro, en las vísperas y misas solemnes, roncando y zumbando contodos los registros del órgano, le estaba haciendo una oposiciónverdaderamente escandalosa. Como el ministerio entrante no estabadispuesto, según había afirmado en el Congreso por boca de uno de susmiembros más autorizados, «a tolerar imposiciones de nadie,» procedióinmediatamente y con saludable energía a dejar cesante a Juan,buscándole un sustituto que en sus maniobras musicales ofreciese másgarantías o fuese más adicto a las instituciones. Cuando le notificaronel cese, nuestro ciego no experimentó más emoción que la sorpresa; alláen el fondo casi se alegró, porque le dejaban más horas desocupadas paraconcluir su misa. Solamente se dio cuenta de su situación cuando al findel mes se presentó la patrona en el cuarto a pedirle dinero; no lotenía, porque ya no cobraba en la iglesia; fue necesario que llevase aempeñar el reloj de su padre para pagar la casa. Después se quedó otravez tan tranquilo y siguió trabajando sin preocuparse de lo porvenir.Mas otra vez volvió la patrona a pedirle dinero, y otra vez se vioprecisado a empeñar un objeto de la escasísima herencia paterna; era unanillo de diamantes. Al cabo ya no tuvo qué empeñar. Entonces, porconsideración a su debilidad, le tuvieron algunos días más de cortesía,muy pocos, y después le pusieron en la calle, gloriándose mucho dedejarle libre el baúl y la ropa, ya que con ella podían cobrarse de lospocos reales que les quedaba a deber.

Buscó una nueva casa, pero no pudo alquilar piano, lo cual le causó unainmensa tristeza; ya no podía terminar su misa. Todavía fue algún tiempoa casa de un almacenista amigo y tocó el piano a ratos; no tardó, sinembargo, en observar que se le iba recibiendo cada vez con menosamabilidad, y dejó de ir por allá.

Al poco tiempo le echaron de la nueva casa, pero esta vez quedándose conel baúl en prenda. Entonces comenzó para el ciego una época tanmiserable y angustiosa, que pocos se darán cuenta cabal de los dolores,mejor aún, de los martirios que la suerte le deparó. Sin amigos, sinropa, sin dinero, no hay duda que se pasa muy mal en el mundo; mas si aesto se agrega el no ver la luz del sol, y hallarse por lo mismoabsolutamente desvalido, apenas si alcanzamos a divisar el límite deldolor y la miseria. De posada en posada, arrojado de todas poco despuésde haber entrado, metiéndose en la cama para que le lavasen la únicacamisa que tenía, el calzado roto, los pantalones con hilachas pordebajo, sin cortarse el pelo y sin afeitarse, rodó Juan por Madrid no sécuánto tiempo. Pretendió, por medio de uno de los huéspedes que tuvo,más compasivo que los demás, la plaza de pianista en un café. Al fin sela otorgaron, pero fue para despedirle a los pocos días: la música deJuan no agradaba a los parroquianos del Café de la Cebada; no tocabajotas, ni polos, ni sevillanas, ni cosa ninguna flamenca, ni siquierapolkas; pasaba la noche interpretando sonatas de Beethoven y conciertosde Chopín: los concurrentes se desesperaban al no poder llevar elcompás con las cucharillas.

Otra vez volvió a rodar el mísero por los sitios más hediondos de lacapital. Algún alma caritativa, que por casualidad se enteraba de suestado, socorríale indirectamente, porque Juan se estremecía a la ideade pedir limosna. Comía lo preciso para no morirse de hambre en algunataberna de los barrios bajos, y dormía por cuatro cuartos entre mendigosy malhechores en un desván destinado a este fin. En cierta ocasión lerobaron, mientras dormía, los pantalones, y le dejaron otros de drilremendados. Era en el mes de Noviembre.

El pobre Juan, que siempre había guardado en el pensamiento la quimerade la venida de su hermano, ahogado ahora por la desgracia, comenzó aalimentarla con afán. Hizo que le escribiesen a la Habana, sin ponerseñas a la carta porque no las sabía; procuró informarse si le habíanvisto, aunque sin resultado; y todos los días se pasaba algunas horaspidiendo a Dios de rodillas que le trajese en su auxilio. Los únicosmomentos felices del desdichado eran los que pasaba en oración en elángulo de alguna iglesia solitaria: oculto detrás de un pilar,aspirando los acres olores de la cera y la humedad, escuchando elchisporroteo de los cirios y el leve rumor de las plegarias de los pocosfieles distribuidos por las naves del templo, su alma inocente dejabaeste mundo, que tan cruelmente le trataba, y volaba a comunicarse conDios y su Madre Santísima. Tenía la devoción de la Virgen profundamentearraigada en el corazón desde la infancia: como apenas había conocido asu madre, buscó por instinto en la de Dios la protección tierna yamorosa que sólo la mujer puede dispensar al niño; había compuesto enhonor suyo algunos himnos y plegarias, y no se dormía jamás sin besardevotamente el escapulario del Carmen que llevaba al cuello.

Llegó un día, no obstante, en que el cielo y la tierra le desampararon.Arrojado de todas partes, sin tener un pedazo de pan que llevarse a laboca, ni ropa con que preservarse del frío, comprendió el cuitado conterror que se acercaba el instante de pedir limosna. Trabose una luchadesesperada en el fondo de su espíritu; el dolor y la vergüenzadisputaron palmo a palmo el terreno a la necesidad; las tinieblas que lerodeaban hacían aún más angustiosa esta batalla. Al cabo, como era deesperar, venció el hambre. Después de pasar muchas horas sollozando ypidiendo fuerzas a Dios para soportar su desdicha, resolviose a implorarla caridad; pero todavía quiso el infeliz disfrazar la humillación, ydecidió cantar por las calles de noche solamente. Poseía una vozregular, y conocía a la perfección el arte del canto; mas tropezó con ladificultad de no tener medio de acompañarse. Al fin, otro desgraciado,que no lo era tanto como él, le facilitó una guitarra vieja y rota, ydespués de arreglarla del mejor modo que pudo, y después de derramarabundantes lágrimas, salió cierta noche de Diciembre a la calle. Elcorazón le latía fuertemente; las piernas le temblaban; cuando quisocantar en una de las calles más céntricas, no pudo; el dolor y lavergüenza habían formado un nudo en su garganta. Arrimose a la pared deuna casa, descansó algunos instantes, y repuesto un tanto, empezó acantar la romanza de tenor del primer acto de La Favorita. Llamódesde luego la atención de los transeúntes un ciego que no cantabapeteneras o malagueñas, y muchos hicieron círculo en torno suyo, y nopocos, al observar la maestría con que iba venciendo las dificultades dela obra, se comunicaron en voz baja su sorpresa y dejaron algunoscuartos en el sombrero, que había colgado del brazo. Terminada laromanza, empezó el aria del cuarto acto de La Africana. Pero se habíareunido demasiada gente a su alrededor, y la autoridad temió que estofuese causa de algún desorden, pues era cosa averiguada para los agentesde orden público que las personas que se reúnen en la calle a escuchar aun ciego demuestran por este hecho instintos peligrosos de rebelión,cierta hostilidad contra las instituciones, una actitud, en fin,incompatible con el orden social y la seguridad del Estado. Por lo cualun guardia cogió a Juan enérgicamente, por el brazo y le dijo:

—A ver; retírese V. a su casa inmediatamente, y no se pare V. enninguna calle.

—Pero yo no hago daño a nadie.

—Esta V. impidiendo el tránsito. Adelante, adelante, si no quiere V. ira la prevención.

Es realmente consolador el ver con qué esmero procura la autoridadgubernativa que las vías públicas se hallen siempre limpias de ciegosque canten. Y yo creo, por más que haya quien sostenga lo contrario, quesi pudiese igualmente tenerlas limpias de ladrones y asesinos, nodejaría de hacerlo con gusto.

Retirose a su zahúrda el pobre Juan, pesaroso, porque tenía buencorazón, de haber comprometido por un instante la paz intestina y dadopie para una intervención del poder ejecutivo. Había ganado cinco realesy un perro grande. Con este dinero comió al día siguiente, y pagó elalquiler del miserable colchón de paja en que durmió. Por la noche tornóa salir y a cantar trozos de ópera y piezas de canto: vuelta a reunirsela gente en torno suyo y vuelta a intervenir la autoridad gritándole conenergía: — Adelante, adelante.

¡Pero si iba adelante no ganaba un cuarto, porque los transeúntes nopodían escucharle! Sin embargo, Juan marchaba, marchaba siempre porquele estremecía, más que la muerte, la idea de infringir los mandatos dela autoridad, y turbar, aunque fuese momentáneamente, el orden de supaís.

Cada noche se iban reduciendo más sus ganancias. Por un lado lanecesidad de seguir siempre adelante, y por otro la falta de novedad,que en España se paga siempre muy cara, le iban privando todos los díasde algunos céntimos. Con los que traía para casa al retirarse apenaspodía introducir en el estómago algo para no morirse de hambre. Susituación era ya desesperada. Sólo un punto luminoso seguía viendotenazmente el desgraciado entre las tinieblas de su congojoso estado:este punto luminoso era la llegada de su hermano Santiago. Todas lasnoches, al salir de casa con la guitarra colgada del cuello, se leocurría el mismo pensamiento:—«Si Santiago estuviese en Madrid y meoyese cantar, me conocería por la voz.» Y esta esperanza, mejor dicho,esta quimera, era lo único que le daba fuerzas para soportar la vida.

Llegó otro día, no obstante, en que la angustia y el dolor no conocieronlímites. En la noche anterior no había ganado más que seis cuartos.¡Había estado tan fría! Como que amaneció Madrid envuelto en una sábanade nieve de media cuarta de espesor. Y todo el día siguió nevando sincesar un instante, lo cual les tenía sin cuidado a la mayoría de lagente, y fue motivo de regocijo para muchos aficionados a la estética.Los poetas que gozaban de una posición desahogada, muy particularmente,pasaron gran parte del día mirando caer los copos al través de loscristales de su gabinete, y meditando lindos e ingeniosos símiles deesos que hacen gritar al público en el teatro «¡bravo, bravo!» u obligana exclamar cuando se leen en un tomo de versos: «¡qué talento tiene estejoven!»

Juan no había tomado más alimento que una taza de café de ínfima clase yun panecillo. No pudo entretener el hambre contemplando la hermosura dela nieve, en primer lugar, porque no tenía vista; y en segundo, porqueaunque la tuviese, era difícil que al través de la reja de vidrioempañada y sucia de su desván pudiera verla. Pasó el día acurrucadosobre el colchón, recordando los días de la infancia y acariciando ladulce manía de la vuelta de su hermano. Al llegar la noche, apretado porla necesidad, desfallecido, bajó a la calle a implorar una limosna. Yano tenía guitarra; la había vendido por tres pesetas en un momentoparecido de apuro.

La nieve caía con la misma constancia, puede decirse con el mismoencarnizamiento. Las piernas le temblaban al pobre ciego lo mismo que eldía primero en que salió a cantar; pero esta vez no era de vergüenza,sino de hambre. Avanzó como pudo por las calles, enfangándose hasta másarriba del tobillo: su oído le decía que no cruzaba apenas ningúntranseúnte; los coches no hacían ruido, y estuvo expuesto a seratropellado por uno. En una de las calles céntricas se puso al fin acantar el primer pedazo de ópera que acudió a sus labios: la voz salíadébil y enronquecida de la garganta; nadie se acercaba a él ni siquierapor curiosidad. «Vamos a otra parte,» se dijo, y bajó por la Carrera deSan Jerónimo, caminando torpemente sobre la nieve, cubierto ya de unblanco cendal y con los pies chapoteando agua. El frío se le ibametiendo por los huesos; el hambre le producía un fuerte dolor en elestómago. Llegó un momento en que el frío y el dolor le apretaron tanto,que se sintió casi desvanecido, creyó morir, y elevando el espíritu a laVirgen del Carmen, su protectora, exclamó con voz acongojada: «¡Madremía, socórreme!» Y después de pronunciar estas palabras, se sintió unpoco mejor y marchó, o más propiamente, se arrastró hasta la plaza delas Cortes: allí se arrimó a la columna de un farol, y, todavía bajo laimpresión del socorro de la Virgen, comenzó a cantar el Ave María, deGounod, una melodía a la cual siempre había tenido mucha afición. Peronadie se acercaba tampoco. Los habitantes de la villa estaban todosrecogidos en los cafés y teatros, o bien en sus hogares haciendo bailara sus hijos sobre las rodillas al amor de la lumbre. Seguía cayendo lanieve pausada y copiosamente, decidida a prestar asunto al día siguientea todos los revisteros de periódicos para encantar a sus aficionadoscon una docena de frases delicadas. Los transeúntes que casualmentecruzaban lo hacían apresuradamente, arrebujados en sus capas y tapándosecon el paraguas. Los faroles se habían puesto el gorro blanco de dormir,y dejaban escapar melancólica claridad. No se oía ruido alguno si no erael rumor vago y lejano de los coches, y el caer incesante de los coposcomo un crujido levísimo y prolongado de sedería. Sólo la voz de Juanvibraba en el silencio de la noche saludando a la Madre de losDesamparados. Y su canto, más que himno de salutación, parecía un gritode congoja algunas veces; otras, un gemido triste y resignado que helabael corazón más que el frío de la nieve.

En vano clamó el ciego largo rato pidiendo favor al cielo; en vanorepitió el dulce nombre de María un sinnúmero de veces, acomodándolo alos diversos tonos de la melodía. El cielo y la Virgen estaban lejos, alparecer, y no le oyeron; los vecinos de la plaza estaban cerca, pero noquisieron oírle. Nadie bajó a recogerlo; ningún balcón se abriósiquiera para dejar caer sobre él una moneda de cobre. Los transeúntes,como si viniesen perseguidos de cerca por la pulmonía, no osabandetenerse.

Al fin ya no pudo cantar más: la voz espiraba en la garganta; laspiernas se le doblaban; iba perdiendo la sensibilidad en las manos. Dioalgunos pasos y se sentó en la acera al pie de la verja que rodea eljardín. Apoyó los codos en las rodillas y metió la cabeza entre lasmanos. Y pensó vagamente en que había llegado el último instante de suvida; y volvió a rezar fervorosamente implorando la misericordia divina.

Al cabo de un rato percibió que un transeúnte se paraba delante de él yse sintió cogido por el brazo. Levantó la cabeza, y sospechando quesería lo de siempre, preguntó tímidamente:

—¿Es V. algún guardia?

—No soy ningún guardia—repuso el transeúnte,—pero levántese V.

—Apenas puedo, caballero.

—¿Tiene V. mucho frío?

—Sí, señor… y además no he comido hoy.

—Entonces, yo le ayudaré… vamos… ¡arriba!

El caballero cogió a Juan por los brazos y le puso en pie; era un hombrevigoroso.

—Ahora apóyese V. bien en mí y vamos a ver si hallamos un coche.

—¿Pero dónde me lleva V.?

—A ningún sitio malo ¿tiene V. miedo?

—¡Ah! no: el corazón me dice que es V. una persona caritativa.

—Vamos andando… a ver si llegamos pronto a casa para que V. se sequey tome algo caliente.

—Dios se lo pagará a V. caballero… la Virgen se lo pagará… Creí queiba a morirme en ese sitio.

—Nada de morirse… no hable V. de eso ya. Lo que importa ahora es darpronto con un simón… Vamos adelante… ¿qué es eso; tropieza V.?

—Sí, señor; creo que he dado contra la columna de un farol… ¡Como soyciego!

—¿Es V. ciego?—preguntó vivamente el desconocido.

—Sí, señor.

—¿Desde cuándo?

—Desde que nací.

Juan sintió estremecerse el brazo de su protector; y siguieron caminandoen silencio. Al cabo éste se detuvo un instante y le preguntó con vozalterada.

—¿Cómo se llama V.?

—Juan.

—¿Juan qué?

—Juan Martínez.

—Su padre de V. Manuel, ¿verdad? músico mayor del tercero de artillería¿no es cierto?

—Sí, señor.

En el mismo instante el ciego se sintió apretado fuertemente por unosbrazos vigorosos que casi le asfixiaron y escuchó en su oído una voztemblorosa que exclamó:

—¡Dios mío, qué horror y qué felicidad! Soy un criminal, soy tu hermanoSantiago.

Y los dos hermanos quedaron abrazados y sollozando algunos minutos enmedio de la calle. La nieve caía sobre ellos dulcemente.

Santiago se desprendió bruscamente de los brazos de su hermano ycomenzó a gritar salpicando sus palabras con fuertes interjecciones:

—¡Un coche, un coche! ¿no hay un coche por ahí?… ¡maldita sea misuerte! Vamos, Juanillo, haz un esfuerzo; llegaremos pronto al puesto…¿Pero señor, dónde se meten los coches…? Ni uno sólo cruza por aquí…Allá lejos veo uno… ¡gracias a Dios!… ¡Se aleja el maldito!… Aquíestá otro… éste ya es mío. A ver cochero… cinco duros si V. noslleva volando al hotel número diez de la Castellana…

Y cogiendo a su hermano en brazos como si fuera un chico lo metió en elcoche y detrás se introdujo él. El cochero arreó a la bestia y elcarruaje se deslizó velozmente y sin ruido sobre la nieve. Mientrascaminaban, Santiago teniendo siempre abrazado al pobre ciego, le contórápidamente su vida. No había estado en Cuba, sino en Costa Rica, dondejuntó una respetable fortuna; pero había pasado muchos años en el campo,sin comunicación apenas con Europa; escribió tres o cuatro veces pormedio de los barcos que traficaban con Inglaterra y no obtuvorespuesta. Y siempre pensando en tornar a España al año siguiente, dejóde hacer averiguaciones proponiéndose darles una agradable sorpresa.Después se casó y este acontecimiento retardó mucho su vuelta. Perohacía cuatro meses que estaba en Madrid, donde supo por el registroparroquial que su padre había muerto; de Juan le dieron noticias vagas ycontradictorias: unos le dijeron que se había muerto también; otros quereducido a la última miseria, había ido por el mundo cantando y tocandola guitarra. Fueron inútiles cuantas gestiones hizo para averiguar suparadero. Afortunadamente la Providencia se encargó de llevarlo a susbrazos. Santiago reía unas veces, lloraba otras mostrando siempre elcarácter franco, generoso y jovial de cuando niño.

Paró el coche al fin. Un criado vino a abrir la portezuela. Llevaron aJuan casi en volandas hasta su casa. Al entrar percibió una temperaturatibia, el aroma de bienestar que esparce la riqueza: los pies se lehundían en mullida alfombra; por orden de Santiago dos criados ledespojaron inmediatamente de sus harapos empapados de agua y le pusieronropa limpia y de abrigo. En seguida le sirvieron en el mismo gabinete,donde ardía un fuego delicioso, una taza de caldo confortador y despuésalgunas viandas, aunque con la debida cautela, por la flojedad en quedebía hallarse su estómago: subieron además de la bodega el vino másexquisito y añejo. Santiago no dejaba de moverse, dictando las órdenesoportunas, acercándose a cada instante al ciego para preguntarle conansiedad:

—¿Cómo te encuentras ahora, Juan?—¿Estas bien?—¿Quieres otrovino?— ¿Necesitas más ropa?

Terminada la refacción se quedaron ambos algunos momentos al lado de lachimenea. Santiago preguntó a un criado si la señora y los niños estabanya acostados y habiéndole respondido afirmativamente, dijo a su hermanorebosando de alegría:

—¿Tú no tocas el piano?

—Sí.

—Pues vamos a dar un susto a mi mujer y a mis hijos. Ven al salón.

Y le condujo hasta sentarle delante del piano. Después levantó la tapapara que se oyera mejor, abrió con cuidado las puertas y ejecutó todaslas maniobras conducentes a producir una sorpresa en la casa; pero todoello con tal esmero, andando sobre la punta de los pies, hablando enfalsete y haciendo tantas y tan graciosas muecas, que Juan al notarlo nopudo menos de reírse exclamando: ¡Siempre el mismo Santiago!

—Ahora toca Juanillo, toca con todas tus fuerzas.

El ciego comenzó a ejecutar una marcha guerrera. El silencioso hotel seestremeció de pronto, como una caja de música cuando se la da cuerda.Las notas se atropellaban al salir del piano, pero siempre con ritmobelicoso. Santiago exclamaba de vez en cuando:

—¡Más fuerte, Juanillo, más fuerte!

Y el ciego golpeaba el teclado, cada vez con mayor brío.

—Ya veo a mi mujer detrás de las cortinas… ¡adelante, Juanillo,adelante!… Está la pobre en camisa… ji… ji… me hago como que nola veo… se va a creer que estoy loco… ¡ji ji!… ¡adelante,Juanillo, adelante!

Juan obedecía a su hermano, aunque sin gusto ya, porque deseaba conocera su cuñada y besar a sus sobrinos.

—Ahora veo a mi hija Manolita, que también sale en camisa… ¡Calle,también se ha despertado Paquito!… ¡No te he dicho que todos iban arecibir un susto!… Pero se van a constipar si andan de ese modo mástiempo… No toques más Juan, no toques más.

Cesó el estrépito infernal.

—Vamos, Adela, Manolito, Paquito, abrigaos un poco y venid a dar unabrazo a mi hermano Juan. Este es Juan de quien tanto os he hablado, aquien acabo de encontrar en la calle a punto de morirse helado entre lanieve… ¡Vamos, vestíos pronto!

La noble familia de Santiago vino inmediatamente a abrazar al pobreciego. La voz de la esposa era dulce y armoniosa: Juan creía escucharla de la Virgen: notó que lloraba cuando su marido relató de qué modo lehabía encontrado. Y todavía quiso añadir más cuidados a los de Santiago:mandó traer un calorífero y ella misma se lo puso debajo de los pies;después le envolvió las piernas en una manta y le puso en la cabeza unagorra de terciopelo. Los niños revoloteaban en torno de la butaca,acariciándole y dejándose acariciar de su tío. Todos escucharon ensilencio y embargados por la emoción, el breve relato que de susdesgracias les hizo. Santiago se golpeaba la cabeza: su esposa lloraba:los chicos atónitos le decían estrechándole la mano: ¿No volverás atener hambre ni a salir a la calle sin paraguas, verdad tiito?… yo noquiero, Manolita no quiere tampoco… ni papá, ni mamá.

—¡A que no le das tu cama, Paquito!—dijo Santiago, pasando a laalegría inmediatamente.

—¡Si no quepe en ella, papá! En la sala hay otra muy grande, muygrande, muy grande…

—No quiero cama ahora,—interrumpió Juan… ¡me encuentro tan bienaquí!

—¿Te duele el estómago como antes?—preguntó Manolita abrazándole ybesándole.

—No, hija mía, no, ¡bendita seas!… no me duele nada… soy muyfeliz… lo único que tengo es sueño… se me cierran los ojos sinpoderlo remediar…

—Pues por nosotros no dejes de dormir, Juan,—dijo Santiago.

—Sí, tiito, duerme, duerme—dijeron a un tiempo Manolita y Paquitoechándole los brazos al cuello y cubriéndole de caricias…

Y se durmió en efecto. Y despertó en el cielo.

Al amanecer del día siguiente, un agente de orden público tropezó con sucadáver

entre la nieve. El médico de la casa de socorro certificó quehabía muerto por la congelación de la sangre.

—Mira, Jiménez—dijo un guardia de los que le habían llevado a sucompañero.

—¡Parece que se está riendo!