Aguas Fuertes by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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EL SUEÑO DE UN REO DE MUERTE

Una mañana, al salir de casa, hirió mis oídos el repique agudo yestridente de una campanilla. Llevé la mano al sombrero y busqué con lavista al sacerdote portador de la sagrada forma; pero no le vi. En sulugar tropezaron mis ojos con un anciano, vestido de negro, que llevabacolgada al cuello una medalla de plata; a su lado marchaba un hombre conuna campanilla en la mano y un cajoncito verde en el cual la mayoría delos transeúntes iban depositando algunas monedas. De vez en cuando seabría con estrépito un balcón, y se veía una mano blanca que arrojaba ala calle algo envuelto en un papel; el hombre de la campanilla sebajaba a cogerlo, arrancaba el papel, y eran también monedas queinmediatamente introducía en el cajoncito verde: cuando levantaba lavista al balcón, estaba ya cerrado. Lo adiviné todo.

Un ligero temblor corrió por todo mi cuerpo, y a toda prisa procuréalejarme de aquella escena. Corrí por la ciudad, haciendo inútilesesfuerzos para no escuchar el tañido de la fatal campanilla, y en todaspartes tropezaba con la misma escena. Notaba que los transeúntes semiraban unos a otros con expresión de susto, y se hacían preguntas entono bajo y misterioso. Algunos chicos, pregoneros de periódicos,chillaban ya desaforadamente: «La Salve que cantan los presos al reo queestá en capilla».

Desde que tengo uso de razón he sabido que existe la pena de muerte ennuestro país; y no obstante, siempre la he mirado del mismo modo que losautos de fe y el tormento; como una cosa que pertenece a la historia.Esto se explica, atendiendo a que he residido siempre en una provinciadonde por fortuna hace ya bastantes años que no se ha aplicado. Conocíaalgunos detalles de la ejecución de los reos sólo por referencia de losviejos, a los cuales no dejaba de mirar, cuando me lo contaban, concierta admiración, mezclada de terror.

Recuerdo que en la madrugada de un día de otoño frío y lluvioso, salí demi pueblo para Madrid. Despedime de mi madre, y turbado y conmovido comonunca lo había estado, bajé a escape la escalera en compañía de mipadre. Ambos marchábamos embozados hasta las cejas, no sé si por miedoal frío o por no vernos las caras. Nuestros pasos resonabanprofundamente en las calles solitarias; la luz triste y escasa del díaque comenzaba daba cierto aspecto de antorchas funerarias a los farolesque aun se hallaban encendidos, y las casas, dejando caer de sus tejadosalgunas gotas de lluvia, parecían llorar mi marcha. Al atravesar uncampo situado a la salida de la población, me dijo mi padre: «Este es elsitio donde se ajusticiaba a los reos de muerte.» Sentí un temblor igualal que corrió por mi cuerpo cuando vi al hombre del cajón verde. ¡Diosmío, qué lejos estaba en aquel momento mi corazón de estas escenas dehorror!

Pasé todo el día inquieto y nervioso escuchando el toque de lacampanilla fúnebre por todas partes. A la verdad, no puedo decidir si lacampanilla sonaba realmente, o eran mis oídos los que la hacían sonar.Compré cuantos papeles se vendían por las calles referentes al reo, ylos devoré con ansia. No me atreví, sin embargo, a pasar por delante dela cárcel para mirar la ventana de la estancia donde se hallaba, aunqueme dijeron que había mucha gente por aquellos sitios. En cambio pasévarias veces por delante de la casa de su esposa. La desgraciada mujerhabía venido de muchas leguas lejos, a solicitar el indulto, y alojabaen una casa sucia y miserable de uno de los barrios extremos de Madrid.Allá a la noche me sentí fatigado, cual si hubiera pasado el díatrabajando, cuando no hice otra cosa que errar distraído por las calles,y me acosté temprano. Tardé en conciliar el sueño, como sucede siempreque uno anda caviloso, y por dos o tres veces, cuando ya creía ganarlo,me despertó un gran estremecimiento parecido a la emoción que seexperimenta al tocar el botón de una máquina eléctrica. Al fin me dormí.Así como lo temía, toda la noche soñé con patíbulos y verdugos: mas nodejaron de ser bastante curiosos y significativos mis sueños, por locual, aunque me cueste trabajo, voy a trasladarlos al papel.

Soñé que me achacaban un gran crimen, y que ponían en seguimiento de mispasos a toda la policía de Madrid. Mis tretas para burlar supersecución, se redujeron a echarme a correr por la puerta de SanVicente hacia fuera, metiéndome en los lavaderos del Manzanares, dondeme creí perfectamente seguro de las asechanzas de mis enemigos. Conefecto, estando allí muy tranquilo mirando correr el agua de jabón yviendo a las lavanderas colgar sus ropas en los cordeles, dieron sobremí el presidente del Consejo de Ministros, el de la Juventud Católica,el ministro de Fomento y el de Gracia y Justicia, los cualesinmediatamente me amarraron y me condujeron a la cárcel. El ministro deFomento propuso que se me llevara cogido por los pies y a la rastra,pero el presidente de la Juventud Católica hizo observar que se me iba aestropear la ropa, y fue desechada la proposición.

La cárcel era un edificio grande, sólido y austero, con un crecidonúmero de balcones y ventanas, cosa que me sorprendió, a pesar de laturbación de ánimo en que me hallaba, pues tenía la idea de que en lascárceles había poca ventilación. Me encerraron en un calabozo circular,sin ventana ninguna: de suerte que me vi sumido en la más completaoscuridad. Mas no se pasó mucho tiempo sin que se abriera la puerta depar en par, y entrara por ella un carcelero con una bujía encendidaanunciándome que pronto llegaría el juez y el escribano. Aparecieron alfin estos dos varones, y fue extraordinaria mi sorpresa al encontrarmeenfrente de dos señores que jugaban todas las tardes al billar conmigoen el café Suizo. Aparentaron no conocerme, e inmediatamente se pusierona tomarme declaración, ofreciéndome antes algunos merengues con objeto,según decían, de que tuviese la voz más clara. El juez, que era de losdos el que mejor jugaba las carambolas de retroceso, después de habermeobligado a confesar una porción de crímenes a cual más horroroso, hizoun gesto muy expresivo a su compañero, llevándose la mano al cuello ysacando al mismo tiempo la lengua. Yo tomé el gesto por donde másquemaba, y barrunté muy mal del asunto.

A las dos horas poco más o menos, tornaron a abrir la puerta, y entró elescribano a leerme la sentencia. No se me condenaba nada más que a moriren garrote vil, si bien en atención a que jugaba con mucha seguridad losrecodos limpios, dejábase a mi arbitrio señalar el día de la ejecución.Por un instante tuve el intento de aplazar indefinidamente este día,juzgando que era muy joven para morir de modo tan desastroso: mas prontorevoqué mi acuerdo por motivos de delicadeza, y pedí se me ejecutara aldía siguiente. Hay que confesar que tengo un sueño muy digno.

Una vez resuelto que me ejecutarían al día siguiente, la única idea quese apoderó de mí fue la de morir con serenidad y entereza; y en efecto,demostré, al decir de todos los que me rodeaban, un gran carácterdurante las horas de la capilla. Comí y dormí tranquilamente, y paséalgunos ratos departiendo con los redactores de La Correspondencia. Devez en cuando procuraba verter alguna frase bonita para que éstos lareprodujesen en su diario y las gentes se admirasen de mi valor.

Llegó por fin el instante terrible de emprender la marcha hacia lamuerte, y yo la emprendí con la mayor sangre fría. En aquel momento loque me embargó fue un gran sentimiento de vergüenza, y recuerdo queexclamé apretándome contra el sacerdote que marchaba a mi lado: «¡Ah,por Dios, que no me vean, que no me vean!» Hasta el instante de salir dela cárcel, no se me ocurrió que iba a hallarme frente a una muchedumbrede espectadores, y que algunos millares de ojos se irían a clavar sobremi rostro con expresión de burla y desprecio. Este pensamiento hizoflaquear mi valor: me aterraba infinitamente más que la perspectiva delcadalso. Sentía dentro de mí fuerzas bastantes para mirar a la muertecara a cara, y al mismo tiempo me contemplaba incapaz por entero desoportar la vista de un público curioso y hostil.

Congojado y muerto de vergüenza salí por la puerta de la cárcel entre ungrupo de curas, soldados y carceleros. No quise levantar la vista delsuelo, porque temía desfallecer; mas el silencio pavoroso yextraordinario que observé en torno mío, incitome a alzar los ojos. ¡Quésorpresa y qué ventura! La calle estaba desierta. Fuera del cortejo queme rodeaba, ni una sola figura humana veíase cerca ni lejos. Losbalcones y ventanas de las casas, así como las puertas de los comercios,se hallaban perfectamente cerradas. Los curas, soldados y carceleros,después de pasear la vista por el ámbito de la calle, mirábanse unos aotros con acentuada expresión de asombro. El único objeto que hería lavista en medio de esta soledad era el carruaje miserable y fatídico queme esperaba. Antes de entrar miré al cielo. Aparecía cubierto por unleve manto de nubes, tan leve, que no conseguía velarlo por entero,semejante a una colcha de encaje con fondo azul. El sol, asomando suardiente pupila por los agujeros de esta celosía de nubes, era el únicocurioso que nos observaba.

El carruaje marchaba lentamente. Yo, sin atender a las exhortaciones delclérigo que iba a mi lado, asomaba la cabeza por la ventanillaexplorando con los ojos la calle, las puertas y los balcones de lascasas. Nada, ni un ser humano parecía. Allá en las afueras de lapoblación, distinguí dos niños que corrían sofocados hacia la puerta deuna casa, desde la cual su madre les llamaba a gritos. Cuando pasamospor delante de esta casa, la madre y los hijos habían desaparecido. Unpoco más allá tropezamos con un hombre que llevaba un saco cargado sobrela espalda, el cual, así que nos percibió, dio la vuelta y echó a andarapresuradamente por una calle lateral, perdiéndose muy pronto de vista.

Llegamos, por último, a la vista del patíbulo situado en medio de unextenso campo. Allí fue mucho mayor mi sorpresa. Ni en torno delpatíbulo, ni en toda la tierra que alcanzaban los ojos, se veía tampocouna figura humana. Subí las escaleras del tablado, deteniéndome a cadainstante para mirar alrededor, pues no acertaba a comprender lo que eraaquello. El cielo presentaba un aspecto distinto. Su manto de nubes eramás espeso; la vaporosa túnica de encaje había sido reemplazada por unacortina gris que cerraba herméticamente toda la bóveda celeste; el solya no tenía celosía por donde mirarnos. La llanura triste y oscura enque reposa Madrid, exhalaba un vapor trasparente que concluía poraproximar la línea vaga y fina que cierra el horizonte. Los objetosofrecíanse indecisos y temblorosos, como si hubieran perdido suscontornos, y la luz se filtraba con trabajo por aquel cielo de algodónpara sumirse luego en la tierra negra y húmeda. Respirábase en esteambiente espeso, que no hería apenas ruido alguno, cierta calma: perouna calma que oprimía en vez de refrescar el corazón.

Volví los ojos hacia la ciudad. La luz parecía que resbalaba sobre ellasin penetrarla; sus mil torrecillas no tenían fuerza para romperenteramente la atmósfera opaca que las envolvía. Mirando más y más,observé que lentamente iban elevándose desde su seno hacia el firmamentoun número infinito de pequeñas columnas de humo, las cuales alextenderse en el aire se abrazaban, y juntas subían a engrosar el yatupido velo que ocultaba al sol. Aquellas columnas de humo me hicieronpensar en los hogares que debajo de ellas había, y todo lo comprendí enun instante. En torno de aquellos hogares humeantes moraban muchos seresque no habían tenido la curiosidad perversa de bajar a la calle paraverme pasar, y que ahora tampoco rodeaban el patíbulo para verme morir.Me sentí profundamente conmovido. La gratitud penetró en mi corazón comouna luz del cielo, como un bálsamo dulcísimo, y perdí por completo lospocos deseos que me ligaban a la vida. «Gracias pueblo de Madrid,exclamé dirigiéndome a la ciudad: gracias, pueblo generoso y culto, porno haber venido a gozar con el espectáculo de mi muerte ignominiosa.¡Qué hubieras ganado presenciando la suprema agonía de un infeliz! Eneste angustioso y solemne instante no has querido ennegrecer aún más misituación, con la vergüenza y el oprobio. Tú naciste para algo más quepara ser ayudante del verdugo. Si hubieses llegado hasta aquí, sihubieses contemplado con refinada crueldad mi vergonzosa muerte, yo tejuro que al tornar a casa no serían tan serenas tus miradas como lo sonahora, ni el beso de la hija o de la esposa te sabría tan dulce. Miagonía te hubiera quitado el sosiego, te hubiera envenenado el alma poralgunas horas. Tú has sabido vencer esa feroz y brutal curiosidad quepudiera impulsarte a presenciar mi muerte, porque has adivinado quedegradándome a mí, te degradabas a tí mismo. Has sido misericordioso yhumano, y has respetado tu propio corazón. ¡Gracias, noble pueblo,gracias, y que el Dios de los cielos te pague tu buena obra!»

Un torrente de lágrimas salió de mis ojos al pronunciar estas palabras:un torrente de lágrimas dulces, como son siempre las del agradecimiento.Después, más sereno y animoso, senteme en el fatal banquillo, y seguícontemplando la ciudad, que empezaba a romper las brumas que laenvolvían para recibir de nuevo las caricias del sol. Una mano rudasujetó por un instante mi cabeza; un lienzo cubrió mis ojos; sentí muchaapretura en la garganta, y… desperté.

El cuello de la camisa me estaba apretando de un modo extraordinario. Nohice más que soltar el botón y quedé otra vez profundamente dormido.