Aguas Fuertes by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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EL PROFESOR LEÓN

La otra noche en el café donde tengo costumbre de asistir, versó laconversación sobre los maestros y catedráticos que habíamos tenido losque en torno de la mesa nos juntábamos. Cada cual dio cuenta de lostalentos, las manías y los rasgos más o menos donosos de los suyos,sazonando la descripción con anécdotas graciosas o desabridas, según elnumen del narrador.

Mi amigo Duarte, notario, persona distinguida, de carácter observador ymuy cursado en letras clásicas, se llevó la palma. Nos hizo la pinturade un antiguo profesor suyo, tan original y chistoso, que merece lapena de darlo a conocer al público. Con permiso de mi ilustrado amigo,voy a hacerlo, adoptando en cuanto sea posible las mismas palabras conque él nos lo describió.

Llamábase León, o se apellidaba, que esto muy pocos lo sabían decierto—nos decía Duarte. Unos le llamaban D. León y otros Sr. León, y atodos contestaba; era militar retirado aunque no muy viejo, no pasandode los cincuenta a mucho estirar: su graduación en el ejército eramateria de arduas y prolongadas discusiones en el colegio: mientras unosle hacían capitán o comandante, otros no le dejaban pasar de sargento, yestaban en lo firme. Gastaba grandes bigotes retorcidos y perilla decazo; la estatura elevada, el porte marcial, cabellos grises cortados apunta de tijera, levita negra, prolongada, más limpia y reluciente queun espejo, bastón de hierro que hacía estremecer el suelo, advirtiendode su presencia desde muy lejos, pantalones cortos y botas de campanaescrupulosamente charoladas. Era bueno y afable con los discípulos, yhombre de mucha voluntad en el cumplimiento de su deber: suscitábansedudas entre nosotros acerca de sus conocimientos filológicos yliterarios, que le hubiesen quizá acarreado nuestro desdén si unaespecie muy grave que unos a otros nos decíamos en secreto al oído no lesirviese de respetuosa salvaguardia. Afirmábase como cosa segura que D.León o el Sr. León era un revolucionario. Contábase que había sido en sujuventud amigo y edecán de Riego, que había servido después bajo lasórdenes de Espartero, y algunos añadían que había estado en capilla paraser fusilado como conspirador. Nadie puede figurarse lo que talesinsinuaciones influían en el respeto que generalmente se le tributaba:la aureola de revolucionario, conspirador, y singularmente la desentenciado a muerte, le guardaban de las burlas, tretas y malas pasadasque de otra suerte no le hubieran sus discípulos escatimado.

El sueldo con que en el colegio remuneraban sus buenos oficios, nopasaba de veinte duros mensuales; y como no se le conocía otro, pues nohabía podido recabar retiro, según se decía, a causa de sus peligrosasopiniones, teníase por seguro que con las cien pesetas se mantenía a síy a su familia; el cómo no he de decirlo ahora, aunque bien lo sé; loreservo para otra ocasión. Tienen el ahorro y la frugalidad héroes tangrandes y admirables como los de la guerra de Troya y tan dignos de serpintados; mas como les faltan Homeros y Virgilios, viven y muerenoscuros y quedan sepultadas eternamente sus hazañas. Entre dar la muertea Héctor (teniendo fuerzas para ello) y vivir en Madrid concuatrocientos reales al mes, manteniendo mujer e hijos, vistiendodecentemente y no debiendo un cuarto a nadie, lo segundo esinfinitamente más maravilloso. Digo, pues, que a D. León no se leconocieron en la vida más que un par de botas, unos pantalones de colorde ceniza muy sufridos, una levita y un enorme sombrero de copa, todoello tan limpio, tan planchado y reluciente que siempre pareció queacababa de salir de la tienda. Cierto día en que se celebraba el santodel director, un criado, azorado en demasía, dejó caer sobre nuestroprofesor una bandeja de vasos llenos de vino tinto. Todo el mundo sepreguntó: ¿En qué traje veremos a D. León mañana? Mas al día siguiente,con grande admiración y sorpresa del colegio, apareció con la mismalevita, más fresca y más galana que nunca lo había sido. Por esta yotras razones se la llamó la levita del desierto; porque segundaba elmilagro de los israelitas viajando por los desiertos de la Arabiadurante cuarenta años, sin menoscabo de sus vestidos.

Aunque pudiera ponerse en tela de juicio la solidez y extensión de susconocimientos literarios, bien puedo asegurar sin rebozo que nadieaventajaba a D. León en amor y decidida inclinación a las letras, y enparticular a las clásicas: las modernas y románticas teníalas en poco.Rayaba en locura el entusiasmo con que hablaba de los grandes poetas dela antigüedad, y la fruición con que los leía en los Trozos escogidos.Decía del griego que era la lengua más rica, flexible y armoniosa quehubiera existido, y que las modernas, tales como el francés, elitaliano, el alemán, no eran sino dialectos rudos y primitivoscomparados con ella, lo cual era tanto más meritorio cuanto que D. Leónsólo conocía del griego las declinaciones y tal cual palabradesperdigada, como Zeos (Júpiter), oicos (cosa), logos (tratado),eros (amor), y así hasta unas tres o cuatro docenas; en cuanto a losidiomas modernos tenía a mucha honra el no saber más que el patrio.Sentía un desprecio sin límites hacia su compañero el profesor defrancés que una hora antes que él ponía clase en la misma aula y que erade origen marsellés, marido, a la sazón, de una corsetera de la calle dela Luna, antiguo barítono de opereta bufa, que había dejado el canto pordebilidad del pecho. Cuando se tropezaban en la puerta, D. León lemiraba desde lo alto de su clasicismo y le decía sonriendo: bon jourmonsieur, con acento que rebosaba de ironía. «Estos franchutes, decíaal tiempo de sentarse, son todos afeminados; no sirven más que paratenores y bailarines.» Amaba la virilidad y la energía en sus discípulosy gustaba de que tuviesen rasgos de independencia, aunque fuese aexpensas de la disciplina: cuando un muchacho sufría impasible losgolpes y se negaba por terquedad a ejecutar cualquier cosa, esto era loque le encantaba a don León. «¡Bien, hombre, bien! exclamaba, así megusta; los hombres no deben llorar aunque se vean con las tripas en lamano; has faltado a la obediencia pero has sufrido el castigo conentereza; a tí no te hubieran arrojado en Esparta de la roca como aotras mujerzuelas que hay en la clase!» Y echaba miradas de soberanodesdén a ciertos individuos. Si quisiera vérsele encendido, colérico,fuera de sí, no había más que traer alguna esencia en el pañuelo o lacabeza perfumada con algún aceite; así que llegaba a su nariz elmalhadado perfume, ya se le subía la sangre a la cabeza, marchabaderecho hacia el culpable, y después de alborotarle los cabellos, lemolía los cascos a coscorrones. «¡Corrompido! (un coscorrón).¡Desgraciado! (otro coscorrón)… ¡Con que en vez de estudiar sulección se entrega V. a la molicie! (¡zas!)… No sabe V. que yoquiero en mi clase hombres y no cortesanas, eh? (coscorrón). Losromanos de la república, los que vencieron a los germanos y a los galos,y a los escytas, y a los parthos, y destruyeron a Cartago, no se dabancon ungüentos (¡zas!…) pero los vasallos envilecidos de Calígula yNerón gastaban las riquezas que sus mayores les habían adquirido entarros de pomadas, en aceites olorosos, y se dejaban vencer por losextranjeros y azotar por los tiranos (¡zas!). Hijos míos(dirigiéndose a nosotros), huyan ustedes de los afeites, no se dejenaprisionar por la molicie, por los placeres muelles que afeminan ydebilitan. Un pueblo vigoroso es un pueblo libre… Vamos a ver, siga V.hijo mío… habeo, transitivo…»

No gustaba de que le diesen la traducción literal de los pasajesculminantes; antes se complacía en que sus discípulos hallasen modo detrasladarlos a nuestro idioma sin hacerles perder de su vigor ygalanura. Por ejemplo, traduciendo en Tito Libio, el episodio delcombate habido entre Horacios y Curiacios al llegar al punto en que elautor dice que el último Horacio tiró al suelo a su adversario, D.León no quiso pasar por la interpretación ajustada al texto que unalumno le daba. «No, no, eso de tirar al suelo es muy poco; busque V.otra frase más enérgica.—Le volcó en tierra.—Tampoco, eso es muyflojo… algo más duro.—Le tiró rodando por el suelo.—¡Más fuerte, másfuerte aún!» El muchacho no hallaba nada más fuerte que echarle a uno arodar; no obstante se aventuró a decir: «Le estrelló contra el suelo.¡Más fuerte todavía!… Sí, hombre, sí, más fuerte… ¡Lehi-zo-mor-der-el-pol-vo!» Y recalcó de tal manera las sílabas que, enefecto, no podía darse nada más feroz e imponente que esta frase en suslabios.

Traduciendo la famosa catilinaria de Cicerón que comienza con aquelexabrupto:

Quousque tandem abutere, Catilina, patientiâ nostrâ, nadie consiguiódarle gusto: todos los hallaba tímidos, encogidos, cobardes, alpronunciar los vehementes ataques del Senador romano: «Hijos, paracomprender bien lo que sería este modelo de exabruptos en boca delpríncipe de los oradores, es preciso figurarse la indignación y lacólera que se apoderaría de él al ver entrar por las puertas del Senadoa su más encarnizado enemigo, al procaz y libertino Catilina; es precisoverle dar un salto en la silla, levantarse descompuesto, el rostropálido, los cabellos en desorden, la mirada fulgurante. Si ustedes no secolocan con la fantasía (que, como ustedes saben, es la facultad dereproducir mentalmente las imágenes de los objetos sensibles) noconseguirán nada… Vamos a ver, venga usted acá—dijo tomando a unmuchacho entre sus hercúleos brazos y poniéndole de pie sobre lamesa.—Ahora eche fuego por los ojos y espuma por la boca, grite usted,enciéndase usted, mueva usted los brazos en todos sentidos yestremézcase usted de cólera y rabia… ¡Vamos, hombre, vamos…!¡Quosque tandem!»

El pobre chico no pudo encolerizarse por más que hacía, lo cual le valióalgunos razonables coscorrones. Fue necesario que el mismo don Leóntomase la palabra y dijese a grandes voces el trozo, acompañándose defuriosos ademanes. Nosotros sentimos el terror de lo patético, cosa quelisonjeó mucho al profesor, y muy singularmente nos conmovimos alobservar que la mesa se resquebrajaba con un tremendo puñetazo.

Su castidad igualaba, si no excedía, a su energía. Le ofendían, sobretodo encarecimiento, las palabras y las canciones deshonestas. Cuando enlos poetas latinos llegaba a un pasaje algún tanto subido de color, o lopasaba por alto o lo velaba por medio de una interpretación de todo entodo infiel. Siempre recordaré que al traducir la elegía de Ovidio queempieza: Cum subit illius tristisima noctis imago, llegando a un puntoen que el poeta cuenta en qué forma se despidió de su esposa, y dice quetocando ya en la puerta los pies, se negaban a marchar; y

Sæpe vale dicto, rursus sum multa locutus, Et quasi discedens oscula summa dedi,

traduje el pasaje a la letra, diciendo: «Dicho muchas veces el últimoadiós, todavía me volví a hablarle, y casi separándome la cubrí debesos.»

Don León, ruborizado, extendió los brazos exclamando: «¡No, hijo mío,no! Y al tiempo de separarme la di el ósculo de paz.» También recuerdoque en cierta ocasión, habiendo sorprendido en un discípulo un ademánobsceno, cayó sobre él exclamando: «¡Infame, todavía no estamos enSodoma y en Gomorra!» Y por poco le despedaza.

Finalmente, en estas y otras cualidades guardaba el buen profesor muchospuntos de semejanza con el elefante. Yo, aunque nada tuviese de comúncon este animal por mi figura menudísima, conseguí caerle en gracia,merced a una cierta entereza de que estaba dotado y a mi muchaaplicación. Estimó en mí cualidades que no tenía, y creyó sinceramenteque estaba llamado a ocupar un alto puesto en las letras. Por aquellaépoca, habiendo encargado una composición en décimas a toda la clase, lamía logró despuntar sobre las demás. Tributome por ella desmedidoselogios, y con tal motivo engendrose en mí la afición de escribirversos, que tarde o nunca me dejó. Don León se encargaba de corregirlosy señalar las figuras que iba cometiendo sin saberlo. «Mire usted,hijo mío, al llamar al rocío líquidas perlas comete usted una metáfora,muy linda por cierto. Eso que usted dice de la aurora que con sus dedosrosados abre las puertas del firmamento, es ya una alegoría, o lo quees igual, una metáfora continuada… ¿A que no sabe usted qué figuracomete cuando dice al terminar la composición?

¡Triste suerte, cruel, parca inhumana sumió a mi alma en duelo y amargura!»

Efectivamente, no lo sabía. Don León me miraba con aspectotriunfal.—¿No lo acierta usted…? Pues comete usted un epifonema, unverdadero epifonema (exclamación profunda que se hace después denarrada, descrita o probada una cosa). Cuando entramos en mayorconfianza, el profesor me manifestó secretamente que él también habíaescrito versos en su juventud, y que aún los escribía cuando le soplabala musa, si bien nunca había osado publicarlos con su firma. No tardó,como es consiguiente, en leérmelos, encerrándose para ello previamenteen un cuarto retirado, donde a su sabor descargó la conciencia del gravecargo de ciento y tantas composiciones en todos los metros imaginables,aunque sus predilectos eran los sáficos y adónicos. Los dísticos,compuestos de exámetros y pentámetros, también le gustaban sobremodo.Pero de la que estaba más orgulloso y la que le había valido, al decirde él, infinitas enhorabuenas, era un cierto poema dedicado al desafíode dos íntimos amigos suyos, fatal para el uno de ellos, pues elcontrario le había atravesado el vientre de un balazo. Creyendonecesario ponerme en antecedentes, me dijo que estos tales amigos sehallaban una tarde en el café de Levante platicando apaciblemente con ély otros varios, y que habiendo girado la conversación sobre variostemas, vino a parar, como tal vez solía acontecer, a los toros, y quehaciendo uno el panegírico acabado de la plaza de Valencia, notable porsu amplitud y solidez, otro manifestó inmediatamente que la tal plazaera un patio de vecindad comparada con la de Córdoba, a lo cual replicóel primero que mirase bien lo que decía, porque la plaza de Valenciatenía fama en todo el orbe. Empeñose una discusión viva y acalorada;tanto más acalorada, cuanto que el que sostenía las ventajas de la plazade Córdoba no conocía la de Valencia, y viceversa; el defensor de la deValencia nunca había visto la de Córdoba, y bien sabido es que cuandofaltan razones, sobran siempre gritos. En resumen: la disputa subiótanto, que llegó en forma de bofetadas a las mejillas de loscontendientes. Pusiéronse los amigos de por medio, alborotose el café,rompiéronse algunos vasos: al día siguiente de madrugada efectuábase elduelo más allá de la Fuente Castellana, y el campeón de la de Córdobacaía al suelo revolcándose en su propia sangre. Este lance desgraciadocausó una penosa impresión en don León por tratarse de dos amigosigualmente queridos, y bajo el sentimiento que le produjo escribió lacomposición que he mencionado, donde menudeaban los signos deadmiración, los puntos suspensivos, las amargas reflexiones y los gritosde dolor, todo ello sostenido en un tono severo y digno, como el de laselegías clásicas. Siempre tengo en la memoria el acento dolorido con quedon León me recitaba aquellos versos salidos del alma:

¡Qué falta de cordura! ¡Qué sobra de imprudencia! ¡Adoptar desventura! ¡Desechar avenencia!

No hay para qué decir que yo celebraba mucho los versos de don León:juzgábalos sinceramente bellos; mas, aunque así no fuese, el respeto meobligaría a ponerlos sobre la cabeza. En cambio, don León acogía conindulgencia y agrado los primeros vagidos de mi musa: escuchábalosatentamente y los proponía, como dignos de imitarse, a los discípulos.No pocas veces, leyéndole alguna composición, se sintió interesadovivamente hasta el punto de acercar más la silla, inclinar el cuerpo yexclamar con vehemencia: «¡Prosiga, querido, que me deleita!»

Pronto se estrecharon nuestras relaciones de tal suerte que vinimos aser más bien amigos y camaradas que profesor y discípulo. Don Leóndepositó en mi seno, que contaba a la sazón catorce o quince años, unamuchedumbre de secretos que le atormentaban, casi todos pecuniarios, lomismo que había depositado todos sus versos; me nombró pasante de laclase y me otorgó otra porción de testimonios de aprecio. Al cabo estasrelaciones, conservándose no obstante la buena amistad, se rompieronbruscamente. He aquí de qué modo:

Era el año mil ochocientos cincuenta y cuatro. Don León no pareció undía por el colegio, lo cual causó cierta sorpresa al director, pues enlos años que llevaba de enseñanza no había estado indispuesto una solavez. Al día siguiente tampoco vino, y pensando pudiera hallarse enfermole pasó un recado; pero don León no estaba en su casa, lo que lesorprendió todavía más. Al otro amaneció Madrid obstruido de barricadas,las casas atrancadas; patrullas de soldados y ciudadanos armados por lascalles y ruido incesante de fusilería; muchos gritos subversivos, comodicen los bandos de las autoridades, y mucho jaleo, como dicen los quese paran a leerlos. Había estallado la gorda. ¡Quién pensaba enmatemáticas, retórica y psicología en el colegio! Los muchachoscelebramos el cataclismo como un acontecimiento fausto, corríamos porlos pasillos brincando de alegría, nos comunicábamos en voz bajanoticias a cual más estupendas, y mirábamos por los balcones lo quepasaba en la calle, cuando la vigilancia de los superiores lo consentía.Un criado vino diciendo, ya bien entrada la mañana, que D. León seestaba batiendo en las barricadas y que mandaba una fuerza considerable,cuya nueva cayó como una bomba en el colegio, produciendo granperturbación y sobresalto, ya que no sorpresa, entre los alumnos. Elprofesor León adquirió entre nosotros en aquel mismo punto unmaravilloso prestigio, se levantó ante nuestros ojos con talla colosal yno poco se arrepintieron algunos de haberle denigrado apodándole elCamello y haciendo chacota de su levita. Todo se volvió ensalzar suvalor y sus fuerzas y entregarse a mil gratos comentarios acerca de supróxima victoria: uno que se jactaba de tener buen olfato decía quealgo había presumido al no verle los días anteriores en el colegio, otroaseguraba que si vencía la revolución el capellán D. Jerónimo lo iba apasar muy mal porque había declarado la guerra sin motivo a D. León.Mareábamos al criado que trajo la noticia con un sin fin de preguntas:queríamos que nos informase de todos los pormenores, y el pobre sólosabía por referencia que el profesor se hallaba hacia la calle de Toledomandando una barricada. El director se había encerrado en su cuarto; elcapellán había desaparecido; algunos aseguraban que estaba metido entrecolchones con un canguelo que no le llegaba la camisa al cuerpo.Reinaba dulce indisciplina en el colegio.

En esto, a mí y a otros dos compañeros nos vino la idea de fugarnos ymarchar a ponernos a las órdenes de D. León. Dicho y hecho; espiamos lasvueltas del inspector, bajamos quedito las escaleras, abrimos la puertacon cuidado, y ¡pies para qué os quiero! nos dimos a correr hacia laPuerta del Sol sin volver la cara atrás. Las calles presentaban unaspecto siniestro, casi todas solitarias, los balcones de las casasherméticamente cerrados, en las esquinas algunos centinelas con el fusilterciado; los pocos transeúntes que veíamos cruzaban velozmente, conánimo, sin duda, de guarecerse en su casa lo más pronto posible, y sólose detenían trémulos ante el «¿quién vive?» del soldado. La Puerta delSol estaba ocupada militarmente; muchos soldados, muchos cañones y almismo tiempo mucho silencio: la gresca andaba por los barrios bajos.Tuvimos que dar un gran rodeo para llegar a ellos, cosa que nohubiéramos conseguido si en vez de niños fuésemos hombres; mas nuestracorta edad nos salvaba de toda detención y reconocimiento, pensando lossoldados que andábamos buenamente en busca de la casa. Llegados a laplaza de Antón Martín pisamos terreno revolucionario: veíase unamuchedumbre de paisanos trabajando con afán en levantar una formidablebarricada; patrullas y grupos de hombres armados entraban y salían en laplaza por sus bocacalles; las casas estaban fortificadas. Uno denosotros se acercó a preguntar a un obrero de luenga barba, que ibaarmado con carabina de caza, por D. León. «D. León… D. León… ¿qué seyo quién diablos es D. León?»—dijo sin detenerse;—y volviéndose a lospocos pasos, exclamó en tono áspero: «¡Eh, chiquillos, metéos pronto encasa, no vaya a suceder una desgracia!» Los tres alumnos del colegio delSalvador seguimos por la calle de la Magdalena hasta la plaza delProgreso. Allí volvimos a preguntar por D. León: tampoco nos dieronnoticia, pero un chulo compasivo nos dijo: «Venid conmigo, si queréis;¿no decís que debe de estar en las barricadas de la calle de Toledo?Pues apretad el paso, que yo voy hacia allá.» Al llegar a esta calletratamos igualmente de informarnos, y también fue en vano; mas en laplaza de la Cebada, al preguntar a un grupo de hombres, todos armados decarabinas, que había delante de una taberna, nos replicó uno de ellos:«¿Ese D. León que manda una barricada, es alto, de bigotesblancos?»—Sí, señor.—«¡Toma—dijo volviéndose a sus compañeros—puessi es el general León!» Quedamos maravillados y pedimos con afán serpresentados a él. El mismo interlocutor nos condujo a otra taberna queallí cerca estaba, y entrando por ella hallamos en la trastienda,rodeado de una docena de chulos y gañanes, a nuestro profesor, con unkepis de miliciano en la cabeza, faja encarnada de general, sable ybotas de montar; pero con la misma levita.

Recibiónos con gran alborozo, nos hizo servir dulces, y como cosaextraordinaria y propia de las batallas, un poco de vino; mas de ningúnmodo consintió en darnos las armas que le pedíamos. Nos contó cómo habíarechazado en la Cava Baja con veintisiete hombres a dos compañías decazadores, y de qué forma estaba dispuesto a «rendir el último suspiroen holocausto de la libertad». Los chulos que tenía a sus órdenes lellamaban «mi general», cosa que nos tenía encantados, por más que no nospareciese muy en su lugar que los simples soldados bebiesen en la mismacopa que el general y discutiesen con él los planes de campaña.

Al parecer, tratábase de secundar el movimiento de las tropasrevolucionarias que iban a atacar el palacio de la Reja. El generalreunió en la taberna hasta treinta hombres mejor o peor armados, yechándoles una arenga, donde puso a los «césares y dictadores» por lospies de los caballos, se dispuso a salir con su «valerosa legión» aclavar «el puñal de Bruto en el corazón del tirano». Los chulos noentendieron bien, pero bebieron una copa y se echaron de nuevo a lacalle. El general dio orden al tabernero de que nos hiciese conducir conlas debidas precauciones al colegio tan pronto como cesase el fuego.

Al día siguiente supe que la revolución había triunfado. En el colegiose murmuró como cosa cierta que D. León iba a ser nombrado Capitángeneral de Madrid; pero aunque mucho leímos y releímos los periódicos enlos días siguientes, nunca pudimos tropezar con el nombre del general.Llegó un instante en que creímos que había perecido en el combate, sibien no comprendíamos cómo no se hablaba más de esta desgracia. Al cabode algún tiempo supimos por fin que el nuevo gobierno había reconocidoa D. León el grado de alférez y que pasaba a servir al cuerpo deCarabineros. Crean ustedes que padecí un terrible desengaño, y hastaescribí a mi profesor suplicándole que no aceptase; pero mis ruegosfueron desoídos. D. León ganaba once duros más al mes… y tenía cincohijos.