Aguas Fuertes by Armando Palacio Valdés - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

II

Con todo, Antoñico tenía un grave defecto: le gustaban demasiado lasmujeres. Quizá digan ustedes que este defecto no es grave: en cualquierotro hombre, convengo en ello, pero en Antoñico, un funcionariodramático de tal importancia, era un pecado mortal. No hay más quepensar en que tenía bajo su inmediata inspección a varias actricessecundarias, o sean racionistas, y que aun las principales veíanseobligadas a estar con él en una relación constante. De donde resultabana menudo algunos disgustillos y desórdenes que se hubieran evitado sinuestro traspunte tuviese un temperamento menos inflamable.Verbigracia; se hubiera evitado que Narcisa, la jovencita quedesempeñaba papeles de chula, se fuese del teatro dando un fuerteescándalo, diciendo a quien la quería oír que Antoñico pellizcaba laspiernas a las actrices en las ocasiones propicias; y también que la mamáde Clotilde, la primera dama, se quejase al empresario de que Antoñicofuese con demasiada prisa a levantar a su hija siempre que caíadesmayada al terminarse un acto. Hay que convenir en que todo esto eramuy feo y dañaba no poco a la respetabilidad del traspunte; que vuelvo adecir, era sin disputa el alma del teatro.

Sucedió, pues, que al medio de la temporada el primer tramoyistacontrajo matrimonio: era un hombre de unos treinta años de edad, feo,silencioso, sombrío, ojos negros hundidos, barba rala y erizada;inteligente con todo y amigo de cumplir con su deber. La mujer queeligió por esposa era una jovencita, casi una niña, linda, vivaracha,nariz arremangada, más alegre que unas castañuelas, perezosa y juguetonacomo una gatita. Se casó con el tramoyista… no sé por qué; quizá porsu desahogada posición (ganaba seis pesetas diarias).

Para no privarse de su compañía un momento, el enamorado marido la trajoconsigo al teatro; en los ratos que le dejaban libre sus ocupaciones, elpobre hombre gozaba con acercarse a su mujercita y darle un pellizco oun abrazo furtivo. La muchacha, que no había entrado hasta entonces enla región de los bastidores, estaba maravillada y contenta al verseentre aquel bullicio, y pronto fue una necesidad el pasarse tres ocuatro horas todas las noches vagando por las cajas y por los cuartos delas actrices con quienes simpatizó en seguida.

Antoñico, al verla por primera vez, se relamió como el tigre cuandoatisba la presa. La barretina colorada sufrió un fuerte temblor y sedispuso a cobijar un enjambre de pensamientos tenebrosos y lúbricos. Mascomo hombre experto y precavido, guardó sus ideas, contrarias a launidad de la familia, debajo de la barretina, y aparentó no fijar laatención en la presa y dejar que tranquilamente fuese y viniese a subuen talante.

Sin embargo, una que otra vez al encontrarse en los pasillos le dirigíamiradas magnéticas que la fascinaban y profería unas buenas nochespreñadas de ideas disolventes. Como es natural, la bella tramoyista nodejó de sospechar el género de pensamientos que dentro de la barretinase escondían, y en su consecuencia decidió ruborizarse hasta las orejassiempre que tropezaba con el tigre-traspunte. Este avanzó con cautela,paso tras paso; nada de pellizcos, ni de palabrotas necias, ni deestrujones contra los bastidores: una actitud sosegada, dulce, casimelancólica, adecuada para no espantar la caza, algunas palabritasmelosas y furtivas, varios conceptillos aduladores envueltos ensuspiros, y cuando todo estaba convenientemente preparado ¡zas! el saltoque todos conocen:—«María, yo me muero por V… perdóneme V. elatrevimiento… yo no puedo tener escondido por más tiempo lo quesiento, etc., etc.»

La vivaracha tramoyista quedó, como era de esperar, entre las uñas deltraspunte. Y comenzó para ambos el período de los placeres amargos, lafelicidad con sobresalto: aparentando no mirarse, no se quitaban ojo;fingiendo que apenas se conocían, estaban siempre juntos: ¡el marido eratan sombrío, tan suspicaz! Necesitaban llevar a cabo prodigios deestrategia para no ser advertidos: a veces pasaban cuatro o cinco nochessin poder decirse siquiera una palabra. Puesta en tortura laimaginación, Antoñico ideaba las citas más estupendas y extravagantes;unas veces en el sótano, otras en el cuarto de un actor que estaba enescena; pero todas breves y agitadas, porque el tramoyista era pegajosocomo recién casado, y Antoñico no tomaba el aspecto de tigre sino conlas damas.

Una noche en que el traspunte se sentía, por el ayuno forzoso de muchosdías, más enamorado que otras veces, dijo algunas palabras rápidamenteal oído de María y se perdió entre los bastidores. Ésta le siguió.Encontráronse en un rincón sombrío cerca del telón de boca; y eltraspunte, que conocía el terreno a palmos, cogió de la mano a suquerida, separó con la otra un bastidor y penetraron ambos en un recintoestrechísimo formado por telones y bastidores: Antoñico trajo hacia siel que había separado, y quedaron perfectamente cerrados. Los amantespudieron gozar breves instantes del seguro que la experiencia yhabilidad del traspunte habían buscado. En aquel extraño retiro nadiepodía dar con ellos. ¿Nadie? Antoñico vio de improviso, en medio de suembriaguez, que por un agujerito abierto en el telón, un ojo lesobservaba; y su corazón de tigre dio un salto prodigioso dentro delpecho: — «María—dijo con voz temblorosa, imperceptible—estamosperdidos… nos están viendo… ¡silencio!… ¿quieres salir túprimero?» La animosa tramoyista corrió bruscamente el bastidor y searrojó fuera: no había nadie. Antoñico salió detrás con el semblantepintado de interesante palidez. Su primer cuidado fue buscar por todaspartes al tramoyista: encontráronlo sumamente preocupado porque lachimenea de mármol que debía aparecer en el acto tercero había sidorota al trasladarla; tanto que no reparó en su mujer al acercarse.

—¿Lo ves, hombre—dijo María a Antoñico—como eres un gallina? A tí elmiedo te hace ver visiones.