Aguas Fuertes by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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EL HOMBRE

DE LOS PATÍBULOS

Hace cosa de tres o cuatro años tuve la infame curiosidad de ir al Campode Guardias a presenciar la ejecución de dos reos. El afán de verlo todoy vivirlo todo, como dicen los krausistas, me arrastró hacia aquelsitio, venciendo una repugnancia que parecía invencible, y los seriosescrúpulos de la conciencia. Por aquel tiempo pensaba dedicarme a lanovela realista.

Eran las siete de la mañana. La Puerta del Sol y la calle de la Monteraestaban cuajadas de gente. Había llovido por la noche, y el cielo,plomizo, tocaba casi en la veleta del Principal. La atmósfera,impregnada de vapor acuoso, y el suelo cubierto de lodo. La muchedumbrelevantaba incesante y áspero rumor, sobre el cual se alzaban los gritosde los pregoneros anunciando «la salve que cantan los presos a los reosque están en capilla», y «el extraordinario de La Correspondencia.»Una fila de carruajes marchaba lentamente hacia la Red de San Luis. Loscocheros, arrebujados en sus capotes raídos, se balanceabanperezosamente sobre los pescantes. Otra fila de ómnibus, con lasportezuelas abiertas, convidaba a los curiosos a subir. Los cocheros nosanimaban con voces descompasadas. Uno de ellos gritaba al pie de sucarruaje:

—¡Eh, eh! ¡al patíbulo! ¡dos reales al patíbulo!

Me sentía aturdido, y empecé a subir por la calle de la Montera,empujado por la ola de la multitud. Los pies chapoteaban asquerosamenteen el fango. ¡Cosa rara! en vez de pensar en la lúgubre escena que meaguardaba, iba tenazmente preocupado por el lodo. Había oído decir a unmagistrado, no hacía mucho tiempo, que el barro de Madrid quemaba ydestruía la ropa como un corrosivo, lo cual tenía su explicación en lapiedra del pavimento, por regla general caliza. «¡Buenos me voy a ponerlos pantalones!» iba diciendo para mis adentros, con acento doloroso.

La muchedumbre ascendía con lento paso. El que bajase a la Puerta delSol en aquel instante y fuese examinando los rostros de los quesubíamos, si no tuviera otros datos, no sospecharía ciertamente a quélugar siniestro nos dirigíamos. Las fisonomías no expresaban ni dolor,ni zozobra, ni preocupación siquiera. Marchábamos todos con laindiferencia estúpida de un pueblo trashumante que va a establecerse aotra comarca. Los que llevaban compañía, charlaban; los que iban solos,echaban pestes de vez en cuando, entre dientes, contra el barro. Sólo elcielo mostraba un semblante sombrío y melancólico, adecuado a lascircunstancias.

Recorrimos la calle de Hortaleza, y al llegar cerca del Saladerohallamos un gran montón de gente que invadía los alrededores y que nosdetuvo. La muchedumbre hormigueaba delante del sucio y repugnanteedificio en espera de algo; ¡un algo bien espantoso por cierto! Yo fui aengrosar aquel gran montón, como una gota de agua que cae en el mar.Allí los rostros ya expresaban algo: la impaciencia. Me parece excusadodecir que era plebe la inmensa mayoría de los circunstantes, porque laplebe es la que particularmente se siente atraída hacia los espectáculoscruentos. No obstante, hay también gente de levita y sombrero de copaque se deleita con las emociones terribles; pero en aquella ocasión erauna minoría muy exigua. Un coche de plaza sin número esperaba a lapuerta: el cochero tenía la cara cubierta con un pañuelo. Crecido númerode guardias de orden público se hallaba distribuido en el concurso, y unpiquete de soldados, con los fusiles en «su lugar descanso», ceñía lafachada del siniestro caserón, contemplando con ojos distraídos elhervor de aquel mar de cabezas humanas. Algunas aristócratas delcomercio pregonaban a gañote tendido «agua y azucarillos, bellotas comocastañas, chufas, cacahuetes», y algunos otros artículos deentretenimiento, para los estómagos desocupados. Los balcones de lascasas circunvecinas estaban poblados de gente, y no era raro ver enellos el rostro fresco y sonriente de alguna linda muchacha que acababade dejar el lecho, y que con sus menudos dedos blancos y rosados serestregaba los ojos.

Era tan horrible lo que iba a suceder, y tan lúgubres los preparativosdel suceso, que, más por huir la tristeza que por amor al bello sexo,aunque no dejo de profesarlo, me coloqué debajo de uno de los balcones yme puse a mirar a cierta rubia, que no pagó verdaderamente miatención—dicho sea en honor suyo. ¡Por qué había de mirarme, cuando nisiquiera me iban a dar garrote! Sus ojos estaban clavados con ansiosacuriosidad en la puerta del Saladero. Me acordé entonces de las damasdel imperio romano, que daban la señal de muerte a los gladiadores, ehice una porción de reflexiones histórico-filosóficas, de las cualeshago gracia a los lectores.

Cuando más embebido me hallaba en ellas, escuché una voz cerca quepreguntaba:

—Caballero, ¿sabe V. qué hora es?

Volvime, sin saber a quién se dirigía la pregunta, y me hallé enfrentede un hombre no muy alto, de barba y pelo cenicientos, de faccionesafiladas, que me miraba con unos ojos pequeños y hundidos, y de colorindefinible, esperando, a no dudarlo, mi respuesta. Como el reloj era deniquel, eché mano de él, sin temor de mostrarlo, y le dije:

—Las siete y veinte minutos.

—Todavía esperaremos más de un cuarto de hora—repuso el hombrereflejando disgusto en su fisonomía. Yo me encogí de hombros conindiferencia, y alcé los ojos al cielo, quiero decir, a la rubia.

—¡Oh, conozco bien a esos señores!—prosiguió.—¡No me darán chasco,no!… Dicen que a las siete y media saldrá el primero pa el campo…Pues ya verá V. cómo han de ser las ocho menos cuarto bien largas…

Me volví con alguna mayor curiosidad a mirar a aquel hombre, y confiesoque me causó repugnancia. Sin ser un monstruo por lo feo, éralobastante, y sobre todo, formaba contraste notable con la rubia que secernía sobre mi cabeza. Estaba pobremente vestido, de capa y gorra, comolos artesanos de Madrid, y debía de hallarse entre los cincuenta osesenta años de edad. Pude observarle bien, porque no me miraba: susojos exploraban con avidez los contornos de la prisión.

—¡Puercos, tunantes!—exclamó con irritación y sin mirarme, como sihablase consigo mismo.—¡Mire V. que estar un hombre ayer toda la tarde,espera que te espera, para salir al fin con que no era posible verlos!Que el Gobernador no quería que se les molestase… ¿Y qué tiene ya quemandar el Gobernador sobre ellos?… Un hombre, cuando le van a darmulé, hace lo que le da la gana, menos escaparse… Además, que no seles molesta… al contrario… lo que les hace falta es un poco dedistraición y beber unas copas con tranquilidad… ¿Han de estar todoel día rodeaos de paño negro?… Con media hora pa confesarse y otramedia pa decir el «yo pecador»,y recibir, y arrepentirse, queda unhombre al sol.

Como, después de todo, hablaba conmigo, por más que no me mirase, quisedemostrarle que le escuchaba, y le pregunté:

—¿Cuál de los dos sale primero?

—El viejo, el viejo—repuso en tono firme—. Cuando el otro llegueallá, ya le habrán despachado a él. Hasta ahora es el que ha tenido máspecho… Paece mentira, ¿no es verdad? El chico me han dicho que estámedio acabao. ¡Vaya un papanatas! ¡Como si por cantar la gallina ledejasen de apretar el gañote! Lo que debe tener un hombre ante todo esdirnidad, mucha dirnidad, y morir como Dios manda, sin dar quedecir a la gente.

—Pero ya ve usted que eso no se puede remediar: unos son valientes yotros cobardes—repliqué en tono de mal humor.

—Estamos en eso, caballero… Pero un hombre siempre es un hombre…

—Verdad.

—Y los hombres se portan como hombres.

—También verdad.

—Y cuando no hay más remedio, hay que aguantar la mecha, tenerpaciencia, y barajar, y decir: «Pues, señor, otros han ido antes que yo,y otros vendrán también».

Mire usted, caballero: yo he visto a unamujer… ya ve usted que una mujer no es lo mismo que un hombre.

—Cierto.

—La he visto morir mejor que si fuese un hombre… Usted también lahabrá visto… hablo de la Vicenta…

—¿Qué Vicenta?

—La Vicenta Sobrino.

—No, no la he visto.

—Es verdad que usted es joven—repuso mirándome de arriba abajo—; perobien pudieron haberle traído aunque fuese chico… Aquí se aprendemucho…

—No vivía en Madrid.

—¡Ay, caballero! Pues en los pueblos estas cosas se ven pocas veces…No es lo mismo que aquí, donde casi todos los años tenemos unespetáculo, cuando no son dos o tres. Aquí se aprende a tener corazóny a ver lo que es el mundo… Pues, como le decía, la Vicenta era mujerque valía lo que pesaba… ¡tenía más agallas que un tiburón!… Laverdad es que daba gusto verla tan serena; porque, al fin, siempre esuna fatiga ver a una persona humana dando diente con diente y poniendolos ojos de carnero degollao… Yo he visto de todo… Mire V.; a laBernaola la han tenido que subir a puñaos… y a muchos hombrestambién, no vaya V. a creerse. He visitado yo a algunos en la capilla,que paecía que se tragaban a medio Madrid; mucha copa de vino, muchacháchara y mucho jaleo, y cuando llegó la hora de ser hombres, hincharonel hocico haciendo pucheritos como los niños de escuela.

Mi interlocutor hablaba siempre con los ojos clavados en la puerta delSaladero. No muy lejos de ella se promovió una reyerta entre loscuriosos y los agentes de orden público, que hizo retroceder y ondular ala muchedumbre. Nosotros sentimos, aunque no muy fuerte, el efecto deesta agitación. El hombre de la capa exclamó:

—¡No puedo resistir a estos del orden!… ¡Mire V. qué modo de trataral pueblo! No paece más que ellos son los que nos dan permiso paver el espetáculo!

—Se me figura, dije yo, que va a salir el reo.

—¡Ca! No, señor, no tenga V. cuidado; hasta las ocho menos cuarto enpunto no hay quien los menee. Echan un cuarto de hora pa llegar alcampo; pero ¡buen cuarto de hora te dé Dios! El campo no está aquí a lavuelta; y como van a paso de carreta… ¿Qué hora es, caballero? Hágameel favor de mirar el reló.

—Las ocho menos veinticinco.

Una mujer dijo a nuestra espalda en voz alta:

—Manuela, ¿no sabes que los indultan? Acaba de llegar un soldado con elperdón del Rey.

Mi interlocutor se volvió instantáneamente, como si le hubiesenpinchado.

—¡Qué perdón ni qué ocho cuartos! ¡Qué sabe V. lo que se dice!

Pus lo mismito que V. ¡El diablo del hombre!

El hombre de la capa dejó escapar una exclamación de desprecio mirando ala mujerzuela de arriba abajo y dirigiéndose después a mí, me dijo entono confidencial:

—Estas babiecas, en cuanto que ven a un soldado con un pliego en labayoneta, ya se sueltan a decir que es el indulto. El indulto no se dacasi nunca a última hora, porque tiene que llevar mucha requisitoria…Usted bien lo sabrá… Ayer ha estado el padre del chico a echarse a lospies del Rey, pero no ha conseguido nada. ¡Qué había de conseguir! Deperdonarle a él, tenían que perdonar al otro también… y eso no podíaser… Así que ya deben contarse entre los difuntos… El Rey no lo hacecasi nunca de por sí y sin consultar a los menistros… Eso lo sé yobien, caballero, lo sé yo bien.

—Pues yo me alegraría mucho de que los perdonasen—dije con ciertotonillo irritado para protestar del afán de cadalso que adivinaba enaquel hombre.

—Eso es otra cosa—repuso un poco cortado.—Usted puede alegrarse loque le dé la gana; pero lo que le digo es que no vendrá el indulto…Ellos siempre tienen esperanza, ya lo sé; están con el corbatínenroscado al cuello y todavía esperan los pobrecitos que vengan asacarlos del barranco. Alguno he visto que se tragó la píldora enteritadesde muchos días antes; pero es una esceción… Aquél era un hombrecon un corazón más grande que el palacio de Buenavista. Como aquél no hahabido otro ni lo habrá: se fue al palo con la misma cachaza que se ibaantes a la taberna. ¡Qué camelo dio al señor Gobernador y a losmarranillos que andaban cerca de él! Todos se pirraban por meterle miedoy verle compungido. El Gobernador estuvo más de media hora hablándoledel infierno y de las penas de los condenados; tizonazos por aquí,requemones por allá… ¡Como si hablase a la pared! El se reía, y de vezen cuando pedía una copa de aguardiente. A todos los de la cárcel lostraía azorados poniéndoles motes; a uno le llamaba mamoncillo; a otroque tenía un ojo torcido, virulento; al capellán de la cárcel,hopalandas… ¡Ni por un Cristo se quedaba nadie solo con él, y esoque le tenían con grillos!… A mí me quería mucho, como amigoverdadero. Yo era entonces un muchacho. Había ido acompañando a sumujer al Palacio, y la vi echarse a los pies de la Reina. ¡Si vierausted que modo de llorar, caballero! La reina estuvo muy llana y muybuena; la levantó del suelo y la dijo que haría lo que pudiera, que seenteraría bien y hablaría con sus menistros; la dijo también que sefuera tranquila a su casa, que la pasaría un aviso. Todo el díaestuvimos esperándolo y no pareció… La Reina no tenía la culpa, bienlo hemos sabido; era un menistro tunante el que estaba empeñado enapretar el cuello a aquel valiente… Por la mañanita temprano me mandóa llamar desde la capilla pa despedirse de mí… Pero… ¡calla,calla! Ahora salen… Sí, sí, ahora salen… Mire V. cómo el coche seaprosima… Vamos a acercarnos un poco pa ver salir el reo. ¡Yaempiezan esos malditos a echar a rempujones la gente! Mire usted, mireV.; ya asoma la comitiva.

En efecto, los guardias de orden público hacían esfuerzos para despejarlas avenidas de la cárcel. En la muchedumbre se engendró un movimientotumultuoso de vaivén. Rumor áspero y confuso salió de su seno,esparciéndose por el aire. El piquete de soldados, que descansaba al piedel muro, obedeciendo a la voz de su jefe, fue a colocarse junto a lapuerta, y por ella comenzó a salir alguna gente con semblante triste yasustado: eran dependientes de la prisión, hermanos de la Paz y Caridady los pocos curiosos que habían tenido influencia para entrar. Porúltimo, apareció el reo. Venía acompañado de un sacerdote y rodeado deguardias. Seguía a la comitiva bastante gente. Gastaba el reo barbacerrada, negra y espesa; la hopa que le cubría y el birrete que llevabaen la cabeza, el cual le venía un poco holgado, prestábanle un aspectolúgubre, espantoso. Esforzábase, sin duda, en aparecer sereno, pero ensu rostro demudado reflejábase, tal expresión de dolor y angustia, queconmovía hasta lo más hondo del corazón. El hombre de la capa, que no sehabía separado de mí, dijo en tono satisfecho:

—Vamos… está pálido, pero bastante sereno… No se puede pedir más aun hombre… porque, ya ve V., caballero, ¿a quién le gusta que leaprieten el gañote?…

El reo y el cura entraron en el carruaje. En la muchedumbre reinó porbreves instantes silencio sepulcral; mas así que se cerró la portezuela,levantose nuevamente un insufrible clamoreo. El coche arrancó yemprendió la marcha lentamente; el piquete formó la escolta; losguardias procuraban hacer calle, dejando acercarse al carruaje solamentea los cofrades de la Paz y Caridad. El hombre de la capa me obligó acolocarme, como él, en las primeras filas de curiosos y caminar no muylejos del reo.

El cielo seguía envuelto en un sudario ceniciento, y el piso no mejorabaen aquellos sitios. A la verdad, no comprendo por qué razón me dejabaarrastrar por aquel hombre. Me sentía cada vez más aturdido, como siestuviese soñando. Iba sufriendo cruelmente, y no me pasaba siquiera porla imaginación la idea de que podía evitar aquel sufrimiento con sólovolverme atrás.

—Pues ya verá V., caballero lo que sucedió—dijo el hombre, siguiendosu historia mientras caminábamos hacia el cadalso.—Me mandó a llamarmuy tempranito, y yo me planté en la cárcel por el aire. Antes deentrar a verle, me obligaron a quitarme la ropa. Los grandísimos puercostenían miedo que le trajese algún veneno. Querían a toda costa verle enel palo. Para registrarme me pusieron en cueros vivos y me trataron comoa un perro… ¡Mala centella los mate a todos!… Pero, después demuchos arrodeos, no tuvieron más remedio que dejarme entrar… «¡Hola!¿Estás ahí, Miguelillo?—me dijo en cuanto me vio.—Acércate y agarrauna silla. Tenía ganas de verte antes de tomar el tole pa el otrobarrio». Estaba fumando un cigarro de los de la Habana y tenía algunascopas delante. Había tres o cuatro personas con él, entre ellas el cura.«Acércate, hombre, y bebe una copa a tu salud, porque a la mía es comosi no la bebieses. Aquí todos han trincado esta mañana, menos elpater, que se empeña en no probar la gracia de Dios». Bebí la copa queme echó, y hablamos un ratito de nuestras cosas. Yo no me cansaba demirarle. Estaba tan sereno como V. y yo, caballero. Paecía que era aotro a quien iban a dar mulé. «¿Verdad que no estoy apurao,Miguelillo?… Eso hubieran querido los mamones de la cárcel, pero noles he dao por el gusto… ¡Anda, que se lo dé la perra de sumadre!… Aquí el pater también me predica, pero es muy hombre debien, y por ser muy hombre de bien le he servido en todo lo que hastaahora ha mandao». Y era verdad, porque había confesao y comulgaosólo por el aprecio que le tenía. Cuando estábamos hablando entró unhombre pequeño, trabao y con las patas torcidas, y acercándose a lamesa le preguntó: «Oye, Francisco, ¿me conoces?» Él entonces levantó lavista, y contestó, bajándola otra vez: «Sí, eres el buchí». Es verdad,has acertao. ¿Tienes ánimo?—¿No lo estás viendo?—Ya veo, ya, que nose te encoge el ombligo… Vengo a pedirte perdón.—Anda con Dios, quetú no tienes la culpa de nada. Tú eres un pobre, que ganas el pan con tutrabajo.—Hasta luego.—Hasta luego». Después que salió el verdugo mevinieron a avisar pa que me fuese. Entonces él se levantó y me abrazócomo pudo (porque llevaba esposas) diciéndome: «Vamos, muchacho, no tefatigues tanto… Este es un mal trago… Vaya por los muchos buenosque tengo entre pecho y espalda». Después me echaron de la capilla yhasta de la cárcel!… ¡Pero, caballero, apriete V. un poco más el paso,que nos quedamos atrás!…

Obedecí a mi compañero, como si lo tuviese por obligación, y noscolocamos otra vez en las primeras filas. El carruaje de la Justiciacaminaba a unos veinte pasos de nosotros. La muchedumbre hormigueaba entorno del piquete y de los guardias, esforzándose para ver al reo.Algunos civiles de caballería, con el sable desenvainado, caracoleabanpara dejar libre el tránsito, atropellando a veces a la gente, quedejaba escapar sordas imprecaciones contra la fuerza pública. Loshabitantes de las pobres viviendas que guarnecen por aquellos sitios lacarretera, se asomaban a las puertas y ventanas, reflejando en susrostros más curiosidad que tristeza, y las comadres del barrio se decíande ventana a ventana algunas frases de compasión para el reo, y no pocosinsultos para los que íbamos a verle morir. De vez en cuando, el rostrolívido de aquél aparecía en la ventanilla, y sus ojos negros y hundidospaseaban una mirada angustiosa y feroz por la multitud; peroinmediatamente se dejaba caer hacia atrás, escuchando el incesantediscurso del sacerdote. El cochero, enmascarado como un lúgubrefantasma, animaba al caballo con su látigo, conduciéndolo hacia elsuplicio.

La relación de aquel hombre había excitado mi curiosidad. Así que,después de caminar un rato en silencio, le pregunté:

—¿Y V., cuando le echaron de la cárcel, se habrá ido a su casa?

—No, señor; me quedé cerca de la puerta para verle salir. Al cabo demedia hora de espera, apaeció entre un montón de gente, lo mismo queeste que va en el coche… ¡Ay, caballero, si viese V. que otro hombreera! Ese maldito sayo negro que les ponen, y el gorro de la cabeza, lehabían mudao enteramente. Paecía un alma del otro mundo. Montó, sinayuda de nadie, en el burro que estaba a la puerta… Entonces no ibanen coche, como ahora, sino montaos en un burro… Estaba mejor así,¿no le paece a V.?… De este modo todo el mundo se enteraba y lo veíabien… Cuando rompieron a andar, me puse lo más cerca que pude, y él,que iba moviendo la cabeza a un lado y a otro, me guipó en seguida yme llamó con la mano. Me dejaron acercar, y me dijo: «Adiós, Miguelillo;estos cochinos me llevan a degollar como un carnero; vete pa casa,querido, que estás muy fatigao». Me dio un apretón de manos y se pusoa hablar con el cura, que le reñía por lo que había dicho. Yo me separé,pero no quise marcharme. Seguí la comitiva hasta el mismo campo… hastaaquí, porque ya estamos en él. Le vi subir al tablao, le vi sentarseen el banco, le vi besar el cristo que le ponían delante, y cuando leecharon el pañuelo sobre la cara, entonces me puse a correr y no paréhasta casa…

Habíamos llegado, en efecto, al Campo de Guardias y veíamos a lo lejosalzarse el lúgubre armatoste sobre el mar de cabezas humanas que locircundaba. El clamor era cada vez más alto; la agitación se convertíaen tumulto. Los gritos penetrantes de los pregoneros apenas se oíanentre aquel rumor tempestuoso.

Mi compañero había guardado silencio. Yo, absorto completamente por laescena terrible que se preparaba, tampoco despegué los labios. Me habíaimpresionado, no obstante, su cuento, y al fin, por hablar algo, y entono distraído, le pregunté:

—Mucho lo habrá V. sentido, ¿no es verdad?

—¡Pues no lo había de sentir!… ¿Para qué he de engañarle a V.caballero?—me contestó mirándome fijamente.—¡No lo había de sentir, siera mi padre!…

Quedé estupefacto. Sentí algo semejante al miedo y al asco, y no supemás que murmurar:

—¡Qué horror!

El hombre de la capa, al ver mi sorpresa, sonrió con humildad, como sime pidiese perdón, y continuó:

—Me acuerdo que, cuando llegué a casa, mi madre me dio una paliza queme hubo de matar… no sé por qué… Decía que para que me acordase biende aquel día… ¡Cómo sino me acordase bien sin necesidad de lospalos!… Yo creo que estaba un poco guillá… La pobrecita no tardódos meses tan siquiera en espichar… Desde entonces no he faltaonunca a estos espetáculos. Todos los que han ajusticiado en Madrid decuarenta años pa acá los he visto yo… menos tres o cuatro que nopude ver porque estaba enfermo… Pero lo que le digo a V., caballero,es que ninguno…, y no es porque fuese mi padre…, ninguno ha tenidotantos hígados pa morir como él…

La agitación de la muchedumbre continuaba en aumento. El caracoleo delos civiles y los esfuerzos de los agentes apenas bastaban a contenerlay a impedir, sobre todo, que turbase la marcha del carruaje.

El piquete de soldados que lo escoltaba tenía que estrecharse más de loque exige la táctica, para poder caminar. Mi compañero me dijo con tonotriunfal:

—Oiga V., caballero; estos hombres se están matando para verlo y noconseguirán nada; pero nosotros lo hemos de guipar todito y con muchacomodidad… No se separe V. de mí… Iremos pegados a los faldones delos soldados, y llegaremos a debajo del mismo tablao, sin mayorinconveniente… Hay que saber arreglárselas… De algo le han de servira uno los años que tiene sobre el cogote… Vamos, no afloje V. elpaso… Apriétese V. contra mí y déjese llevar… ¡Que se está V.separando, caballero!… Agárrese V. a mi capa… ¿Qué es eso? ¿Se quedaV.?… Hombre, lo siento, porque no va V. a ver nada… Vaya, adiós,caballero… adiós…