Adriana Zumarán by Carlos Alberto Leumann - HTML preview

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—¿Una pena que yo no esté resentida con usted? Explíqueme, Julio.

—Es tan difícil explicar... Ciertas ideas, las más íntimas, no podríanexpresarse sino por un esquema pueril. Por eso la melancolía deconversar con alguien que podría comprender lo que por desgracia nosabemos explicar: vamos deplorando, al cabo de cada frase, que lorealmente significativo de la idea se quedó en el corazón.

—Pero en fin: ¿usted preferiría que yo estuviese disgustada?

Por favor,dígamelo así en esquema.

—Sí, preferiría eso, para poder atribuir su resentimiento a una malainteligencia; en cambio, ahora ya conozco que su frialdad sólo viene delningún deseo de reanudar aquella amistad de algunos minutos, cuando nosencontramos aquí hace un año, amistad que sólo en la imaginación míapudo seguir persistiendo.

Adriana, para demostrarle que tampoco ella había puesto nada en olvido,le repitió algunas palabras que dijera Julio en aquella ocasión. Y semaravillaba de su propia sinceridad.

—¿Sabe usted, agregó, que me dejó sorprendida la seguridad suya cuandose puso a imaginar el elogio de mi alma?

Y le pareció advertir de nuevo, como entonces, que brillaba el amor enla mirada de Julio. Pero ambos callaron, suspensos de la música deZoraida, que se hallaba en uno de sus momentos de exaltación.

El motivo de Beethoven jugaba con cierta gracia infantil, sus fraseslíricas parecían caminar sobre el teclado, frescas, ligeras, yacariciaban el oído sin despertar inquietud. Después las notas seprecipitaban, límpidas, luminosas, con algo de ansiedad, y en el airese iba formando una idea musical, pura, serena y como desasida de sumismo origen sonoro. Las límpidas notas, súbitamente contenidas,tornaban en dulce murmullo. Ahora el motivo era un alma, con lapalpitación del ritmo pugnaba por subir, vacilante, a las regionesinefables. Se agitaba su vuelo en las alturas, como una alondra. Y pormomentos, en la poderosa dilatación del sonido radiante, parecía a puntode alcanzar el júbilo de una maravillosa revelación.

Pero luego las notas decaían, las bellas frases se enlazaban máslánguidas, la imagen de la dicha moría en un radio de sombra, y ya sólopodía oírse la tierna resignación del amor vencido ante la irremediablelejanía de su ideal ultraterreno.

De pronto, en medio de su tristeza, el mismo motivo musical sereavivaba, con la gracia de un hermoso niño que despierta olvidado de lacausa que acababa de adormirle llorando; y volvía a su encanto de lasprimeras notas, ágiles, ligeras, para luego agitar de nuevo en el ritmosus alas de esperanza. Y otra vez el alma de la idea lírica ascendíacantando, como una alondra.

Cuando terminó la sonata, ambos quedaron un rato en silencio, oprimidospor ese inexplicable deseo que la música infunde, de una dicha excesiva,superior a la condición humana. Ella echó sobre Julio una rápida mirada;estaba un poco pálido y tenía los ojos húmedos, absortos en ella; suspalabras, al reanudar la conversación, tomaron el dejo humilde.

En esto apareció Laura. Al verles hizo un vago gesto, como si hubiesequerido retroceder. Pero Adriana se levantó, fue hacia ella,rápidamente, y le oprimió las manos tanto que Laura contuvo un grito.Entonces, con actitud de azoramiento y de lástima, besó una y otra vezaquellas manos, sin alzar los ojos.

Daba las espaldas a Julio y seguíasintiendo sus palabras humildes penetrarle en el alma como una largacaricia.

VIII

En esa misma semana tan llena de emociones, volvió a la estancia de sutío para buscar a su madre, que decidió instalarse definitivamente en laciudad. Fue por la mañana y pasó el día con sus parientes. La notaroncambiada, muy abstraída. No tuvo

"rarezas", no contradijo a nadie y rezócon su tía en el oratorio.

Sus dos primas la observaban, mirándose luego con cierto aire deasombro, como si esta nueva manera de ser tuviese también su puntocensurable. A Fernando, que de allí a poco debía emprender un viaje aEuropa, le habló en tono afectuoso, pidiéndole no dejara de escribir confrecuencia, y ayudó a su madre, muy solícita, en el arreglo delequipaje. Su tío relataba anécdotas sobre un político de gran actuaciónfallecido el día anterior.

—Yo lo traté mucho—decía—y pocas personas he conocido tan finas y tanamables. Ya pocos hombres quedan como esos, en el país. Era tan atentoque le pasaban cosas curiosas. Ahora ustedes van a ver, les voy acontar. (Hizo su larga pausa de costumbre, el dedo pulgar de una mano enla abertura del chaleco, la otra mano apoyada de través en la rodilla).Un día, él entonces era ministro, estaba yo en su despacho, con otrosamigos, cuando entró, después de anunciarse, un jovencito provinciano,muy tímido, con una carta de recomendación. El ministro le tomó lacarta, la leyó, le prometió un empleo.

Después, por halagarle, se puso aconversar un rato con él. "Yo era muy amigo de su papá—le dijo—personamuy distinguida, por cierto, y cuando murió hube de hablar en suentierro". Esto no

era

verdad,

lo

decía

de

puro

amable.

El

jovencito,naturalmente, se sorprendió. "Señor, mi padre no murió aquí, sino enMontevideo", "Ah, tiene usted razón,—

contestó el ministro—enMontevideo, sí, lo recuerdo muy bien, por eso no hablé".

Adriana fingía atender las crónicas de su tío. Pero sus pensamientosvolaban a casa de las Aliaga. Predominaba en ella la inquietud, suanhelo se perdía en presentimientos confusos, su espíritu setransformaba en un sentido ideal. Con Julio, este muchacho que ellahabía tratado apenas, no hubiese empleado nunca sus fáciles y comunesrecursos de seducción y le aterraba la sola idea de que él pudierainterpretar como coquetería alguna actitud suya.

Al caer la tarde, un break las llevó a la estación del pueblecitocercano a la estancia. Las primas se despidieron.

Adriana, distraída,se dejó besar en las mejillas.

Cuando hubo arrancado el tren, corrió la ventanilla, para evitar el airefrío, y al través del cristal, que se humedecía con su aliento, se pusoa mirar el paisaje. La inacabable llanura verde comenzaba a cubrirse conun ligero esplendor de oro. Hileras de álamos surgían y se precipitabanal paso del tren. Se desteñía el cielo como un inmenso lavado deacuarela, dejando abajo, en su límite con la tierra, una cinta de vaporazul. El sol, descendiendo, ofuscó los ojos de Adriana con sus largasflechas amarillas, que se volcaban brillando a cada ondulación de lacampiña. A trechos giraba lentamente, muy distante, la azotea roja de unchalet; y su ventana, bajo el triángulo de tejas, fulguraba como unaplanchuela de oro. El sol se dilató; era una gran ascua redonda queperforaba la cinta de bruma azul. Un gajo de arbusto seco, sobre lallanura, cruzó por el disco como un arabesco de tinta. Arriba en lainmensidad lívida, una pequeña nube, un encaje de luz rosada y pura, seirisaba como una maravillosa concha de nácar.

Del alma de Adriana huían los pensamientos mezquinos y sus ojos seabismaron en la tristeza del firmamento pálido. Las cosas pasadas enaquellos días surgieron como fantasmas que bailaban precipitadamente enel sitio donde había desaparecido el sol. Su definitivo rompimiento conMuñoz, las Aliaga, Julio Lagos, y aquel inesperado diálogo interrumpidopor Laura...

Quiso arrancarse a esta gran inquietud del presente y penetrar en elrecuerdo de los años de su infancia. Pero la sintió lejos,inconmensurablemente lejos. Parecía escapar como una crisálidaconvertida en mariposa inmaterial, que volara por un mundoirremisiblemente perdido para su corazón. Contempló su propia siluetainfantil diseñada como una figura de relieve cubierta de polvo en surecuerdo. Y vio también a Raquel, de seis años, otra figura, otrorelieve cubierto de polvo; Raquel vestida de negro, con dos hilos delágrimas en las mejillas rojas.

Adriana le pegaba por una rivalidadpueril. Estaban solas en el patio de la casa y junto a la habitacióndonde el padre muriera algunos meses antes. Raquel, agachada bajo losgolpes de Adriana, abría un medallón que llevaba al cuello con elretrato de su padre y exclamaba sollozando: "Para que papá vea lo que túhaces". Después, sobrecogida, se echaba a correr, seguida de Adriana ycubriéndose la cabeza con las manecitas abiertas. Pero Adriana ya nocorría para pegarle, sino enloquecida de súbita piedad. Y llegando lasdos a un corredor oscuro, se abrazaron con ímpetu, consternadas hasta elllanto por aquella penosa evocación de la sombra paterna. Entrecerrandolos ojos, apoyó la frente contra el frío cristal de la ventanilla. Yentonces, en aquella profunda lontananza, las dos criaturas sedesenlazaron y la miraron a ella con los ojos llorosos, fijamente.Inclinándose juntas, se secaron las lágrimas con el ruedo del vestiditonegro. Y

volvieron a mirarla, más adustas, Raquel con sus claros ojosverdes, Adriana con sus ojos negros, con sus ojos negros y asombrados.¿Asombrados por qué? Una amargura indecible pasó por el alma de Adriana.La visión se borró.

Y quiso recordar otros años aun más lejanos. Sin duda tuvo entonces ungeniecito encantador y alegre; esto se lo decía un retrato suyo en queaparecía una chiquilla regordeta, graciosísima, que inclinando la cabezacon malicia, adelantaba un piececito y escondía las manos tras laespalda.

Había también una primera luz de amor en su infancia indecisa: Roberto,muchacho paliducho que jugara con ella y que por juego fue su amanteinfantil. A los once años entró ella en el internado religioso y no levio más. Porque a poco él moría en las sierras de Córdoba. Su imagen,después, se le presentó siempre circundada de fría penumbra, entre lospliegues de un sudario, mirándola con sus ojos inteligentes, tristes,velados de sombra mortal. Adriana, para avivar la sugestión de esterecuerdo, solía leer aquel poema francés en que un amante muerto salemelancólicamente de la tumba, llama a la habitación de su amada ymurmurándole palabras de lúgubre ternura, la lleva consigo alcementerio.

Y ahora, con aquella meditación de crepúsculo, junto a su madresilenciosa y recogida también en sus recuerdos, se puso a musitar elprimer verso del poema:

"Pourquoi pleures-tu petite Christine?"

Imaginó ser ella misma, en la media noche de invierno, la heroína delpoema, y repetía sus tristes y tiernas palabras:

"Mon fiancé dort sous la noire terre, Dans la froide tombe il rêve de nous.

Laissez-moi pleurer, ma peine est amère, Laissez-moi gémir et veiller, ma mère,

Les pleurs me sont doux".

Y al recordar los versos que seguían, la escena descripta se destacóvivamente en la penumbra de su ensueño:

"La mère repose et Christine pleure, Immobile

auprès

de

l'âtre

noirci.

Au long tintement de la douzième heure, Un doigt léger frappe à l'humble demeure:

Qui donc vient ici?"

Y afuera la voz del amado:

"Tire le verrou, Christine, ouvre vite: C'est ton jeune ami, c'est ton fiancé.

Un suaire étroit à peine m'abrite;

J'ai quitté pour toi, ma chère petite, Mon tombeau glacé."

Adriana sintió suspirando y con una secreta exaltación de júbilo que doslágrimas le ardían bajo los párpados:

"Oh mon fiancé, souffres-tu, dit elle, Quand le vent d'hiver gémit dans le bois, Quand la froide pluie aux tombeaux

ruisselle?

Pauvre ami couché dans l'ombre éternelle, Entends-tu ma voix?"

Su júbilo se hizo ardiente como un delirio. Y en las estrofas finalesdel poema, todo su corazón acompañaba el arranque de fidelidadapasionada que hace exclamar a la joven, cuando su amado intenta volversolitario a la tumba:

"Non! je t'ai donné ma foi virginale, Pour me suivre aussi, ne mourrais tu pas?

Non! je veux dormir ma nuit nuptiale,

Blanche, à tes côtés, sous la lune pâle, Morte entre tes bras!

En aquel momento su madre empezó a hablar para hacerle reproches, en unaletanía lamentable. Estaba inmóvil, con las manos entrelazadas y losojos aflijidos y fijos. La luz del crepúsculo esfumaba su cara y su peloen una tonalidad rojiza.

Adriana la escuchaba como entre sueños; yperdida en la remota nostalgia se repetía las palabras dolientes delpoema. Y no era ya su novio infantil, sino Julio Lagos el amante que ensu visión interior bajaba con ella al sepulcro, besándola sobre losojos; y entre la masa negra de los cipreses, huía el sudario del otro.

De pronto, en una brusca caída a la realidad, la sacudió el traqueteo yel ruido más fuerte del tren. Un "rápido" pasó por la vía paraleladisparando un silbato estridente; y la mancha momentánea de los cochesosciló en la penumbra del paisaje rayándolo confusamente. Ahora era unpaisaje sombrío, todas las cosas exaltaban sus formas como unafantasmagoría. Techos y árboles sobrenadaban en la indecisión de lallanura. Una lucecilla, muy lejos, se encendió temblando como insecto deoro.

La ciudad ya próxima comenzó a surgir. Su visión se dilató.

Bóvedasy torrecillas paralelas crecían, parecían moverse, lentamente, hacia elvuelo jadeante del tren. Algunas casuchas del suburbio, como emboscadasjunto a la vía, asomaban rápidamente, y cada una, al pasar, parecíavolcarse en la penumbra. El tren corría a la altura de los tejadosceñidos contra el paso a nivel. Talleres aun humeantes y ranchos depobrerío se diseminaban

confusamente,

y

todo

formaba

una

perspectivasórdida y ruin. Sobre aquel montón fugitivo de cosas informes y de vidaprecaria, todo miserablemente pegado a la tierra, flotaba como unaarmonía la magnificencia triste del ocaso, derramando sombra y paz.

El tren penetró vertiginosamente en el arrabal, haciendo temblar elviaducto. De pronto su marcha detuvo la precipitación jadeante:atravesaba el Riachuelo. Adriana quedó estupefacta.

Había cruzado elpuente en pleno día, sobre aguas verdosas salpicadas de desperdicios,entre sucias embarcaciones atracadas a los malecones rotos. Ahora lepareció pasar por sobre una enorme sierpe de púrpura deslumbrante, quebajo el crepúsculo se prolongaba, entre dos orillas de negrurafantástica, y sorbía en el horizonte la luz de sangre.

Por encima del arrabal aparecía aún, más allá del caserío confuso que eltren dejaba atrás, la llanura de sombra violácea; y una iglesia lejanase diseñó como una miniatura gótica estampada en el cielo pálido;Adriana creyó oír algunos toques de la campana, llegando hasta ella enuna vibración imperceptible, moribunda, y sin embargo penetrante en sumúsica como una dulcísima queja. Involuntariamente juntó las manos. Ungran deseo de purificación la dominó; y en este generoso arranque quesubía desde lo más íntimo de su alma, como un mar de ternura, reconocióuna semejanza con la irradiación suntuosa y triste que derramaba elcielo sobre las deformidades viles de la tierra, reflejando la visión deaquella luminosa sierpe de púrpura que había pasado como un prodigiobajo sus ojos atónitos.

La humilde iglesia lejana, flotando en la sombra violácea, parecía hacera su alma una seña inmóvil. Adriana hubiese querido volar hacia ella,arrodillarse en la penumbra más vaga de su nave pequeña y llorar asolas, indefinidamente, bajo las luces encendidas en los cirios.

IX

Subieron a la habitación de la abuelita, en seguida de comer.

La ancianahizo señas a Adriana de acercarse y sus dedos largos y viejos leacariciaron los cabellos. Había una extrema suavidad en su modo y entoda su persona; la tranquilidad profunda del rostro traía el vagoresplandor de una belleza apagada por el tiempo.

Ya no salía de la habitación, a causa de la parálisis, y por lo común seabsorbía completamente en la reminiscencia de las cosas pasadas; paraella se reducía a sus nietas todo el pálido presente.

Eran de otra época los muebles que la acompañaban, la suntuosa y macizacómoda de manijas talladas, los sillones altos como sitiales; de otraépoca los grandes marcos de un oro ya sin brillo: en las telasagrietadas, los rasgos expresivos de las caras habían comenzado aborrarse, y la sonrisa de estas caras, alguna llena de hermosa juventudbajo lo anticuado del atavío, parecía velada de pesadumbre, como por laconciencia larga de la muerte.

La anciana le preguntó por su madre y sus hermanas, y luego, evocandopoco a poco sucesos que se referían a la familia de Adriana:

—Yo lo apreciaba mucho a tu bisabuelo, tu bisabuelo por la rama de tumadre; me festejó en un tiempo.

La expresión de sus ojos, bajo la frente placidísima, se anegó en elrecuerdo. Y refirió el caso con sencillez casi infantil, repitiendo lasfrases que le habían murmurado, más de medio siglo antes, en una finadeclaración de amor, que su memoria resucitaba con la imaginación delsalón lejano, las figuras ceremoniosas del minué, su propia linda imagende muchacha vista de soslayo en los altos espejos, y ya indecisos, comoen una sombra, los gestos galantes de sus amigos desaparecidos.

Las Aliaga oían sus palabras con una suerte de avidez febril.

Rara vezocurría que así se pusiera a contar historias de su tiempo; la vejezavanzada había atenuado mucho su sensibilidad, le había comunicado unaespecie de indiferencia para todas las cosas, y también para sí misma,porque hablaba de morirse sin que tal idea despertase en ella zozobraalguna. Pero esa noche, los recuerdos la iban como galvanizando.

—Y yo no sé por qué tu bisabuelo no me gustaba para marido.

Entonces élse casó con Josefina Chaves, la abuela de tu mamá; era también muybonita y nada celosa; ella misma nos daba bromas, a su marido y a mí,cuando se acordaba de aquellos festejos. Sí, y él se quedaba callado.Sabía disimular muy bien.

Y el rostro de la anciana sonreía con expresión de dichosa ingenuidadsenil.

—Tomaron una casa muy linda,—continuó—en la calle de la Piedad, juntoa la iglesia. ¿Viven ustedes siempre allí?

—¡Oh, no señora! Nos mudamos. Yo apenas me acuerdo.

—La echaron abajo hace tiempo, abuelita—dijo Zoraida.

Ahora viven enla calle Cerrito, a pocas cuadras de aquí.

Adriana vio como en sueños aquella casa antigua, el patio con susbaldosas blancas y negras, la grande y tupida magnolia, en cuya cimaasomaban, medio tapadas por las hojas, enormes rosas blancas. Y recordótambién las hermosas diamelas, su aroma embriagante cuando todas lasplantas del patio florecían y sus hinchados pétalos, próximos amarchitarse, tomaban un color avinado...

—También la casa en que vivíamos nosotras la han echado abajo, explicóZoraida.

—¿Es posible?

Pero el rostro de la anciana volvió a iluminarse:

—Una vez tu bisabuelo, como siguiendo la broma, me regaló un ramo dediamelas. Josefina se reía, pero no creo que le gustara mucho. Ah, ¡quéricas diamelas!

Y parecía aspirar de nuevo la fragancia y contemplar la escena remota enuna milagrosa reaparición.

Luego contó, una tras otra, largas historias de las cuales ella o susamigas habían sido las heroínas; y también tragedias ocultas, como elsuicidio de una sobrina de Juan Manuel de Rozas, muchacha suave ysentimental, que no pudo sobrevivir a un desengaño de amor.

Recordó el caso triste que diera origen a la capilla de Santa Felicitasy todo un profundo pasado parecía asomarse desde la región del olvido,varias generaciones cuyos individuos se habían ido extinguiendo, con lasideas, los sentimientos y las costumbres sencillas de una época muerta;salones radiantes, grandes espejos de consolas doradas, furtivosmensajes de amor jamás develados, música de serenatas despertando lacalle en el patriarcal silencio del barrio dormido. Ya no había unvestigio de aquella época, la anciana sobrevivía en un presente ruidoso,cuyos ecos sin interés para ella solían llegarle, sin embargo, por laconversación voluble de sus nietas modernas.

Cuando la abuela se hubo recogido, y ellas bajaron nuevamente, aquellashistorias continuaban flotando como un romántico hálito antiguo sobrelas cabezas de Adriana y las Aliaga.

Reunidas en el comedor, tenían las manos lánguidamente caídas sobre lacarpeta de terciopelo rojo, menos Carmen, que con las suyas se cubría lacara para seguir más abstraída en la imaginación de las escenas quehabía evocado la anciana.

—¡Qué mal hace abuelita, dijo Zoraida, de hablar así delante de estachica! Tiene ya la cabecita llena de novelas.

—¡Bah!—respondió Carmen—todas nosotras somos lo mismo, aunque noqueramos confesarlo... Vivimos de soñar en el amor.

Y la actitud seria y el tono reflexivo de sus palabras, contrastaba conla apariencia de criatura de quince años que ella tenía.

—Lástima—dijo Zoraida—que Julio no haya oído las historias deabuelita, él que sólo se interesa por las cosas ideales.

Adriana sonrió vagamente, para que no sospecharan el tumulto de su alma.¿Era posible que sólo al oír pronunciar su nombre se conmoviera así?

Carmen interrumpió a Zoraida.

—¿Que sólo se interesa Julio por las cosas ideales? Tú no puedessaberlo; ya tendrá él sus cosas materiales también, y en el amor, sobretodo. Porque todos los hombres...

Enrojeció vivamente y miró a Zoraida confusa y sonriendo.

Así con muchafrecuencia le ocurría, por su misma ingenuidad, que se le escapabanreflexiones indignas, según le decía Zoraida, en una chica de su edad.Pero prosiguió:

—Sí, Julio debe tener sus asuntos; pero es tan reservado, tan raro, quenadie puede sacarle nada. La festejó un tiempo a Elisa Jiménez.

Esta era una muchacha muy bonita, emparentada con las Aliaga, aunquecasi no tenían con ella relación de amistad.

—¿Elisa Jiménez? No es muchacha para enamorar a Julio—

repuso Lauracasi en voz baja y como distraída.

—O entonces alguna señora casada—sugirió Carmen, mirando de nuevo conaquella expresión sonriente y confusa a su hermana mayor.

—¡Camucha!—le gritó ésta.

—Tal vez—continuó Carmen—está enamorado de alguna de nosotras... Unmozo no viene tan seguido a una casa si no tiene interés... Después yohe notado...

Pronunció con ligera ironía estas palabras y se detuvo un instante,mirando a Laura con malicia.

Como Adriana advirtió que Laura iba a intervenir, acaso para desviar laconversación, le tomó rápidamente las manos:

"Óyeme, óyeme,—murmuró—tepreguntaré una cosa". Pero no tenía idea de preguntarle nada y sólo, sí,el propósito de impedir que se interrumpieran las revelaciones deCarmen.

—Porque cuando habla con Laura tiene un modito de mirarla...

—Cuando habla contigo también—replicó Laura—Julio siempre mira así.

—¿Saben de quién se ha de enamorar entonces?—preguntó Carmen comomaravillada.—¡De Adriana! Estoy segura, no sé por qué.

Pero lo dijo con el mismo ligero tono de ironía y como por dar a suamiga una broma amable.

Ya tarde llegó Julio y le contaron las amorosas reminiscencias de laabuela. En el rostro de todas, hasta de Zoraida, había una animacióninusitada. Julio escuchaba y casi no tomaba parte en la conversación.Miraba siempre a la que hablaba, pero su actitud se parecía a la dealguien que estuviera completamente solo.

Aquella velada terminó con un episodio extraño, que dejó en el espíritude Adriana un ancho rastro de pena.

X

Se habían puesto a discutir con animación si la abuelita no habríainteriormente correspondido al bisabuelo de Adriana.

—Sí—opinaba Carmen—pero ha guardado el secreto, jamás lo ha confesadoa nadie, ni a nosotras mismas lo diría nunca. Fue tal vez el único amorverdadero de su vida y un recuerdo que se llevará ella a la tumba.

—¡Sí, tal vez!—murmuró Laura como atribuyendo una significaciónextraordinaria a la idea de Carmen.

—¡Bah!—intervino Zoraida—abuelita es demasiado sencilla para eso.Diles, Adriana, que no hagan fantasías de una cosa tan común. ¿Tú quépiensas sobre eso?

—Que posiblemente mi bisabuelo sí la quiso y se casó con otraguardándose la tristeza de no ser comprendido.

Era para ella una emoción deliciosa oírse consultar sobre la remotapasión de aquel antepasado.

—De todos modos—volvió a sugerir Carmen—el amor en los tiempos deabuelita tenía algo de más romántico, de que sé yo...

Era posibleentregarse completamente a la ilusión divina...

—Hoy también—murmuró Laura a media voz.

—¡Oh! En primer lugar, un caso como el tuyo es raro—replicó Carmenaturdidamente, sin sospechar el efecto terrible que iban a producir suspalabras. Tú lo has querido de veras a José Luis, es cierto, pero biendesdichada fuiste, Laura; y es que en estos tiempos, hija...

Enmudeció repentinamente, azorada y comprendiendo que había cometido unatorpeza irreparable.

—¡Camucha!—gritó Zoraida como si hubiera experimentado un dolorpunzante.

Todos miraron a Laura. Se había levantado con los ojos fijos en Carmen yalgo indecible en la expresión. Adriana la vio palidecer y buscar unarrimo.

—¿Pero qué dijo Carmen?—preguntó Julio, yo no alcancé a oír, noalcancé a oír.

Laura se sonrió, le miró, se confundió más, y como nadie hablara,exclamó con desesperación:

—¡Dios mío! ¡Ahora supondrán que me impresiona el recuerdo de JoséLuis!

Dejó caer los brazos. Julio, en medio de la aflicción de todos, tomó unfrasco con agua de colonia que pidió a Zoraida y empapando completamentesu pañuelo quiso aplicarlo a las sienes de Laura. Pero ésta lo rechazó,sonriéndole de nuevo, y pidió que la acompañaran a su habitación. Lallevó Zoraida. Esta volvió al poco rato y reprendió a Carmen.

—Como lo dijiste así, delante de todos, ella creyó que era una burla.

—No—replicó Carmen—fue por la impresión que le hace siempre acordarsede José Luis.

—Ella dijo que no, se desesperó de pensar que podía alguieninterpretarlo así.

—Prueba de que ha sido por eso, o porque tú estabas presente, y comotuviste la culpa de que se rompiese el compromiso...

como ella siemprepiensa que tú has deshecho su felicidad...

Los ojos de Zoraida se llenaron de lágrimas.

—Perdóname Zoraida, todos sabemos que procediste con la intención desalvarla y nunca me atrevería a reprocharte nada.

Pero sólo quieroexplicarte... Estoy segura de que todavía lo quiere a José Luis. Dicenque pronto pedirá él una licencia y vendrá... Si eso sucede, Zoraida,tenemos que hacer lo posible, por lo menos, para que vuelvan a verse...

Adriana ignoraba todavía las circunstancias de aquel antiguo noviazgo desu amiga. Sin embargo, le pareció que tanto Zoraida como Carmen seequivocaban. Y antes de que otra sospecha se esclareciera