Adriana Zumarán by Carlos Alberto Leumann - HTML preview

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de

júbilo

que

inmediatamente huía: era como si elexceso de la emoción penosa necesitara el respiro instantáneo de unplacer fantástico.

En uno de aquellos relámpagos ficticios, le acometióla tentación de lanzarse riendo en medio de la sala, bajo la mirada detodos, para besarla en la blancura fina de la nuca. Semejante impulsoera tan insólito en él que se imaginó propenso a un ataque de locura.Empezaron los acordes de otro vals. Adriana y Castilla entre las parejasapiñadas, buscaban sitio para bailar.

Muñoz vio de pronto, claramente,que Castilla acariciaba la mano que Adriana había apoyado un instante ensu brazo. Ella se había detenido, como sorprendida, poniéndose frente asu compañero sin dejar de sonreír. Las parejas, girando, le ocultaron

laescena.

Sintiéndose

a

punto

de

perder

completamente el dominio de símismo y de cometer acaso uno de esos actos que ridiculizanirreparablemente, su amor propio prevaleció. Atravesó el vestíbulo,donde se amontonaban los abrigos, sacó rápidamente el suyo y salió,huyó, sin haberse despedido de nadie y en un estado de exaltaciónindescriptible.

IV

Las calles del Socorro estaban desiertas. El aire frío, la bocina dealgún automóvil, el eco de sus propios pasos en la acera, todo parecíaperseguirle, hablarle de ella, sugerirle visiones monstruosas deinfidelidad y de falsía. Se imaginaba casado y engañado en seguida. Acada instante le asaltaba la tentación de volver a casa de Charito.

Por momentos reflexionaba con una gran lucidez. El dolor fecundaba suespíritu; multitud de intuiciones germinaban en su mente, como seresirónicos que hubiesen permanecido ocultos bajo una capa de ideas pesadasy groseras. Adriana le parecía una enemiga y él su antagonista, queluchaba con los ojos ciegos, a discreción de aquella alma tal vezmaligna bajo la irradiación de su hechizo. Por primera vez creyópenetrar la significación de ciertos rasgos de su cara: como aquellarigidez de la frente, pequeña, fina, bajo la suavidad del cabello lacio;luego, la sonrisa indecisa, y la sombra que parecía flotar en la miradade sus ojos dulcemente atónitos: las pupilas anchas, negras, eraninsondables, tenían algo de quimérico.

Muñoz caminaba rápidamente, como atraído por el vértigo de la imagen.Estaba en la calle Juncal; atravesó al atrio solitario y sonoro de laiglesia. Caminó varias cuadras hacia el centro, buscando ruido. Delantede él iba alguien a quien creyó conocer en el modo de andar. Apresuró elpaso. Era Julio Lagos.

Habían sido compañeros de la misma clase, en el Colegio.

Muñoz leapreciaba mucho, pero sin tenerle afecto; por el contrario, siemprehabía experimentado contra él una especie de recelo instintivo, una vagahostilidad a causa de su reserva. Más de una vez le había hechoconfidencias íntimas, sin que Julio le correspondiera nunca de la mismasuerte. Y como quiera que tal indiferencia la tenía también para losdemás compañeros, le consideraba un espíritu frío, incapaz de simpatía.Sin embargo, en cierta ocasión le desconcertó su extraño apasionamientoal discutir en clase con el profesor. Por otra parte, muchas ideas de suamigo eran para Muñoz incomprensibles y a veces absurdas.

Ahora, desde hacía tiempo, habían dejado de frecuentarse.

Julio,interrumpiendo sus estudios, viajó por el extranjero, y a su vuelta,retraído completamente, su vida fue un misterio para Muñoz.

Encontrarle ahora, en la soledad de la calle, le alegró; se sentía tanoprimido por la angustia, que necesitaba el desahogo de una confidencia,y a nadie sino a él hubiese querido encontrar; se hubiera avergonzadode comunicar su desdichada situación a cualquiera de sus actualesamigos.

Volvió Lagos la cabeza, reconoció a su antiguo compañero y le estrechófuertemente la mano.

—No te imaginas, le dijo Muñoz, el alivio que para mí significaencontrarte... Tengo una gran desesperación... Pero háblame de ti,primero. Aunque no, ya sé que vives con el espíritu amurallado. Noimporta... ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos? ¿De dónde sales a estashoras?

—De aquí cerca, ¿conoces a la familia de Aliaga?

Bajaban por la calle Florida y llegaron, conversando, a las puertas delJockey-Club.

—Entremos,—dijo Muñoz. Busquemos una salita donde podamos conversarenteramente solos. La vida tiene cosas extrañas, muy extrañas, y uno setransforma y va dejando atrás los pedazos de su personalidad antigua.¿Sabes que aprendí a dudar? Ya no me parecen absurdas aquellas ideastuyas, porque ya no encuentro nada seguro en la tierra...

Se rió con una risa nerviosa, sin saber por qué, y miró en los ojos a suamigo. Después llamó; acudió un groom vestido de verde, a quien pidióque trajera licor. Como si el viejo resentimiento le dominara de nuevo,no se decidió a empezar su confidencia. Le comunicó la terminación desus estudios y su nombramiento para la secretaría de un Juzgado.—Sinembargo, agregó, la magistratura no me entusiasma; en ella entraré porno defender pleitos. Tal vez renuncie y me vaya lejos... al Egipto, ala India, a cualquier parte donde pueda arrancarme del todo lapersonalidad que tengo, y dejarla aquí, como un estropajo...

No, nodeliro... Es una forma de decir para explicarte... Pero cuenta primeroqué has hecho tú, en estos cuatro años. Has estado en Europa, ya lo sé.Supe también que habías vuelto, pero que nadie te ve desde entonces; secree que has venido con alguna "liaison" y que vives escondido. Siemprefuiste un misterio, ya en el colegio. Y ahora te lo confesaré: en laUniversidad, a pesar de considerarte yo superior a todos mis compañeros,te tomé odio a causa de ese carácter ensimismado tuyo. De prontodesaparecías, te ibas al campo sin despedirte de nadie, y corríanrumores de aventuras raras. A mí se me ocurría que fingías, que tratabasde hacerte una aureola romántica. ¿No era así?

Julio sonrió, sin responder.

La cara muy blanca, su frente descendía ancha y recta, desde la raíz delos cabellos, empujando algo las cejas por encima de las pestañas. Losojos miraban con una suavidad retraída, y la fisonomía rara vez seanimaba sino con aquella ligera sonrisa de los labios delgados.

—Ese mismo gesto lo hacías siempre, cuando te interrogaban sobre talesasuntos,—añadió Muñoz.

Pero no tenía ahora curiosidad alguna de saber nada acerca de su amigo,sino simplemente un ansia de desahogar con él su corazón henchido por elsufrimiento.

—¡Bah!—dijo Julio respondiendo a la acusación de Muñoz,—

yo te juroque esa actitud mía no era orgullo. Venía, simplemente, de ciertopesimismo, algo así como sintiendo la inutilidad de confesar nada... Meparecía que de todos modos lo realmente mío a ninguno de ustedes podríainteresar. O más bien... me repugnaba mostrar las intimidades de miespíritu. Ya ves, te hago una verdadera confesión, te haría todas lasque tú quisieras.

Con el ánimo de crear un ambiente más cordial y propicio para laconfidencia, procuró Muñoz halagarle, mientras apuraba copitas de verdeChartreux, para salir de su abatimiento.

—De lo que no me olvido es de aquel ruidoso examen tuyo en que presidíala mesa el profesor López Azúa, que no pudo salir con su gusto deaplazarte.

—Y me lo tenía prometido formalmente.

—Es cierto, prosiguió Muñoz, y recuerdo su argumento: no podía dejarpasar a un alumno que tenía ideas contrarias a la doctrina que élexponía en su libro de texto.

—Y entonces yo, puesto que tenía descontado el aplazo, quise al menosdarme el gusto de hablar con libertad.

Muñoz le interrumpió, para demostrarle que recordaba todas lasincidencias del asunto.

—Efectivamente, sin que se pudiera advertir demasiado tu intención,pusiste su libro en la picota. ¡Qué bien hablaste! A cada objeción y acada pregunta capciosa que te hacía, para encerrarte, tu respuestatranquila era un mazazo. Al último se puso furioso, con gran contentodel profesor de Derecho Romano, que tenía contra él una rivalidadantigua en el Consejo Académico. Y quiso obligarte a reconocer ciertosprincipios que él afirmaba incontrovertibles. Tú le pediste permiso paracitar un texto de no recuerdo qué autor antiguo. Me parece oírlevociferar,—pegando un puñetazo en la mesa: "¡Esa no es la doctrinamoderna!" Le contestaste que a tu juicio los modernos no pueden sentir ycomprender el valor de las leyes con la ciencia de los atenienses o losromanos, que las vivían, las dominaban y sabían por eso apartarse deellas sin apartarse de la justicia. El profesor de Derecho Romano teaprobaba con la cabeza. Pero López Azúa se te quedó mirando como sihubieras dicho el mayor de los disparates.

—Sí, creyó tenerme ya entre las garras. Me preguntó muy alegre:"¿Apartarse de las leyes sin apartarse de la justicia?

¡Entonces lasleyes en Atenas y en Roma eran injustas!"

—Y tú le contestaste que no, porque las leyes, hasta las más lógicas yeficaces, son relativas con respecto a la justicia. Te desafió entoncesa que citaras un solo caso en que los romanos se hubieran apartado deuna ley lógica sin apartarse de la justicia.

Allí su derrota fuecompleta, porque le replicaste en seguida:

"Leyes lógicas y justascondenaban como un delito el proceder de Cicerón en el asunto deCatilina. Pero él juró que había salvado a la República y el Senado ledeclaró, con justicia, Padre de la Patria". El profesor de DerechoRomano por poco no se levanta para abrazarte.

Después de recordar ambos otras incidencias de la pasada vidaestudiantil, Julio le invitó a contar el motivo de su preocupación.Haciendo un esfuerzo para reunir sus ideas, comenzó Muñoz a referirle supasión, pero evitando pronunciar el nombre de Adriana. Julio le escuchóal principio con su habitual modo distraído; alzaba la copa diminuta,mirando al trasluz el licor. Entonces Muñoz se interrumpía:

—¿Me escuchas, eh? ¿Me escuchas? Y le renacía contra su compañero deotro tiempo la antigua hostilidad. Pero viéndole sonreír y ponerse porun momento en actitud de gran atención, siguió hablando, sin preocuparseya de él y conformándose con hablar para sí mismo. Experimentaba algoasí como la embriaguez de sus recelos y de su angustia. Relataba losepisodios desconcertantes con fidelidad minuciosa, y de vez en cuando sedetenía, azotado por la visión repentina de Adriana bailando con elotro.

De pronto advirtió que Julio le miraba con una atención reconcentrada.En ese momento refería la extraña conducta de Adriana, sus apasionadascartas de amor y la indiferencia burlona con que le recibía luego.—¿Tefiguras, prosiguió con la voz alterada, poniendo una mano sobre el brazode Julio,—te figuras la desesperación que debe provocar semejantecriatura?

Una vez, cuando yo no había perdido enteramente la voluntad,decidí dejar de verla, huir de Buenos Aires. Porque sentí que estamuchacha sería mi perdición. Compré pasajes para Europa. Pero recibí unacarta suya. Me decía, con palabras finas, incomparables, con unasuavidad delicada, y como rendida a mí, que al menos le dejara ladulzura de verme y hablarme por última vez. ¡Ah! ¿Por qué me llamabaasí? Fui. Sus ojos estaban húmedos. ¿Había llorado? No sé; al verme serió por largo rato.

Esto sucedía en casa de Charito González. Túsupondrás que se reía de júbilo por la idea de que yo desistía delviaje. No, se reía como siempre, se burlaba. No dijo una sola palabraconcordante con su carta, no insinuó siquiera que había de quedarme;sólo murmuró, distraída, como pensando en otra cosa, que no debíaguardarle rencor; mientras yo estuviera ausente me recordaría algo, nomucho, porque ella era mala y también incapaz de un verdadero amor; yagregó que tal vez sería mejor termináramos para siempre toda clase derelación, porque ella con seguridad, tarde o temprano, se enamoraría deotro. Y lo decía con una expresión muy ingenua, había algo como unagracia en su maldad, algo imposible de describir; yo tuve un vértigo yrompí los pasajes echándolos a sus pies. Sentía su hermosura envolvermecomo una llamarada. ¿Sabes dónde está ella, en este momento?... Si yoquisiera... ¿Ves cómo tiemblo?

Cuando te encontré, venía de allí...venía de verla y conversar con ella... Sí, esta noche, en casa deCharito González, no hace media hora, tuve el mismo vértigo, me envolvióla misma llamarada. Y ahora ya no soy dueño de mí, todo lo que me pasa ytodo lo que hago viene como arrastrándome y como aplastándome.

Se cubrió Muñoz la cabeza con las manos abiertas, los codos sobre lamesa, y suspiró. En el rostro de Julio la mirada tranquila tenía unaexpresión de piedad para su amigo de otro tiempo.

Mientras así le consideraba en silencio, un precipitado ruido de pasosse aproximó, por el corredor que llegaba hasta el saloncito, y una vozimpaciente gritó: "¿Pero dónde diablos se ha metido?" Era Castilla.

—Ya, ya,—respondió la voz de un sirviente gallego.

Muñoz se levantó bruscamente y cerró con violencia la puerta.

Afueracesaron al instante las risas y la animación del grupo.

Castilla llamó,dulcemente.

—¡Una palabra, Muñoz, nada más que una palabra!

Y a través de la puerta le explicó que en casa de Charito le habíabuscado para salir juntos, que la tonadillera quería verle a toda costay que él se había comprometido a llevarle.

—¡Es un caso de gran pasión!—gritó uno de los compañeros de Castilla.

—Si no vas te tomará por un marica.

—Y nosotros también.

Otro hizo un chiste que provocó carcajadas ruidosas, y como Muñoz norespondiera, comenzaron a dar fuertes golpes en la puerta.

Al fin se alejaron, repitiendo las alusiones chistosas y algunoscomentando seriamente la extraña transformación que había operado enMuñoz la neurastenia.

—¡Charito González!... murmuró Julio ensimismado. Conocí a una amigaíntima de Charito González... Adriana Zumarán. La traté una sola vez,pero comprendí que es un ser excepcional.

Muñoz, incorporándose bruscamente, le miró con una indefinible expresiónde desconfianza; le vio sonreír ligeramente.

Se levantó alterado, ycomenzó a pasearse por el saloncito.

Luego llamó y pidió su abrigo;pensaba que Julio, al tanto de toda su historia, respondía a susconfidencias con una crueldad irónica, y esto le lastimó.

—¡Tú no debes burlarte! ¿Oyes?—gritó tomando del sirviente el abrigo yel sombrero. Y sentía crecer oscuramente su hostilidad contra Julio.

Este le miró, muy serio, y le aseguró que no tenía ningún deseo deburlarse; por el contrario, compartía su sufrimiento y le compadecíacon sinceridad.

Muñoz volvió a sentarse, y después de un silencio largo, acercándosemucho a Julio:

—No sé adónde me llevará todo esto... Pero te aseguro que ya no soydueño de mí. Si alguien se interpusiera entre ella y yo...

Es horrible,es algo que me acerca a una brutalidad inferior, a los casos de impulsociego, inconsciente, de la gente del pueblo... los crímenes pasionalesque registra todos los días, en los periódicos, la sección "Policía", elsuceso común del hombre que se ha enamorado de una criatura de quinceaños, de clase humilde como él, la ha festejado y perseguido coninsistencia desesperada, bestial, contra la oposición de los padres y lacompleta indiferencia de ella; y un día se pone en acecho, como unafiera; cuando ella sale, para hacer algún mandado, la detiene. En lacrónica suelen mencionar todos estos detalles. La requiere por últimavez, le exige una contestación definitiva; luego, rápidamente, ledispara un balazo a boca de jarro, o desnuda un cuchillo y se lo hundeferozmente en el corazón.

—Y la crónica,—dijo Julio—agrega casi siempre: "El homicida volvióluego el arma contra sí mismo, ocasionándose una herida, de cuyasresultas falleció minutos después". Pero como tú dices, esa manera desentir y entender el amor pertenece a seres en quienes la agitación delinstinto no se ve dominada por la serenidad del espíritu.

—Pues bien,—replicó Muñoz—te aseguro que yo ahora suelo sentir algoasí, hervir en mi naturaleza y en mi sangre el ansia del crimen pasionaly subir esta ansia, brutalmente, hasta mi corazón. Y sin embargo, yodesciendo de gente convencional, ceremoniosa, acostumbrada a vivirdisimulando y reprimiendo todo impulso antisocial. Pero ahora, te lojuro, ¡yo mataría, con puñal, como un hombre del pueblo!

Julio, saliendo de su tranquilidad, repentinamente, puso una mano sobrela muñeca de Muñoz y se la oprimió con un movimiento nervioso:

—¿Estás seguro, en todo caso—le interrogó—de que le tienes verdaderoamor? No, no me mires como si te preguntara algo desatinado. Es que túno has pensado nunca en esto... Si experimentas una angustia tan brutal,todo pasará y no te quedarán después sino las cenizas...

—No te entiendo... no puedo entenderte.

—Si tu pasión arde así, con esa violencia, quemándote la carne y lasangre, no viene de tu espíritu, sino de tu naturaleza agitada,convulsionada. Te has entregado, ciegamente, a un sentimiento que talvez cualquier otra mujer te hubiera inspirado también. El amor, elverdadero amor del hombre, es algo ante todo espiritual; los sentidossufren su influencia, a veces de una manera violenta, pero sin avasallaral espíritu nunca.

—Basta, Julio, basta, en estas cosas está demás razonar...

Déjamedesahogarme... Si ella fuese de esas criaturas inconscientes, purairreflexión, pura coquetería, todo lo que hace sería cien veces másperdonable. Pero no, es inteligentísima, más que cualquiera de susamigas. No, no es una irreflexiva; por el contrario, parece que siguierael hilo de mis ideas y adivinara todo lo que pienso. Ella sabe hasta quépunto sufro, y no le importa. Cuando considero lo que me ha hecho pasar,la imagino de una maldad que no se concibe mayor. ¡Y sin embargo, aveces, su cara distraída tiene una expresión tan buena! La duda de cómoes ella, realmente, me enloquece tanto como la duda de su amor.

V

—¿Quieres que te explique lo que pienso?—dijo Julio con ciertagravedad. Hay una relación directa entre tu asunto sentimental y algo...Yo no soy un indiferente, como tú acaso supones; al contrario, sientolas cosas de una manera demasiado íntima... En fin, no es esto lo queinteresa ahora... Se trata de esa criatura, es decir, de las criaturasdesconcertantes que uno puede encontrar aquí, en Buenos Aires... Si note sientes capaz de afrontarla, has hecho mal en romper tus pasajes... Apropósito, no me has dicho quién es...

Se avivó la expresión de desconfianza en la cara de Muñoz.

—No, no importa,—dijo apresuradamente Julio. Y

hundiéndose en elsillón, continuó, como abstraído:—Ninguna mujer como la porteña, sueletener el alma tan lejos de su apariencia, tan distraída de susactitudes, de las palabras que dice, de su mismo carácter, tan recogida,por decirlo así, en una oscura vida interior. Es profunda y pasiva comola mujer oriental, pero sin duda con una espiritualidadincomparablemente más fina, con más inteligencia y más significativaintimidad de sentimientos. Todo lo que en la oriental es vago, demasiadoconfundido

con

el

instinto,

se

realiza

maravillosamente en nuestrasmujeres, sin salir aún de la penumbra. No llega todavía su intimidad adesteñirse bajo la luz violenta de la cultura uniformadora... ¿Habrásnotado que las europeas cultas se parecen todas entre sí?... Hay, por lomenos, un cierto tipo de mujeres porteñas que no hallarás reflejado enninguna literatura y que te sugiere cosas indecibles. Acaso algunasheroínas de Dostoiewski y de Tolstoi pudieran considerarse como unaequivalencia. Pero son otra cosa. Si vamos a la mujer de Francia, tanrefinada y que en algunos tipos deliciosos llega a ser exteriormenteperfecta, ¿hay sin embargo, entre todas las heroínas de sus grandesescritores realistas, alguna que te sugestione por sí misma, por laexpresión de una fisonomía interior inconfundible? Madame Bovary notiene sino una personalidad artificiosa, producto casi material, pordecirlo así, del ambiente, la época, las mil influencias que Flaubertanaliza con sagacidad prodigiosa y que han absorbido en realidad toda laespontaneidad de la mujer. Renée Mauperin, de los Goncourt, otroproducto, otra mujer tan deliciosa como generalizada y vulgar. Y esaMadame Martin de "Le Lys Rouge", ofrecida al mundo como el tipo de laparisiense exquisita y superior, ¿es acaso otra cosa que un admirableafinamiento de las cualidades comunes, exteriores, visibles, traídas porla cultura de las costumbres y la influencia de los libros que ella haleído? Su mundo interior es armonioso, claro, limitado. En cuanto a lamujer española... La de los grandes tiempos místicos ha desaparecido; haresucitado aquí, revestida de un esplendor nuevo, transformada, única,en este ser extraño, en esta clase sentimental a que pertenece sin dudala criatura que te ha enloquecido. Y te ha enloquecido porque no laconoces.

—¡Tú sabes quién es!—interrumpió Muñoz irritado.

—Ah, seguramente supones—prosiguió Julio—que ella es la única así.Piensas, además, que su actitud para contigo obedece a perversidadesincomprensibles. Pero las cualidades y el carácter de estas porteñasdesconcertantes, no son, como en la mujer europea, manifestación naturaldel espíritu, sino una pura apariencia, un delicado disfraz. Algunas lollevan durante toda la vida. Cierto recato místico y una profundapasividad las obliga a ocultarse así. Sus ensueños se diluyen en lavoluptuosidad interior, semejante a la que hizo delirar en otros tiemposa las santas de España con una inacabable dulzura en los sentidos y enel alma. La época moderna, las costumbres cosmopolitas y todo género desugestiones han conspirado sin duda para apagar el ardiente atavismo.Algunas generaciones más y esta mujer habrá tal vez desaparecido. LasRenée Mauperin y las

"intelectuales" y las partidarias de Debussy, iránpoco a poco absorbiéndola, matándola.

—Sí, Juanita Sánchez, otra amiga de Charito, la habrás oído discutirsobre Debussy.

—Imagínate mientras tanto, continuó Julio sin atender la interrupciónde Muñoz, a una de esas muchachas que guardan oculto el secreto de sualma. La vida le da un esposo al azar; su misma pasividad ha contribuidopara que ella lo acepte sin llamar a juicio sus dulces imaginaciones; esun hombre a quien cobra luego el afecto natural que le inspiran losotros miembros de su familia. La va trabajando el hábito, se olvida desí misma, se resigna inconscientemente a la trivial realidad que eldestino le depara. Sus necesidades espirituales son tan hondas como suincapacidad para resistir el ambiente que la rodea. Pesa sobre ella elfatalismo ancestral. Renuncia, sin comprender nada a ciencia cierta, ala vida del amor que sin embargo seguirá murmurando en su corazón; y vaviniendo así el olvido sobre su mundo interior apasionado. Ya el amorllega a tomar para ella una forma solamente ideal, cosa de la fantasía,romanticismo, sueño

de

poetas.

Lee

todavía

con

delirio

a

los

escritoresardientes, y en las novelas simpatiza sin vacilar con las heroínasculpables; pero generalmente rehuye la sola suposición de una relaciónilícita en la vida misma. Para esta resignada y piadosa criatura, elpecado es un fantasma sombrío que la asusta.

Es

preciso

que

concurrancircunstancias

singularmente

favorables para que de pronto lo arrostre.Pero entonces también acepta la tragedia. Figúrate a una de esas jóvenesseñoras en la paz de su hogar. La rubia cabeza de un niño se aduermesobre su seno; se diría otra Virgen con otro niño Jesús. El aire que enderredor de ella se respira parece impregnado de virtud. Un velo dereligiosa castidad cubre la hermosura lánguida de su cara. Su sencillaactitud es una oración. Pero hay sobre los párpados recaídos tantasombra, es tan puro el óvalo de su rostro, que de pronto experimentas unsobresalto: es el miedo de profanar con un deseo, acaso principio de unapasión tan profunda como imposible, la religiosidad del santuario. Y

teapartas, huyes de aquella presencia como el ladrón sacrílego sobrecogidoen la iglesia por la expresión de las imágenes que le miran desde susnichos. Y más tarde piensas: "Si la hubiese conocido cuando ella teníaquince años, si hubiéramos entonces hablado en una familiar confianza,¿habría ahora ese recato de matrona sobre sus ojos, esa absolutaindiferencia para cualquier motivo de conversación que implicarasiquiera la tímida curiosidad de su secretos íntimos, de los sueños quehalagan sus horas solitarias?"

Muñoz escuchaba a Julio con intermitencias; la sugestión de sus palabrasalternaba en su espíritu con la angustia punzante de su amor encelado;se imaginaba a su novia casada con otro, un niño rubio en los brazos yrecatada como la Virgen. Y una risa sarcástica se escapó de sus labios.

—Pero las circunstancias, prosiguió Julio, te ponen en la ocasión deverla con frecuencia. Nunca de tus labios se escapa una palabra quepueda traicionarte. Ella adivina, sin duda, lo que pasa en tu corazón,aunque sería inútil que buscaras en su actitud, en su trato, en suspalabras, el más ligero indicio de ese conocimiento. Acaso tampoco tengaella la hipocresía de manifestar por su marido un amor que no le tiene.En cambio, te dirá que en su corazón hay una idolatría constante que ladeja llevar con resignación las penas de la tierra: Dios y la Virgen.

Teregalará una crucecita, una estampa o una medalla, para que las llevescomo una protección contra la desdicha y contra la tentación del pecado.

Pero una noche, por incidencia casual, has quedado solo con ella en elcomedor. Los sirvientes han levantado la mesa, se han marchado. Es nochede invierno; en la chimenea una llama azul oscila entre los carbones.Ella conversa con más locuacidad, de mil asuntos, de la novena próxima,de un libro por demás liberal o cuyo argumento le parece inverosímil. Suconversación es sencilla, demasiado sencilla. Luego te escucha a ti; yla mirada atenta y buena tiene una pureza absoluta. "¿Qué significa, tepreguntas, esa inconsciente virtud que protege sus hechizos?"

En turecuerdo no hay ahora una mujer comparable a ella. La miras como a unser sobrenatural. De pronto, durante un minuto de silencio, estalla unlloro lamentable. Es en la estancia contigua, el niño. Ella corre,sobrecogida como tú. Al poco rato el niño se ha dormido. La madre hacubierto a medias con la colcha su carita rosada, te ha llamado para quele contemples y admires. La casa entera parece desligarse del mundo ysumergirse en una gran quietud. Te dejas invadir con cierta amargavoluptuosidad por el romanticismo de la escena, en esta penumbraprohibida. El reloj da las doce, sus campanadas suenan como atónitas. Estiempo de que te marches. Pero tú vives como en una atmósfera irreal, turazón y tu voluntad ya no cuentan para nada. Repentinamente el deseosobresalta tu corazón con una extraordinaria violencia; caminas hacia lapieza contigua con ánimo de huir, pero en seguida te vuelves. Ella, enese momento, se inclina sobre la cuna; el claror de la lámpara pone unalínea de luz en el perfil de su cara y otro en la finura del cuello;inclinada así, su cuerpo parece más largo y más lánguido. Un poderextraño te mueve hacia ella; tienes al mismo tiempo la sensació